LA MELANCÓLICA
María Ana Victoria de Borbón y Farnesio
(1718-1781)
Además de su innegable filiación, María Ana Victoria compartía al menos otros dos aspectos con su padre el rey Felipe V: fue la primera infanta de su dinastía, igual que su progenitor fue el primer Borbón de España; y padeció, lo mismo que éste, los llamados «vapores melancólicos».
Sobre esos malestares que inutilizaban al monarca, postrándole en cama entre insufribles sopores, se mostraba muy preocupado el marqués de Louville, confidente de las intimidades del rey, en una carta al ministro francés Torcy:
La salud del rey me inquieta bastante. Los vapores que tiene lo hunden en una melancolía prodigiosa, que no tiene más causa que el humor que le envía humos a la cabeza y que a veces le dificulta la respiración… Este humor o algún otro que no conocemos lo sume en una indolencia y un abatimiento extraordinarios, que lo hacen incapaz de todo, y su humor se vuelve tan negro que nada puede conmoverlo y que me ha confesado que la vida misma era un peso para él.
No era extraño así que la primogénita de Felipe V —«Mariannina», en familia— se convirtiese con el paso de los años en una mujer insulsa, huraña y rencorosa, que rara vez se quitaba el traje de caza para asistir a una ceremonia palatina.
Mariannina no fue lo que se dice una infanta afortunada, pues a su voz chillona y su torpeza manifiesta en los bailes de palacio se unía el que sólo hubiese sido capaz de traer mujeres al mundo: siete nada menos.
La primogénita, María I, llegó a ceñir la corona de Portugal, pero fue apartada del trono por la misma grave enfermedad que asoló a su abuelo materno y en menor medida a su madre, como veremos con detalle en el capítulo dedicado a la infanta Carlota Joaquina.
LA REINECITA
Nadie hubiera sospechado que Mariannina sufriese con los años semejante tara, a la vista de su tierno y luminoso retrato pintado del natural por Nicolas de Largillière en París, en 1724. Contaba entonces la infantita tan sólo seis años y ya estaba comprometida en matrimonio con el rey de Francia. ¿No era acaso aquel vínculo pactado una especie de «infanticidio» enmascarado?
Vestida con traje gris perla, ajustado corpiño y falda hasta los pies, su manita regordeta parecía querer apoderarse de una pequeña corona real colocada sobre un almohadón azul y oro. Toda una reinecita. La Reine poupée, que dijeron los franceses.
Su boda se había concertado, en efecto, con el rey Luis XV a los tres años y se deshizo a los siete; finalmente ella se desposó con el futuro José I de Portugal, entonces príncipe del Brasil.
Pero hasta llegar ahí, hagamos constar que nuestra primera infanta nació el 31 de marzo de 1718 con especial alborozo para su padre, dado que de su primer enlace con María Luisa Gabriela de Saboya y del segundo con Isabel Farnesio sólo había tenido hijos varones.
Tras la muerte de su primera esposa, el 14 de febrero de 1714, a causa de una tuberculosis pulmonar, Felipe V se apresuró a contraer matrimonio con la madre de nuestra protagonista para satisfacer su desbordado apetito sexual, dado que la sucesión ya la tenía garantizada.
El 21 de marzo de 1717, justo un año antes de que naciera Mariannina, la nueva reina dio a luz a un varón, de nombre Francisco, que falleció treinta y seis días después. Felipe V recurrió entonces a la intercesión de la Santa Cinta de la Virgen de Tortosa, llevada a palacio numerosas veces desde 1629, para impetrar al Cielo el feliz término del siguiente embarazo.
Tan radiante estaba Felipe V con el nacimiento de su hijita, que salió aquella misma tarde al santuario de Atocha para dar gracias a Dios, celebrándose en la corte tres noches seguidas de farolillos y antorcheros.
Aunque tampoco puede afirmarse que la niña trajese la buena sombra con su venida al mundo, pues sólo cuatro meses después se firmaban los Tratados de la Cuádruple Alianza, que lesionaban gravemente algunos derechos y aspiraciones del rey de España, reacio a acatar las resoluciones establecidas en Utrecht en 1713.
Enseguida estalló la guerra, a consecuencia de la cual se depuso al primer ministro español, Alberoni. El Tratado de La Haya, rubricado el 17 de febrero de 1720, puso fin al conflicto que había enfrentado a España con el Sacro Imperio Romano Germánico, Francia, Gran Bretaña y las Provincias Unidas de los Países Bajos.
Entretanto, lactó Mariannina seis meses y medio de María Rodríguez de Colastro, vecina de la localidad toledana de Madridejos, a quien sustituyeron luego, sucesivamente, otras cinco nodrizas, manchegas también: Dionisia María del Castillo, Ana Lozano, María García Cabañas, Josefa García Vegue y María Pacheco. Con todo y con eso, nuestra infanta fue alimentada como una auténtica reina, pues dispuso también de un ama de reserva, Andrea López, que lo había sido ya del infante don Carlos, primogénito de Isabel Farnesio.
Contaba tres años y nueve meses exactamente Mariannina, cuando recibió el bautismo con toda solemnidad antes de partir hacia Francia, donde, como enseguida veremos, pensaban desposarla con Luis XV.
En el Archivo del Palacio Real de Madrid se conserva este documento sobre la celebración del sacramento:
El año de 1721, día 3 de noviembre, se bautizó a la Señora Infanta Doña María Ana Victoria, Reyna Prometida de Francia; fue su padrino el Príncipe de Asturias Nuestro Señor y llevaron las insignias por decreto de puño propio del Rey: el Duque de la Mirandola, el Salero; el de Medinacelli, el Capillo; el de Sessa, la Vela; el de Alburquerque, el Aguamanil; el de Beragua, la Toalla; y el de Híjar, el Mazapán.
EL TRATO
Cuatro meses antes, el marqués de Maulévrier, embajador de Francia en Madrid, concretaba al cardenal Dubois las verdaderas intenciones del rey Felipe V con sus hijos el príncipe de Asturias y nuestra Mariannina. El despacho secreto, fechado el 26 de julio de 1721, fue llevado enseguida a Versalles por un correo a caballo, dada su trascendencia.
Casi tres siglos después conocemos su contenido, según el cual Felipe V pretendía dar al príncipe Felipe de Orleáns, duque de Orleáns, «pruebas indudables de su amistad, de su tierno afecto y de la eterna amistad y buena inteligencia que desea mantener con el Rey, con su propia familia y con el Regente».
En vista de ello, Felipe V no sólo pedía la mano de Luisa Isabel de Orleáns, duquesa de Montpensier e hija del Regente, para su heredero el príncipe de Asturias, también llamado Luis, sino que reforzaba su deseo de alianza ofreciendo a su única hija de tan sólo tres años como esposa del adolescente monarca francés.
Felipe V colocaba así a un inocente corderito en las mismas fauces de Luis XV, el célebre crápula que rechazaría también a una nieta del rey de España, la infanta María Josefa Carmela, de quien nos ocuparemos en su momento.
Advirtamos antes que el duque de Orleáns aceptó con gran entusiasmo la doble propuesta enviando un mensajero a España, a galope tendido también, para comunicar su fulgurante decisión al embajador Maulévrier.
Al conocer la respuesta, Felipe V e Isabel Farnesio perdieron el habla de la emoción. La propia reina confesó: «Estoy tan conmovida y me siento tan penetrada por las expresiones del Regente, que me flaquean las piernas y creo que me voy a caer»…
LOS PROTAGONISTAS
¿Cómo reaccionó Luis XV?
El impúber monarca francés, de once años y medio, rompió a llorar desconsolado. Fueron necesarias largas exhortaciones del marqués de Villeroy y de su preceptor Fleury para que el jovencísimo rey asintiese al fin, resignado y cabizbajo. Poco después, Luis XV compareció ante el Consejo de Regencia para dar su aquiescencia a lo convenido por razón de Estado.
El sagaz y competente cronista duque de Saint-Simon nos revela que el muchacho tenía «los ojos enrojecidos, hinchados, y el aire muy serio».
Al preguntarle el Regente si daba su consentimiento a la difusión del casamiento, añadía sin rodeos el testigo ocular Saint-Simon:
El Rey contestó con un sí seco y en voz muy baja, aunque le oyeron cuatro o cinco de los que estaban más próximos de cada lado, y enseguida el duque de Orleáns hizo declaración pública del matrimonio y de la próxima llegada de la infanta, exponiendo a continuación la conveniencia e importancia de la alianza y de estrechar con ella la unión tan necesaria de las dos tan próximas ramas regias después de las enojosas contingencias que la habían enfriado.
¿Y cómo se tomó la noticia Mariannina?
Sigue siendo hoy un misterio, y lo será siempre. Pero cabe pensar que acogería ella la buena nueva con la ingenuidad propia de los niños. En su caso, con gran curiosidad ante lo desconocido tras el anuncio de su viaje a Francia, y también con un toque nostálgico y superficial por dejar atrás sus viejos juguetes y vestiditos. En todo caso, estaría triste, muy triste por distanciarse tan pronto de sus padres.
Mariannina partiría así hacia Francia para educarse al modo del país en el que habría de reinar; llevaría consigo 500.000 escudos de dote, renunciaría a sus eventuales derechos al trono español y aguardaría a cumplir los doce años para formalizar los esponsales.
Egregias víctimas de la razón de Estado, los novios se dispusieron a seguir el mismo camino emprendido por la princesa Isabel de Castilla, hija de los Reyes Católicos, que contaba alrededor de diez años cuando, mediante las tercerías de Moura, se convino su enlace con un infante de cinco años; o la misma senda que la aragonesa Petronila, de tan sólo dos años, cuando se decidió casarla con Ramón Berenguer, de Barcelona; o que la infortunada Catalina de Aragón, quien, con tan sólo tres primaveras, fue prometida ya a Arturo de Inglaterra.
¿No emulaban también Luis XV y Mariannina a María Tudor, que recibió el anillo nupcial primero de Francisco de Francia con sólo dos años y luego, a los cinco, de Carlos V, aunque no llegara a desposarse con ninguno de los dos?
Si nuestra infantita lamentaba separarse de sus padres, éstos también debieron hacer de tripas corazón. Consciente del duro trago para Felipe V e Isabel Farnesio, el Regente Orleáns inspiró a Luis XV la redacción de dos cartas para los reyes de España.
Al futuro suegro, el regio prometido escribió para tranquilizarle: «Yo la cuidaré como Princesa destinada a hacer la dicha de mi vida y seré feliz pudiendo contribuir a la suya». A la reina, por su parte, confesó: «Estoy impaciente de ver aquí a la Princesa y poder consagrarle desde el principio los cuidados que le debo, darle día por día muestras de un apego inviolable y merecer de ella una ternura que debe hacer la ventura de toda mi vida».
PETICIÓN DE MANO
Una de las cláusulas convenidas para la doble boda establecía como condición que, al mismo tiempo que viajaba hacia España la también jovencísima prometida del príncipe de Asturias, saliese para Francia —cruzándose en la frontera las dos comitivas— la futura esposa de Luis XV.
En cumplimiento de lo acordado, mientras en Madrid se festejaba el acontecimiento con luminarias y repiques, se preparaban ya dos viajes: el del duque de Osuna, embajador extraordinario del rey de Francia, para pedir la mano de la duquesita de Montpensier que debía desposarse con nuestro príncipe Luis; y la comitiva que, en dirección contraria, acompañaría a Mariannina hasta la corte versallesca.
La petición de mano de la infanta se verificó durante una audiencia palatina, la mañana del 25 de noviembre de 1721. Uno de los mejores coches de las Reales Caballerizas, tirado por ocho formidables caballos blancos, condujo hasta palacio al marqués de Maulévrier, embajador de Francia, y al plenipotenciario duque de Saint-Simon, seguidos por más de una veintena de carrozas que desfilaron entre tropas engalanadas y atronadoras aclamaciones de la multitud.
«La alegría —recordaba el propio duque— brillaba en todos los semblantes y nosotros sólo oíamos bendiciones». Felipe V estaba pletórico, al decir de Saint-Simon: rodeado de los Grandes de España, «dejó lucir un corazón francés sin cesar de mostrarse al mismo tiempo el Monarca de las Españas».
Pasaron luego Maulévrier y él a besar la mano de Isabel Farnesio y, cuando quisieron cumplimentar a nuestra infanta, repararon en que la criaturita dormía plácidamente en su cuna forrada de encajes, ajena a toda la parafernalia. Tal vez soñase ella, más que con las arras de su futuro marido, con las higas que pendían de sus collarcitos y con las muñecas que la aguardarían en París.
Por la tarde, le pusieron una pluma en la manita para que firmase con un garabato las capitulaciones matrimoniales, «lo que hizo lo más bonitamente del mundo», añadía Saint-Simon.
Y ya de noche, mantuvieron despierta a la pequeña para que pudiese escuchar los compases armoniosos de los minuetos y contradanzas con que la corte celebraba el singular acontecimiento.
Al festejo, según Saint-Simon, no se aproximaban ni los más bellos bailes parisienses.
LAS CARTAS ÍNTIMAS
El 14 de diciembre, los reyes acompañaron a Mariannina hasta Lerma, donde aguardaron la llegada de su futura nuera Luisa Isabel, mientras la infantita proseguía el rumbo a su nueva patria acompañada por la duquesa de Montellano, en calidad de camarera mayor, y por los marqueses de Santa Cruz y de Castel Rodrigo.
Viajaban también en la comitiva el confesor padre Laubrusel y el aya de la infanta, doña María de las Nieves de Angulo y Albizu, hija del secretario de Estado y Despacho Universal, Juan de Angulo.
A doña María de las Nieves, a quien siempre llamó «Mía» en cariñosa síncopa nuestra infanta, debía ésta precisamente la formación de su carácter y las primeras nociones de moral, escritura y gramática, hasta el punto de convertirse Mariannina en una escritora precoz durante su largo y accidentado viaje a París.
El 30 de enero de 1722 llegó por fin el cortejo a Burdeos; el 12 de febrero pasaba por Lusignan, y el 1 de marzo, la futura soberana de Francia recibía en Berny, a tres leguas de París, el homenaje de los duques de Orleáns y de su familia en la casa de campo del cardenal de Bissy.
Finalmente, Luis XV salió a recibirla en Bourg-la-Reine. El primer encuentro de los novios fue breve y frío. Él la ayudó a bajar del coche y le dio un beso protocolario… Igual que su saludo de bienvenida, recitado como una memorizada lección: «Señora, estoy encantado de que hayáis llegado con buena salud». Y punto.
Su entrada en la capital del Sena fue en cambio apoteósica, como la de una verdadera reina. Arcos del triunfo, tribunas rebosantes de público, casas engalanadas… Desde la puerta de Saint-Jacques, por el puente de Notre-Dame y calles de Saint-Denis y Saint-Honoré, hasta el viejo Louvre.
Durante hora y media desfiló la carroza real en medio de ensordecedoras aclamaciones, precedida por granaderos y mosqueteros. Sin separarse de su muñeca, iba radiante en su interior Mariannina sobre el regazo de madame de Ventadour, de la ilustre casa de La Motte d’Houdancourt, a quien Luis XV llamaba siempre la «bonne mamam Ventadour».
Durante varios días se prolongaron los festejos, luminarias, fuegos artificiales, bailes en las Tullerías así como en el hotel de Ville y el Palais Royal, donde se vio siempre a la reinecita irrumpir para retirarse poco después. Con razón, un cronista escribió: «Todo el mundo convino en que jamás se vio nada semejante en París».
Volviendo a las breves epístolas de Mariannina, advirtamos que la correspondencia privada era una práctica habitual en la familia de Felipe V. Redactados con indudable candor pero con garrafales faltas de ortografía y sintaxis, propias de su corta edad, los billetes de la infanta constituyen un documento tan interesante como desconocido; como éste, en el que escribía al futuro Luis I:
Ermano mio de mis ogos, ya gracias a Dios estoy buena y deseando darte un abrazo, Mariana Bitoria.
Y en otro momento, tras conocer el acuerdo de la doble boda, se dirigía a él de nuevo así:
Qerido ermano mio creo muy bien de lo que te debo celebrarás mi fortuna como la tuya y no lo será menor para mí sabiendo ser tu fina reconocida hermana.
Leamos ahora este otro billete a sus padres:
Papa y mama de mi vida y mi corazón me olgare que V. M. este buena yo lo estoy escribiendo con la Santa Cruz [la marquesa de Santa Cruz] que me cuida mucho y con el mayor gusto y deseo de agradar a V. Mdes, a cuios pies quedo. A mis ermanos un abraso, Marieanne.
Y la última misiva que les envió durante su viaje:
Papa y mama mios yo ellegado buena gracias a Ds. En medio del mal camino. Me algare q. V. Mdes. lo estén y mis ermanos, qdo. a sus pies.
La anárquica gramática y ortografía contrastaba con la aceptable caligrafía de otras cartas firmadas por la infanta instalada ya en París, pero redactadas sin duda por sus nobles cuidadoras; como la siguiente:
El Rey, el duque de Orleáns, madame de Ventadour no olvidan nada en cuanto a mí; cada día, nuevos juegos; tengo las cosas más bonitas del mundo; las personas que han colocado junto a mí son encantadoras…
Y sobre sus progresos con el francés, añadía: «Voy muy adelantada en el alfabeto; pronto podré tomar lecciones de escritura».
A la luz de su correspondencia, es indudable que Mariannina era feliz en Versalles.
En otro momento, tranquilizaba así a su madre: «Lo que me emociona principalmente es la amistad del Rey, de la cual recibo muestras a cada instante».
EL GRAN DESENGAÑO
Entre el fulgor y los oropeles de la corte de Versalles recibió Mariannina la noticia jubilosa de la proclamación como rey de su hermano Luis I, tras la abdicación de su padre Felipe V, en enero de 1724.
Se conservan cartas de la infantita felicitándose por éste y otros acontecimientos registrados en España, pero entre aquéllas subyace una extraña misiva que resultaría fatal para nuestra protagonista. Fechada en abril del año siguiente, anunciaba su regreso a Madrid: «Mañana —decía ella a su padre, en defectuoso francés— saldré de aquí para ir a abrazaros con todo mi corazón».
Pero la infanta retornó a España engañada, creyendo que su visita sería temporal para reencontrarse con «papá y mamá de mi vida y de mi corazón», a quienes estaba «deseando ver» tras tres largos años de ausencia. Una treta urdida piadosamente por Rafael Melchor de Macanaz, fiscal del Consejo de Castilla, eventualmente en Francia, sirvió para hacerle creer que muy pronto estaría de nuevo en París como reina de Francia.
Pero Mariannina, insistimos, jamás regresaría.
Sólo la duquesa de Ventadour, fiel a la pequeña hasta la sepultura, escribió desolada a la reina Isabel Farnesio:
Para mí, Señora, la muerte de mis nietos me causaría mil veces menos pena que la separación de mi Reina [María Ana Victoria]. Ella seguirá siéndolo siempre para mí… Nuestro Rey [Luis XV] no está aún en edad de darse cuenta de lo que pierde, y no hay que juzgarle mal… Si este dolor que, unido a mi vejez, me postra hubiérame permitido seguirla, nada seguramente me hubiera impedido, Señora, ir hasta Madrid para devolverla entre las manos de Vuestra Majestad.
¿Qué inesperados sucesos torcieron sin compasión los delicados renglones de nuestra historia?
Para empezar, la prematura muerte de Luis I el 31 de agosto de 1724, una semana después de cumplir los diecisiete años, rompió el vínculo conyugal que ligaba a Francia con España. Recordemos que el monarca español se había desposado con Luisa Isabel de Orleáns en Lerma, el 20 de enero de 1722.
La hija del duque de Orleáns y de Francisca María de Borbón fallecería veinte años después en el palacio de Luxemburgo, donde habitaba con el título de reina viuda de España.
Por si fuera poco, murió también repentinamente el duque de Orleáns, de cuya regencia era precisamente obra capital el doble matrimonio franco-hispano. El gobierno francés quedó así a merced del duque de Borbón, que vio enseguida un obstáculo para la sucesión de Luis XV la niñez de Mariannina, impulsando desde entonces con éxito el matrimonio del monarca con María Leczinska, hija del destronado rey de Polonia, Estanislao I.
EL DESQUITE
El regreso definitivo de nuestra infanta a España supuso una afrenta intolerable para sus padres.
Impacientes por resarcirse de semejante humillación, Felipe V e Isabel Farnesio depositaron todas sus esperanzas en el vecino trono de Portugal.
El rey trató de consolar a su hijita nombrándola «Reina de Mallorca»; pero no era necesario recurrir a tan rimbombante título honorífico, pues Mariannina llegaría a ser reina de verdad.
Apenas ocho días después del regreso de la infanta a la corte española, llegó a San Ildefonso el diplomático portugués José da Cunha Brochado con dos significativos retratos: uno de María Bárbara de Braganza, hija del rey Juan V, cuya boda se convenía ahora con el futuro Fernando VI de España; y el otro del entonces príncipe del Brasil, José de Portugal, cuyo enlace con la infanta María Ana Victoria acababa de disponerse también «instanter, instantissime».
Finalmente, el marqués de Abrantès, embajador extraordinario de Portugal, hizo su entrada pública en Madrid para pedir la mano de Mariannina en nombre de los reyes y de su hijo José. Corría el 25 de septiembre de 1727. La futura reina de Portugal tenía aún nueve años; era una niña cuando el cardenal patriarca volvió a bendecir sus bodas, en Elvas; una niña también cuando en su primera noche lusitana compartió lecho con su marido de quince años sólo para mantener con él, en presencia de testigos, «una muy decente conversación»; una niña, al fin y al cabo, a ojos de su suegro el rey Juan V, quien, con paternal cariño, se arrodillaba junto a su camita «porque dice que la ve mejor la cara», según un testigo de la corte, cubriéndola enseguida de besos y abrazos.
Hasta enero de 1735, contando dieciséis años nuestra infanta, no se dibujó en su correspondencia privada la silueta de su primogénita, «que ya está muy grande y ha crecido mucho», consignaba ella misma, de su puño y letra, en alusión a la princesa de Beira, futura María I de Portugal; la misma que llegaría a perder la razón, como su abuelo materno Felipe V.
Casi medio siglo después de su boda, Mariannina, ya viuda de José I, regresó a España, donde reinaba su hermano Carlos III tras la muerte sin sucesión de los hijos del primer matrimonio de Felipe V.
Permaneció en Madrid un año entero, hasta caer enferma en mayo de 1778, siendo trasladada, aún convaleciente, hasta Aranjuez.
Su definitivo retorno al reino que la vio crecer era sólo cuestión de días.
El 19 de noviembre por la mañana, atravesaba la regia enferma en su coche la frontera del Caya. Su obsesión patológica por la caza, compartida con su hermano el rey Carlos III —tocado siempre con sombrero de ala ancha y casaca de paño de Segovia—, le hizo pegar varios tiros en pleno viaje desde una butaquita portátil; aun en tan penosas condiciones, fue capaz de abatir en un solo día tres venados y trece gamos.
Pero Mariannina estaba ya herida de muerte: el 15 de enero de 1781 fallecía en Lisboa. Su hija María I comunicó la triste noticia a su tío Carlos III: «Bien podrá considerar Vuestra Majestad cuál será mi dolor».
A esas alturas, la infeliz ya había tenido que soportar grandes amarguras: desde la ruptura con la Santa Sede y la muerte de su madre, hasta la invasión de Portugal por tropas españolas como consecuencia del Pacto de Familia, pasando por el fallecimiento de su esposo José I, quien, viéndose incapacitado por su mortal enfermedad, volvió a nombrarla regente.
La melancolía de lo que pudo haber sido y no fue persiguió a Mariannina hasta el final de sus días. Tal vez si su madre, la testaruda e intrigante Isabel Farnesio, no se hubiese empecinado en hacerla reina a toda costa, ella habría sido mucho más feliz.
El destino quiso aún que otra infanta de España, hermana de nuestra protagonista, se enamorase hasta el tuétano del hijo de Luis XV de Francia, el mismo monarca que había desairado a Mariannina.
Ocho años menor que ésta, la infanta María Teresa, segunda de las hijas de Felipe V, falleció año y medio después de desposarse con Luis de Francia, en 1746, a causa de un sobreparto. La recién nacida, llamada igual que su madre, moriría también al cabo de dos años. En Versalles se puso así el sol.