Maurizio giró la cabeza de un lado a otro de la almohada. Su cuello mostraba síntomas de tensión acumulada. Le dolía, y no sabía cómo colocarse. Se levantó. Las horas pasaban y él empezaba a sentir que llevaba demasiado tiempo en la habitación. Se acercó a la ventana y abrió sutilmente la persiana. Un escalofrío recorrió su espinazo. En la acera, al otro lado de la calle, el misterioso personaje de la noche anterior lo miraba fijamente, vestido de negro y sin prestar atención a la gente que caminaba de un lado a otro. Era como un holograma, como el fantasma que permanece ajeno a cuanto lo rodea, porque ni él mismo sabe que hace tiempo que abandonó el mundo de los vivos. Y de repente, sonrió, y realizó una ridícula reverencia, invitándolo a que bajara. Acto seguido se dio la vuelta y desapareció por la calle contigua.
Maurizio, preso de un irrefrenable deseo por saber más, intuyendo que aquel hombre no era una casualidad más dentro de toda esta historia, se apresuró a abrir la puerta y emprendió una vertiginosa carrera por las amplias escaleras del hotel. En apenas unos segundos atravesó el umbral de la entrada y se detuvo unos instantes, ya en plena calle. Miró a un lado y a otro, y allí, en la esquina, el misterioso hombre alzó la mano y lo saludó mientras esbozaba esa desagradable sonrisa. Corrió tanto como pudo, pero aquel desconocido ya se había marchado por la avenida que se abría al final de la calle. Llegó a la esquina sofocado, pero con tiempo suficiente como para observar que el «aparecido» giraba nuevamente, esta vez por lo que aparentaba ser desde la distancia la entrada a un callejón. Maurizio no tardó en llegar a la entrada del mismo. Y allí, durante unos segundos permaneció en silencio, desconcertado. Era aún más estrecho que aquél en el que lo había acorralado hacía apenas doce o catorce horas. Y como aquél, finalizaba bruscamente en una pared sin ventanas. Únicamente del edificio que se ubicaba a la izquierda descendía una escalera de incendios, pero ésta ni tan siquiera llegaba al suelo; se quedaba a unos dos metros suspendida de un grueso cable de acero.
—¿Dónde demonios estás? —se preguntó entre dientes.
Despacio, se adentró en él, dejando atrás el murmullo de la ruidosa avenida. Conforme avanzaba la luz diurna iba dejando paso a las sombras, y allí, en el rincón más umbrío, algo parecía moverse, lento, como si estuviera ocultando algo.
No tuvo tiempo para demasiadas reflexiones. Al instante los cubos de basura que esperaban al final del callejón cayeron rodando con un sonoro golpe, y Maurizio, con el miedo atenazando su paso, abrió los ojos tanto como pudo.
—No me lo puedo creer, un gato… —murmuró, notando que el alivio recorría su interior como agua fresca.
Sobre la tapa de uno de los contenedores un pequeño gatito se relamía mientras observaba atento a aquel que tenía frente a él, jadeando como un niño que acaba de tener una pesadilla. Consciente de que una vez más se le había escapado, miró a su felino confidente, y se dio la vuelta para regresar al hotel. Pero no llegó a dar ni un paso. Allí, a apenas un metro estaba él, mirándolo lascivo, con los ojos inyectados en sangre y moviendo los dedos de las manos como si no pudiese controlarlos. No parpadeaba; al menos ésa era la sensación que le daba, ya que las pupilas se confundían con la negrura de sus profundas ojeras. Jadeaba, parecía nervioso, y sin embargo no se movía de su posición.
Maurizio se sobresaltó.
—¿Qué demonios quieres de mí? —le gritó, intentado que se asustara.
Pero el otro no cedió ni un centímetro. Era un ser grotesco, un despojo humano que olía, sí, como los cuerpos que en alguna ocasión habían desenterrado entre las ruinas de la vieja Roma. Maurizio no pudo evitar que de nuevo la intranquilidad se apoderara de él. En circunstancias normales aquel hombre no habría supuesto peligro alguno dada la diferencia física que había entre ambos. Pero esas circunstancias no eran normales…
—Maurizio… ¿no sabes quién eres? —le preguntó de pronto.
La voz cavernosa hizo que el arqueólogo retrocediese un paso. Pero no hubo margen para más, porque haciendo gala de una velocidad felina se abalanzó sobre él, y como el perro que sufre la rabia comenzó a morderlo emitiendo un sonido gutural que destrozó sus defensas naturales. Estaba aterrorizado. A esas alturas ya no podía hacer nada.
Nada, salvo despertar.
Abrió los ojos desesperado, intentando retener hasta el último aliento. Estaba dolorido, especialmente en ambos brazos. El sueño había sido demasiado real, tanto como para descubrir lo que durante días no había notado: que tenía una pequeña incisión en su brazo izquierdo, seguramente producto de algún roce. Despacio, se llevó las manos a la cara, y restregándosela compulsivamente, intentó «regresar».
Ya no tenía dudas: se estaba obsesionando con esta historia. Bebió un trago de agua, y dejando aparcados sus miedos, cogió nuevamente el manuscrito y se apresuró a continuar leyendo. El cansancio lo había vencido, pero ahora, cuando el atardecer se volvía a posar sobre Praga, estaba lo suficientemente descansado como para llegar hasta el final. Al menos, hasta el final de las páginas.
19 de noviembre, mediodía
Esta mañana, temprano, alguien ha golpeado mi puerta con violencia. Al abrir me he encontrado con un hombre enjuto, mal encarado, tez pálida y profundos ojos negros. Su indumentaria, no hay que ser muy sagaz, me ha revelado que se trataba de un sacerdote.
—Padre Bruno, imagino… —le he preguntado, tendiéndole la mano e intentando que relajara sus duras facciones.
Él ha respondido de inmediato a mi cortesía, y esbozando algo similar a una sonrisa, ha devuelto el saludo.
—Doctor Flückinger, es un verdadero placer conocerlo. El doctor Glaser, que Dios lo tenga a su vera, destacaba siempre su carácter afable y su profundo conocimiento de la materia médica —ha aseverado, entrando en el salón sin darme tiempo a invitarlo a que lo hiciera.
Sin dudarlo ha tomado asiento junto a la chimenea, y me ha pedido que yo hiciera lo mismo. Era una conversación que desde que me puse en camino hacia esta región deseaba tener, pero quizá con una mayor templanza. Antes de iniciar la charla ha colocado sobre la mesa una vieja carpeta atiborrada de papeles amarillentos.
—Son los escritos del doctor. Hace unos minutos he pasado por delante de su casa, y Anna, al conocer que me dirigía hacia aquí, me ha pedido que se los entregase.
Con cuidado, he abierto la carpeta. Pero en ese instante lo que se terciaba era la conversación con el padre Bruno, que ha transcurrido más o menos como sigue:
—Imagino, doctor, que el difunto Johann Glaser ya lo habrá puesto en antecedentes, de lo contrario seguro que jamás habría venido hasta esta tierra de frontera. Sepa que detrás de las epidemias, y eso es algo que finalmente comprendió a la perfección su predecesor, no todo es fácilmente explicable desde su punto de vista; ya sabe, el científico… Y del mismo modo que advertí a su colega cuando llegó aquí, me veo en la obligación de hacerlo con usted. Sepa que desde hace siglos la superstición, o lo que en nuestra civilizada Europa consideramos como tal, aquí es cuestión de contienda diaria; no de fe ni de ciencia, si no de facto, y contra eso únicamente los habitantes de esta tierra saben qué armas utilizar. Créame si le digo que cuando llegué hace diez años, al igual que ocurrió con su difunto amigo, intenté pasar la información que recibía cada día por el tamiz de la razón, dejando la espiritualidad a un lado. Hasta que aprendes que las limitaciones del hombre no pueden combatir las aberraciones que en ocasiones crean Dios o su atávico enemigo. Sé que nuestra primera conversación debería de haber ido por otros derroteros, pero entiendo que en los próximos días, incluso puede que horas, va a asistir a escenas difícilmente catalogables… No lo distraigo más. Espero que encuentre en estos documentos aquello que busca.
Y sin mediar palabra alguna por mi parte, se ha levantado y, tras inclinar la cabeza desde la puerta, se ha marchado.
Me he quedado desconcertado. No me gusta este hombre, aunque por lo que leí en las primeras misivas de Johann a él le ocurrió lo mismo, y poco después acabó siendo un fiel aliado. El tiempo lo dirá.
Ahora me dispongo a leer los informes de mi colega Johann Glaser, que estuvo antes que yo destinado en esta región del este de Europa. Su visión, qué duda cabe, resultará muy enriquecedora, pese a que todo parece indicar que el pobre acabó perdiendo la cordura. Demasiados años de aislamiento… Demasiados dementes a su alrededor.
Anochecer
Un suspiro profundo ha tomado mis pulmones al terminar de leer los escritos de Glaser. Enloqueció, de eso no me cabe duda alguna. Y aunque no hay que ser muy sagaz para darse cuenta de que falta parte del diario —a mi mente viene el rostro del inefable sacerdote—, tampoco me sorprende que sea así, ya que me veo en la obligación de destruir parte del mismo. Si cayese en manos inapropiadas, aún muerto sería sometido a un consejo de guerra y su buen nombre quedaría manchado para siempre. ¿Cómo alguien con su intachable hoja de servicios ha participado, de manera activa, en actos tan horrendos como los que él mismo relata? Y… ¡por Dios!, cómo se puede obsesionar al extremo de sentir el acoso de… Me resulta tan obsceno que prefiero no reflejarlo por escrito. Entiendo que plasmar sobre la hoja perenne tamaños despropósitos sólo responde a los delirios de una mente enferma que no quiere que sucesos como aquéllos en los que asegura haber tenido la desgracia de participar se pierdan para siempre, y con ellos la solución a un problema que sin duda alguna lo acabó superando.
Llaman a la puerta. Es el enorme tabernero. Parece ser que la compañía de hajduks se dirige a Gossowa. El viaje será largo, pero he de acompañarlos. De lo contrario jamás sabré qué está ocurriendo.
Pero antes, que sea el Dios de los cielos quien juzgue tus actos mi querido Johann. Yo únicamente puedo iluminar el camino dejando tus palabras sobre el fuego que destruye cualquier recuerdo…
Madrugada
El padre Bruno me ha pedido que no intervenga. Y así lo he hecho. He permanecido en silencio, observando cómo los gitanos tomaban el mando desde la llegada a la remota aldea. Es evidente que no es la primera vez que lo hacen. Iluminados por las antorchas, con las llamas recreando extrañas siluetas en la niebla que surge de las entrañas de la tierra húmeda, hemos atravesado las puertas del cementerio. Aún estoy consternado: ¡cómo puede cambiar una vida en apenas segundos…!
El sacerdote, sin prestar atención a cuanto sucedía a su alrededor no ha dejado de rezar en ningún instante, agarrando con fuerza el rosario que se deslizaba entre sus manos como una sinuosa serpiente. Me ha mirado curioso, sabedor de que, al contrario que el difunto Glaser, yo sí dispongo de más información. Quizá por eso no se cohíbe. Al llegar al extremo oriental del camposanto, donde apenas si se sostienen tres viejas lápidas, los gitanos han empezado a quitar la vegetación seca que previamente alguien ha colocado, a la vez que entonaban una extraña canción. No sé cuál es su significado, pero parecía imbuirlos de la fuerza necesaria para continuar profanando una tierra, que, dicho sea de paso, alguien antes que ellos ya había removido.
He pensado que era el fuego el que provocaba el desconcertante efecto, pero no… La tierra ha empezado a saltar como si se encontrase sobre una olla a punto de estallar. Porque lo que allí se ubicaba en realidad eran unos tablones que ocultaban lo que había debajo. Los hombres han empezado a ponerse nerviosos, y el padre, saliendo de su extraño trance, ha gritado, alzando el crucifijo de su rosario a los cielos:
—¡Maleficos non patieris vivere! ¡Maleficos non patieris vivere!
Su voz ha sonado ronca, gutural, como si proviniese de los mismísimos infiernos. Los gitanos han quitado con facilidad las maderas y los hajduks de Gorschiz Hadnack han fijado su mirada en su interior, colocándose en posición de defensa. Y de repente… los profanadores han retirado las últimas maderas, las que tapaban el cuerpo, y éste ha aparecido tumbado, moviéndose compulsivamente con los ojos cerrados, como una enorme sanguijuela de la que fluía sangre por ojos, nariz y boca. El «muerto» ha emitido un grito ronco que se ha clavado como un puñal en el alma de los presentes, y los gitanos, sabiendo muy bien cómo actuar, lo han sujetado con largos palos para evitar que se levantase, mientras el padre Bruno, en pleno frenesí, no ha dejado de gritar esa frase en todo momento. Al menos hasta que se ha vuelto hacia mí y con un violento gesto de cabeza me ha invitado a que saliera del cementerio. Así lo he hecho. No se puede hacer frente a una turba, y he preferido no ver qué ingrato futuro le aguardaba al sepultado.
Un joven hajduk, farfullando una susurrante oración, ha salido conmigo. Los gritos eran insoportables, hasta que se ha hecho el silencio. La superstición ha hecho su trabajo; ahora ha de ser la conciencia la que haga el suyo… El muchacho me ha explicado que el hombre enterrado había fallecido dos semanas atrás, como casi todos, víctima de una enfermedad muy agresiva que provoca el envenenamiento paulatino de la sangre, por lo que quienes la padecen muestran síntomas de cansancio y su tez se vuelve cetrina, cadavérica. Se llamaba Dragan Zoran. Aseguran sus vecinos que al cabo de tres o cuatro días de haber sido enterrado se lo vio merodeando por las afueras de la población. Poco después fueron dos muchachas y un anciano quienes perecieron de la misma manera, y los habitantes de la región dirigieron su mirada hacia la sepultura de Zoran, convencidos de que era el causante de las nuevas muertes.
—Señor, yo he estado en las «purificaciones» de esas tres personas, y su fuerza, la agresividad, sus ansias de sangre… sólo se pueden explicar si aceptamos que el diablo es capaz de manejar nuestros cuerpos una vez difuntos como si fuésemos marionetas. Señor, me han adiestrado para no temer a nada y a pensar que la muerte nos rodea cada día, pero esto supera cualquier temor… —me ha dicho visiblemente nervioso.
Minutos después el padre Bruno, que manifiesta una extraña seguridad a la hora de localizar a las criaturas, como si supiese de antemano de quiénes se trata, encabezaba una comitiva que, ahora sí, se mostraba más relajada. El capitán Hadnack se ha detenido unos instantes y, con la misma frialdad que ayer, se ha dirigido a mí. Huele a sangre…
—Lo ve, doctor, hay cosas que su ciencia no puede explicar ni combatir. Y que sólo se eliminan con las herramientas que nos recomienda la tradición».
No he podido evitar un escalofrío. Ahora entiendo a mi buen Glaser. Al menos comprendo la dificultad que acarrea defender nuestros postulados médicos cuando lo que prima es la superstición, la fe y el fanatismo. Aunque quién sabe. Como asegura el capitán Hadnack quizá sean las únicas armas para alentar a la masa a no retirarse aterrorizada cuando se encuentran con algo tan horrendo. De no atisbar una enfermedad que se puede erradicar mediante la ciencia médica, es fácil caer en la tentación de pensar que lo que aquí sucede corresponde al manejo de unas fuerzas sobrenaturales, tan malignas que únicamente podemos defendernos de tanto salvajismo empleando un salvajismo mayor. Es evidente que un cadáver no puede volver a la vida, pero lo es aún más que un vivo no puede aguantar semanas bajo tierra.
Tiene que haber una explicación… Es mi deber evitar que los habitantes de esta tierra, llevados por un miedo irracional, sigan desenterrando cuerpos, profanando tumbas y mutilando cadáveres. Sí, he de evitar que, al contrario de lo que ha ocurrido con mi querido Glaser, la superstición venza a mi razón…