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Pudo dormir, mal, pero descansó, y la tensión del día anterior abandonó su cuerpo. Las turbulencias nocturnas lo desplazaron a uno y otro lado de la cama; las resacas cada vez le duraban más tiempo… Abrió los ojos y miró la techumbre, cubierta por la madera trabajada tiempo atrás en los bosques de Karlovy Vari, al norte del país. Ahora la carcoma hacía bien su trabajo, y cientos, miles de agujeritos se repartían por toda su superficie dando a la estancia una apariencia deliciosamente decadente.

Maurizio miró su reloj.

—¡Dios mío! Si son las cinco de la mañana… —se lamentó, adelantándose al cansancio que tendría llegada la tarde.

Sin embargo sus ojos parecían querer indagar en las sombras, porque entre esas sombras aparecía una y otra vez la expresión lasciva de su inesperado atacante nocturno. No podía dormir. Se revolvió dos veces en la cama; una tercera le confirmó que sus horas de sueño, al menos por hoy, eran suficientes.

Y entonces, protegido por el cálido abrazo de las gruesas sábanas, cogió los manuscritos que la noche anterior había dejado sobre la mesa de madera que había junto a la ventana de la vieja habitación, y siguiendo una secuencia cronológica, empezó a leer…

Diario de Johann Friedrich Glaser.

Silesia, 2 de febrero de 1731

Comienzo estas páginas una vez he llegado al que será mi destino en las próximas semanas, después de un viaje que pensé que no iba a terminar jamás. Estas regiones del este aún permanecen ancladas en un atraso evidente que se va haciendo más presente conforme los caminos por los que cabalgamos se van sumergiendo en las entrañas de sus cerrados bosques. Durante el trayecto, en una fonda, un rudo polaco de aspecto lechoso y que parece una montaña me ha servido un plato de grochówka, una especie de puré de guisantes muy espeso que a decir de mis compañeros de viaje es típico de determinadas provincias de Polonia. Poco después ha completado el menú con otro plato delicioso, al menos hasta que he sabido de qué se trataba; así de estúpidos somos los seres humanos. Se trata de ozór wołowy, una carne tan bien sazonada que no sabría decir si estaba salada, picante o agridulce. El mesonero ha confirmado mis temores: se trata de lengua de vaca guisada. Aun así le he pedido la receta. Quizá vaya siendo hora de disfrutar del juicio y aislar el prejuicio.

Conforme avanza la diligencia, la apariencia de los pueblos va cambiando; la belleza de nuestras tradicionales aldeas vienesas queda atrás, y las localidades que dejamos en el camino están revestidas de un aspecto primitivo, casi mezquino. Aquí la pobreza y las epidemias están causando estragos.

Si bien me he resistido a realizar el viaje, finalmente la insistencia de mi sobrino Sebastian, que ejerce de médico en la voivodia de Silesia desde hace cuatro años, me ha convencido de la necesidad de emprender el periplo hacia este rincón remoto de la vieja Europa, donde se están produciendo una serie de epidemias ante las cuales la medicina se muestra cautelosa, ya que de momento no parece poder erradicarlas.

He de reconocer que la curiosidad supera con creces a la sensación de inseguridad que se va apoderando de los occidentales que viajan junto a mí; sólo hay que atender a sus rostros para saber quiénes son nativos de la región hacia la que nos dirigimos y quiénes dejamos atrás las comodidades de los dominios de los Habsburgo, que Dios los tenga siempre en su mente. Porque conforme avanza el coche de caballos hacia las montañas, pese a que estas tierras también pertenecen a nuestra santa monarquía, aquí la superstición y la ciencia se mezclan en un remolino que gira salvaje desde hace siglos. No puedo dejar de pensar en la última misiva que me remitió mi apreciado Sebastian:

Querido tío:

Después de cuatro años conviviendo con las gentes de la Alta Silesia, no puedo negar que están haciendo mella en mis particulares creencias las propias de aquellos que semana tras semana, día tras día, se acercan hasta mi casa, da igual que el sol despierte o que la noche se cierre como la boca de un lobo; ellos precisan de alivio, y en las más de las ocasiones no se trata de alivio físico, sino espiritual. Tengo la sensación de estar transformando mi vocación científica médica, dejando paso al brujo tribal del que imagino deviene todo lo que somos. Te escribo para pedirte ayuda, porque sé que tus conocimientos son más extensos que los míos, y porque creo que en contadas ocasiones estoy perdiendo la cabeza, dando por buenos testimonios y certezas que en otro tiempo habría desechado al instante, cuando no derivado a la tan necesaria rama psiquiátrica de la medicina.

Tío Johann, las epidemias avanzan aunque son selectivas; no puedo explicar el porqué, pero el virus que las dirige es capaz de actuar con una audacia superlativa, seleccionando a los ancianos más frágiles o a las doncellas más lozanas. No parece distinguir de sexo, estado físico o estamento social; simplemente actúa, y cuando lo hace convierte a quien lo padece en un cadáver andante, en un cuerpo sin alma, despacio, mermando sus defensas al punto de que los enfermos padecen lo indecible y fenecen entre delirios, aterrorizados por las supuestas presencias que a decir de éstos causan sus males.

Sí, tío, son alucinaciones que creo parten del mal estado del centeno utilizado para hacer la masa de pan. Según mis pesquisas podría haberse visto parasitado por el hongo Claviceps purpurea, que como bien sabes es la causa de terribles alucinaciones y repentinas gangrenas; y sin embargo… El interés que nuestra santa Iglesia parece mostrar por los hechos que aquí se llevan produciendo desde hace meses, quién sabe si años, también me provoca cierto recelo. El trato que dan a los enfermos me ha causado más de un enfrentamiento. Estos hombres de fe no parecen atender a las enseñanzas de amor y piedad que nos legó Jesucristo, y tratan a mis pacientes con un desprecio salvaje. Castigados físicamente y sintiéndose abandonados espiritualmente, caen entre las atentas manos de la melancolía, que se los acaba llevando para siempre.

Querido tío, aguardo impaciente tu llegada. Creo que esta situación también está minando mis fuerzas.

Con devoción,

Sebastian…

En Katowice, a 7 de enero de 1731.

Ha transcurrido casi un mes desde que me escribió, y aún soy capaz de percibir su pulso acelerado y la falta de aire. Sebastian es un muchacho fornido, seguro de sus actos y profundamente creyente. Además, se ha hecho hombre y ha realizado el juramento hipocrático en nuestra gloriosa institución militar; ha sido preparado como médico, pero también como soldado. Por eso me resulta tan difícil entrar en su cabeza para por un instante percibir lo que siente, porque esta forma de actuar no es propia de él. Por eso, y no por otro motivo, he decidido emprender viaje a toda prisa…

Anochecer

Acabo de bajar del carruaje. Da la sensación de que el paso de occidente a oriente lo ha dejado aún más deteriorado. La oscuridad ha caído violenta sobre este profundo valle entre ásperas montañas. El paso de caravanas está tenuemente iluminado, vacío. Nadie más ha descendido, y nadie aguarda la llegada de ningún familiar, de ningún amigo, de ningún ser querido… Ni tan siquiera Sebastian ha venido a recibirme. Es extraño; estoy solo. En ocasiones el exceso de previsión está justificado; antes de partir apunté la dirección del remitente. Saldré al exterior, donde espero que haya algún coche de caballos que me acerque a la ciudad. Dejo de escribir, por ahora…

Maurizio suspiró profundamente. Levantó la mirada por unos instantes imaginando al doctor vienés llegando a la solitaria parada de fondas, en la que las maderas carcomidas sostenían una vieja techumbre y el desgastado reloj indicaba que, una vez más, el coche de caballos se había retrasado. Despacio, se levantó y cogió una botella de agua del mueble bar que había bajo la mesa. La abrió. Hacía tiempo que no disfrutaba de un trago prolongado y fresco. Volvió a suspirar y, ahora sí, acelerando el paso se tumbó nuevamente en la cama, cogió el manuscrito y continuó la lectura…

Katowice parece una ciudad bella. Sus calles, sus casas, sus murallas aún mantienen perfecta la estructura medieval que la hubo de convertir en una urbe levantada para defenderse de las constantes embestidas de los ejércitos turcos. Si éstos no pudieron doblegar sus piedras, el avance de la civilización tampoco lo hará… Por fin me he acomodado en casa de Sebastian. No es demasiado grande, pero sí al menos acogedora. Me ha abierto la puerta una mujer anciana bastante oronda vestida con el slask, el vestido tradicional de la región, gris en su parte superior y negro en la inferior, con una cinta a la altura del pecho con todos los colores imaginables. Parecía como si me esperara, pues amablemente me ha invitado a entrar y me ha ofrecido un té de cilantro. Sin embargo, no ha acertado a la hora de indicarme dónde se encuentra Sebastian; únicamente rehúye la conversación afirmando en un perfecto alemán que no entiende lo que le estoy diciendo.

Estoy preocupado. Han pasado tres horas desde que me instalé en esta vieja casa y aún no sé nada de mi sobrino. Una extraña sensación se está apoderando de mí; me atenaza el corazón y despierta un temor irracional, todavía no sé muy bien a qué. Dios quiera que se encuentre en perfecto estado. Sus últimas palabras evidenciaban que estaba siendo víctima de alucinaciones. Imagino, porque esta mujer apenas si me dirige la palabra salvo pare pedirme que me acomode una y otra vez, que habrá tenido que salir para atender alguna urgencia. Es comprensible suponer que los trayectos por esta región son difíciles y largos. Según he podido observar antes de llegar, una vez se abandona la ciudad hay una intersección en la que se alza un viejo crucero. De ahí parten caminos de montaña, junto a los cuales se mecen las maderas de viejos carteles indicadores, donde ni tan siquiera aparecen las distancias que se han de cubrir para llegar hasta el destino, posiblemente porque ni ellos mismos lo saben.

Cuando era más joven e imprudente pedí como primer destino las inhóspitas tierras de los Alpes, en el valle de Felbertauern. Allí los senderos de montaña permanecían anegados con la llegada de las nieves, y las pocas aldeas que se repartían por los montes quedaban al antojo de las enfermedades, porque por mucho que lo intenté, ni tan siquiera mi fiel caballo Grikan logró salvar los escollos que a veces nos pone la naturaleza…

He visto que Sebastian tiene un pequeño despacho a la entrada de la casa. Voy a bajar para ver si entre sus papeles hay alguna pista que me lleve a dar con el porqué de esta repentina «desaparición».

Más tarde

La mujer, al ver que entraba en el despacho me ha seguido, imagino que para comprobar que no hacía nada impropio. He logrado sacarle alguna información: por lo que le he entendido, pues únicamente comprende el idioma de los Habsburgo cuando resulta de su conveniencia, mi querido sobrino ha salido hace ya cuarenta y ocho horas. Al parecer vino en su busca un sacerdote del que no he logrado adivinar el nombre. Ella, por vez primera, ha mostrado cierta preocupación al ofrecerme estos vagos detalles. Además, he encontrado un informe sobre la mesa de Sebastian, escrito a mano, con algunas líneas destacadas en rojo, redactado por el célebre filósofo alemán Michaël Ranft hace apenas seis años. Se trata de una curiosa disertación titulada De Masticatione mortuorum in tumulus. He cogido parte de dicho informe para anexionarlo al diario de trabajo que ahora mismo me encuentro escribiendo, ya que todo me ha indicado que mi sobrino lo está estudiando en profundidad. Dice así:

Tras la muerte de un sujeto de nombre Pietro Plogojoviz diez semanas antes —el cual vivía en la ciudad de Kisolova en el distrito de Rahm—, y después de haber sido enterrado conforme a la costumbre de las gentes, se reveló que en la ciudad de Kisolova, en el transcurso de una semana, nueve personas, jóvenes y viejas, también habían fallecido tras sufrir una enfermedad de veinticuatro horas. Y habían manifestado públicamente, mientras aún estaban vivos, aunque en su lecho de muerte, que el arriba mencionado Plogojoviz, muerto diez semanas antes, les había visitado durante el sueño, cayendo encima de ellos y asfixiándolos, de tal modo que sabían que iban a expirar en breve.

Puesto que no podía hacerlos cambiar de opinión ni con buenas palabras ni con amenazas, he decidido acudir a la ciudad de Kisolova en compañía del patriarca ortodoxo de Gradisk y examinar el cuerpo de Plogojoviz, que estaba recién desenterrado. Encontré, para hacer honor a la verdad, que no despedía el hedor que es característico de los muertos, y que el cuerpo, exceptuando la nariz, que se había caído en parte, estaba completamente fresco. El cabello y la barba, e incluso las uñas, se habían desprendido, pero le habían crecido de nuevo; la piel vieja, que estaba blanquecina, se había desprendido y una nueva había surgido. La cara, las manos y los pies, así como el resto del cuerpo estaban tan bien conservados que no podían haber estado más completos ni en vida. No sin asombro observé que había sangre fresca en su boca, la cual, según el parecer de todos, había chupado de la gente a la que había dado muerte. En resumen, presentaba todos los síntomas que tienen estos seres, tal y como se ha mencionado más arriba. Después de que tanto yo como el sacerdote contempláramos aquel espectáculo, la gente fue pasando de la consternación a la furia, y rápidamente tomaron una estaca con la intención de atravesar con ella el cuerpo del difunto, y al traspasarle el corazón no sólo fue causa de que brotara mucha sangre fresca de sus orejas y boca; también de otras cosas demasiado salvajes que no mencionaré por respeto.

Había leído en varios escritos del padre benedictino Agustín Calmet que en estas tierras del este dichas supersticiones, aparentemente infantiles y sin ningún género de dudas potenciadas por el miedo del pueblo inculto, poseían más fuerza que la propia religión, pero jamás imaginé que llegase hasta este extremo. No entiendo muy bien por qué mi sobrino está estudiando estos sucesos, aunque imagino que su razón tendrá. De lo que estoy seguro es que va a ser una estancia muy interesante.

Dejo de escribir por unos instantes; alguien está golpeando con fuerza la puerta de la habitación.

Seguro que es Sebastian…