La soledad se puede paladear, y eso era algo que Maurizio sabía desde hacía años. El día había sido largo, y muchos los datos que debía poner en orden. Para tal fin, la compañía del cristal añejo y alargado del luminoso Knockando le indicaba el camino hacia la decadencia, el único lugar en el que se sentía bien. La noche se ceñía oscura a las techumbres de las casas, mientras la niebla del Gran Canal comenzaba a «caminar», llamando a las puertas, tomando cada rincón de la vieja ciudad. Eran esos instantes en los que los venecianos cerraban las contraventanas, porque nunca fue bueno lo que en tiempos vino oculto entre las brumas de la madrugada.
Sin la ansiedad de horas antes, cogió la botella, observando con deleite cómo el dorado líquido se dirigía, despacio, hacia la desembocadura del recipiente. Y entonces se sumía en una miríada de sensaciones; su cuerpo se relajaba, los músculos perdían tensión, y sus facciones dejaban escapar la felicidad que en esos instantes lo invadía. Felicidad artificial, pero felicidad al fin y al cabo.
No se podía quitar de la cabeza el rostro de Hécate. Y en esos momentos la conciencia quebró; se sintió infiel y sucio… Había olvidado por completo llamar a su amada Donna. Los nervios le devolvieron la tensión. Dejó caer la botella y se levantó como si el suelo estuviera sembrado de ardientes ascuas. A toda prisa se dirigió hacia la desgastada cómoda Chippendale y, aún temblando, cogió el teléfono.
—¡Maldito trasto! Mierda de pantalla táctil… —gritó, pulsando con tal fuerza el cristal liso que parecía que lo iba a atravesar.
Estaba furioso, sin ser consciente de que realmente culpaba al teléfono de su imperdonable olvido. Uno más… Tras varios segundos insultando al aparato, al fin logró activarlo. Y entonces…
—¿Mauri? ¿Eres tú? —La voz, casi un susurro, se coló repentinamente entre sus intenciones. Permaneció callado—. ¿Maurizio? ¿Estás ahí? —oyó nuevamente mientras respiraba despacio para que la mujer no se percatara de que, intentando realizar una llamada había descolgado otra entrante. La casualidad, siempre la casualidad…
Tosió como si estuviera buscando el mecanismo para responder al teléfono, y tapándose la boca, con el miedo del que cree que los efluvios del alcohol son capaces de atravesar las entrañas digitales de un teléfono para manifestarse al otro lado, dudó…
—Sí, eh, ¿quién es? —contestó.
Fueron milésimas de segundo, tiempo suficiente para que se ruborizara al comprobar que no tenía el control absoluto de su lengua; era evidente que había consumido más de la cuenta. Aun así tuvo la lucidez suficiente para mirar de soslayo su reloj y comprobar que estaba a pocos minutos de marcar las once. La voz, al otro lado, titubeó…
—Mauri… soy… Hécate… Veo que no has cambiado de número de teléfono. Por favor, no me cuelgues. Es importante que nos veamos. He intentado hablar con Toscanelli pero me ha resultado imposible; tengo la sensación de que está controlado. Por favor, no me cuelgues. Es importante que hablemos. Él así lo ha creído —terminó.
Quiso colgar, pero de nuevo pudo más la curiosidad que la negrura en la que se sumían algunos pasajes de su vida. Y aquella mujer se ubicaba en uno de los más oscuros. El irónico destino quiso que en ese tiempo en el que la vieja biblioteca de la universidad, con sus decimonónicos rincones en los que perderse era fácil y huir de las miradas incómodas aún más, él, joven y estudiante con apenas dieciocho años cumplidos, pasara horas recreando pasajes de una historia ambigua, en la que superstición y creencia, fe y paganismo, iban de la mano, al punto de que la fina línea que separaba dichos conceptos era tan metafórica como la que unía luz y sombra en las dunas del desierto. Y allí, rodeado de libros, la conoció. Fue un soplo de aire fresco en una vida gris, que acabaría por convertirse en un devastador huracán.
—Perdona, ¿te importa que me siente a tu lado? —le había preguntado, y su voz sonó susurrante, acariciando sus tímpanos como las notas musicales de su admirada Hildergard von Bingen, la monja que en el siglo XI fue capaz de plasmar las notas de Dios en la Tierra, la música del cielo que éste le dictó…
—Claro —titubeó.
Días atrás hubiera sido hosco, desagradable; habría mostrado su malestar ante aquella violación de su intimidad. Pero aquella mujer de expresión amable y movimientos elegantes, tan segura de sí misma que era evidente que no iba a sucumbir ante su trabajada mala educación, era diferente. Había en sus ojos un brillo apeteciblemente maligno.
—Soy Maurizio… —se apresuró a decir.
—Hécate, Hécate Casalli. Te conozco. Estamos juntos en clase de arqueología medieval —afirmó un poco picada.
Maurizio entendió el mensaje. ¿Cómo era posible que él, un tipo solitario e introvertido, pero extraordinariamente observador, no se hubiera fijado en una belleza como aquélla? Reaccionó rápido.
—Ya, claro. Sí, con el profesor Toscanelli —concluyó con vehemencia, haciendo evidente su incorregible error.
Ella se relajó, y colocando un enorme bolso de Channel, a todas luces falso, en el respaldo de la silla, lanzó sobre la mesa varios bolígrafos, un cuaderno cuya cubierta asemejaba la piel de un leopardo y una cámara de fotos rosa chillón. Maurizio analizó aquel arsenal con espanto. Una cosa era el mal gusto y otra inmolar la estética en una pira gigante. La atracción que segundos antes lo había llevado al límite del rubor, había transmutado en rechazo, y puesto que no estaba dispuesto a perder el tiempo con aquella cabeza en la que únicamente había pelo, se apresuró a mostrar sus «antiencantos».
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó altivo, buscando con ello que la intrusa entendiese que para él, a pesar de su voluptuoso pecho, de sus labios carmesí, de su tez pálida y de sus enormes ojos verdes, no era más que otra puta que aprovechaba su extraordinario físico para follarse a los profesores sesentones, y así conseguir pasar de curso mientras él se dejaba los codos y sus momentos más sublimes intentando labrarse el futuro. Y así año tras año…
Pero la joven no reaccionó como él esperaba. Y ése fue el comienzo…
—Hécate, ya sabes, como la diosa griega de las tres caras. Hace siglos la colocaban en las encrucijadas de caminos. Mis padres tuvieron el «buen gusto» de ponerme este nombre después de hacer un viaje por Grecia, sin ser conscientes, imagino, de que era el nombre de una diosa que aterrorizó a miles de personas durante siglos, porque, según decían, ella tenía la llave del otro mundo, donde únicamente habitaban brujas y demonios.
»Incluso en las Argonaúticas, uno de sus protagonistas, Jasón, para liberarse de las malas artes de Hécate, se vio obligado a realizar un ritual, bañándose en un río con una toga negra, y a la luz de la luna cavó un gran pozo en el que tenía que ofrecer una libación de miel a la aterradora diosa de los espectros, mezclada con la sangre de una oveja degollada. Porque era, además, la señora de las tierras salvajes e inexploradas, y para caminar por ellas había que realizar ofrendas como éstas, siempre cubiertas de sangre, que, por lo que se ve, le encantaba. ¡Qué horror! En fin, que como puedes comprobar, mi nombre da para mucho. Pero nada que ver conmigo, claro… —aseguró con una sonrisa que dejó al descubierto las brillantes perlas que adornaban su generosa boca mientras Maurizio intentaba volver a encajar su mandíbula.
¿Cómo era posible? Aquella chica de apariencia pusilánime hablaba su mismo idioma. No podía ser casualidad…
—Bueno, la verdad es que las crónicas Argonaúticas están basadas en otras tradiciones de tiempos más remotos, por lo que es probable que Hécate sea una diosa aún más antigua. Encantado de conocerte… —concluyó satisfecho.
Los días pasaron y la complicidad entre ambos jóvenes fue creciendo. Maurizio era feliz, desarrollando a cada encuentro su verbo más cálido y cultivado, ofreciendo a su nueva confidente el saber de años de estudio; observando que ella no sólo lo escuchaba, sino que además manifestaba una creciente admiración por él. En su mirada no había deseo, sólo ternura por aquel que durante tantos años se había recluido detrás de las letras para evitar enfrentarse a una realidad que el paso del tiempo había ido haciendo cada vez más incómoda. Pero en él estaba naciendo un sentimiento hasta entonces desconocido; los días pasaban y con ellos las horas, y a cada instante deseaba que llegara el momento de volver a encontrarse con ella, protegidos por los libros y las largas hileras de estanterías. Sí, empezó a entender que se estaba enamorando, pero no tenía miedo. La euforia vencía a su habitual timidez, impidiendo que ésta, una vez más, acabara por entorpecer el camino que, ahora sí, estaban siguiendo sus sentimientos.
Aquella tarde se encontraba bien, especialmente radiante. Durante la clase que compartían, las miradas cómplices, las sonrisas únicamente esbozadas, los guiños y los roces habían marcado un camino que ya no conocía retorno; el camino de un sueño que con los años se transformaría en pesadilla…
Había preparado minuciosamente su declaración; la había, incluso, ensayado ante el espejo, sorprendiéndose por su nula falta de pudor, porque ahora sí, el objetivo merecía la pena; merecía por fin ser feliz… Y así, media hora antes de lo habitual, atravesó la puerta de la biblioteca y con paso firme se dirigió hasta su rincón secreto. El corazón empezó a desbocársele conforme transcurrían los minutos. No le hizo falta verla; el olor de su cabello, recién lavado en las duchas del gimnasio de la universidad, inundó el ambiente conforme se fue acercando.
—Hola, Mauri, ¿hace mucho que has llegado? —le preguntó, liberando el dulce susurro de su voz.
Él, nervioso, observaba que la biblioteca permanecía vacía, dejando escapar el sonido de las viejas estanterías de madera al crujir. La miró con ternura.
—Yo… Hécate… quería decirte… —farfulló.
Los nervios le estaban jugando una mala pasada. Era incapaz de empezar su discurso pese a haberlo ensayado cien…, doscientas veces. Y sus particulares demonios se manifestaron una vez más, despertando de un sueño lejano. Se sintió mal y, apesadumbrado, agachó la cabeza buscando una reacción… Pero ella, sabia y experimentada, alzó su índice derecho cerrando con delicadeza los labios de Maurizio mientras los suyos le requerían un silencio.
Se quedó atónito, incapaz de articular movimiento alguno, situación que se acentuó cuando ella, acercando el rostro y cerrando los ojos lo besó, introduciendo su generosa lengua en la boca del muchacho, dejando escapar el dulce néctar que fluía de su interior. Y aún fue capaz de pedir en ese instante que el tiempo se parara, porque habían sido muchos años aguardando a que llegara este momento. Con cuidado, la acogió entre sus brazos, y elevándola con delicadeza la colocó sobre el pupitre. Aquella que tiempo atrás había profanado sus secretos, que se había colado en su vida sin avisar, estaba a punto de mostrarle los suyos. Sus manos, como el zorro que sabe que tras cualquier matorral puede estar oculto el cepo dentado, recorrieron las largas piernas. Y ahí, sintiendo que ella lo sentía, de un zarpazo arrancó su ropa interior, observando cómo temblaba. Su pecho se endurecía por momentos. La besó, fundiéndose con ella en una orgía de sensaciones nunca antes experimentadas, mientras Hécate, con seguridad, le soltaba el cinturón y, con rapidez asombrosa, le bajaba los pantalones, los slips, y se disponía a robarle la virtud.
Maurizio tembló, como el niño que es llevado por vez primera al colegio de la mano de su madre.
—No te preocupes cariño. Todo va a salir bien. Soy tuya…
Ella jadeaba, respiraba con dificultad al ritmo que le marcaba el corazón; ya estaba preparada, y él, sometido al embrujo del más básico de los instintos, despacio, introdujo en ella su pene, disfrutando de cada centímetro, sintiendo que una ola de calor se apoderaba de su cuerpo.
Habían perdido el control, pero a él ya poco le importaba. Éste era su momento. Años más tarde llegaría el de ella…