Maurizio no era capaz de percibir el sonido de sus propias pisadas atravesando el empedrado de las calles de Venecia. Era como si cien caballos estuviesen batiendo sus cascos contra el centenario suelo, en una sinfonía de sonidos que aturdirían a cualquiera; pero no a él, pues su mente estaba en otro lugar.
Aceleró el paso, enfilando las mismas callejas que la noche anterior. Poco le importaba que el desagradable inspector lo estuviese siguiendo; o alguno de sus secuaces. Tenía claro que debía llegar al Rialto, al otro lado, donde horas antes ella, todavía bella y plena de vida, entregó el sobre al muchacho.
El día y la noche dividen nuestra existencia en dos realidades que nada tienen que ver una con la otra. Los colores, las calles, el cielo y el agua; la vida… y con la oscuridad el silencio, las sombras, el medio idóneo para otro tipo de seres. Venecia vestía un manto de colores extraordinario; gentes que venían e iban, algarabía, ruido… Y en este maremagno de sensaciones, Maurizio, que huyendo de sus propios miedos aceleraba el paso por momentos, como si se adivinase vigilado; con la certeza de que la muerte de Hécate no había sido fruto de un mal trago.
Afrontó el último tramo, y antes de ascender las escaleras del viejo puente, un leve mareo lo invitó a frenar, a apoyarse en la pared. La tensión lo estaba venciendo. Se llevó la mano derecha al cuello de la camisa y, con fuerza, arrancó el botón, dejando que un golpe de aire fresco se colara hasta la laringe. Miró a los cielos, pero no los vio. Sobre su cabeza, a apenas metro y medio, unos ojos rojos, encendidos como las llamas del infierno, parecían querer quebrar su cordura. Tragó saliva, y reponiéndose al impacto inicial, comprobó que únicamente se trataba de un viejo dragón, abigarrado de formas y gigantesco de tamaño. Sin duda tuvo que ser un maestro orfebre de prestigio quien lo creara quién sabe cuántos siglos atrás. Y a pesar de su descomunal estructura, permanecía inmóvil, asiéndose a la pared con sus imponentes garras de metal. Y colgando entre sus fauces, una luz que caída la madrugada debía de otorgar un aspecto feroz a la extraña escultura.
Empujó la pared como si pretendiese impulsarse para recorrer el último tramo. A mitad del puente observó que los barcos iban y venían por el Gran Canal, las pequeñas motoras que hacían las veces de taxis recorrían las aguas a gran velocidad, surcándolas en silencio, y las góndolas, con los gondolieri gritando sus habituales jaculatorias. Unos escalones más abajo, donde daba comienzo el impecable mercado de la fruta, los vendedores y algún que otro transeúnte se arremolinaban en torno a alguien. Descendió con paso firme, y tras apartar con no demasiados modales a varios curiosos, logró llegar hasta la primera fila. Allí, en el interior de un gran círculo humano, como si de un trovador medieval se tratase, se encontraba un muchacho delgado y muy expresivo. Supo entonces, atendiendo a su finísima intuición, que había sido él quien entregó el sobre en el hotel la noche anterior. Respiró profundamente… El chico, protagonista de la historia que a esas horas recorría a toda velocidad las calles de Venecia, alzando las manos y poniendo en su relato un asombroso dramatismo, explicaba a quien deseaba escucharlo su versión del suceso.
—Guapa es poco; era bellísima. Y vino aquí de noche, porque decía que estaba esperando a alguien. Se notaba que había bebido. Estoy seguro de que se había peleado con su novio porque se notaba que había estado llorando. A una mujer así no se la puede tratar mal. Quiero decir: ¡a ninguna!, pero a mujeres así, menos. Yo no creo que se tirara por el puente. No me pareció que fuese el tipo de persona desesperada que yo mismo y vosotros habéis visto lanzarse desde los puentes. No parecía desesperada. No sé… estoy convencido de que la han matado, porque casi a las doce, que fue cuando se despidió de mí, no paraba de mirar a uno y otro lado, como si estuviese convencida de que alguien la estaba espiando. ¿Suicidio? No creo…
Sin embargo, de la última parte, de la entrega del sobre y de la generosa propina que ella le dio no dijo nada. Con los ojos muy abiertos comenzó a girar la cabeza, observando a los presentes, buscando en ellos las reacciones de sorpresa y admiración con las que llevaba dos horas disfrutando. Era el protagonista, y eso lo hacía feliz… Hasta que llegó Maurizio. El muchacho titubeó, y acto seguido dio por finalizado «el acto». Algunos de los presentes dirigieron su mirada hacia aquel hombre de aspecto cansado y rictus imperturbable, y comenzaron a dispersarse. El joven intentó desaparecer entre la muchedumbre aprovechando la confusión del momento. Pero Maurizio fue más rápido, y antes de que se perdiese entre las columnatas del mercado le cerró el paso.
—¿De qué huyes muchacho? —le preguntó, con la voz inusualmente ronca.
El chico intentó hablar, pero la facilidad de palabra que había manifestado hacía apenas unos segundos ahora se diluía entre sus propios miedos. No sabía quién era aquel forastero, pero sí estaba seguro de que tenía una relación muy cercana con la fallecida. Y eso era motivo más que suficiente para que ya no disfrutase de la situación…
—¡Yo no sé nada! —se apresuró a decir, elevando la voz con la intención de que su conversación llamase la atención de los transeúntes.
—Tranquilo, muchacho, no te voy a hacer daño. Únicamente me gustaría conversar contigo; hacerte unas preguntas —afirmó, ahora con la voz más clara.
El chico agachó el rostro y varias lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. No estaba preparado para algo así. Involuntariamente se había visto involucrado en la muerte de la joven; no en vano él, suponiendo que no hubiese nadie más y el fallecimiento se hubiese producido por accidente o por voluntad de la difunta, era la última persona que la había visto con vida.
—Señor, yo no sé nada. La señora se me acercó cuando estaba a punto de cerrar el puesto y me pidió que llevase un sobre al hotel Dell’Opera. Parecía nerviosa, pero poco más es lo que puedo decirle. Es lo mismo, bueno, más o menos, que lo que le he contado al cura, y a un cura no se le puede mentir… —afirmó a la vez que se santiguaba.
Maurizio abrió los ojos, como el zorro que tras oler a la gallina al fin la ve, y volvió a preguntar:
—¿El cura? ¿Quién es el cura? ¿Le has dicho a la policía algo de él? —inquirió.
—No. No le he dicho nada al gordo del inspector Faccini porque ha venido después. Era un sacerdote bastante fuerte, vestido con sotana y gafas, y con una cruz roja muy bonita colgada del cuello. Tenía mucho interés en saber si había visto a la señora y si ésta me había dado algo. Pero claro, yo le he dicho que no, ya sabe… —concluyó, agachando nuevamente la cabeza.
Maurizio permaneció en silencio, respirando profundamente, tal y como hacía cada vez que deseaba poner en orden las ideas. Introdujo su mano izquierda en el bolsillo y sacó veinte euros, sin comprender muy bien por qué a él sí se lo contaba. Conociendo a Hécate seguro que hizo una radiografía exacta de cómo era físicamente la persona a la que debía entregar el sobre. No cabía otra explicación. Sin mediar palabra se los entregó al muchacho, que, sorprendido por la reacción de aquel extraño, miró a un lado y a otro, y dudó. Finalmente extendió la mano y cogió el dinero.
—Bien hecho, muchacho. Bien hecho. Nadie debe saber más de lo que tú y yo sabemos… —le dijo, ahora sí con la voz grave y desagradable del principio.
Se dio la vuelta y se marchó. Caminó despacio; ya no había prisa. Era evidente que alguien tenía mucho interés en el asunto, tanto o más que él, y eso no le gustaba demasiado… Además, ¿qué pintaba un cura en todo esto? Por la descripción que le había dado el joven todo indicaba que se trataba del padre Luvoslav. Pero ¿qué lo motivaba a seguir el rastro de las últimas horas de vida de Hécate? ¿Acaso el sobre y lo que éste contenía eran el objetivo del rudo sacerdote? Sumido en sus pensamientos, atravesó la ciudad sin rumbo definido cuando el teléfono móvil comenzó a sonar. Lo extrajo del bolsillo izquierdo de la chaqueta y se puso en alerta. En la pantalla aparecía un nombre, parpadeando insistentemente: era el profesor Toscanelli. Perdió la calma…
—¡Maldito hijo de puta! ¿Dónde demonios está? ¿No sabe aún lo que ha pasado? Más vale que me diga dónde y cuándo si no quiere recibir la visita del asqueroso inspector de policía. ¡Tiene muchas respuestas que darme, Toscanelli! —gritó, comprobando al instante que no era capaz de controlar sus emociones; que de su boca únicamente salían mensajes sin orden ni concierto. Al otro lado del auricular únicamente le contestó el silencio.
—¡Profesor, maldita sea! ¡Responda! —volvió a gritar, guardando algo más las formas al comprobar que empezaba a despertar el recelo de quienes se cruzaban en su camino.
—Mauri, la velaremos esta tarde en el tanatorio de San Paolo. Después la llevarán a su pueblo para enterrarla en la más absoluta intimidad. Así lo ha querido su familia —anunció con la voz rota por el dolor.
No disimulaba. La fallecida y el profesor habían llevado a cabo algunas campañas juntos, especialmente en el norte de África, donde a Toscanelli le gustaba retirarse de vez en cuando, hasta que el maldito accidente en el desierto de Túnez, cerca del gran palmeral de Nefta, lo dejó durante meses en una silla de ruedas. Pero su complicidad de años era indudable.
—Su padre llegará esta tarde —continuó—, demasiado tarde para llevarse el cadáver hoy mismo. Los forenses del Centro Católico San Giovanni han realizado la autopsia y han desestimado que se trate de un asesinato. La pobre cayó inconsciente al río después de beber hasta reventar. Era habitual en Hécate desde… bueno, ya sabes —finalizó, intuyendo el sudor frío que se acababa de apoderar de Maurizio.
Sí, él sabía lo que era beber hasta reventar, y las causas que podían inducir a ello.
—Profesor, tenemos que vernos antes —insinuó, ahora ya más calmado.
El veterano arqueólogo, recobrando por unos instantes el ánimo, se limitó a susurrar unas cifras.
—Apunta: 319.353. Guión. 7.13.1396. Guión. 43..313. A 1650. No te digo más… —y colgó.
Toscanelli era un amante de los acertijos, de los textos encriptados y de la numerología. Desde que lo conoció, atento a la rapidez mental que mostraba el joven aprendiz de arqueólogo, gustaba de ponerlo en bretes con los que demostrar que él era y continuaba siendo el maestro. El profesor solía atribuir a cada letra un número, dividiendo el alfabeto en columnas de nueve, de tal forma que a partir de la «J» comenzaba nuevamente con el uno, al igual que con la «S». Para distinguir las numeraciones y sus correspondientes vocales y consonantes, detrás de cada número incluía uno o dos puntos, dependiendo de si se hacía referencia a la segunda o a la tercera columna. Era una manera divertida de, llegado el caso, facilitar información que no deseaba que otros conociesen. Y sus años de práctica habían hecho que su conocimiento del sistema fuera tal que apenas si les hacía falta escribir números y puntos para saber lo que se estaban transmitiendo. Llegado el caso, había que interpretar si se trataba de letras o de husos horarios. Pero eso, la propia conexión del mensaje lo acababa desvelando. Era tan fácil como ver si tenía o no sentido para diferenciar las horas de los textos.
Maurizio no tardó demasiado en descifrar el contenido de las cifras.
«Cárcel Palacio Ducal, a las 16.50 horas», pensó.
¿Por qué Toscanelli se mostraba tan cauto? Tampoco parecía tener demasiado sentido reunirse en la lóbrega prisión de los Plomos. Si lo que deseaba era pasar desapercibido, citarse en un lugar que se hallaba a pocos metros de donde la noche anterior la muchacha se había «caído» por el puente no era lo más recomendable. No en vano, para entrar en el recinto de las cárceles primero era necesario atravesar el puente de los Suspiros, y Maurizio estaba convencido de que a la multitud de curiosos que a esas horas estarían escudriñando el lugar era probable que se uniese la desagradable presencia del inspector Faccini, a quien no le resultaría demasiado normal verlos aparecer por allí.
Porque es sabido que el asesino siempre regresa a la escena del crimen poco tiempo después, y no deseaba crear esa confusión, suponiendo que la policía barajase dicha tesis, a pesar de que los forenses la hubieran descartado.
Bien es cierto que demasiado rápido…