46

Pasó toda la tarde y parte de la mañana siguiente estudiando las instantáneas, leyendo y releyendo las notas de esas intensas semanas de investigación, consultando sus trabajos universitarios. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Él era un excelente forense, especialmente a la hora de analizar restos antiguos, esos restos a los que sus colegas llamaban «mudos», porque nadie lograba arrancarles ni una sola «palabra» que desvelase cómo llegaron hasta allí o qué había ocurrido con ellos. Nadie hasta que él aparecía en escena, y entonces el pasado no tenía secretos.

Algo más tranquilo pasó el día preparando el material que deseaba compartir con Toscanelli. Y así, tras colocar una de las fotografías de Hécate junto a la suya, en un ejercicio visual, buscando la fácil comparativa entre ambas, las escaneó sobre un mismo folio y realizó una copia y varias ampliaciones. Ya estaba preparado…

A las siete y media de la tarde atravesó la puerta del campus universitario. Aquel ambiente no le gustaba; le parecía siniestro: los largos pasillos vacíos, las puertas cerradas, las luces a media intensidad. Sólo había algo que le provocaba más temor que la desolación de un campus vacío: un parque de atracciones tomado por el silencio y la soledad. Cogió aire y enfiló el largo pasillo. Su miedo a la oscuridad, a los entornos sometidos a la presión de los claroscuros regresó al presente con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Al fondo se encontraba el ascensor que debía subirlo hasta la cuarta planta, donde se hallaban los despachos de los decanos y, por supuesto, el del histriónico Toscanelli. El sonido de sus pasos lo invitó a acelerar. Agarró con fuerza su cartera negra y, tras cerrar unos instantes los ojos, suspiró y empezó a correr. Si antes tenía la sensación de que lo vigilaban a cada instante, desde que días atrás tuvo el «accidente» esta percepción se había convertido en certeza.

3, 2… 1… Las puertas se abrieron y Maurizio se lanzó a su interior, como si unas poderosas manos lo llevasen en volandas y lo protegiesen del enemigo invisible. Frente a él el largo pasillo estaba vacío, tenuemente iluminado por dos neones que no cesaban de parpadear a lo lejos. Las puertas se cerraron y respiró aliviado. Al menos por unos instantes, los que tardaron en abrirse nuevamente y dejar ver el nuevo pasillo que tenía que recorrer, éste sí prácticamente a oscuras.

Cogió aire. Una vez más agarró con fuerza el asa de su cartera y, sin pudor alguno, empezó a correr. Poco después se encontraba frente a la puerta del despacho de Toscanelli. En su interior no parecía haber nadie, y aun así la luz de la lámpara de mesa daba algo de calidez a la oscura estancia, advirtiendo de que no estaba vacía. Llamó varias veces pero nadie contestó. Comenzó a impacientarse. A un lado y a otro el pasillo perdía la claridad diurna conforme avanzaban los minutos. Se estaba poniendo visiblemente nervioso. Los recuerdos son así…

—Viejo del demonio, ¡dónde cojones te has metido! —murmuró a media voz.

Al otro lado del pasillo, donde las sombras se hacían con el entorno, unos pasos lo advirtieron de que alguien se acercaba.

—Aquí estoy, Maurizio, he salido un instante a… bueno, ya sabes que llevo años mal de la próstata —sentenció afable el anciano Toscanelli.

El alumno se aproximó al maestro y, dejándose llevar por la tensión, lo abrazó con fuerza.

—Profesor… ¡por fin! —exclamó, como si aquel frágil hombre fuese ese último clavo al que todos al menos una vez en la vida deseamos aferrarnos.

Toscanelli le correspondió con la misma intensidad, y durante un minuto, quién sabe si dos, permanecieron abrazados en silencio en mitad del solitario pasillo. En ese momento Maurizio sintió que la emoción tomaba las riendas de la situación y unas lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas. Pero fue rápido, tanto como para que su viejo profesor no lo notase, y tampoco sospechase de la forma tan brusca en que su antiguo alumno había puesto fin al abrazo. El anciano, con un gesto de su mano, lo invitó a entrar en su despacho. La puerta se cerró, y por vez primera Maurizio fue capaz de sentirse seguro. Conocía a la perfección aquella habitación, atiborrada de libros, de mil y un recuerdos de las campañas emprendidas por su maestro, botes con líquidos infames y polvo, mucho polvo que cubría desde hacía años los utensilios que Toscanelli llevaba a sus excavaciones. Sin precisar invitación, se sentó en el áspero sillón de cuero marrón. El profesor hizo lo propio en el suyo. La luz de la lámpara iluminó su rostro, más envejecido y cansado que de costumbre. Sus gafas, perfectos círculos de cristal, habían sido limpiadas con mimo. Era evidente que Toscanelli tenía una aventura.

—¿Quieres un café? —le preguntó cuando apenas si hacía unos segundos que se había sentado.

No le vendría mal. La conversación sería larga y él estaba muy cansado.

—Sí, profesor. Si no le importa…

—… corto de café. Vamos, un americano, ¿no es así? —lo interrumpió sonriendo.

Él asintió esbozando una tímida sonrisa. Aquel hombre lo conocía a la perfección. Prácticamente no recordaba su vida sin él, porque los años de la infancia permanecían muy difusos en su mente. Se levantó nuevamente y se dirigió a la cafetera que sobresalía entre tres torres de libros. Empezó a hablar mientras preparaba el café:

—Maurizio, estás terriblemente desmejorado. No sé en qué andas metido, pero te está destrozando físicamente. Espero que sólo sea eso. Anda, cuéntame… —le pidió con amabilidad.

Él, sin atender a los prolegómenos, empezó por el final.

—Profesor… han intentado matarme —afirmó, agachando la cabeza.

El anciano soltó bruscamente la jarra y lo miró.

—¡¿Cómo?! ¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó, no pudiendo disimular cierta incredulidad.

Maurizio lo miró con rostro serio. Demasiadas experiencias en muy poco tiempo y apenas unas horas para dejarlas salir. Optó por atajar.

—Profesor, es demasiado largo de contar, pero una vez me fui de Venecia le seguí la pista a un autor checo llamado Josef Zeman. Este hombre escribió un libro sobre Felice Peretti, donde daba algunas pistas de la extraña personalidad de este personaje, que acabó siendo papa con el nombre de Sixto V. Ya sabe… Gracias a Zeman, y a varios trabajos que unos médicos vieneses realizaron en el siglo XVIII, logré saber que en determinadas regiones del este de Europa, los miembros de la Iglesia de Peretti y otros de la misma calaña después que ellos, estuvieron experimentando con sus habitantes, protegidos por la impunidad que les otorgaban las grandes montañas y su condición sacerdotal. Ellos decían estar llevando a cabo un acto de purificación que consistía en acabar con las epidemias que asolaban esa parte del Viejo Continente y con aquellos que las propagaban. Vampiros, ya sabe… —repitió la muletilla, parando en seco para ver la reacción de Toscanelli.

Y éste, como si no fuera la primera vez que le contaban una historia similar, con una templanza sorprendente lo invitó a continuar.

—Lo cierto es que el único interés que tenían los sicarios del papa en la zona, sin atender a la posibilidad de que detrás de las epidemias hubiese algún tipo de virus desconocido hasta entonces, era descubrir de qué manera podían controlar la enfermedad, que supuestamente se transmitía a través de la sangre y la saliva, no sin antes eliminar las toxinas que la hacían hasta aquel momento prácticamente indomable. ¿Por qué? Pues porque el viejo Peretti, ya todo un papa, estaba convencido de que si esos demonios podían vivir eternamente, si él lograba transmutar aquello que les confería tal poder, en suma, la sangre, evitando la hasta entonces incontrolable transformación en una horrible criatura, él mismo podría vivir eternamente. Porque el miedo de Sixto V no fue otro que a la propia muerte, y a que después de ésta únicamente hubiese… terror. Vamos, una locura, ¿no cree? —finalizó con cierto dramatismo.

El anciano Toscanelli se acarició la barba.

—Ya… ¿Y dices que tienes pruebas de esto? Además, de ser real, ¿qué importancia tendría en el presente? Tal y como lo cuentas está claro que es una creencia de otro tiempo demasiado supersticioso, incluso para los miembros de la Iglesia. ¿Acaso ves alguna relación con la vampira de Venecia? —le preguntó cada vez más serio.

Maurizio, intentando no perder el hilo de su relato, continuó:

—Eso mismo me pregunté hasta hace apenas veinticuatro horas. Por qué una historia tan aparentemente lejana en el tiempo, por muy cargada de despropósitos que estuviese, por mucha barbarie que ocultase, parecía que había quién estaba empeñado en que jamás saliese a la luz. Profesor, cinco días atrás creí haber descubierto que la vampira era el primer espécimen con el que experimentó el propio Peretti en Venecia, hasta la saciedad y haciendo uso de las artes de tortura más demoníacas. De ahí su interés por ocultar el cuerpo del delito, tan castigado que de salir a la luz esta historia podía poner en evidencia cuestiones muy molestas para la Iglesia… ¿Cómo explicar actos tan brutales? Imagínese, con la que les ha caído en estos últimos años, un escándalo más, aunque sea antiguo… Sin olvidar que muy posiblemente no lograron doblegar la violenta voluntad de la mujer. Y no pudiendo controlarla, como a un demonio más la mataron y la marcaron con el signo del Consejo de los Diez, porque ésa era la manera de expiar sus pecados; porque actuaban de manera paralela a la institución eclesiástica, a su ritmo y con sus propios métodos. Al fin y al cabo la finalidad no era mala del todo… Y para que no se supiese jamás nada de episodio tan atroz, la escondieron en las galerías, debajo de la fosa, convencidos de haber acabado con el mal y de que allí nadie excavaría jamás. Y si alguien lo hacía renunciaría a seguir agujereando el terreno si encontraban los restos óseos colocados sobre la misma. No continuarían removiendo tierra sagrada, y menos aún con ésta llena de apestados… Y todo ello orquestado por uno de los personajes más ilustres y carismáticos de la historia del papado. Pero una vez más me equivocaba, porque la verdad es… casi impronunciable. —Llegado e ese punto se estremeció—. Profesor, al comparar unas fotografías que Hécate me hizo llegar horas antes de morir con las que yo mismo tomé durante mi estancia en la isla, al fin he descubierto el porqué de todo este asunto. Mire… —dijo, intentando con ello evitar a toda costa que le preguntase por qué no le había dicho nada de dichas fotografías hasta ese instante.

Pero esa cuestión no parecía importarle ya. El viejo frunció el ceño, y con sumo cuidado se limitó a observar detenidamente ambas instantáneas, situadas una sobre la otra.

—¿Y bien? —preguntó con aparente indiferencia.

Maurizio sacó un bolígrafo negro del interior de la cartera y las señaló con detenimiento.

—Mire, aunque parece que se trata de la misma pieza ósea, hay detalles que, si no se profundiza, se escapan, especialmente por la enorme cantidad de barro que recubre algunas zonas del hueso. Independientemente de que en la región parietal de una de ellas aparezca la inscripción caompsd, que evidentemente alguien se ha podido encargar de raspar, si lo aprecia, el cráneo superior, que es el que encontraron en la isla, aunque aparece de perfil es perceptible que el borde superior de las órbitas presenta aristas, es cortante, tiene la característica traza redondeada, y el paladar da la sensación de que posee forma de «U». Mire, aquí lo tiene más ampliado —aseguró, sacando otra copia de su cartera.

»Además, el ángulo de la mandíbula, según mis estimaciones, y sabe que en eso no suelo fallar, está próximo a los 120 grados. Sin embargo, en el cráneo de la fotografía inferior, pese a que también se muestra de perfil, se aprecia que las órbitas poseen una disposición algo más cuadrada, el paladar tiene forma de parábola y el ángulo de la mandíbula se acerca a los 90 grados, pero no más. En conclusión: aunque alguien quiso que pasaran por ser el mismo, nos encontramos ante dos cráneos diferentes. Posiblemente el auténtico sea, estoy seguro de que es así, el de la fotografía inferior, que además muestra la extraña inscripción. Ése fue el que enterraron bajo la fosa, el que ocultaron bajo un cementerio para que nadie lo descubriese; el que fue olvidado durante siglos hasta que alguien dio con ello y entonces hubo que ocultar la realidad para que ésta no saliese a la luz. Ahora bien, ¿por qué fueron cambiados? —terminó, dejando en el aire la incógnita.

El profesor suspiró, y sin decir nada, dejó que su pupilo llegase a la apoteosis final.

—Sí, profesor, ¿por qué fue una hechicera enterrada en suelo sagrado cuando nunca antes ni después se había hecho con otros u otras? Pusieron mucho esmero en que el montaje fuera perfecto. Incluso al aludir al Maleficas non patieres…, como se hacía en dichos casos. Porque posiblemente la persona que permanecía en la oscuridad de las galerías era alguien demasiado importante como para ser destruido sin más. Alguien que a pesar de sus errores merecía los honores que le fueron otorgados en vida, al punto de recibir la conmiseración que le fue negada a otros; alguien tan importante como para que sus últimos años de vida no fuesen conocidos jamás; alguien tan destacado como para, pese a todo, ser enterrado en suelo sagrado… Tan trascendente como para ser, una vez hecho el descubrimiento, sustituido por otro cuerpo más castigado por la tortura, que eso para un forense, y más aún si trabaja para la Iglesia, no es difícil. Y para no olvidar detalle, ya que los arqueólogos que efectuaron el hallazgo primigenio antes de ser destituidos observaron que el cráneo tenía un ladrillo en la boca, se introdujo uno similar en la nueva osamenta. Todo estaba perfecto. Porque en la galería fue enterrado, escondido, en definitiva, alguien que logró la transformación que propiciaba la enfermedad, que logró su ansiada inmortalidad pero a costa de no alcanzar el control sobre la misma. Sí, profesor, porque estoy convencido de que no hablamos de la vampira de Venecia. A estas alturas es más correcto hablar del vampiro de Silesia. El propio Sixto V…

Estaba fuera se sí. Sudaba copiosamente y sus ojos evidenciaban un estrés brutal. El anciano lo miró con cierta tristeza mientras Maurizio consumía el último trago de café. Y por fin, Toscanelli empezó a hablar mientras al joven arqueólogo lo iba venciendo el cansancio.

—Maurizio, ¿te imaginas que esta historia, tal y como la planteas hubiese sido real? ¿Te imaginas lo que podría suponer para nuestra Santa Madre Iglesia? ¿Imaginas por un instante que esa misma institución, al margen de asumir tantos y tantos errores de siglos, además tuviese que admitir que uno de sus más ilustres miembros, enloquecido y atosigado por sus propios demonios, buscó hasta la saciedad el elixir de la eternidad hasta el punto de experimentar consigo mismo? ¿Imaginas, querido pupilo, que el pontífice, infectado por la sangre contaminada, se hubiese transformado en aquello que detestaba, al punto de que tuvo que ser «purificado»? ¿Admitir la mutación de un santo a demonio? ¿Imaginas que el fruto de aquel horror se hubiese mantenido oculto hasta el día de hoy, experimentando año tras año, década tras década, siglo tras siglo… dejando que en ocasiones «actuasen» en poblaciones muy controladas? La de tu madre fue una de muchas…

Maurizio, pese a que un pesado sueño se iba apoderando de su ser, no pudo evitar levantar como un resorte la cabeza. Y con extrañeza, pero también con un odio creciente, preguntó:

—¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver mi madre con todo este asunto?

Toscanelli, atisbando que en cualquier momento la ira del joven arqueólogo podía estallar, miró de reojo al rincón de la estancia, allí donde las sombras podían ocultar cualquier presencia. A Maurizio le pareció percibir un bronco gruñido…, pero en esos instantes le interesaba sobremanera otro asunto.

—Durante siglos han continuado los trabajos de «purificación» y de investigación: una cosa no puede ser sin la otra. Es un tesoro demasiado preciado como para dejar que se pierda. No en vano se han realizado sorprendentes avances. Tú eres el ejemplo más evidente de ello… —finalizó, esbozando una desconcertante sonrisa.

¿Qué estaba diciendo aquel viejo? ¿Había perdido el juicio? ¿Cómo que él era la evidencia de los avances logrados? Antes de que su cabeza se viera saturada con más interrogantes, Toscanelli retomó una vez más la palabra:

—Doc, durante décadas se han guardado especímenes contaminados, que como ya se hiciera siglos atrás, han sido soltados en comunidades determinadas bajo los controles más severos de seguridad, ya que siempre ha existido la posibilidad de que la «enfermedad» se extendiese sin control. Ésa era la única forma de mantener vivo el gen que provocaba la mutación de la persona, fundamental para continuar con las investigaciones. Los alrededores de Tapolca fueron un buen campo de experimentación durante años; se aprendieron muchas cosas útiles durante aquella etapa. Por ejemplo, se logró controlar la mutación en un porcentaje muy elevado, pese a que, como si de sonámbulos se tratase, en ocasiones los individuos contaminados, sin ser conscientes, se transformaban caída la noche y se entregaban a un festín horrendo. Algunos la sufrían a diario; otros, como tu madre, apenas dos o tres veces en su vida, porque los «curanderos», las «brujas», quienes supuestamente manejan las «energías», se encargaban de administrar el «antídoto». Muchos trabajan para nosotros; son una fuente importante de información y, por supuesto, como te he dicho, de control. La mala suerte hizo que la última vez que le ocurrió estuviera sola en casa, contigo… ¿no lo recuerdas? De no ser por tu condición de primer nacido de una contaminada seguramente no hubieras aguantado el ataque. Si no, ¿cómo explicar que una madre agreda de esa manera tan violenta a su propio hijo? Pese a que era un ejemplar muy especial, no hubo más opción que «purificarla». Vania hizo un buen trabajo; y Luciano también aportó su granito de arena. Entonces su físico era otro… —aseguró, dirigiendo la mirada una vez más hacia la parte más oscura de la habitación.

De repente, de esa tierra de nadie surgió un hombre contrahecho, balbuceante, moviéndose espasmódicamente. Era el desconocido que le había robado en Praga, y seguramente el causante del accidente… Toscanelli retomó el discurso ante la sorpresa de Maurizio, que empezaba a comprender.

—El pobre Luciano ha sufrido los avatares de esta difícil batalla. Combatir a unos y a otros es duro. Es fiel, pero con los años ha perdido parte de su cordura, y su físico se ha resentido. Y aun así es obediente… Y es que no nos dejaste más remedio que actuar. Debiste haberte contentado con las explicaciones que te dio el padre Luvoslav en Venecia, pero no. ¡Tú y tu estúpida curiosidad! Te hemos estado vigilando toda la vida, mimándote. Intentamos que te enteraras por nosotros del asunto de la vampira antes de que empezaras a sacar tus propias conclusiones, y aun así… Bien es cierto que tu fama hacía que tu opinión respecto a ese descubrimiento fuese importante para apartar las incómodas miradas que se estaban posando sobre la isla haciendo peligrar un proyecto de siglos. Maurizio, no sabemos por qué, pero jamás te has transformado. La posibilidad de que tu sangre porte el «gen eterno» te convierte en alguien muy especial para nosotros, pero llegados a este punto, nos sirves igual vivo o muerto. Hiciste que se precipitara todo. Al fin y al cabo lo que necesitamos es tu sangre, suponiendo que valga para algo, y eso ya lo tenemos. Te duele el brazo, ¿verdad? Daniela es muy eficaz a la hora de lograr objetivos —finalizó mirando fijamente a su interlocutor, que a esas alturas se debatía entre ésta y la otra realidad.

Estaba extraordinariamente mareado, y aun así era capaz de ordenar todas las ideas que el viejo profesor le acababa de exponer. La rabia no vencía al sueño. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se había metido sin saberlo en la boca del lobo… Y como si le leyera el pensamiento, Toscanelli volvió a la carga.

—Sí, Maurizio, Hécate, que pese a todo siempre fue más sagaz que tú, lo supo desde el principio, nada más observar la fotografía que te hizo llegar y que desapareció junto a otras de mi mesa de campaña dos días antes de que llegaras a Venecia, en un descuido imperdonable… ¿Cómo pensar que había sido Hécate? Ella fue un error que hubo que subsanar cuando fuimos conscientes de que sabía demasiado. Un error que asumo, pero no fui capaz de atisbar lo que tenía entre manos cuando aquella mañana quiso hablar conmigo, y yo, con los miembros de la CCS controlando mis actos, no pude hablar con ella. De haberlo sabido, probablemente hubiéramos actuado de otra forma —afirmó.

Maurizio apenas si podía mantener la atención. Ya no tenía ninguna duda: le había echado algo en el café. Permanecía estático, pero oía todo lo que le decía a la perfección. Eso bien lo sabía Toscanelli, por lo que continuó, con el grotesco acompañante esputando sin cesar. Sin duda era su perro de presa, el que debía ahuyentar cualquier peligro.

—Fue Vicenzo, el muchacho del Centro, el que nos avisó de que llevaba días visitándolo, y que aquella misma tarde estuvo consultando libros demasiado sospechosos. Y eso encendió todas nuestras alarmas. La buscamos. Varios ojeadores nos dijeron que la habían visto por las inmediaciones del Rialto, nerviosa, con algo entre las manos. Pero cuando al fin la encontramos no llevaba nada, y su desconfianza y sagacidad la llevaron a sospechar de mí y a no querer decir nada. Sí, en ese instante comprendió que yo sabía más de la cuenta, e imaginé que había sido ella la que me había robado las fotos de la mesa de la excavación. Otro descuido más, fatal en este caso para Hécate. Aunque ella lo negó. Al fin y al cabo ya las había hecho llegar a quien deseaba. Pero no creí en aquel momento que fueras tú, dada vuestra relación. Quizá ahí se nos fue de las manos, pero era necesario; porque con su muerte despertamos tu curiosidad. Lo que jamás imaginamos es hasta dónde serías capaz de llegar. Como te he dicho, supuse que con la información que te entregó el hermano Luvoslav sería suficiente para saciarla, para que creyeras que todo era producto de tu odiada superstición; una pantomima. Y una vez más te subestimé. Una lástima, ya que ahora, Maurizio, creo que tú también sabes demasiado… —afirmó con calma antes de levantarse para abrir la puerta de su despacho y permitir que dos hombres más accediesen a la estancia.

Eso fue lo último que percibió poco antes de perder el sentido. Los recién llegados lo sujetaron para que no opusiese resistencia, con violencia, como si no supiesen que a esas alturas ya no podía ni mover los dedos de las manos. Aun en ese estado sintió que raspaban su cuero cabelludo con un objeto punzante. Un intenso dolor de cabeza lo llevó al límite, y cuando a punto estaba de desmayarse, aún fue capaz de percibir que el sufrimiento no había hecho más que llamar a la puerta de su existencia. Y fue entonces cuando un desagradable aroma a piel quemada se coló por sus fosas nasales, justo antes de perder la conciencia.

El café no había hecho el efecto deseado…