Desde las alturas, la fría mirada de las estatuas de la basílica de San Marcos fijaban sus ojos sin vida sobre el solitario Maurizio. Despacio pero con caminar firme deambuló por la a esas horas solitaria plaza. El tumulto del mediodía había dado paso a la calma nocturna; una calma que provocaba cierta congoja. Al afrontar el último tramo, una voz delicada llamó su atención. Era la joven reportera…
—¡Doctor Roncalli! Espere… —dijo elevando el tono de voz.
Maurizio, sin poder evitar una expresión de sorpresa, se volvió y, en silencio, aguardó a que la muchacha llegara hasta la arcada bajo la cual ya se encontraba.
—Señorita Leone, ¿todavía por aquí? ¿Le ha quedado alguna duda? —le preguntó, dejando escapar un suspiro cargado de ironía.
La chica, levantando el rostro, lo miró fijamente, y sin atender aparentemente a su pretendido intento de mala educación, empezó a hablar:
—Doctor, tengo la sensación de que me he pasado con usted, y me gustaría corresponder a su buena educación a la hora de no evitarme al final de nuestro… «viaje». ¿Le apetece tomar una copa? Lo invito, claro… —aseguró, agachando levemente la cabeza.
Pero Maurizio era desconfiado, y esa desconfianza lo había salvado de más de una situación comprometida. Aquella chica, que empezaba a dar sus primeros pasos en esa profesión de hienas que era el periodismo, seguro que quería dar el salto desde diez metros, ofreciendo a sus lectores, y sobre todo a sus jefes, una suculenta exclusiva. No lo conocía…
—Señorita Leone, agradezco su oferta, pero si pretende que hablemos de mi colega Casalli y de su desgraciada muerte lo lleva usted claro. Si es eso lo que pretende, me parece de muy mal gusto —terminó, dando por entendido que ahí se acababa la conversación.
Pero ella, desatendiendo sus palabras, dio un paso más rebasando la línea de la cortesía, y cogiendo con dulzura su mano derecha, volvió a la carga. Tras él, la luz de la farola parpadeaba levemente, hasta que se apagó definitivamente.
—Por favor… sólo quiero ser agradecida.
Era la primera vez en estos intensos días que Maurizio tenía la sensación de que alguien estaba siendo sincero con él. Además, a esas horas poco era lo que tenía que hacer, y aquella guapa muchacha le ofrecía algo que en esos instantes deseaba con fuerza: compañía. Así, sin soltar su mano se perdieron por el laberinto de callejas que serpenteaban tras la plaza, hasta que ella se detuvo, y con sonrisa cómplice señaló una puerta tenuemente iluminada. Desde el interior se insinuaba una música suave, cargada de nostalgia. Daniela golpeó la puerta de madera.
—Es un club de amigos. Cómo decirlo… de ésos de los que si no te conocen no te dejan entrar, ya sabes… —afirmó mostrando su extraordinariamente blanca dentadura y tuteándolo por primera vez.
Maurizio se percató rápido. En sus años jóvenes había sido un depredador, y conocía a la perfección las señales corporales que enviaba el sexo opuesto cuando de rondar se trataba. La correspondió sonriendo. La situación le empezaba a resultar divertida.
Segundos después, desde el interior se abrió una pequeña portezuela a la altura de los ojos.
—Sí, ¿quién es? —preguntó un desconocido con marcada desconfianza.
—Alexandro, soy Daniela. Vengo con un amigo —se apresuró a decir.
La portezuela se cerró dejando en el ambiente el eco de un sonoro portazo. Segundos después, el desconocido manipuló la llave y la puerta se abrió con un penetrante chirrido. La chica se abalanzó sobre él y lo abrazó. No era la primera vez que se veían.
—¿Qué tal estás, preciosa? Cuanto tiempo… —se apresuró a decir aquel extraño de pelo lacio, barba de tres días, ojos oscuros y sudoroso cuerpo de gimnasio.
Ella lo miró sonriendo, y rápidamente se volvió para presentar a su acompañante.
—Alex, éste es el doctor Roncalli. Esta tarde nos ha estado presentado el descubrimiento de la isla, y como ya sabes que soy muy impertinente, he decidido invitarlo a tomar una copa… —explicó.
El hombre sonrió malicioso tras saludar a Maurizio, y sin mediar más conversación los invitó a entrar. El local, al que se accedía bajando unas escaleras de caracol aún peor iluminadas que la entrada, era sórdido. Ya en la sala principal, el olor a humo concentrado, a humedad y a suciedad lo inundaba todo. Se encontraba incómodo; se estaba arrepintiendo de haber acompañado a una joven a la que por otro lado no conocía, y lo poco que había sabido de ella esa misma tarde no le había gustado. Frente a la barra, de madera pintada de negro y rojo, se situaban anárquicamente varios sillones del mismo color. La luz aquí también escaseaba, y la música, demasiado alta, era vomitada por unos altavoces que seguro que pasaron por tiempos mejores. Pero Daniela parecía sentirse como pez en el agua. Al otro lado de la barra, donde la oscuridad no permitía ver la falta de decoración, cinco o seis muchachos mantenían una animada conversación que se mezclaba con la desagradable distorsión de una notas musicales excesivamente altas.
Alexandro se incorporó al grupo, que sin disimular su curiosidad, observaban al recién llegado. Daniela se adelantó una vez más…
—No te preocupes. No están acostumbrados a ver caras nuevas por aquí. Vamos a sentarnos. Ángelo no tardará en atendernos… —afirmó, dando por hecho que Maurizio sabía que el tal Ángelo era el camarero.
Él, preso de una extraña sensación, como si fuera consciente de que la chica estaba ejerciendo un misterioso hipnotismo sobre sus facultades, la siguió como un cordero. Ella ya no tenía la expresión cándida de horas antes. Parecía una «cazadora» dispuesta a posar sus garras sobre su apetecible pieza.
Tomaron asiento, y segundos después, surgido de la oscuridad, apareció un hombre encorvado, de pelo largo y mirada estrábica. Debía de tener veinticinco, treinta años como mucho, pero parecía mayor que el propio Maurizio. Con voz profunda se dirigió a ambos:
—¿Qué vais a tomar? —preguntó.
Daniela, con inesperada seguridad, se apresuró a contestar.
—Dos voditxkas, por favor. —Lo miró—. Es una bebida típica del este de Europa. Hay que tener cuidado porque ha sido destilada entre semillas de cannabis. Pero eso le da un sabor muy rico. Además, es divertido, ¿no crees? Ya te dije que te invitaba yo, así que no te puedes negar —declaró.
Cómo explicar que desde hacía meses intentaba combatir la ansiedad que le provocaba la mera contemplación de una botella. Pero, qué demonios, estaba demasiado tenso. Habían sido días de muchas emociones, y casi ninguna buena. Un trago no le haría mal alguno. El pensamiento lo satisfizo y esbozo una amplia sonrisa. Ángelo regresó con una sucia bandeja y dejó dos grandes copas sobre la mesa. Le costó distinguir el color del líquido, pero no el olor, que en apenas milésimas de segundo ya se había colado en su interior, alcanzado la pituitaria amarilla, el lugar donde todas las sensaciones olfativas se amplifican. Raudo, acercó los labios a la copa y dio un profundo trago. Notó como el líquido recorría cada rincón de su ser y sintió un leve mareo. Había sido demasiado brusco.
Ella lo «escaneó» nuevamente, satisfecha por el efecto que había causado en su acompañante dicha elección. Pero era sólo el comienzo…
Una hora después no era capaz de controlar sus actos. Sin embargo, ella parecía estar extraordinariamente serena. Por vez primera sintió que se iba a desplomar sobre la mesa, y la idea no le gustó. Intentó sobreponerse, pero ya poco podía hacer. Daniela lo miraba atentamente, con un oscuro brillo asomando a sus pupilas. Sabía muy bien lo que hacía; en realidad estaba todo perfectamente calculado. Al fondo, sumidos entre el humo de los cigarrillos y la estridencia musical, los hombres callaban, esperando el momento. Y él, en esos instantes, no era consciente. Simplemente se abandonaba al placer de las sensaciones que le provocaba el alcohol. Antes de cerrar los ojos pudo observar que alguien más descendía por la escalera; en realidad eran dos. Instantes después entraban en el local. El primero, un hombre similar a aquel que los había recibido, posiblemente un hermano gemelo, pero completamente vestido de negro. Detrás, con el rostro cubierto con una máscara de carnaval, aparentemente lo acompañaba otro hombre; o más bien era arrastrado por el primero, que con violencia dirigía sus pasos como si el otro estuviera ciego. Ironías de la vida: lo último que veía su conciencia era a un tipo aparentemente ciego…
Se desplomó, y ella, con una agilidad inusitada, se levantó y le colocó la mano derecha sobre el cuello. Sin dudarlo, se dirigió a los presentes.
—¡Mételo en el sótano! —exclamó al recién llegado, en clara alusión a su misterioso acompañante—. Apenas tenemos una hora —continuó—. Traed las gomas, las jeringuillas y los botes. Hay que extraer muestras de sangre y después llevarlo al hotel. El pobre imbécil no parece conocer ni su propia historia. Si se confirma…, su madre, él… habría controlado el gen sin saberlo —finalizó.
Necesitaba concentrarse para ponerse manos a la obra. Había poco tiempo que perder…