LA DULCE
Paz de Borbón y Borbón
(1862-1946)
No era tan bella como sus hermanas Pilar y Eulalia, pero su alma reflejaba, igual que su nombre, un remanso de dulzura y calma.
Bajita, algo fornida, con los ojos pequeños y la nariz demasiado respingona, Paz no levantaba pasiones por su aspecto físico, la verdad; su belleza, como decimos, era interior, incluso para su hermano Alfonso XII, que en más de una ocasión expresó por escrito su admiración por ella.
Con el paso de los años, Paz fue creciendo más y más por dentro. Una conmovedora escena servirá para iluminar su forjada personalidad.
El suceso tuvo lugar en 1912, mientras la infanta cincuentona viajaba por España con su esposo y primo carnal, el príncipe Luis Fernando de Baviera y Borbón, con quien residía en su palacio de Nymphenburg, también llamado Castillo de las Ninfas, cerca de Munich.
A su paso por Burgos, salió a cumplimentarles el alcalde de la ciudad, Aurelio Gómez, deseoso de guiarles él mismo por la catedral, el Real Monasterio de las Huelgas, la Cartuja y otros monumentales templos. Fue entonces cuando la infanta Paz, con su bondadosa sonrisa, le dijo: «Está bien, muy bien, alcalde; pero, ante todo, quiero hacer en Burgos una visita particular. Dejándola para lo último, quizá no tengamos tiempo…».
Enseguida Paz deshizo el suspense cuando le explicó al alcalde que deseaba ver a la antigua nodriza de su hermana pequeña Eulalia. Con igual diligencia informó de ello Aurelio Gómez a la ama de cría en cuestión, llamada Andrea Aragón, que con setenta y cuatro años estaba ya imposibilitada y casi ciega.
Sobre la mesa del comedor de su casa, situada en la callecita de Las Trinas, detrás del convento ya derruido de las monjas trinitarias, Andrea Aragón extendió todos sus trajes de nodriza que conservaba como nuevos tras casi medio siglo para que Paz pudiera contemplarlos.
La escena fue enternecedora: la anciana burgalesa abrazada a la infanta, y ambas llorando y besándose mientras evocaban a la reina Isabel II y los inolvidables días vividos en palacio…
EL CUARTO DE LAS INFANTAS
Nacida el 23 de junio de 1862, la infanta fue bautizada como María de la Paz, Juana, Amalia, Adalberta y Francisca de Asís; este último nombre, en homenaje al rey consorte Francisco de Asís, quien, como veremos después, tampoco era su padre.
Los padrinos de bautismo fueron el príncipe Luis Adalberto de Baviera y su esposa la infanta Amalia, que serían sus futuros suegros.
Con sólo seis años, Paz tuvo que emprender el camino del exilio en compañía de su familia, tras la revolución que destronó a su madre Isabel II en 1868.
Vivió en París casi ocho años, durante los cuales recibió una esmerada educación en el colegio del Sacré-Coeur, donde los profesores destacaban su facilidad para expresarse y su gran sociabilidad.
De regreso en Madrid, la infanta Isabel ejerció como auténtica maestra de protocolo para sus hermanas pequeñas. Todas sus actividades eran diariamente controladas por veteranas damas de palacio, elegidas naturalmente por la princesa de Asturias.
Organizado el cuarto de las infantas en el Palacio Real, tras la restauración en el trono de Alfonso XII, Pilar, Paz y Eulalia compartieron nuevas experiencias juntas.
La marquesa de Santa Cruz, camarera mayor de Isabel, se convirtió también en aya de las tres infantas, al mando de su cuarto instalado en un ala de palacio y separado de los de sus hermanos mayores Alfonso e Isabel.
La marquesa de Santa Cruz percibía un sueldo anual de 40.000 reales, el doble que las dos tenientes de aya: la marquesa de los Remedios y Cristina Sorrondegui, que habían acompañado a las infantas durante su largo exilio en París.
La princesa de Asturias supervisaba en última instancia la educación de sus hermanas, condensada así: mucha religión y música, poca gramática y aritmética, y un toque de idiomas, sobre todo inglés.
Al principio, Paz tuvo como director de enseñanza religiosa y moral al obispo de Madrid, Ciriaco Sancha. Pero cuando su hermana Isabel consideró que su formación era ya suficiente, suprimió ese cargo, decisión que coincidió con la designación de Ciriaco Sancha como obispo de Ávila.
De las lecciones de gramática, geografía e historia se ocupaba Pedro Cabello, mientras que Emma Delaney les daba inglés; como profesores de música tenían al gran pianista Juan Guelbenzu y a Teresa Roladés, que les enseñaba a tocar el arpa; finalmente, el dibujo corría a cargo del pintor Carlos Múgica, y las prácticas de labores de costura y bordados, a cargo de Joaquina García Clavel.
Paz, como sus hermanas, disponía de su cuarto de estudios privado, donde guardaba sus libros e instrumentos musicales.
Entre sus clases, el tiempo de estudio y los paseos por la Casa de Campo o el parque del Retiro consumían entonces buena parte del día.
TRAVESURAS INFANTILES
Las niñas dedicaban tiempo también a sus travesuras, jugando a burlar la vigilancia de sus damas de servicio, a quienes Isabel había encargado que no dejasen a sus hermanas presenciar las ceremonias de la corte.
Pero ellas se escapaban a veces de sus habitaciones y, escondidas tras los cortinajes del Salón de Columnas, asistieron a una recepción dispensada a la embajada de Marruecos, como si de un cuento oriental se tratase.
Desde el balcón pudieron contemplar el magnífico séquito que componían los coches de gala, tirados cada uno por seis caballos empenachados; detrás de la carroza del embajador iba un escuadrón de la escolta real, y a los lados, a pie, avanzaban los lacayos portando grandes bastones.
Otro día, escudriñando entre las rendijas de una puerta de la cámara real, las tres infantas presenciaron una ceremonia de la Orden del Toisón de Oro, la condecoración más importante de los Borbones de España.
Las pillerías estaban a la orden del día, sobre todo en los primeros años, hasta que las niñas fueron mayores.
Cierta tarde, una de las hijas de la marquesa de Isasi acudió a palacio para jugar con las infantas de su misma edad. Todo había transcurrido con cierta normalidad hasta que, de pronto, la jovencita de apenas quince años sacó un cigarrillo de su vestido y empezó a fumar; luego se lo dio a probar a Paz y sus hermanas.
Nadie se habría enterado si la marquesa de Santa Cruz no hubiese irrumpido en la estancia y visto lo que vio: a toda una infanta de España, menor de edad, con un cigarrillo humeando entre los dedos.
El escándalo fue monumental, y la bronca de Isabel estuvo en consonancia. Las niñas lloraron desconsoladas y juraron que no volverían a hacerlo jamás.
Por extraño que parezca, el rey Alfonso XII era la otra cara de la implacable Isabel. Solía mostrarse más cariñoso y permisivo que ella con Paz, Pilar y Eulalia, a quienes hacía sufrir mucho el rígido protocolo que las mantenía alejadas de él. Pronto, el rey estableció una cena íntima y tempranera reservada a la Familia Real y al personal palaciego de turno, a la que podían asistir sus hermanas pequeñas, las cuales agradecieron infinitamente aquel gesto.
PESADILLA REAL…
Desaparecida prematuramente su hermana del alma Pilar, Paz se convirtió en un puente de plata tendido siempre entre la severa Isabel y la rebelde Eulalia.
Por Eulalia, precisamente, conoció Paz con todo detalle la agonía y muerte de su hermano Alfonso XII, a quien no llegó a ver con vida por más que lo intentó, poniendo incluso en riesgo su propia salud, como enseguida veremos.
La generosidad y el cariño de esta infanta no tenían límites.
De la Biblioteca de Palacio exhumé una desconocida carta de Eulalia a Paz, fechada el 26 de noviembre de 1885, al día siguiente de la muerte del rey.
La víspera había recibido Paz un telegrama de Eulalia, presagiando el desenlace fatal: «Alfonso, peor. Estamos todos en El Pardo. Eulalia».
En cuanto Luis Fernando de Baviera llegó de su jornada de caza, su esposa le suplicó que saliesen esa misma noche hacia España, pese a estar embarazada. «Entonces —recordaba Paz— llegó el momento más cruel de mi vida».
No podían ponerse en camino sin permiso del rey de Baviera; el monarca estaba en las montañas y jamás se le telegrafiaba allí. Luis Fernando, sin embargo, lo hizo; pero aquella noche no pudieron partir.
Al día siguiente, 26 de noviembre, por fin llegó el permiso del rey.
Paz había pasado una mala noche, con algo de fiebre; estaba tan nerviosa y preocupada por su hermano moribundo, que el médico le advirtió que podía perder a su hijo si pasaba tres noches seguidas en el tren.
—¿Quieres todavía ir? —inquirió su marido, asustado.
Ella no lo dudó. En cuanto llegaron a París, se dirigieron a Épinay, donde residía el rey Francisco de Asís, que se había puesto malo de pena y guardaba cama. Al ver a su hija, se echó a llorar como un niño y le imploró:
—Dile a tu madre que yo quería ir, pero que estoy enfermo y comprendo lo que ella sufre.
Cuando los Baviera llegaron a Madrid, el rey Alfonso había sido ya enterrado en El Escorial.
Paz abrazó muy fuerte a la reina María Cristina, y luego lloró amargamente con su querida Eulalia.
La extensa carta que ésta le había escrito días antes se encontraba ya seguramente en Nymphenburg.
Eulalia estaba entonces tan nerviosa y afligida por la reciente muerte de su hermano, que fue incapaz de sostener la pluma en su mano. Rogó pues a su tía, la duquesa de Montpensier, que escribiera a Paz todo lo que ella le iba dictando.
El sobrecogedor testimonio sobre la muerte de su hermano lo recogí íntegramente en mi biografía de Eulalia, La infanta republicana.
Traigo ahora sólo a colación el final de esa emotiva carta.
Tras besar a su hermano muerto, Eulalia echó a correr para desahogar su tremenda pena en soledad, como evocaba a su hermana Paz:
Ya sabes lo que yo hago en tales casos; me eché a correr a mi cuarto cerrando la puerta hasta con cerrojo. No había quien me sacara hasta que oí una voz desde fuera que dijo: «La reina Cristina, que vaya a la alcoba de S. A. la Infanta doña Eulalia».
La alcoba estaba con los balcones abiertos pero las cortinas echadas. Crista sentada en un sillón al pie de la cama… Cubierta de flores. El pobre Alfonso con la misma cara de siempre, no tenía puesta más que una camisa limpia. Las manos cruzadas y en ellas un crucifijo de plata. Se las besé otra vez, me arrodillé y pedí a Dios que llevase su alma al Cielo… Hoy lo han embalsamado para poder exponerle en Madrid. Mañana a las once sale el cadáver; en San Antonio de la Florida será la comitiva para entrar en Madrid.
… Y SUEÑO PRINCIPESCO
Cinco años atrás, el 5 de junio de 1880, la infanta Paz había recurrido también al Altísimo para que su romance con Luis Fernando de Baviera tuviese un final feliz.
Aquel mismo día anotó en su diario:
La tía Amalia [hermana del rey consorte Francisco de Asís] está en París con sus hijos Luis y Alfonso y su hija mayor. Luis quiere absolutamente conocerme, porque le ha gustado mi retrato… He oído hablar muy bien de Luis. Dicen que es serio y amable. Probablemente me creerá por el retrato mejor de lo que soy en realidad. Dejo todo en manos de Dios.
Sus plegarias fueron finalmente atendidas, como barruntaba la propia Paz meses después:
A mediados de enero vino Luis a Madrid y el 22, en un paseo que dimos juntos en la Casa de Campo, nos prometimos. Estábamos tan emocionados los dos, que no sé lo que nos dijimos; sólo me acuerdo que le pedí que me llevase de cuando en cuando a ver mi patria y que desde aquel día juré dedicar mi vida a hacer su felicidad.
Así fue: se casaron el 2 de abril de 1883, en la capilla del Palacio Real de Madrid. Apadrinaron a los novios los reyes Alfonso XII y su esposa María Cristina.
Desde entonces, la vida de los recién casados fue casi siempre un cuento de hadas.
Paz se sintió cautivada por la increíble belleza de Baviera, el antiguo reino del Cisne de las leyendas germánicas, donde reinaban los Wittelsbach.
Contaba ella misma fascinada a su hermano Alfonso el día en que el rey Luis II, hechizado por la música de Wagner, la invitó a ella y a su marido a sus estancias privadas.
Luis Fernando iba vestido de frac, y ella, escotada. A las diez de la noche llegaron a palacio. Entraron en un salón de terciopelo rojo, en cuyo centro había un dosel bordado de oro y forrado de armiño, bajo el cual se hallaba un sillón Luis XV; sobre la chimenea, una estatua de mármol representaba a la poetisa griega Safo.
Dejaron atrás varias habitaciones y se detuvieron en una puerta cubierta con una cortina. El rey la levantó y la infanta Paz se quedó atónita contemplando al otro lado un inmenso jardín, iluminado a la veneciana, con palmeras y lagos, fuentes y chozas.
Un guacamayo, columpiándose en un aro de oro, le dio las buenas noches, y un pavo real pasó luego majestuosamente a su lado.
De pronto, una banda militar empezó a tocar la Marcha de Infantes que a Paz tanto le emocionaba.
Siguieron por una vereda al borde de un lago donde se reflejaba la luna. Poco después, la infanta penetró en un pequeño cuarto con una fuente en el centro, rodeada de plantas, al que habían bautizado como la Alhambra, en recuerdo de su añorada Andalucía.
Dos preciosos divanes estaban colocados junto a las paredes, y la cena preparada bajo un arco árabe… «¡Dios mío, esto es un sueño!», exclamó la infanta.
Cuando acabaron de cenar, el rey los llevó a una gruta de estalactitas; una cascada se precipitaba por allí y un rayo de luna penetraba por una grieta del techo.
Como colofón a su estancia en aquel paraíso terrenal, Paz recibió de su suegro un inmenso ramo de rosas.
¡Menudo contraste entre aquel sueño principesco hecho realidad y la horrible pesadilla que supuso para Eulalia su propio matrimonio!
Aun siendo tan feliz con Luis Fernando de Baviera, la infanta Paz quedó muy afectada por la separación de Eulalia y Antonio de Orleáns.
El 6 de abril de 1900 escribió así, abrumada, a su hermana menor:
Querida Eulalia:
Todo lo que me cuentas me hace el efecto de una pesadilla. El que Antonio, que todos teníamos por avaro, sea un derrochador es de las cosas más increíbles entre todas. La noticia que espero con más interés es el saber qué deciden en España sobre los chicos; su posición de infantes de España es por ti, no por Antonio. Abrazos para ti y Mamá de corazón,
Paz.
Antonio de Orleáns no era, en efecto, un buen administrador de su fortuna.
A la muerte de su padre, el duque de Montpensier, Antonio se convirtió en un hombre inmensamente rico: recibió fabulosos saldos en bancos ingleses, y propiedades inmobiliarias como el palacio de Sanlúcar de Barrameda y la mayoría de las fincas en Andalucía, junto a los estados italianos anexos al ducado de Galliera con sus palacios, castillos y rentas.
Pero su carácter dilapidador hizo que todo aquel patrimonio se esfumara.
PADRE E HIJA
Paz profesó también un enorme cariño a su verdadero padre: Miguel Tenorio de Castilla, a quien aludimos ya en el anterior capítulo.
Tenorio falleció a las cuatro y media de la madrugada del 11 de diciembre de 1916, en el palacio de Nymphenburg, tras residir allí durante veintiséis años nada menos, en la suite 122 del ala sur, por deferencia precisamente de la infanta Paz.
¿No revelaba acaso este detalle el inmenso cariño que la infanta dispensaba a quien consideraba su verdadero padre?
Redactado de su puño y letra con una caligrafía admirable, dieciséis años antes de su muerte, el testamento de Tenorio designaba a la infanta Paz heredera universal de todos sus bienes. Otra prueba fehaciente de la relación paterno-filial existente entre ambos.
Decía así su legado:
En la ciudad de Munich el día tres del mes de mayo del año de mil novecientos.
Yo Don Miguel Tenorio y de Castilla, hijo legítimo de Don José María Tenorio y de Doña Leona de Castilla, natural de la villa de Almonaster, de ochenta y dos años de edad, propietario, ministro plenipotenciario de primera clase de España cesante, viudo de Doña Isabel Tirado, hallándome en pleno uso de mi inteligencia, creyendo como creo en la existencia de Dios, y en la fe católica en la que he vivido y quiero morir, ordeno mi testamento en la forma siguiente:
Primero: Designo por mis albaceas ejecutores testamentarios al excelentísimo señor Don Tomás de Ybarra, gran cruz del mérito naval, a Don José Ángel de Cepeda y Cepeda, secretario de la Diputación Provincial de Huelva, y a Don Ignacio Justo de Cepeda y Córdova, caballero maestrante de Sevilla, los tres juntos y cada uno de por sí por el orden en que aparecen designados y con todas las facultades en derecho necesarias, incluso las prórrogas de ley o costumbre.
Segundo: Instituyo por única y universal heredera de todos mis bienes a Su Alteza Real la Señora Infanta de España Doña María de la Paz, hija de Sus Majestades los Reyes Don Francisco de Asís y Doña Isabel Segunda, esposa de Su Alteza Real el Señor Príncipe Don Luis Fernando de Baviera, suplicando a ambos egregios Señores se dignen aceptar este pobrísimo y humildísimo testimonio de mi veneración y gratitud.
Tercero: En uso de las facultades que la ley me concede prohíbo que en mi testamento intervenga la autoridad judicial.
Ésta es mi última y constante voluntad,
Fdo.: Miguel Tenorio.
Adviértase que Tenorio tuvo especial cuidado en no mentar el apellido Borbón en su testamento al referirse a su hija Paz.
Pero es que, además, la infanta aceptó gustosamente todas las pertenencias de su padre, como lo prueba un documento registrado en el consulado de España en Munich, el 9 de marzo de 1917, aportado en su día por el doctor Manuel Martínez González, amigo de Gregorio Marañón y paisano de Miguel Tenorio:
De entre todos los bienes legados en Munich por el enviado español Miguel Tenorio de Castilla, fallecido el 11 de diciembre de 1916 en Munich, he recibido por entrega del cónsul español:
1. Una gran maleta de cuero cerrada y provista de los sellos del Juzgado municipal y del Consulado español de Munich, con su contenido.
2. Un baúl atado y provisto de los sellos del Juzgado municipal y del Consulado español de Munich, con su contenido.
3. Una gran butaca de cuero.
Declaro que los sellos de ambas autoridades, aplicados a los envoltorios consignados en los números 1 y 2, estaban intactos y que también me entregó el Cónsul la llave de la mencionada maleta.
Declaro, finalmente, que en esa maleta, entre otras cosas, se encontraban los siguientes objetos: una cartera manual de cuero, un cofrecillo taraceado con dos relojes de oro y sus correspondientes cadenas también de oro, un reloj de oro, dos pares de gemelos, dos prendedores de pecho con brillantes, un alfiler de oro, un lote de monedas de cobre y plata, una moneda de bronce con estuche, una cajita con oro, un lápiz de oro, un rosario, dos monóculos de oro, además de treinta marcos en efectivo, un servicio de hueveras de plata, un lote de fotografías, un espejo de mano, un jarrón, un servicio de café, un barómetro, un estuche con dos condecoraciones, un lote de objetos de escritorio, dos cofrecillos, un lote de revistas, vestidos y ropa, un crucifijo, un bastón, un paraguas.
Fdo.: María de la Paz de Borbón y Borbón, Infanta de España.
El propio biógrafo de Paz, Miquel Ballester, disipaba cualquier duda sobre la paternidad de la infanta.
En cierta ocasión, según Ballester, la propia infanta, al ver abatido al antiguo secretario de su madre durante un ágape en el palacio de Nymphenburg, le asió del brazo y anunció solemnemente a sus invitados: «Les presento a mi padre, Miguel Tenorio».
Aquella insólita declaración, además de causar estupefacción en los presentes, surtió en ellos el mismo efecto que una prueba genética.
VOLCADA EN LOS DEMÁS
Paz era la bondad personificada.
Las obras de caridad encajaban en su gran corazón como arterias coronarias.
No en vano, desde su llegada a Munich amplió el asilo Marien Ludwig Ferdinand, muy cerca de su palacio, una institución dedicada al cuidado de niños necesitados.
Fundó también la Legión Infantil, ayudada por el sacerdote capuchino Cipriano; así como el Paedagogium, otra organización que velaba por los hijos de españoles estudiantes en Baviera.
Ella misma explicaba, en una carta, cómo era tan feliz haciendo felices a los demás:
Hace algunos años que los domingos del mes de mayo vienen los patronatos de las niñas de San Felipe Neri a jugar a mi jardín y a cantar luego en mi capilla «Las flores de mayo», reuniéndose unas ciento veinte muchachas. Ponemos unas mesas y unos bancos muy largos debajo de los árboles y les servimos café y bollos, después juegan a la pelota, a los aros, saltan a la cuerda y luego me recitan versos o representan una comedia fácil y divertida. Todo el año sueñan con ese día.
Una pobre chica pálida, con su vestido de primera comunión agrandado y remendado, como su mejor gala para esta ocasión, se acercó a mí y me dijo bajito: «Mi madre nos ha seguido y está fuera. ¿Permite que entre?».
Naturalmente que lo permití y daba gusto verlas durante toda la tarde cogidas de la mano como si estuvieran en el paraíso y de vez en cuando recibía yo una mirada y una sonrisa de las dos.
A mí estas reuniones me hacen tanto provecho como a ellas.
Concluida la Guerra Civil española, la ya anciana infanta había socorrido también a varios republicanos, comunistas y anarquistas españoles refugiados en Baviera.
Más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, algunos miembros de la Casa de Wittelsbach fueron deportados por los nazis a campos de concentración mientras los habitantes de Nymphenburg sufrían las penurias y escaseces propias de la gran conflagración. Fue entonces cuando los exiliados españoles, en agradecimiento a la infanta, ayudaron a reparar grietas y desperfectos causados por las bombas en la techumbre del castillo, donde ella pasaría los últimos años de su vida dedicada al cuidado de sus nietos y rodeada del afecto de sus tres hijos: Adalberto, nacido el 10 de mayo de 1884; Fernando, el 3 de junio de 1886, y Pilar, el 13 de marzo de 1891.
A principios de 1946, una inoportuna caída por la escalera que conducía de su dormitorio al comedor de palacio, la postraría durante varios meses en cama. Sintiéndose indispuesta, ella misma admitió, apesadumbrada: «Ya sé que no podré realizar mi más ardiente deseo de volver a España, pero estoy dispuesta para este último sacrificio».
Uno de aquellos anarquistas agradecidos, testigo de los últimos momentos de la infanta, brindó al escritor Miquel Ballester su interesante testimonio amparado en el anonimato.
Dice así:
Paz agonizó el 3 de diciembre de 1946, a las 5.45 de la mañana. Ese día lo recuerdo como el más amargo y triste de mi vida, consciente de que con el cerebro y el corazón de Paz habíamos perdido no sólo a la persona más profundamente amada por todos nosotros, sino también todas nuestras esperanzas por una reconciliación pacífica y fraternal entre las dos Españas.
Los restos mortales de la infanta fueron inhumados el 7 de diciembre en la cripta de los príncipes de la iglesia de San Miguel, en Munich.
Una densa niebla envolvía las ruinas de lo que había sido aquel singular templo en el mismo instante en que la comitiva fúnebre llegó hasta la entrada.
El príncipe Adalberto narraba lo que sucedió a continuación:
Súbitamente, varios republicanos españoles apartaron a los empleados de la funeraria que portaban el féretro y ocuparon su lugar. Sobre los hombros de aquellos hombres descendió el ataúd de mi abuela a la cripta. Lo colocaron con suavidad en el suelo. Luego, cada uno depositó una única flor a los pies del féretro. Un periodista se interesó por la identidad de la difunta.
—Su nombre fue Paz —respondí—; era infanta de España.
Todo un réquiem por la «infanta pacifista».