25

La ciudad de las siete colinas apareció a lo lejos. Maurizio cerró los ojos, intentando aislarse, buscando en sus registros mentales respuestas que no llegaban. Pero ahora, cuando apenas si quedaban unos minutos para arribar a la estación de Termini, únicamente aparecía el rostro de Donna, como un espectro en mitad de una nebulosa. Sin ser consciente de ello se había metido de lleno en una historia prestada, que no le correspondía. Y como tantas otras veces, era consciente de que el final sería trágico. Trágico en lo referente a su relación con ella, que ya estaba cansada de sus constantes devaneos, de sus huidas intempestivas, de su pasión secreta, tan cálido con su trabajo pero tan frío y distante con su persona.

Maurizio cogió el libro, los papeles y las fotografías y los introdujo de cualquier manera en su cartera negra. Ya tendría tiempo de analizar con minuciosidad la documentación que le había proporcionado el sacerdote; ahora debía planear la estrategia a seguir. Lo que le aguardaba en casa no se antojaba excesivamente bueno…

El convoy frenó paulatinamente y los pocos pasajeros, impacientes por salir los primeros, se pusieron en pie y a trompicones, mecidos por los bamboleos del vagón, empezaron a coger sus equipajes. Era algo que jamás había entendido: el tren no continuaba camino, y sin embargo la gente tenía necesidad de competir, al punto de dar rienda suelta a la mala educación; gritos, empujones y algún que otro enfrentamiento dialéctico… Él prefería esperar a que todos descendieran, y entonces, con calma, coger sus cosas y salir del vagón.

Atravesó la estación sin prisas. La temperatura había bajado en estos tres días al menos cuatro o cinco grados, por lo que se detuvo y se abrochó el abrigo. Disfrutaba del frío, de la noche… Salió a la calle y paró un taxi.

—Buenos días —saludó—. A la Via de San Giovanni…, al 62, por favor —dijo con seguridad.

Vivía en el centro de Roma, en un apartamento desde el cual podía ver cada día como el sol salía desde detrás del Coliseo y se ponía al otro lado del templo de Júpiter, en la ciudad antigua. Lo compró al poco de terminar la carrera, y pese al caos circulatorio, a los turistas y a las interminables noches de fiesta del fin de semana, era feliz. Los años no le habían hecho perder la bohemia que destilaba, tan propia de los lugares donde habitaban sus admirados arqueólogos de principios del siglo XX, con los que sin duda se sentía tremendamente identificado.

Minutos después el taxista dejaba escapar un exabrupto… Delante de él, un motocarro permanecía aparcado en doble fila, y su conductor no parecía tener excesiva prisa, ya que mantenía una animada conversación con el dueño de una tienda de alimentación y gesticulaba sin cesar.

—¡Vamos! Que no tenemos todo el día… —gritó, cada vez más enfadado.

El increpado lo miró, se encogió de hombros y le respondió irónico:

—Vale, vale… Si tenías tanta prisa haberte levantado antes.

El taxista, un hombre fornido y cubierto de pelo, suspiró profundamente y sacó la cabeza por la ventanilla tanto como pudo. Sus ojos parecían ascuas, y el enojo lo hacía respirar con dificultad. El hombrecillo del motocarro, enclenque y vivaracho, entendió el mensaje y sin demasiada prisa, mascullando algún improperio, montó en su vehículo y aceleró. Una nube negra salió del tubo de escape envolviendo el taxi. El hombretón tosió, aprovechando la tos para camuflar sus pensamientos.

Figlio de putana! Así nos va —dejó patente entre tos y tos.

Maurizio lo miró condescendiente, y tras darle la razón con un leve movimiento de cabeza, miró su reloj. Eran las tres de la tarde. Donna todavía no habría llegado. Con este pensamiento indicó al taxista que lo dejara al comienzo de la calle. Allí, desde hacía más de veinte años se encontraba la tienda de la señora Apolonia, una mujer con muchos inviernos a su espalda que tenía uno de los puestos de flores más bonitos de Roma. Ella misma las cultivaba en un vivero clandestino que había en el jardín de su vivienda. Pero el mimo con que las trataba, y la elegancia con que las presentaba, la habían convertido en una de las floristas más solicitadas de la ciudad.

Instantes después se encontraba frente a ella.

—Señora Apolonia, ¿cómo está…? —le preguntó con amabilidad.

Ella se dirigió a él con su habitual indiscreción.

—Hola, Maurizio… Bien, hijo, bien. Y tú qué, ya has vuelto a discutir con Donna, ¿verdad? La he visto estos días caminando sola, con cara de pocos amigos, y como tú no has asomado por aquí, me he imaginado que la habías vuelto a liar, golfo… —lo increpó, dejando entrever sus minúsculos dientes.

Aquella mujer en ocasiones era como una madre; en otras, como una suegra… Por eso le consentía lo que a otros les habría supuesto un serio problema. Además, era una fuente de información muy importante, especialmente para seguir los pasos de Donna.

—Es que he estado de viaje, ya sabe… Bueno, deme cinco rosas blancas, a ver si así se pone contenta —comentó, en cierto modo excusándose por la escapada de los últimos días.

La mujer lo miró entornando sus pequeños ojos negros.

—Anda, sinvergüenza. ¿Te crees que la vas a calmar con unas cuantas rosas? A tu mujer lo que le hace falta es calor. Tienes que dejarla satisfecha, que la pobre va vagando por ahí como un alma en pena. Cama, eso es lo que os hace falta a ambos, y no precisamente para descansar —afirmó, dejando escapar una sonora carcajada.

Quizá no le faltaba razón; no recordaba cuándo fue la última vez que se había acostado con Donna. No lo recordaba porque ese día llevaba demasiado alcohol en el cuerpo…

Aceptando la crítica, cogió las cinco rosas y sin preguntar el precio de las mismas le dio veinte euros. Unos metros más adelante estaba la entrada a su edificio, un viejo inmueble de ladrillo rojo que se ubicaba entre una trattoria aún más antigua y la taberna del «pastelero»; sucia, como siempre, y con una clientela aún menos lustrosa…

Abrió la puerta de hierro y ascendió los escalones. Al llegar al segundo piso dejó su equipaje en el suelo, las rosas sobre la maleta, y se dispuso a abrir la puerta. La gruesa hoja de madera crujió al desplazarse hacia dentro. La casa estaba en silencio. Maurizio recogió sus cosas y entró.

—Vaya por Dios, la luz ha vuelto a saltar… —murmuró mientras apretaba una y otra vez el interruptor.

Era extraño, como si Donna no hubiera pasado aquí los días que él había permanecido en Venecia. Atravesó el pasillo y entró en el salón. Las persianas estaban bajadas, tanto que no entraba la luz del exterior. A ciegas caminó hacia la ventana más grande de las tres que había y, agarrando la cinta, tiró con fuerza hasta que la persiana se situó en todo lo alto. La luz del mediodía se coló en la habitación, y él, sin saber muy bien qué estaba pasando, echó un vistazo atrás, comprobando sorprendido que la mesa aún permanecía puesta, tal y como la había dejado, aguardando la llegada de unos comensales que, al menos en esa ocasión, no coincidieron. Sí, todo parecía indicar que ella se había marchado tras leer la nota que le dejó. De eso no tenía ninguna duda, ya que el post-it, como un puzle de piezas abstractas, estaba sobre la mesa hecho pedacitos…

—Una más… —pensó.

Una ocasión más para sentirse culpable, para comprender que estaba destinado a quedarse solo el resto de su vida, para darse cuenta de que no sabía amar abiertamente más allá de su propia vida, de su propio trabajo… Sin pensarlo demasiado, se dejó caer sobre el mullido sofá granate y miró el mueble que, tiempo atrás, cuando todas las sensaciones eran nuevas, compraron juntos para colocar la televisión. Allí, varias botellas solitarias parecían reclamar su atención. Y se resistió, al menos durante los primeros minutos. Después comprendió que ésta era una ocasión demasiado dolorosa como para no quebrantar las reglas…

Una más…