El teléfono lo despertó. Abrió los ojos sorprendido; había logrado dormir toda la noche sin apenas moverse. Miró la hora.
—¿Quién llama a las seis de la mañana, por Dios…? —se preguntó con evidente malestar.
Una vez más, la pantalla no desvelaba el nombre del comunicante. El sueño se evaporó como una gota en mitad del desierto.
—Sí, ¡dígame! ¡Quién es! —respondió con tanta vehemencia que lo delató la ansiedad.
Al otro lado, su interlocutor intentó empezar una frase pero no pudo. Sometido a un repentino ataque de tos, tuvo que esperar unos instantes para recobrar fuerzas y empezar a hablar.
—Doctor Roncalli, soy Josef Zeman. Disculpe si lo he despertado, pero imaginé que ya habría terminado de leer los escritos que le entregué. ¿Me equivoco? —especuló con la seguridad del que conoce a la perfección las palabras que su interlocutor iba a pronunciar.
En ese instante Maurizio tuvo una sensación que ya empezaba a ser molesta; era como si lo estuviesen vigilando a cada minuto. Sujetando el teléfono en la mano derecha se levantó y, con un gesto instintivo, cerró la contraventana. ¿Cómo demonios podía saber aquel hombre que hacía apenas unas horas que había concluido la lectura de los diarios? ¿Pura casualidad? Estaba harto de tantas casualidades…
—Sí, disculpe. He estado leyendo hasta altas horas de la madrugada y en estos momentos me estaba levantando. No se equivoca. Ya he terminado de leer los escritos, y… —intentó continuar, pero el viejo escritor lo interrumpió nervioso.
—Doctor, por teléfono no… Si le parece lo espero en nuestro anterior punto de reunión. Le enviaré a Martina para que lo recoja en el hotel. Tenga preparada la maleta. Ya me he permitido la licencia de comprarle el billete de vuelta a Roma. El tiempo corre —finalizó, sin más palabras que una escueta despedida.
Maurizio se sentó nuevamente a los pies de la cama. No entendía muy bien… Si Zeman no sabía que al fin había terminado con los escritos, y todo parecía indicar que había sido a causa de su notable intuición, ¿cómo se había arriesgado a comprar el billete de regreso?
Las dudas se disiparon, o al menos quedaron aparcadas, cuando pensó en ella. Martina iría a recogerlo. No sabía bien por qué, pero aquella mujer había causado un impacto tremendo en él. Era como si la conociera de otro tiempo. Apenas si había pasado unas horas en su compañía, y sin embargo sentía que cuando estaba cerca de ella su corazón latía más rápido. Hacía demasiado tiempo que no escuchaba su voz…, quizá por eso estaba tan emocionado. Una vez más saltó de la cama y, con una velocidad felina, recogió la ropa, los papeles, el iPad… y cerró la maleta. Únicamente dejó fuera un gran sobre en cuyo interior se hallaban los diarios. Y así, con todo preparado, se encerró en el cuarto de baño. Necesitaba una ducha, afeitarse, dejar que el polvo de los siglos y la tensión de la madrugada se fuese por el desagüe. Además, necesitaba gustarse a sí mismo. Ella venía a recogerlo.
Treinta y cinco minutos después alguien llamó a su puerta, con tanta delicadeza que rápidamente supo de quién se trataba. Con paso firme y los nervios aflorando se dirigió a la entrada y, sin dudarlo, abrió. Martina lo miró con expresión triste; no tenía otra. Él, balbuceando como un bebé, acertó a saludarla con tanta torpeza que el púrpura de la vergüenza asomó a su rostro. Ella sonrió. Sabía a la perfección el efecto que causaba en el arqueólogo. Por eso, cuando se abalanzó sobre él y lo besó, no le sorprendió que temblase como un principiante. Maurizio, incapaz de refrenar sus músculos, notó cómo se ponían en tensión. A ella no parecía importarle, porque continuaba besándolo, recorriendo su pecho con sus pequeñas manos, mirándolo con deseo desde sus profundos ojos azules. Y de repente… dio un paso atrás.
—Tenemos que irnos. Mi tío nos espera… —afirmó, como si no hubiera ocurrido nada.
Él, aturdido y sin saber muy bien qué hacer, asintió.
—Sí, un momento, voy a por mis cosas —respondió, sin saber muy bien lo que había dicho.
La muchacha esperó en el umbral de la puerta mientras él se daba la vuelta y desaparecía en el cuarto de baño. Antes de salir permaneció varios segundos contemplando su rostro en el espejo. No sabía qué hacer. Él, que siempre había hecho gala de una seguridad aplastante, en esos momentos estaba perdido. Por un lado deseaba arrastrarla al interior de la estancia y dejar que el instinto hiciera el resto; por otro, no entendía muy bien el apasionado comportamiento de aquella desconocida, que en apenas unos minutos se enfriaba como un enorme témpano. Suspiró profundamente y, tras mojarse la cara, recogió el neceser y salió de nuevo. Lo introdujo en el lateral de la maleta, agarró su inseparable cartera, comprobando antes que en su interior estaba su inseparable cuadernito, y aprovechó para guardar el gran sobre. Con la misma frialdad de la que ella hacía gala, salió al largo pasillo y le indicó que lo siguiera.
—Vamos… —dijo molesto.
Y ella, dejando escapar una sonrisa maliciosa, no se amilanó. Lo miró de arriba abajo, recorriendo cada centímetro de su cuerpo, disfrutando al comprobar que él volvía a ponerse nervioso.
—Claro, doctor, vamos…
El trayecto, al contrario de lo que ocurriera en su encuentro dos días antes, estuvo presidido por un silencio sepulcral. Ella iba vestida de negro, con un pantalón muy ceñido que perfilaba su magnífica silueta. Su cabello colgaba como las crines de un caballo, atenazado por un enorme coletero, tapando parte de la camisa de tirantes que sujetaba a la perfección su pequeño pecho. No lo miró; sólo se apresuró, ante la falta de conversación, a encender la radio. Aquella melodía no le era desconocida. Pertenecía a la banda sonora de Grease, a la secuencia en la que una espectacular Olivia Newton John y un crecido John Travolta se enzarzaban, acompañados de sus respetivas bandas, a un melódico cortejo del que, como no podía ser de otra manera, ella salía victoriosa. Y en ese instante, al comprobar que él vestía unos vaqueros negros y una camisa del mismo color, no pudo evitar que una carcajada silenciosa empezara a apoderarse de sus pensamientos al imaginar que, por qué no, ellos dos, en ese momento y con sus respectivos atuendos, bien podían pasar por los protagonistas de la exitosa película. Minutos después afrontaban el sendero de bosque. La claridad, a pesar de todo, no otorgaba al paisaje un color más brillante; seguía siendo tan siniestro como el primer día. Y allí, en lo alto de la colina, contemplando las aguas mansas del Moldava, Josef Zeman lo aguardaba en compañía del joven Jan.
Martina iba algo más adelantada, y al ver a su tío la expresión de su rostro cambió. Se volvió aún más fría.
—Hola, tío… Jan… —saludó haciendo gala de su perfecto italiano.
Ambos respondieron al saludo de la joven. Maurizio, cansado y con decenas de cuestiones provocándole un incordiante dolor de cabeza, hizo lo propio.
—Señor Zeman, le agradezco la rapidez con la que ha decidido volver a citarse conmigo, pero no era necesario… Tenía pensado marcharme mañana, a lo sumo pasado mañana —aseguró, mirando de reojo a Martina, que sin bajar la mirada le correspondió con una sonrisa.
El anciano, intentando incorporarse, dio un respingo.
—Señor Roncalli, ¿ha entendido bien lo que ha leído? ¿Es usted consciente de las vergüenzas que un determinado sector de la Iglesia está empeñado en ocultar a costa de lo que sea? Mire, Maurizio, no le voy a explicar de qué manera cayeron en mis manos esos escritos, pero sí le diré que quienes los han poseído durante estos dos siglos y medio han sufrido todo tipo de calamidades, simplemente porque hay quien no quiere que su contenido sea revelado. ¿Lo entiende? ¿Es usted capaz de comprender que desde el instante que ha decidido formar parte de esta historia su integridad corre peligro? Yo lo acabé descubriendo, para mi desgracia y la de mi familia, demasiado tarde… —finalizó, dirigiendo una mirada de tristeza a su sobrina.
Maurizio se inquietó. Él era un hombre felizmente atormentado por sus propios fantasmas hasta que alguien decidió un inoportuno día que debía conocer… todavía no sabía muy bien el qué. Zeman volvió a la carga.
—Profesor, tenemos apenas veinte minutos. Sé que es poco tiempo, pero si quiere hacerme alguna pregunta, éste es el momento —lo apremió.
El arqueólogo abrió su cartera negra, extrajo el gran sobre y se lo entregó al escritor, como un espía de la guerra fría pasando documentación al bando amigo.
—Señor Zeman, ¿qué ocurrió con Flückinger? Sé que es la menos importante de las preguntas, pero no he podido evitar una empatía creciente con este personaje.
El anciano miró al horizonte y, sin dudarlo dos veces, contestó con contundencia.
—Lo contaminaron. Johannes Flückinger fue «purificado» un mes después de haber enviado su informe al regimiento en Viena. Le inocularon sangre envenenada, y poco después los gitanos de Gossowa hicieron su trabajo… Jamás salió de Silesia. Ellos no lo permitieron. Pero sus escritos sí.
Un escalofrío se apoderó de su ser.
—Pero ¿por qué? —preguntó con desesperación.
—Porque sin pretenderlo descubrió que detrás de las epidemias, como hicieron los nazis durante la segunda guerra mundial con ilustres demonios como Josef Mengele o Klaus Barbie como ideólogos, se estaba asustando a la población con historias sobrenaturales carentes de argumentos para llevar a cabo aberrantes experimentos con gentes que con seguridad sufrían de alguna dolencia psiquiátrica, cuando no generada por virus entonces desconocidos. Quién sabe… Y ellos fueron más supersticiosos que los analfabetos que habitaban en las aldeas, al creer que detrás de la enfermedad se encontraba una suerte de elixir de la vida eterna; el remedio para alcanzar la inmortalidad. Como los antiguos alquimistas únicamente debían destilar el líquido, eliminar la chicoria y así poder controlarlo. Y todo porque un pontífice loco llegó al final de sus días a la conclusión de que no podía seguir creyendo en un cielo habitado por ángeles rollizos y bonachones, porque también existía la posibilidad de que, al otro lado, no hubiera nada; o lo que es peor, que fuera lo que fuese no lo aguardase con la piedad que, dicho sea de paso, él mismo negó a tantos desgraciados. Porque sin entrar a valorar la génesis de la enfermedad, lo único que consiguieron fue perpetuarla hasta… ¡quién sabe hasta cuándo! Su Dios los juzgará, llegado el caso, por tanto sufrimiento, tanta barbarie, tanta sangre derramada, tanto miedo durante tanto tiempo, y tantas muertes con tal de que no se conociesen sus detestables actos. Y usted, mi querido profesor, sin quererlo, como ocurriera con el buen Johannes, ha descubierto dónde acabó sus días ese «espécimen» al que se refiere el padre Giovanni en su texto, despertando sin quererlo una historia que permanecía dormida. Porque gracias a los estudios de Flückinger llegamos hasta la figura del primer «vampiro», aquella que sirvió de cobaya para Peretti y los suyos. Ya sabe a quién me refiero. Y no sólo eso: usted ha comprobado la brutalidad de los actos que cometieron con la pobre mujer. Sobrecoge pensar que detrás de los mismos, observando la escena impávido, viendo como ésta se retorcía de dolor mientras sus miembros eran mutilados y su sangre introducida en pequeños botes, buscando eliminar las «toxinas» que contenía para así beneficiarse de su supuesto poder, estaba todo un Santo Padre de la Iglesia, incapaz de sentir ninguna piedad por una de sus hijas. Como sobrecoge saber que en los últimos momentos de vida de su «vampira» sólo fue capaz de gritarle: ¡Maleficos non patieris vivere! Después la atormentó hasta desencajar su mandíbula, como colofón, claro. Y todo ¿para qué? ¿Para comprobar que después de acabar con la vida de tanta gente su creencia era fruto de una superstición? Qué mal lo tuvo que pasar al enfrentarse a su juicio final…
Maurizio mantuvo el silencio. En su cabeza únicamente aparecía el perfil de la vampira, con el ladrillo rompiendo la osamenta en una de las expresiones de horror más duras que jamás había observado.
—¿Y quién mató al patriarca de Gradisk… y por qué? —le volvió a preguntar.
Zeman sonrió.
—Caompsd… Aquel hombre sabía perfectamente lo que estaban haciendo aquellos a los que encarnaba el padre Bruno. Incluso él, con su silencio de años, ya formaba parte de aquella descomunal barbarie, hasta que se dio cuenta de que esa situación se convertía en una enorme piedra en el zapato de su conciencia. Y consciente de lo que le aguardaba al contar lo que sabía, fue dejando pistas, muy evidentes pero pistas al fin y al cabo. Primero a Glaser, que debía de ser buen médico pero poco sagaz para otras cosas, y finalmente a Flückinger. Desde ese instante quedó condenado, y los hombres del papa de Roma hicieron su trabajo. Miembros del primitivo Consejo de los Diez del que, en definitiva, eran herederos. No en vano se trataba de custodiar un secreto, en este caso de enorme relevancia para la institución para la que… ¿cómo decirlo?… trabajaban. Imagino que al final de sus días al pobre Hristo de Gradisk le pudo más la mala conciencia que la fe, y antes de morir e ir al infierno prefirió arriesgarse. Si le salía mal lo asesinarían, pero habría purgado sus pecados… como así ocurrió. La marca evidenciaba que la justicia había actuado.
Martina atendía a la conversación con la mirada puesta en su tío. No era la primera vez que la oía. Tal era la única forma de saber el porqué de su sufrimiento. Maurizio, recordando la locura que había atormentado al doctor Glaser en sus últimos días de vida, continuó indagando. Aquel hombre racional se transformó en un ente supersticioso perseguido por sus propios miedos. Y Zeman, después de echar una mirada a su reloj, continuó:
—Johann Glaser jamás llegó a entender hasta qué punto estaba siendo víctima de creencias ancestrales con formas reales. Ya le he dicho que no voy a entrar a valorar la génesis de la enfermedad; sería demasiado osado… Pero entiendo que ver cómo cada madrugada te acosa un ser pálido, de largas uñas y profundas ojeras; que cada noche se acerca hasta la ventana de tu alcoba y araña levemente el cristal pidiendo que lo dejes entrar… Como le digo, imagino que debe de ser motivo de locura. Más aún cuando finalmente descubres que es tu sobrino, que lleva muerto más de un año…
—Sebastian… —murmuró aterrorizado Maurizio.
Zeman estaba incurriendo en una contradicción manifiesta. Por un lado acusaba a los sicarios del papa de llevar a cabo los actos más deleznables en nombre de una fe perdida, propagando de este modo una epidemia que de otra manera habría desaparecido con el paso del tiempo; y por otro, no cerraba la puerta a que detrás de los infectados hubiese unas fuerzas sobrenaturales capaces de perpetuar su maldad por los siglos de los siglos. Pero era consciente de que en ese debate su misterioso interlocutor no iba a entrar. Así que derivó la conversación hacia otros derroteros.
—Señor Zeman, por aquellas fechas las regiones del este estaban muy alejadas, en todos los sentidos, de Roma. ¿Cómo pudo el pontífice recabar tanta información previa al punto de obsesionarse desde los tiempos del patriarcado de Venecia? —dejó caer, observando atentamente la reacción del escritor.
Y éste, como siempre, tenía respuesta para todo.
—Profesor Roncalli, primero ha de saber que el patriarca Peretti era descendiente de una familia que antes de que naciera el futuro papa emigró desde esas lejanas tierras a las que está haciendo alusión, concretamente de la localidad de Krušovice. No en vano su nombre real era Srečko PeriĆ. Desde muy pequeño supo de los variados males que asolaban la tierra de sus antepasados, y que en cierto modo obligaron a sus padres a buscar un lugar más apropiado para vivir. Su interés por la religión fue en consonancia al que mostraba por las antípodas de la fe católica; y creció con la felicidad del que sabe que Dios está en todos lados, y con el terror del que está obligado a asumir que donde se encuentra la divinidad, también está el maligno y quienes lo veneran. Al principio sufrió en silencio la vergüenza que sentía al no poder evitar admirar a las criaturas que protagonizaban los miedos ancestrales de las regiones de frontera, pero con los años, especialmente cuando se vistió de blanco, fue consciente de su debilidad como ser humano, y esas flaquezas hicieron mella en sus creencias, al punto de que en aquel mismo instante el Santo Padre dejó de creer —finalizó solemne.
Apenas si quedaba tiempo para una pregunta más. Zeman había vuelto a mirar su reloj y parecía impacientarse por momentos. Pero Maurizio no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad.
—Pero… ¿por qué la Iglesia quiere ocultar algo que pasó hace tanto tiempo? Si han sido capaces de pedir perdón a Galileo o a Servet por los «errores» cometidos en el pasado, ¿qué les impide hacer lo mismo en este caso? —inquirió, atisbando que para esta cuestión no tenía respuesta.
Pero aquel hombre tenía tantas cicatrices como rayas un viejo tigre. Suspiró profundamente y, sin apenas parpadear, se dispuso a contestar.
—No sea inocente. ¿Aún no ha entendido que esta historia no pertenece al pasado? ¿No es capaz de comprender que forma parte del presente desde el momento en el que se halló el cadáver en la isla de Venecia? ¿O acaso es tan imbécil como para pensar que la doctora Casalli se cayó en estado de embriaguez por el puente? No, señor Roncalli, esta historia aún no ha finalizado. Ahora bien, dónde termina es algo que intuyo que será usted el encargado de descubrir. Para mí ya no hay tiempo… Jan lo acompañará al aeropuerto. Sea cauto, observe a su alrededor, y llegado el momento, no muestre flaqueza. Hasta siempre, profesor. Que Dios lo proteja —se despidió, abriendo un enorme hueco en el alma del arqueólogo por el que se colaba un profundo desasosiego.
Martina se acercó a su tío y, tras mirarlo con tristeza, esbozó una tímida sonrisa y empezó a empujar la silla de ruedas. Maurizio supo en ese instante que jamás volvería a verla. El muchacho, con un gesto de la mano lo invitó a regresar por el sendero. No hubo palabras. No quería entablar conversación alguna. Una enorme e inexplicable pena le encogía el corazón. Llegaron al coche cuando la tarde comenzaba a caer sobre el bosque de Vyšehrad. Los fantasmas de otro tiempo salían de sus guaridas, dispuestos a cruzarse en el camino de los frágiles vivos.
Jan, amablemente, le abrió la puerta del vehículo, y con rapidez, como si sintiese una amenaza latente, se sentó frente al volante. Minutos después retomaban la autovía que rodeaba Praga en dirección al aeropuerto. La carretera estaba tranquila y apenas si era transitada por otros vehículos, por lo que Jan, confiado, pisó el acelerador.
Hay instantes en la vida en los que un mecanismo difícilmente cuantificable se pone en marcha, y entonces, sin que sepamos el motivo, entra en escena la intuición. Maurizio, sin saber muy bien por qué, sin tener evidencias que diesen peso a sus pensamientos, supo nada más montar en el vehículo que algo no iba bien. Porque su intuición, cuando se trataba de asuntos turbios, no solía fallar; en realidad jamás lo había hecho. El miedo empezó a apoderarse de su ánimo. En el interior del coche el silencio presidía la travesía, y la noche estaba tan oscura que apenas si era capaz de distinguir la silueta de su conductor. Y además estaba seguro de que Jan iba paulatinamente siendo víctima de la misma sensación, porque no paraba de mover la cabeza, mirando una y otra vez por el viejo espejo retrovisor.
—¿Está todo bien, Jan? —preguntó, suplicando en silencio que la respuesta fuera distinta a lo que pensaba.
El muchacho no dijo nada. Simplemente se limitó a levantar el pulgar y acto seguido cogió nuevamente el volante. Pero él sabía que aquel gesto, como ocurría en el circo romano, no presagiaba nada bueno.
—¿Estás seguro? —volvió a la carga.
Jan carraspeó, y como el pecador que se sumerge en la intimidad del confesionario, empezó a narrar sus intimidades.
—Profesor Roncalli, no quiero intranquilizarlo, pero desde que hemos cogido la autovía, a una distancia prudencial, nos sigue un vehículo. Al principio pensé que se trataba de una moto, pero al bajar la velocidad y acercarse he podido comprobar que se trata de un coche con el faro roto. Lo que no entiendo es por qué no nos adelanta… —se preguntó bajando el tono de voz.
Maurizio se volvió y durante treinta, quizá cuarenta segundos siguió la trayectoria de aquel vehículo. No había duda. Los estaban siguiendo. En ese instante la razón pasa a un segundo plano, recordando las historias vividas y escuchadas en los últimos días: la tragedia de la familia del viejo Zeman, el previsible final de los doctores vieneses, el ataque que él mismo sufrió dos jornadas atrás… No fue capaz de controlar sus emociones.
—Jan, ¡acelera! Vienen a por nosotros, y a estas horas no creo que se trate de un comité de despedida —gritó, alterando aún más los nervios del joven, que sin dilación pisó el acelerador al máximo.
Sus pupilas se dilataron y un sudor frío les recorrió la nuca cuando sus supuestos perseguidores hicieron lo mismo.
—Por Dios, Jan, haz que este cacharro vaya más rápido. ¡Si nos cogen no nos espera nada bueno! —exclamó, evidenciando que, fueran quienes fuesen, eran capaces de cualquier cosa.
Pero el vehículo ya tenía demasiadas horas de vuelo, y poco más pudo dar de sí. Sus perseguidores se iban aproximando: veinte metros, diez, cinco, dos… Las luces largas se encendieron de repente, y con ellas todos y cada uno de los miedos de Jan y Maurizio. El chico pisó a fondo hasta que el zapato encajó el pedal entre el chasis y la esterilla. Era el último intento, y durante unos segundos funcionó, pero el coche de sus perseguidores era más nuevo y más potente. Jan se persignó y comenzó a rezar cuando comprobó que irremediablemente se iban a colocar a su altura. Maurizio agachó la cabeza intentando protegerse de cualquier agresión. Y así, cuando el gran vehículo negro se situó a su lado, se abrió la ventanilla del copiloto. En su interior, sonriente, con la expresión del loco que sin escrúpulos acaba de cometer el peor de los delitos, apareció el rostro del extraño atacante nocturno, ése que incluso se había llegado a colar en sus pesadillas.
Y el coche, acelerando aún más, los adelantó y se perdió entre las sombras de la noche. Pero la imagen permaneció en su retina. Fue un instante, tan atemorizador que quedó marcado en la mente de Maurizio, incluso cuando, horas después, aún sumido en los efluvios de la fuerte sedación, se despertó en el hospital… La voz de Jan retumbaba en su sien como un martillo en una herrería: «¡Dios, no frena! ¡Nos han manipulado los frenos!».
Y después, oscuridad…