21

Vayan descendiendo con cuidado, por favor. El muelle está viejo pero es seguro. Más rápido, por favor, tenemos que regresar antes de que se haga de noche —advertía el padre Luvoslav, ante la atenta mirada de los presentes, que obedeciendo como los escolares en un día de excursión, iban uno a uno bajando de las dos lanchas.

Maurizio aguardó a que estuviese en tierra firme su enorme compañero de travesía, que a punto estuvo de caer a las sucias aguas cuando desestabilizó el equilibrio de la motora con el balanceo que provocaba su peso. Unos metros más adelante, en mitad del sendero que se perdía hacia el interior de la isla, los aguardaba una joven con un cuaderno entre sus manos, abierto y con varias anotaciones. La chica iba vestida con unos pantalones claros de campaña, y del bolsillo derecho de su camisa marrón despuntaban los capuchones de cuatro bolígrafos, cada uno de un color. Era evidente que se trataba de una arqueóloga, y por la pulcritud de su indumentaria, de una estudiante en prácticas. El viento mecía su cabello, haciendo que la muchacha, en un gesto instintivo, lo retirase una y otra vez de entre sus ojos. Respiró profundamente, venciendo el miedo escénico, y empezó a hablar:

—Señoras y señores, bienvenidos a la isla de Lazaretto Nuovo. Mi nombre es Beatrize Forgione. Soy arqueóloga junior y una de los tres ayudantes del profesor Toscanelli. Los acompañaré hasta el lugar de las excavaciones, y al final de la presentación les daré un dossier de prensa donde incluimos fotografías y los datos obtenidos hasta la fecha en el sitio arqueológico. Y ahora, si no tienen nada que preguntar, les agradecería que me acompañaran.

Nadie abrió la boca. Había ansiedad por llegar al punto exacto del hallazgo. La joven, ante la falta de preguntas, se volvió y comenzó a caminar. Los invitados, uno detrás de otro, siguieron a la muchacha a través del estrecho sendero. Al cabo de unos minutos aparecieron frente a ellos las ruinas de la iglesia de San Marcelo, revestidas en su parte inferior de musgo húmedo. Daba la sensación de que en cualquier momento los muros que conformaban su estructura sin techado se iban a precipitar contra el suelo. La arqueóloga, sin dejar de caminar, intentó mitigar los temores de los periodistas.

—No se preocupen. Seguramente se caerá, pero no será hoy. Sus paredes aún se mantienen firmes, y sus cimientos, que los tiene, son enormes —afirmó al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

Más adelante se adivinaba la blanca lona que cubría el yacimiento. Los presentes aceleraron el paso a la vez que un murmullo, como el zumbido de un enjambre, se empezaba a adueñar del entorno. Beatrize se aproximó hasta la entrada de la carpa, y tras retirar el plástico que la cubría, invitó a los periodistas a que accediesen a su interior. Maurizio entró en último lugar, cerrando así la larga fila.

—¡Bienvenidos al sitio arqueológico Fénix 5! —gritó Toscanelli desde el otro extremo de la fosa, atrayendo al instante la atención de los profesionales. El veterano profesor se mostraba eufórico: era su momento.

El lugar había cambiado respecto a su visita anterior. La desvencijada mesa sobre la que Toscanelli solía disfrutar toqueteando sus miserias estaba sorprendentemente ordenada, y encima de la misma había un recipiente rectangular de gran tamaño cubierto por un paño de color granate. Además, había sido trasladada de posición, y ubicada sobre una plataforma de madera que no permitía ni tan siquiera adivinar que bajo la misma se hallaba la entrada a las galerías, donde fue hallada la vampira. Detrás, sobre una gran pizarra, aparecían varias anotaciones realizadas con un rotulador negro, seguramente mediciones, propósitos y alguna fecha. Todo dispuesto para inmortalizar el momento; todo perfecto para una extraordinaria fotografía.

El arqueólogo llamó la atención de sus colaboradores con la mano derecha y les pidió que se situaran a su lado. Frente al improvisado «escenario» habían colocado varios tablones sostenidos sobre pequeños andamios que en parte ocultaban los restos de la fosa que se encontraba bajo ellos. La intención era crear un espacio más o menos cómodo para que los periodistas, de pie, pudiesen atender a sus explicaciones. Sentados, no tendrían prisa por marchar…

Maurizio dudó, permaneciendo por unos instantes junto al nutrido grupo. Toscanelli, con un gesto sutil de cabeza le indicó que debía acudir también junto a él. Apartando con educación a los profesionales que le cerraban el paso se encaminó hacia la posición que ocupaba el equipo de arqueólogos, dos muchachos que habían entrado segundos antes y Beatrize. El padre Luvoslav permanecía impasible junto al profesor, como una aparición que se hubiera manifestado de repente. Todo estaba dispuesto; y se hizo el silencio. El director del proyecto titubeó…

—Como ustedes mismos han publicado en sus respectivos medios, en las últimas semanas hemos estado desenterrando los cadáveres de la fosa que hay bajo nuestros pies, en el convencimiento de que se trataba de un grupo de apestados que inexplicablemente no fueron quemados, como por otro lado acostumbraban las autoridades a ordenar en un momento que aún no hemos logrado determinar, pero que casi con toda seguridad nos llevaría al último tramo del siglo XVI. Entre los cuerpos encontramos uno que nos llamó especialmente la atención. El esqueleto se encontraba en un avanzadísimo estado de deterioro, con muchas de las extremidades reducidas a cenizas, pero el cráneo permanecía excepcionalmente bien conservado. Los estudios preliminares llevados a cabo por nuestra querida y tristemente desaparecida compañera, la doctora Hécate Casalli, determinaron que se trataba de una mujer de unos cincuenta años de edad. Así al menos arrojaba el análisis pormenorizado de su dentadura.

Hizo un parada y lentamente tomó un trago de agua. A Toscanelli le gustaba el efecto, hacer de la presentación de todo descubrimiento un show. Ésa, entendía, era la única manera de que esta banda de plumillas codiciosos prestaran atención. Y era consciente de que los primeros cinco minutos eran capitales para mantener intacta la atención del grupo. Dejó el vaso sobre la mesa y continuó, mientras, a su lado, los tres jóvenes arqueólogos miraban a un punto indeterminado de la carpa en actitud marcial, como si se tratase del ejército privado encargado de proteger el lugar.

—La sorpresa —siguió diciendo— llegó cuando, tras limpiar las escorias que cubrían el cuerpo, observamos que en el interior de la boca de la mujer había un ladrillo de gran tamaño que no formaba parte de un desafortunado derrumbe, sino que, a la vista de cómo había sido desencajada la mandíbula, quienes lo colocaron ahí lo hicieron con la intención de que entrase hasta tocar la tráquea, destrozando a su paso el hioides, el cartílago del tiroides y la propia tráquea. El hecho de que algunas piezas dentales estuviesen partidas nos ha llevado a pensar que el ladrillo fue colocado cuando la mujer aún se encontraba con vida, por lo que el martirio que sufrió antes del deceso tuvo que ser espantoso. Seguramente murió víctima de la asfixia que le provocó la rotura de la tráquea. Ésta es, grosso modo, la secuencia del hallazgo, y ésta es la cabeza de aquélla a quien ustedes llaman… ¡la vampira! —proclamó, aumentando ostensiblemente el tono de voz para añadir más dramatismo al momento mientras levantaba el paño granate ante la atenta mirada de todos y cada uno de los asistentes.

Un rumor sordo se hizo con la carpa. Los reporteros gráficos empezaron a tomar fotografías, los redactores a escribir a toda prisa mientras una y otra vez levantaban la mirada para observar con más detalle la pequeña urna que había quedado al descubierto. Y el gigante de Canalazzo Televisión ponía su ojo derecho en el visor de la cámara, quejándose amargamente porque los brillos de los flashes no le permitían enfocar lo que había en el interior de la caja de cristal. Pero estaba allí, colocada de perfil para que quienes se apostaban frente a ella pudiesen palpar la tensión, el horror en esencia que transmitía aquel cráneo, aún con el color de la tierra húmeda y con el inmenso ladrillo entre sus fauces. Era dantesco… Tanta brutalidad, ¿para qué?

Maurizio la miró nuevamente, ahora con la iluminación de la carpa permitiendo que todos los detalles saliesen a relucir. Y sintió un leve desvanecimiento: era incapaz de enfrentarse a aquella desagradable imagen.

—Profesor —gritó una reportera que se encontraba en la primera fila—, ¿podrían juntarse los cinco para tomar unas instantáneas junto al cráneo? —preguntó mientras se colocaba la cámara frente a la cara.

Toscanelli miró a un lado y a otro y pidió a sus acompañantes que se acercasen algo más a él. Todos sonreían tímidamente; todos sabían que aquel momento era importante, por lo que no se podía perder ni un ápice de solemnidad a la hora de presentar el hallazgo. De sus palabras saldrían las informaciones que al día siguiente emitirían los diferentes medios allí congregados. El profesor, pasados unos minutos, volvió a tomar las riendas de la situación. El tic del ojo izquierdo del padre Luvoslav se había calmado; ni tan siquiera parpadeaba…

—Bien, si no les importa, retírense unos metros. Si lo desean, tenemos veinte minutos para responder a sus preguntas. Mi equipo y yo estaremos encantados de atenderlos —aseguró colocándose las gafas, que con el ajetreo se habían deslizado nariz abajo.

—Sí, profesor. Vito Monti, de Il Gazzettino. ¿Por qué introdujeron un ladrillo en la boca de la mujer? ¿Un ritual satánico, quizá? —preguntó, dejando patente que su conocimiento del tema era nulo.

El veterano arqueólogo tomó la palabra.

—Si no le importa, le contestará nuestro asesor, el doctor Maurizio Roncalli, uno de los expertos más destacados en nuestro país en todo lo referente a la arqueología medieval y posmedieval.

Maurizio avanzó unos centímetros y tragó saliva para aclarar la voz. En ese instante cruzó sus ojos con los de su mentor, pidiendo la venia, y con su habitual asepsia, inició su discurso.

—Me gustaría aclarar de una vez por todas que aquí no se ha llevado a cabo ningún ritual satánico ni nada por el estilo. Lo que en otro tiempo sucedió en este lugar fue el resultado de llevar al límite las creencias, de no distinguir dónde terminaba la razón, y dónde daba comienzo la superstición. Han de pensar que el siglo al que estamos haciendo referencia, a pesar de haber entrado en el período posmedieval, fue, posiblemente, uno de los más oscuros de la historia reciente de la humanidad; más aún que la Alta Edad Media, que ya tuvo lo suyo. Hoy en día hablamos de pandemias con demasiada facilidad. Cuando varios centenares de personas fallecen a causa de la gripe saltan todas las alarmas, y la OMS inicia los protocolos de actuación para estos casos, logrando erradicar así el mal a tiempo. Pero en aquella época, una pandemia como fue la peste que asoló medio mundo, acabó con la vida de cincuenta millones de personas; veinticinco millones en el Viejo Continente y otros veinticinco en Asia.

»La expansión de la enfermedad fue tan vertiginosa y sus consecuencias tan devastadoras que la superstición hizo acto de presencia, y muchos creyeron ver la mano del mismísimo Satanás detrás de tanta muerte. Y como uno no puede acometer solo una empresa tan descomunal, por muy demonio que se sea, sus sicarios se encargaron de extender el mal a diestro y siniestro. De este modo fueron muchos los hombres y las mujeres a los que se ajustició acusados de ejercer la brujería, ya que se pensaba que transmitían la enfermedad. El ladrillo no era más que un elemento usado, según la creencia, para que el alma del hechicero no regresase al cuerpo y éste despertase de nuevo, dándose al macabro ejercicio de continuar expandiendo la enfermedad.

Carraspeó. El ambiente se estaba cargando de polvo y un desagradable picor empezaba a apoderarse de su garganta.

—¡Ya…! —exclamó con displicencia el periodista—. Entonces, ¿por qué hablaron al principio de vampiros, de rituales exorcistas y cosas parecidas? Creo que fue el profesor Toscanelli el que hizo unas declaraciones a este respecto…

Maurizio no flaqueó.

—Bueno, ha de pensar que son muchas las culturas de nuestro pasado, algunas tan sumamente avanzadas como los mayas o los egipcios, que también llevaron a cabo ceremonias de este tipo como una manera de acabar con el acoso de esas criaturas que generalmente habitaban en sus miedos ancestrales. ¿Qué más da, llegado el caso, calificar a nuestra protagonista de vampira, hechicera o bruja…? La creencia en el siglo XVI es que encarnaban el mal absoluto, y para eso había que emplear antiguos remedios, fueran éstos exorcismos, empalamientos o, como es el caso, la tortura —finalizó, esperando que el insolente periodista se diera por satisfecho.

La chica que minutos antes los había fotografiado alzó la mano, y sin esperar permiso alguno comenzó a hablar:

—Señor Roncalli, ¿hay alguna maldición, no sé…, algún papel, alguna piedra, alguna tablilla en la tumba con algo que le haya llevado a pensar en esa posibilidad? La muerte de la doctora Casalli ha sido muy extraña, ¿no le parece? Es como la maldición de Tutankamón… —afirmó con cierta ingenuidad.

Maurizio agachó la cabeza. Durante unos segundos respiró profundamente. Y entonces, con la misma frialdad de instantes antes, se dirigió a la joven.

—Le importa identificarse —preguntó con dureza, en un intento por distraer la atención de los presentes sobre la figura de Hécate.

La muchacha se puso nerviosa, y metiendo la mano izquierda en su bolso, rastreó de manera compulsiva en el interior, hasta que logró sacar una tarjeta plastificada que mostró a los presentes…

—Daniela Leone, de Il Messaggero Veneto… —declaró, ahora sí con seguridad.

Maurizio la miró y asintió.

—Señorita Leone, ya que hace alusión a la «maldición» del faraón, permítame que le diga que no hay ningún misterio detrás de ésta, ni de otras supuestas maldiciones. Los estudios recientes han confirmado que en determinadas tumbas que no han estado expuestas a contaminantes externos se podrían mantener durante siglos, incluso milenios, bacterias patógenas del género staphylococcus, o mohos como el aspergillus niger y flavus, que podrían ser mortales en el supuesto de que atacasen a personas con el sistema inmunológico ya de por sí debilitado. En el caso que nos ocupa, hablar de maldición es simplemente una frivolidad. No, ni se han encontrado tablillas, ni piedras, ni pergaminos con maldición alguna. Intentar asociar este extremo a la desafortunada muerte de mi colega, la doctora Casalli, es una manera desgraciada de vender más periódicos o de aumentar las audiencias. Sin más…

Tras sus últimas palabras un nuevo murmullo lo inundó todo. Era evidente que había molestado a los presentes, pero no estaba dispuesto a permitir que se publicase ni una línea más defendiendo barbaridades de ese calibre. El padre Luvoslav abandonó su envaramiento y lo miró satisfecho. No había duda: el sacerdote estaba oyendo lo que deseaba oír.

—Pero doctor —volvió a la carga la frágil muchacha—, no me negará que su colega Casalli ha muerto de una manera poco ortodoxa…

—Se cayó por un puente. Es todo lo que puedo decir… —concluyó Maurizio, visiblemente molesto.

Aquella caterva de indeseables no estaban dispuestos a dejar un cabo sin atar; sabía que iban a intentar despedazarlo. La historia daba para eso y para mucho más…

—Sí, hay quien afirma que borracha, y según los testimonios que he podido recabar en las cercanías del último lugar donde fue vista, estaba visiblemente nerviosa. Más que andar parecía correr… —afirmó la periodista, intentando entablar un careo que ya no era del agrado del arqueólogo.

El padre Luvoslav dio un paso al frente.

—Señorita Leone, por respeto a la memoria de la doctora Casalli creo que debemos dejar a un lado este asunto, del que además únicamente pueden ofrecer más datos los miembros de la policía que se encuentran investigándolo. Le recuerdo que es la misma policía la que ha descartado cualquier posibilidad que no sea una muerte… accidental. Por favor, más preguntas referentes al tema que nos ocupa… —finalizó el sacerdote, cortando de un plumazo la intervención de la joven con una frialdad que sobrecogió a los presentes.

Fueron diez minutos, quizá quince más de preguntas banales y de respuestas cargadas de retórica, donde quedó patente que éste era un descubrimiento científico procedente de una época cargada de supersticiones. Sin más… La presentación llegó a su fin, pero antes de partir hacia las lanchas, el descomunal reportero con el que apenas una hora antes Maurizio había entablado una cordial relación, decidió saciar su curiosidad. Había permanecido parapetado tras su cámara, en silencio, hasta ese instante…

—Ehh, señor Roncalli… o usted mismo, padre… En realidad me da igual quién me conteste, pero si se trataba de simples apestados que transmitían la enfermedad, y esa situación se quiso controlar metiéndoles un «ladrillazo» en la boca, ¿por qué fueron enterrados en suelo sagrado? ¿Quiénes eran para merecer esa condición? ¿Y si eran brujas o vampiros de verdad y éste era el único remedio para que no se volvieran a levantar…?

Las palabras del muchacho retumbaron en toda la carpa, no por su eco sino por su contenido. Porque fueran quienes fuesen los cuerpos que allí yacían, pertenecían a gente muy destacada de su tiempo, o a personajes a los que se temía sobre todas las cosas… «Aunque existen otras posibilidades», pensó Maurizio.

Toscanelli rompió el silencio en el que se habían sumido todos tras la inesperada reflexión.

—Ese extremo lo estamos investigando. Cuando tengamos más datos se lo haremos saber.

Y así, tras tapar nuevamente la urna en la que se encontraba el cráneo con el paño granate, dio por finalizada la presentación. Los periodistas, uno a uno, se encaminaron hacia la salida. Allí, Beatrize los aguardaba para conducirlos hasta el muelle. Había empezado a oscurecer y el lugar se volvía sombrío por momentos. En el exterior las luces que iluminaban tenuemente la vieja iglesia creaban formas que bailaban al son del viento. Los periodistas, en realidad todos, aceleraron el paso. A lo lejos, al final del sendero, se atisbaban las luces del pequeño muelle. Los pilotos los estaban esperando para partir hacia Venecia. Nadie decía nada; todos tenían en la cabeza la imagen de la vampira y el recuerdo de la última pregunta. Las respuestas a estas horas y en este entorno no surgían como el más tranquilizante de los pensamientos.

En apenas tres minutos las lanchas se llenaron. Con la noche ya como desasosegante compañera llegaron a la ciudad. La luz les devolvió la calma. Los periodistas abandonaron las embarcaciones, y unos con más amabilidad que otros se fueron despidiendo del equipo de arqueólogos y del distante representante de la Iglesia. Maurizio volvió a quedar el último, detrás de la muchacha de Il Messaggero, que, cámara en mano y con una enorme bolsa con equipo fotográfico a la espalda, no era capaz de retomar el equilibrio oportuno para subir los altos escalones del muelle. Le dio la sensación de que se iba a partir por la mitad, así que, olvidando su breve encontronazo anterior, aunque éste estuviese cargado de insolencia, saltó a tierra firme y, una vez allí, le tendió la mano. Sonrió agradecida y aceptó la oferta. Segundos después ya se encontraba a salvo.

—Muchas gracias, doctor. Lamento si en algún momento le ha molestado alguna de mis preguntas. No era mi deseo ser inoportuna, ni mucho menos… —aseguró.

Parecía sincera, por lo que él, resoplando levemente mientras su rostro esbozaba algo parecido a una sonrisa, aceptó la disculpa, si es que acaso se trataba de eso.

—No se preocupe. Es normal que tenga curiosidad por ciertos aspectos de este descubrimiento, aunque no estén directamente relacionados con el hallazgo de la fosa. Usted hace su trabajo y yo intento hacer el mío…

La muchacha asintió y cogió su cámara.

—Aguarde un instante, serán tan sólo diez segundos… —afirmó, ahora algo más nerviosa.

Él permaneció mirándola brevemente mientras ella se afanaba en pulsar una y otra vez los botones que había en la parte trasera de su cámara. Hasta que…

—¡Ya está! —exclamó justo antes de que un sonido agudo comenzara a surgir del interior del aparato—. Es una cámara sencilla, pero al menos me permite imprimir algunas instantáneas cuando me resulta necesario, y en el momento.

Del lateral izquierdo apareció, poco a poco y acompasada con el sonido del motor de la impresora interna, una fotografía. Cuando el ruido cesó, ella cogió el papel por un extremo y tiró con fuerza, obteniendo una instantánea perfectamente rectangular.

—Aquí tiene, un recuerdo de la jornada en la que anunció su descubrimiento; y, bueno, una forma de que se quede con buen sabor de boca. Los periodistas no somos tan malos… —finalizó, ofreciéndole la instantánea que tenía entre sus manos.

En ella aparecían los tres jóvenes arqueólogos en prácticas, el profesor Toscanelli, sin duda orgulloso, él, con la mirada perdida, y el cráneo con el ladrillo en primer plano… Sin duda era un momento importante, porque la noticia del hallazgo al día siguiente les haría estar en la primera plana de todos los medios.

La guardó en su cartera y se despidió de la joven. Unos metros más adelante lo esperaban Toscanelli y el sacerdote, conversando animadamente con… ¡Sí, era el detestable inspector Faccini!

—Doctor, ¿cómo es que está usted todavía por aquí? Lo hacía en Roma —dijo con todo el sarcasmo que fue capaz de vomitar.

Pero aquel día el padre Luvoslav había decidido actuar como su ángel de la guarda, y antes de que reaccionara se abalanzó sobre el policía.

—Inspector, el doctor Roncalli ha permanecido en Venecia porque se lo hemos pedido, para que participara en la presentación del hallazgo de la fosa y, sobre todo, para que con la exposición de sus conocimientos terminara de una vez con los rumores que circulan por la ciudad. Su contribución ha sido importantísima… —afirmó, atravesando con sus profundos ojos verdes al rudo policía.

—Ya… ¿y qué le ha entregado la jovencita? ¿Un recuerdo? —ironizó.

Maurizio se agachó, abrió la cartera y extrajo la fotografía. Faccini volvió a la carga.

—Ah, una foto. La pondrá en un lugar relevante, sin duda. Seguro que le trae muchos recuerdos…

Aquel hombre lograba superar con cada comentario sus particulares cotas de podredumbre. Era asqueroso, pero no estaba dispuesto a entrar en su juego. Al menos en esos momentos.

—Sí, claro. La colocaré en la cómoda de mi habitación, donde tengo las fotos que me traen buenos recuerdos, para intentar repetirlos, y por supuesto aquellas que no despiertan más que malas sensaciones, para evitarlas si es que vuelven a manifestarse, en la medida de lo posible. Y ahora, si me disculpa, me gustaría descansar… Mañana sí que me marcho definitivamente a casa, entre otras cosas para colocar la fotografía, ya sabe…

El padre Luvoslav alzó la vista. El Campanile ascendía a los cielos venecianos con una inclinación tal que parecía que se iba a desplomar en cualquier momento sobre quienes a esas horas deambulaban por la plaza de San Marcos. Segundos después clavó su mirada en Maurizio, y éste lo notó…

—Doctor Roncalli, mañana pasaré a primera hora por su hotel. Yo lo recibí y, por lo tanto, yo lo acompañaré al tren, si no le importa…

Maurizio le correspondió con el mismo secretismo.

—Será un placer, padre. Si le parece, a las ocho de la mañana. Así cogeré el tren de las nueve —afirmó.

El sacerdote asintió, y tendiéndole la mano derecha se despidió y se perdió entre la muchedumbre. Maurizio hizo lo propio con Faccini, que sin buscar más confrontación correspondió con amabilidad.

—Profesor, imagino que a usted lo veré más adelante —sentenció.

Poco más había que añadir. Con caminar pausado emprendió el camino de regreso a su hotel, al otro lado de la bella plaza, la misma que en otro tiempo Napoleón calificó como el salón más bello de Europa. Y motivos no le faltaban. Debía descansar; había cumplido su compromiso.

Ahora le tocaba al padre Luvoslav cumplir con el suyo…