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El tren cogió velocidad, y Maurizio, dejando sobre el asiento contiguo el libro de Zeman, se apresuró a sacar las gafas de su cartera. Tenía bastantes horas por delante, y un motivo más que sobrado para no perder el tiempo. La mano de la Iglesia era alargada, y el padre Luvoslav había logrado dar con el libro en apenas medio día, si es que no había sido él mismo quien lo retirara del Centro jornadas atrás. Prefería acogerse a la primera opción, dada la cordialidad de las últimas horas. Abrió las primeras páginas. Efectivamente era el libro del Centro, ya que en tonos azules aparecía grabado el sello del mismo, justo debajo de la dedicatoria.

—«A Johannes Flückinger, que entendió que para llegar a la verdad hay que partir del desconocimiento» —leyó en voz baja.

Pasó página. Allí, al comienzo del capítulo, le aguardaba la primera sorpresa…

Annuntio vobis gaudium magnum;

Habemus Papam:

Eminentissimum ac reverendissimum Dominum,

Dominum Beatus,

Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Peretti,

Qui sibi nomen imposuit Sixtum…

Tras leer las cinco líneas, Maurizio recordó por unos instantes la conversación con el sacerdote. «Fue un hombre santo, tanto como para lograr los más altos merecimientos».

Se lo había estado diciendo a la cara y él, incapaz de interpretar todos los mensajes que le había enviado el padre Luvoslav, no había caído en ello. ¡Felice Peretti era el nombre terrenal del papa Sixto V! El pulso le tembló. ¿Un papa que antes fue inquisidor y miembro de una siniestra sociedad secreta? ¿Un pontífice que podía estar detrás del misterioso enterramiento de Lazaretto Nuovo? Necesitaba saber más.

Al contrario de lo que Maurizio esperaba, aquella obra, dividida en dos partes, empezaba desarrollando la vida del papa desde el instante en el que fue elegido en santo cónclave. La segunda parte, «Peretti, el hombre», narraba distintos pasajes de su vida desde su nacimiento en la población italiana de Grottammare, el 13 de diciembre de 1520.

Maurizio, al ir pasando páginas, se percató de que faltaban muchas, de que habían sido arrancadas a conciencia. Y le molestó. Ése no era el trato al que había llegado con el sacerdote. No debía haber censura. No obstante, siguió leyendo. Con el paso de los años, en 1547 abrazó la doctrina de Cristo. No mucho después, el futuro papa destacó por su habilidad dialéctica, y fue enviado a Venecia como delegado del Santo Oficio. A pie de página había una nota, con un cuerpo de letra tan minúsculo que Maurizio tuvo que acercarse tanto que llamó la atención de dos muchachos que viajaban en la fila contigua.

—Debe de estar ciego —murmuraron.

Sin atender a las miradas curiosas del resto de pasajeros, hurgó en el interior de su cartera y, tras varios segundos, colocó sobre la mesa su cuaderno negro. Empezó a tomar notas.

El padre Peretti había sido enviado a Venecia en el año del Señor de 1557, como consejero mayor de la Inquisición. Allí destacó por ser un hombre severo a la hora de imponer la doctrina, y su fama fue tal que los propios venecianos reclamaron a la Santa Sede su deposición en 1560, tiempo en el que fue llevado nuevamente a Roma. En la ciudad de los canales, Peretti fue nombrado patriarca de la ciudad, cargo que representaba a la más alta autoridad eclesiástica, o lo que en otras poblaciones de importancia venía a ser el obispo. En esos años la situación en Venecia era desastrosa. La epidemia parecía imparable, y del este de Europa, cargados de extrañas creencias, llegaban clanes enteros de gitanos, huyendo de las razias que llevaban a cabo los otomanos. Peretti los acogió en Venecia, ciudad comercial que desde tiempos remotos veía pasear por sus calles y puertos a los hijos de culturas enfrentadas en otras partes del continente y que aquí convivían en una creciente armonía. Y él, que debía de ser hombre curioso, capaz de entender que la única forma de vencer al enemigo es conociéndolo, aprendió de las creencias, de las leyendas y de los mitos de los pueblos que se acercaban hasta su ecléctica Venecia.

Los apartados se iban sucediendo, algunos de ellos parcialmente mutilados, hasta que llegó a un epígrafe titulado «Las epidemias del este». Todas las páginas que hablaban de ello habían sido arrancadas. Maurizio frunció el ceño y adelantó la numeración, comprobando que eran ya demasiadas las que faltaban. En los primeros capítulos se hablaba de su estancia en Roma, previa a la aceptación del pescatorio

Y por fin llegó su momento: el 24 de abril de 1585 era elegido papa, el número 227 de la lista. A esas alturas de su vida era un hombre anciano, castigado por su propia vehemencia, por lo que apoyado en su bastón accedió al interior de la Capilla Sixtina intuyendo que había llegado su momento. No en vano el resto de purpurados veían en su persona a un hombre frágil, un pontífice de transición que permitiría poner orden en el seno de una Iglesia demasiado castigada por la corrupción y el desenfreno de sus miembros más ilustres. Y así, el cardenal decano se acercó al anciano obispo y le realizó la pregunta de rigor:

Acceptasne electionem de te canonice factam in Summum Pontificem

Peretti, cubierto de canas su cabello y visiblemente encorvado, aceptó la elección de los príncipes de la Iglesia. Acto seguido, la ceremonia continuó por los derroteros marcados.

Quo nomine vis vocari?

A lo que Felice Peretti respondió:

Vocabor Sixtum

En ese instante las pinturas de Miguel Ángel fueron testigos mudos de una reacción insólita. El Santo Padre se elevó de su sillón y arrojó el bastón al suelo. Los presentes se vieron sorprendidos por tanto vigor, del que hasta segundos antes no era más que un despojo humano cuyo final se atisbaba cerca. Sixto V acababa de coger las riendas de la cristiandad, y eran muchas las fuerzas que le hacían falta para llevar a cabo sus cometidos…

Maurizio apuntó la fecha de la elección del papa en su cuaderno, subrayando con fuerza el año. El tren atravesaba los verdes campos del interior del Veneto, y él, con el sol cada vez más alto, no dejaba de darle vueltas a una idea. Y es que si las fechas no estaban equivocadas, al menos las referentes al enterramiento de la fosa, Felice Peretti ordenó aquella matanza no como patriarca de Venecia, sino como papa de la cristiandad. Como si el ahora Santo Padre hubiera regresado a la ciudad donde había crecido espiritualmente buscando algo. Pero ¿el qué? Eran demasiadas las cosas que no cuadraban en este complicado puzle.

Intentando poner en orden sus pensamientos, rebuscó en la bolsa y extrajo de la misma varios papeles escritos a mano. En ellos se hablaba de manera somera del Consejo de los Diez y de la influencia que tuvieron en una época muy determinada en todas y cada una de las decisiones que se tomaban en la ciudad de Venecia. Maurizio leyó rápido. Estaba cansado; la tensión de estos últimos días lo estaba venciendo. Al llegar a las última líneas, el autor de las mismas hacía referencia a la marca de la sociedad, esa huella que, como firma de la justicia, quedaba grabada en cada uno de sus actos. El escritor no sabía muy bien cuál era el significado de aquellas letras, pero compartía la opinión de varios colegas respecto a que todo indicaba que eran dejadas por el prior del Consejo.

Maurizio recordó en ese instante al padre Luvoslav. La despedida había sido excesivamente ruidosa, pero su memoria fotográfica le permitía en esos instantes leer los labios del sacerdote, a la vez que recorría las últimas líneas manuscritas de aquel escribiente desconocido. El vello se erizó en su espinazo. No podía creerlo…

Caompsd…