LA ROMÁNTICA
María del Pilar de Borbón y Borbón
(1861-1879)
María del Pilar Berenguela era la hija más hermosa de Isabel II, y también la más desconocida para el común de los mortales.
De su singular belleza dan fe quienes tuvieron oportunidad de admirarla de cerca; entre ellos, el mismísimo príncipe imperial Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, hijo único de Napoleón III y de Eugenia de Montijo, de quien enseguida nos ocuparemos.
Tampoco escapó a sus encantos el archiduque Rodolfo de Habsburgo en persona, príncipe heredero del Imperio austrohúngaro y único hijo varón del emperador Francisco José y de la emperatriz Isabel, llamada cariñosamente «Sissi» en familia.
Diez años menor que su hermana Isabel, nuestra nueva infanta era un ángel tierno, solícito y afable que seducía a propios y extraños por la dulzura del semblante y su mirada azul resplandeciente, como un cielo en miniatura.
Desde su mismo nacimiento, el 4 de junio de 1861, todos los esmeros fueron pocos para sacar adelante a la criatura.
Isabel II estaba ya curada de espantos tras dar a luz, el 12 de junio de 1850, a un varón que apenas vivió una hora; cuatro años después, nació una infanta que vivió tan sólo tres días y fue llamada María Cristina; al triste acontecimiento siguió un aborto y, casi dos años después, el alumbramiento de otro niño muerto a quien no dio tiempo ni siquiera a poner nombre… Por eso la venida al mundo de la infanta María del Pilar, cuatro años después de nacer su hermano, el futuro Alfonso XII, fue recibida con gran alborozo en palacio.
Empezó a lactar la recién nacida de la burgalesa Juliana Revilla Araus, ama de cámara por real nombramiento refrendado por la duquesa de Berwick y de Alba; la infantita tuvo la misma nodriza durante los dos años de lactancia.
El día de su bautizo, 5 de junio, la apadrinaron los infantes don Sebastián y doña Cristina, hermana del rey Francisco, que habían contraído matrimonio el año anterior.
A la reina Isabel II, radiante de felicidad, todas las limosnas le parecieron pocas: el día del solemne bautizo dio 160.000 reales, y 80.000 más a las Juntas Parroquiales el 1 de julio al presentarse en el templo; sin contar los 90.000 reales que ya había entregado al visitar nueve iglesias en el noveno mes de embarazo, según la costumbre.
Al ver crecer a su hijita sana y robusta, la reina ordenó que se pagase a su nodriza Juliana Revilla una pensión vitalicia de 6000 reales, mayor aún que la ordinaria, además de librarle 240.000 reales de golpe. ¿Cabía una recompensa mayor para la mujer que había amamantado a la infanta durante veinticuatro meses consecutivos?
Pero ni la mejor leche del mundo serviría de antídoto a la tragedia que iba a cebarse con la infanta en la flor de su vida…
CASTILLOS EN EL AIRE
Pilar protagonizó una tragedia romántica, con mezcla de realidad y fantasía.
El propio Alfonso XII, partidario de casar a su hermana con el hijo de Napoleón III, contribuyó a extender la leyenda.
Circuló entonces una idílica historia, según la cual la infanta murió de una gran pena de amor tras enterarse de que el príncipe Napoleón Luis falleció en el campo de batalla acribillado por las lanzas de los feroces guerreros zulúes, en África del Sur, mientras combatía con el ejército británico, pues los príncipes desterrados como él no podían alistarse en los ejércitos de Francia.
No en vano, al derrumbarse el Segundo Imperio francés y proclamarse la Tercera República, hubo de exiliarse primero a Bélgica y luego a Gran Bretaña, donde falleció su padre en 1873. Algunos seguidores proclamaron entonces al joven Napoleón Luis como Napoleón IV. Llegó a barajarse incluso su candidatura a la mano de la princesa Beatriz, hija de la reina Victoria de Inglaterra y futura madre de Victoria Eugenia de Battenberg.
Tras la emboscada tendida por los bravos zulúes, el cadáver del infortunado príncipe fue abierto en canal, según la costumbre de aquella tribu para liberar el espíritu de los fallecidos.
La infanta Paz, a quien dedicaremos el próximo capítulo, anotó en su diario personal la horrible muerte veinte días después de que ésta se produjese, el viernes 20 de junio de 1879:
Acabamos de recibir una noticia espantosa: el Príncipe Napoleón ha sido matado en Zululand. Hacía pocos días había tomado con veintidós compañeros un fuerte al enemigo, y alabaron mucho su valentía. Ha caído en una emboscada. Sus compañeros lo notaron demasiado tarde. Se encontró su cadáver desnudo, cubierto de heridas. ¡Pobre madre [Eugenia de Montijo], que le dedicó toda su vida y soñaba un trono para él!
Llegó a decirse que el día de su muerte, el 1 de junio de 1879, una violeta, que era la flor de los Bonaparte, se le cayó a Pilar de su libro de oraciones y que el tallo se rompió. Cuando, semanas después, se enteró de la muerte del príncipe imperial, Pilar languideció y murió. La emperatriz Eugenia envió una guirnalda de violetas de la tumba de su hijo para que fuera depositada en la de ella.
Las violetas, como decimos, simbolizaban a los Bonaparte, porque cuando Napoleón cortejaba a Eugenia de Montijo le preguntó cuál era su flor favorita. Ella respondió con toda modestia que la violeta. De modo que en la función de gala de la Grand Opéra, con motivo de la boda de los emperadores, todo el salón se adornó con violetas. Los bonapartistas adoptaron esa flor como emblema, igual que los carlistas tenían la margarita porque la esposa de don Carlos se llamaba precisamente Margarita.
Pero la muerte por amor, por muy romántica que fuese, como era la propia Pilar, resultaba bastante improbable, pues la infanta apenas conocía al príncipe imperial, a quien prácticamente no veía desde la infancia, cuando la llevaban con sus hermanas a jugar con él en las Tullerías.
¿Se trató entonces de un amor platónico?
El diario de la infanta Paz despeja ahora en parte esa incertidumbre:
¡Cuántos castillos en el aire hacíamos juntas! El hijo de Napoleón III era el personaje principal. Desde que volvimos a España [Pilar] estaba deseando que Alfonso lo convidase. Rezaba siempre por él, cuando se fue a la guerra contra los zulús.
Pero a juzgar por la carta de Isabel II a la propia Pilar, fechada en París el 26 de abril del mismo año 1879, el príncipe Napoleón Luis anhelaba ver a Pilar en Madrid; señal inequívoca de que existía también cierta atracción por parte de él:
Sé que el Príncipe Imperial, de vuelta de su expedición, si Alfonso le convida, irá a Madrid, pues lo desea mucho, y yo me alegraré infinito de ello.
Isabel II, igual que su hijo Alfonso XII, veía con buenos ojos un futuro enlace de Pilar con el heredero de Napoleón III.
Pero a la reina, en honor a la verdad, ningún «dulce» le amargaba…
EL CAZADOR…
«Sé que el Príncipe Rodolfo —escribía Isabel II a su hija Pilar, el mismo 26 de abril de 1879— va ahí, y me alegro mucho…».
La reina estaba convencida también de que Rodolfo, de veinte años, amaba a Pilar.
El 9 de mayo, la infanta Paz relataba en su diario los pormenores de la estancia del archiduque Rodolfo en el Palacio Real de Madrid, acompañado de su cuñado, el príncipe Leopoldo de Baviera, casado con la archiduquesa Gisela.
Rodolfo y Leopoldo habían embarcado días atrás en el yate del emperador Francisco José, anclado en el puerto de Villa Franca, en plena Riviera. Una vez en España, cazaron en Sierra Nevada, así como en las montañas próximas a Ronda, los Picos de Europa y las sierras de Gredos y del Guadarrama.
Pilar y Rodolfo coincidieron en las dos últimas cacerías.
Experto en zoología, Rodolfo deseaba capturar las especies más curiosas de águilas, así como rebecos. Los acompañaba el profesor Brehm, célebre por su tratado La vida de los animales.
El 20 de junio, Rodolfo regresó a Madrid para ver a Pilar, que el día 4 había cumplido los dieciocho años. Fue, sin duda, la celebración más triste en la vida de la infanta, tras conocer el fallecimiento del príncipe Napoleón Luis tan sólo tres días antes. Paz consignaba así la nueva visita de Rodolfo:
Ha habido una revista en su honor. Las tropas desfilaron muy bien pero, desgraciadamente, al pasar el último regimiento de Artillería por la Puerta del Sol, hubo una explosión en la polvera de un carro de municiones. Hay varios heridos, que Alfonso fue enseguida a visitar al hospital.
¿Albergó Rodolfo entonces alguna esperanza de conquistar el corazón de Pilar, que acababa de perder al que dicen fue el gran amor de su vida?
El secreto se lo llevaron los dos a la tumba.
Sea como fuere, Rodolfo constituía un excelente partido para cualquier princesa de la época, pues a su condición de heredero del emperador Francisco José se sumaban su simpatía y atractivo físico, que lo convertían en un auténtico conquistador.
Diez años después de la prematura muerte de Pilar, con la que pondremos broche final a este capítulo, se produjo una de las más grandes tragedias románticas de todos los tiempos…
… DE SÍ MISMO
El terrible suceso coincidió con la paulatina desmembración del Imperio austro-húngaro, cuyas grietas intentaba en vano reparar, con su política paternalista, el propio Francisco José.
El 30 de enero de 1889 retumbaron varios disparos en el pabellón de caza de Mayerling, en los exuberantes bosques de Viena.
Poco después, los cadáveres de Rodolfo y de su amante, la baronesa María Vetsera, fueron hallados aquel fatídico miércoles, a las siete y media de la mañana, por el camarero personal del príncipe heredero, Johann Loschek, que a duras penas logró derribar la puerta del dormitorio a hachazo limpio junto con dos amigos de la pareja invitados a la cacería.
Rodolfo estaba al borde de la cama, con un brazo colgando; María Vetsera yacía boca arriba, entre las sábanas bañadas en sangre.
¿Suicidio? ¿Asesinato tal vez…?
Tras múltiples conjeturas, acabó imponiéndose la versión «políticamente incorrecta», según la cual Rodolfo había disparado a su amante antes de dirigir el arma contra sí mismo; es decir, que tan autor fue él de un homicidio como de su propio suicidio.
Pero conocer la verdad requirió su tiempo, pues la propia Casa Imperial hizo cuanto pudo para salvaguardar el buen nombre de uno de sus más destacados miembros, difundiendo la versión oficial de que el archiduque Rodolfo había sido asesinado por razones políticas.
La última emperatriz de Austria, Zita de Borbón-Parma, declaró a la prensa, en 1983, su convencimiento de que Rodolfo había sido asesinado, y añadió que presentaría las pruebas concluyentes del crimen… hasta hoy.
De hecho, sus palabras fueron desmentidas por su hijo el archiduque Otto, primogénito de la familia imperial, quien aseguró a los periodistas: «No existen tales pruebas. Rodolfo se suicidó».
Entretanto, circularon las versiones más rocambolescas, e incluso llegó a afirmarse que María Vetsera se había envenenado con cianuro antes de matar a Rodolfo, carcomida por los celos porque éste le había asegurado poco antes que pensaba abandonarla.
Hasta el cine, unido al absurdo hermetismo de la propia Casa Imperial, sirvió para alimentar los más disparatados rumores.
Aceptado finalmente el suicidio como causa de la muerte, la Casa de Austria alegó «enajenación mental transitoria» para poder inhumar a Rodolfo según los sagrados cánones del catolicismo.
A su muerte violenta, el archiduque dejó escrita una carta para su esposa Estefanía de Bélgica, con quien le obligaron a casarse por razones de Estado:
Te ves libre de mi funesta presencia. Sé buena con la pobre pequeña [su única hija, la archiduquesa Isabel, nacida en 1883], ella es todo lo que queda de mí. Voy tranquilo hacia la muerte.
Rodolfo tenía sólo treinta años cuando decidió quitarse la vida.
Huelga decir que muy pocas veces en su vida fue feliz. Con sólo seis años, su padre lo apartó ya de su hermana Gisela, a la que estaba muy unido, alegando que debía endurecerse para convertirse en un buen soldado.
Su preceptor, Leopoldo de Grondecourt, sometía al niño a numerosas torturas para fortalecer su cuerpo y su espíritu, como encerrarlo completamente solo en un recinto del parque Leinz tras advertirle de que habían soltado allí mismo un jabalí herido; o despertarlo por la mañana a tiro limpio y ducharlo con agua fría si lloraba.
Cinco años después de su casamiento, Rodolfo contrajo una enfermedad venérea, diagnosticada por el doctor Widerhofer en enero de 1886.
Para colmo de males, contagió la gonorrea a su esposa, que desde entonces lo aborreció siempre. Desencantado de la vida, Rodolfo frecuentó la compañía de prostitutas, entregándose a la bebida y el adulterio.
El destino le privó de ser dichoso con la única mujer a la que tal vez siempre amó: nuestra infanta Pilar.
CONSEJOS «PATERNALES»
La hermosura de Pilar se extinguió a los mismos dieciocho años que tenía su cuñada, la reina María de las Mercedes, al fallecer un año antes que ella.
Por si fuera poco, la infanta murió de tuberculosis, la misma enfermedad que llevaría a la tumba a su hermano Alfonso XII, seis años después.
La infanta era la preferida de su padre oficial, el rey Francisco de Asís, a quien éste escribía a menudo desde su venida a España, tras la Restauración. Las cartas del rey rezumaban gran afecto, como si estuviera plenamente convencido de que nadie más que él podía ser su progenitor.
Claro que, a juzgar por la respuesta de Isabel II a Eugenia de Montijo, cuando ésta le preguntó por la salud de Pilar con motivo del posible matrimonio con su hijo, Napoleón Luis, no hay duda de que el desventurado Francisco de Asís vivía en otro mundo: «No te preocupes —dijo la reina a la emperatriz—, pues el padre de esta infanta ha sido un real mozo, sano y fuerte».
Era evidente que no se refería a Francisco de Asís, quien, sin embargo, se carteaba con su «hija» de dieciséis años, recomendándola que se aplicase en los estudios y renunciase a las diversiones y paseos para observar un estricto plan de vida.
Si Francisco de Asís no fue el padre de Pilar, como tampoco lo fue de Isabel ni de Paz ni de Eulalia, como tendremos oportunidad de comprobar también, ¿quién lo fue entonces?
A falta de una prueba genética, todos los indicios apuntan a Miguel Tenorio de Castilla, nacido el 8 de agosto de 1818 en Almonaster la Real, provincia de Huelva.
Isabel II puso sus ojos en él, y éste en los de ella, hasta que el 20 de abril de 1859 la soberana dictó esta Real Orden:
En atención a las buenas circunstancias que concurren en D. Miguel Tenorio y Castilla, vengo en nombrarle mi secretario particular, con el sueldo que disfrutaba su antecesor D. Ángel Juan Álvarez.
Tenorio fue así, además de amante, secretario particular de la reina durante seis largos años, hasta el 10 de agosto de 1865. Para entonces, entre junio de 1861 y febrero de 1864, la reina ya había alumbrado a tres infantas: Pilar, Paz y Eulalia.
Tampoco debe pasarse por alto una reveladora y poco conocida biografía escrita por el doctor Manuel Martínez González, amigo de Gregorio Marañón y paisano de Miguel Tenorio de Castilla, según la cual el verdadero progenitor de la infanta Pilar pudo ser el secretario particular de la reina, doce años menor que ella.
El cronista de la villa y corte Pedro de Répide, muy bien informado sobre la corte isabelina, insinuaba también que el padre de Pilar era Tenorio.
Leamos ya la carta de Francisco de Asís a su «hija», datada el 20 de noviembre de 1877 y transcrita por la infanta Paz en sus memorias:
Queridísima hija Pilar:
Con mucho gusto he leído tus cartas y veo con satisfacción tus buenas disposiciones para el estudio. No dudo que, prestando atención y poniendo buen deseo, aprovecharás las lecciones que te dan los entendidos maestros encargados de hacerlo.
Más de una vez te he dicho, y ahora te lo vuelvo a repetir, que has llegado a una edad en que no tendrías disculpa si no aprendieras, pues no te falta inteligencia y tu razón se encuentra bastante formada para conocer el triste papel que hacen las personas ignorantes.
Tu carta me ha satisfecho y confío en que fijarás tu imaginación y que, sin dejar de divertirte lo que permite y exige tu edad, comprenderás que la educación de una joven, sobre todo cuando esta joven es una infanta, no son los paseos y las diversiones los que la constituyen, y que debes dar preferencia al estudio, a la lectura de obras instructivas y propias de tu edad y no andar corriendo de teatro en teatro y juzgando producciones que no puedes ni debes entender aún. Sé que este lenguaje no será muy de tu gusto. Todos cuantos teníamos tus años apreciábamos las cosas de la misma manera; pero después, cuando hemos crecido, vimos cuán sinceramente nos querían aquellos que no nos daban todos nuestros gustos.
La tendencia de tu sexo es a las futilidades, y quisiera que, sin convertirte en una pedante, cosa altamente ridícula, te formes un carácter serio y formal que más tarde te granjeará el respeto y la consideración de la sociedad.
Espero tener el placer en breve de que me remitas, como me ofreces, algunos de tus trabajos, para que pueda estimar tus adelantos reales.
Nada tengo que recomendarte la docilidad en escuchar a las personas que están encargadas de dirigirte, pues creo que seguirás sus consejos y que en esto, como en todo lo demás que te llevo dicho, darás prueba de que de veras quieres a tu padre, que te ama de corazón,
FRANCISCO DE ASÍS MARÍA
Ignoraba el rey consorte que aquella adolescente a la que trataba de adoctrinar fallecería antes que él, tan sólo dos años después de su carta.
HERIDA DE MUERTE
A mediados de julio de 1879, Pilar viajó con sus hermanas menores Paz y Eulalia al balneario guipuzcoano de Escoriaza. Al llegar allí, Pilar se sintió muy cansada; su pálido semblante reflejaba que no se encontraba bien.
Durante el largo viaje, tuvo que levantarse a saludar a las autoridades en las sucesivas estaciones de ferrocarril. En Burgos, sin ir más lejos, había tropas militares y numeroso público apiñado en el arcén… ¡a las cuatro de la madrugada! Igual que en Vitoria.
Llegadas a Escoriaza, Pilar compartió con su inseparable Paz una pequeña habitación comunicada con el balneario. Asomadas al balcón, las jóvenes infantas veían a la gente pasear por los alrededores. El domingo 23 de julio, contemplaron el baile del zorcico con el tamboril y el pito. Un grupo de muchachos, tocados con boinas rojas o azules, danzaron alegremente bajo el mirador.
Nada hacía presagiar el fatal desenlace, hasta que el 3 de agosto, extenuada por la meningitis tuberculosa que le asediaba, Pilar no tuvo más remedio que guardar ya cama. Aquella misma noche, mientras leía Graziella, de Lamartine, sufrió una crisis repentina de convulsiones y trismo, con pérdida del conocimiento. Fueron treinta y seis horas agónicas, hasta su muerte tan sólo dos días después.
Al poco de instalarse en el balneario, su hermana Paz se extrañó ya de que Pilar, en lugar de reponerse en aquel privilegiado escenario, estuviese cada vez más demacrada. Quiso decírselo a su hermano Alfonso, pero como a Pilar le gustaba leer todas sus cartas optó discretamente por guardar silencio.
Dos días antes del deceso, los habitantes del pueblo organizaron una fiesta en honor de Pilar, con carreras de burros, novillada y baile al aire libre. Ella estaba radiante vestida de blanco y con boina encarnada de medio lado.
Por la noche se sintió muy cansada, y al día siguiente permaneció en cama, escuchando complacida la música militar que tocaba la banda bajo su balcón. Aquella misma tarde, los gritos despavoridos de la marquesa de Santa Cruz, en la cabecera de su lecho, sobrecogieron a Paz y Eulalia, que acudieron raudas como gacelas al dormitorio. Paz saludó, temblorosa, a su hermana moribunda. Pilar la miraba con sus grandes ojos azules, intentando sonreír con los dientes apretados, pero sin reconocerla ya…
Telegrafiaron a Isabel y Alfonso, tras avisar a seis médicos. Pero todo resultó inútil.
Pilar expiró a las siete y media de la mañana del 5 de agosto, festividad de la Virgen de las Nieves, una vez recibida la Unción de Enfermos.
Isabel y Alfonso, que habían salido la víspera de La Granja, llegaron a Escoriaza demasiado tarde.
Paz escribió, rota de dolor:
Un golpe terrible ha detenido todas mis esperanzas. Mi hermana Pilar, mi predilecta, el ideal de mi vida, nos ha abandonado… Alfonso me abrazó sin pronunciar una sola palabra. Mi pobre madre recibió la noticia de la muerte al irse a poner en camino… ¡Dios me dé fuerzas para seguir viviendo! No haré nunca más castillos en el aire…