11

¿Te quieres casar conmigo? —titubeó mientras ella alzaba su dulce mirada.

Habían pasado cinco años, y ahora que afrontaban el final de sus días en la universidad lo tenía claro. No estaba dispuesto a que todo finalizara de un plumazo; el pensamiento lo atosigaba cada noche, al extremo de no permitirle el sueño. Y llegó a pensar que el dolor que le provocaba la sensación de lejanía, la separación no deseada de ella, debía de ser similar a que le arrancaran una pierna. Porque sus vidas no estaban destinadas a converger. Él, ahora, era un alumno brillante que se había labrado un extraordinario presente y el favor de algunos de los profesores más laureados de la universidad. No en vano ya había participado en importantes campañas, tanto dentro como fuera de Italia, siendo reconocido como un alumno meticuloso y un riguroso gestor de tiempos y de presupuesto, parte especialmente importante. Su gusto por la antropología, además, lo había convertido en un reputado especialista en tradiciones y ritos de otro tiempo. Era su momento: amaba a su pareja casi tanto como a su profesión, y su nombre ya destacaba en un entorno profesional muy poco dado a los cambios, de un hermetismo tal que apenas eran dos o tres los que lograban aproximarse a las cúpulas. Pero él estaba destinado, y además, era consciente de tal situación.

Hécate, sin embargo, se había quedado rezagada, lastrada anímica y profesionalmente por la personalidad de Maurizio, que con los años había crecido, ganando la seguridad de la que había carecido en otro tiempo. Ahora tenía ambición, en ocasiones demasiada, y ella, sufriendo en silencio la distancia que cada vez se hacía más grande entre ambos, se esforzaba día tras día en estar a su altura, incapaz de superar las pruebas que estaba afrontando en un año académico especialmente difícil.

—Mauri, yo… creo que debemos esperar —respondió, lánguida, con tan poca convicción que él se enervó.

Al cabo de unos segundos sus facciones se relajaron. Había aprendido a controlar las emociones.

—Pero cariño, estamos a dos meses de finalizar la carrera. ¿A qué quieres que esperemos? Pongamos al menos una fecha. Sabes que el profesor Toscanelli quiere contar conmigo para trabajar en las excavaciones de Génova. Ahí hay dinero, y una vez que empiezas es difícil no continuar —observó, intentando que ella comprendiera que podían empezar a vivir una vida en común sólo con su sueldo.

Hécate volvió a bajar la mirada.

—Mauri… te quiero, y estos años han sido muy felices, pero creo que debemos esperar; al menos hasta que nos entreguen la licenciatura. Tampoco es demasiado tiempo, y después ponemos una fecha…

Maurizio, cegado por una obsesión, como siempre le había ocurrido, carraspeó, y con voz profunda, afirmó:

—¿Eso es… entonces… un sí? —preguntó, henchido de un disimulado orgullo.

Ella afirmó con la cabeza, y acto seguido se fundieron en un apasionado abrazo. Se besaron, y aquella fue la primera ocasión en que Maurizio percibió la frialdad de sus generosos labios…

Hécate no era la alumna brillante de los primeros años, y sin embargo se había visto obligada a intentar seguir su estela, convirtiendo la vocación de su vida en un despiadado infierno de egos y comparaciones. Su frustración había llegado a tal punto que más de una vez ocultó los apuntes de Maurizio unas horas antes de los exámenes para que éste se descentrara durante la prueba y de este modo las calificaciones no fueran tan apabullantes para ella. Pero daba igual: Hécate se había transformado en una alumna mediocre y él en uno de los más brillantes de la promoción. Y eso le dolía, se le clavaba como un puñal en el corazón. Porque su apoyo era sinónimo de soberbia.

—Por cierto, cariño, no te he comentado que el mes próximo, el 14 de enero, marcho a Florencia. El profesor Cassano quiere que lo acompañe para mostrarme cómo levantan los precintos del yacimiento que hay bajo la Santa Croce. Es una buena oportunidad. Sabes que su asignatura me trae de cabeza, y es posible que si me ve trabajar me favorezca en el examen final —aseguró, desviando la atención de la anterior conversación.

Porque él era consciente de los problemas que estaba teniendo con el viejo catedrático, que en los últimos años se había especializado en aprisionar con la cadena del suspenso a alumnos que a punto estaban de abandonar las aulas y de iniciar su vida profesional.

—Pero Héca… ese día es nuestro aniversario —exclamó contrariado.

Le acababa de pedir matrimonio a aquella mujer y ella le respondía con silencios y soledades.

—Muy bien. Si tienes que hacerlo… El futuro es el futuro —afirmó con cierto aire de autosuficiencia. Estaba molesto, era evidente.

Los días transcurrieron y la semilla del amor volvió a brotar en el interior de Maurizio, dejando atrás las controversias. Tenía la facultad de emocionarse sin demasiado esfuerzo, de volver a sentir mientras escondía la cabeza bajo tierra para no ver que ciertas actitudes hacen mella, abren heridas que nunca cicatrizan. En las últimas semanas, antes de partir, Hécate había estado distante. Y él, tan brillante en ocasiones y en otras tan simple, pensaba que las últimas palabras que le dijo poco antes la habían molestado, hiriendo su orgullo. ¿Acaso no marchaba él a diferentes campañas cada año? Inconscientemente era una forma de no reconocer el esfuerzo de su amada, de manifestar de forma velada que él también pensaba que no estaba a la altura. La reflexión le provocó una tristeza pasajera, ya que tenía el remedio para atajar el mal. Y así, horas después, se subió al tren. Su destino: la estación de Santa María Novella, en la ciudad de los Medici.

Llegó con la noche abrazando las calles de la ciudad. Hacía frío. Salió de la estación y, tras hurgar durante unos segundos en el bolsillo de su chaquetón gris, extrajo un papel arrugado. Hacía tres días que no hablaba con ella. Durante las campañas de una semana el tiempo se medía con precisión, y apenas quedaban fuerzas a altas horas de la madrugada para realizar llamadas. Ambos estaban advertidos de ello, por lo que el silencio se apoderaba de esas jornadas. Sería una sorpresa…

—Hotel Golden Tower, junto al palacio Strozzi… —murmuró para sí mientras leía el contenido del papel y alzaba la mano derecha reclamando un taxi.

Minutos más tarde entraba en la plaza de la catedral. La mole de mármoles de distintos colores se elevaba a los cielos, magnífica, única, majestuosa… Suspiró. El corazón se le aceleraba a cada instante. Eran las once de la noche. Había llegado a tiempo para celebrar con su amaba el quinto año de su nueva vida; una vida que estaba a punto de sufrir un cambio, y ese pensamiento lo hacía respirar con dificultad al sentir la presión de la felicidad. Atravesó el hall del hotel y, sin la cortesía de rigor, se dirigió al conserje.

—La habitación de Hécate Casalli, por favor. Ah, pero no la avisen. Soy su futuro esposo y quiero darle una sorpresa.

—Sonrió malicioso, buscando la complicidad del joven que lo atendía.

Éste entendió que detrás de aquella información se ocultaba una buena propina, y respondiendo con un guiño a la confidencia, se apresuró a buscar en el ordenador.

—Habitación 511 señor. Es la suite de dos habitaciones —afirmó el muchacho, esperando que eso fuera más que suficiente.

Maurizio tardó unos segundos en reaccionar. A él jamás le habían ofrecido más que ramplonas habitaciones de hoteles más o menos decentes. Volvió a la carga…

—Sé que le va a parecer extraño, pero es que hoy es nuestro quinto aniversario, y el primero después de que nos comprometiéramos hace apenas unas semanas. Le dejo mi documento de identidad para que tenga la seguridad de que no lo estoy engañando, por si quiere contrastar que no soy ningún delincuente, pero le estaría eternamente agradecido si me facilitara una tarjeta para poder entrar en la habitación… —finalizó, ocultando bajo la palma de la mano un billete de cincuenta euros, que el sagaz muchacho pronto detectó.

Lo miró fijamente y de nuevo comenzó a jugar con las teclas del ordenador. La habitación estaba a nombre de ella, por lo que en principio no existía problema alguno para que esa noche se ganara un sobresueldo. Mirando a uno y otro lado, el conserje introdujo una tarjeta blanca con el logotipo del hotel por una rendija de la CPU del ordenador, y acto seguido, con naturalidad, se la ofreció a Maurizio, que, como si no fuera la primera vez, con gran habilidad dejó el billete en la palma del joven.

—Evidentemente se la ha encontrado en el suelo… —le advirtió el muchacho.

Se despidieron con una sonrisa, ahora sí de cortesía, y se encaminó hacia el ascensor. Antes el muchacho agarró con fuerza el documento de identidad. Ya se lo devolvería al día siguiente…

El ascensor tardó en bajar, y el corazón se le aceleró un poco más. Pero al fin llegó, y Maurizio, dando un paso seguro, entró en él. Apretó el número cinco. Estaba rodeado de espejos, situación que lo satisfizo, pues aprovechó para colocarse bien el abrigo y para intentar poner orden en su desaliñado pelo. Un tono musical le advirtió que se encontraba en la planta deseada. Despacio, salió del ascensor y comenzó a caminar…

«507… 509… ¡511! ¡Aquí es!», pensó sin poder contener la risa…

Con cuidado, evitando dejar escapar cualquier sonido delator, introdujo lentamente la tarjeta magnética en la rendija de la puerta, saboreando el momento. Disfrutaba, más que de la sorpresa venidera, del momento furtivo, casi delictivo que estaba protagonizando. Un ligero sonido y el led verde que se iluminó junto al pomo advirtieron de que ya estaba abierta. Lentamente giró el picaporte y dejó que su cuerpo actuara de colchón, pretendiendo con ello que se amortiguara cualquier rastro delator. Y con la misma técnica, una vez en el interior, cerró la pesada puerta. No se había percatado. Ella debía de estar en la cama, dormida, porque el silencio era el dueño y señor de la gran habitación. Estaba oscuro, pero no lo suficiente como para no percibir que era una suite extraordinaria. Frente a él daba comienzo un largo pasillo. Tres metros más adelante giraba en ángulo recto hacia la derecha. Pero antes, a la izquierda, una puerta abierta mostraba la entrada a la primera habitación. Se agachó, y haciendo gala de sus dotes felinas, se desató las botas y las dejó junto al mueble que había detrás de la puerta principal. Acto seguido se dirigió lentamente hacia la primera estancia, intentando que sus pies alcanzaran el estado sublime de la levitación. Despacio, entró y pudo apreciar, pese a las sombras reinantes, que había una gran cama, con las sábanas recogidas y la maleta roja de Hécate sobre la misma, abierta de par en par, con la ropa revuelta. Así actuaba cuando no encontraba algo; aunque sólo fuera un bolígrafo. Revolvía todo el equipaje, arrojando su contenido más allá de lo aconsejable, y después, una vez alcanzado el objetivo, lo dejaba todo tal y como había quedado. El pensamiento le hizo sonreír. Era evidente que ella no estaba allí, así que retrocedió unos pasos y enfiló el brazo más largo del pasillo. Al fondo había un gran salón, con una televisión de cincuenta pulgadas, una mesa de trabajo, un enorme sofá y otra mesa en la que aún permanecían los restos de una opípara comida. Se extrañó… Hécate apenas si comía, y allí había cena para varias personas. Probablemente ni tan siquiera había dado la orden de que retiraran las sobras de días anteriores.

«Ella y su costumbre de dejar el cartelito de “no molesten”», pensó, mientras se sorprendía al comprobar que junto al salón, a la izquierda, había un enorme baño completamente diáfano, sin intimidad, con la ducha, la taza y el bidé expuestos a todas las miradas.

Y más al fondo, una enorme puerta corredera de color wengué parecía ocultar el objeto de su deseo. Sí, estaba dormida. El silencio era revelador, y su pensamiento tan turbador que decidió, antes de abrir la puerta, desprenderse de todo cuanto lo molestaba. Segundos después permanecía desnudo frente a la entrada, con el vigor masculino en todo su esplendor, saboreando anticipadamente la fruta prohibida que se hallaba al otro lado de la puerta. Consciente de que estaba cometiendo una profanación, recorrió esos últimos centímetros aún más despacio, hasta que pudo observar el interior sin ser visto. Su ceño se frunció, su mirada se cargó de estupor, después de odio, y la erección cesó de manera repentina. Frente a él, con los ojos cerrados y el rostro alzado hacia la techumbre estaba ella, de rodillas, inclinada ligeramente hacia delante, desnuda, con el pecho cayendo sublime sobre las sábanas. Jadeaba, emitía pequeños gritos mientras los pezones se endurecían, y él, un hombre de largo cabello blanco la observaba desde atrás con lascivia, mientras la penetraba violentamente una y otra vez, disfrutando de esa mezcla de placer y dolor que ella manifestaba. Era bella, hermosa, un bocado demasiado dulce… Repentinamente agarró con sus grandes manos la estrecha cintura de Hécate y, como si estuviera jugando con una pluma, le dio la vuelta completamente, dejándola sometida sobre la cama. Cogió su pene y nuevamente lo hizo desaparecer en el generoso interior de la muchacha, mientras ella parecía disfrutar, enloquecer, con la cabeza y los brazos colgando de los pies de la cama, mientras su largo cabello formaba ondas sobre el suelo. Abrió los ojos, y aún tuvo tiempo de sentirse observada. Unos ojos encendidos por la ira fijaban la atención en su cuerpo desnudo.

Maurizio estaba al otro lado de la puerta…