VEINTICUATRO

En parte, esperaba que la doctora Guzman y sus colegas nos echaran del complejo después de que llegara Leo, y que nos obligaran a unirnos a los delincuentes con quienes habíamos compartido nuestra lealtad. Seguramente, no los habría culpado por ello. Pero después de que Michael inspeccionara la nevera y le pasara las notas a una mujer que esperaba, inquieta, dentro de uno de los coches, mandó a Leo hacia la verja y el soldado que me había escoltado volvió a abrirla. Michael reunió a sus hombres y los despidió sin contemplaciones. A continuación, me dirigió una críptica inclinación de cabeza y se metió en su coche patrulla. Los soldados que vigilaban la verja vieron, boquiabiertos, cómo la multitud se dispersaba y cómo la calle quedaba desierta y en silencio.

—Mira por dónde —dijo uno de ellos, y se echó a reír.

Una vez dentro, Leo vino corriendo a mi lado. Me pasó el brazo por la cintura y yo me abracé a él. Me sentía como si, en lugar de haber estado hablando, hubiera pasado los últimos diez minutos corriendo a toda velocidad. La doctora Guzman se aproximó rápidamente y agarró la nevera. Justin se nos acercó y, hablando en voz baja, dijo:

—Has estado de puta madre.

Esbocé una sonrisa, a pesar del cansancio.

Tal vez no bastara. Al día siguiente, el CCE podía declarar la guerra contra los guardianes y yo no podría hacer nada para evitarlo. Había hecho todo lo posible y ya solo me quedaba esperar que el mundo que había atisbado en contadas ocasiones durante los últimos meses, un mundo que tenía más que ver con la vida que con la muerte, resultara lo bastante atractivo para todos y les permitiera seguir cooperando.

La doctora Guzman y la otra mujer se metieron en uno de los edificios y yo me volví hacia el hombre de la bata de laboratorio.

—A Justin le dispararon en la pierna hace unos días —señalé—. Hemos hecho todo lo posible para intentar curar la herida, pero creo que sería mejor que lo viera un médico.

—De acuerdo —accedió el tipo—. Que venga con nosotros. Y supongo que puedes llevarte a estos dos a vuestras dependencias —añadió, dirigiéndose al sargento. Entonces se marchó, con Justin cojeando tras él.

El sargento suspiró y nos hizo un gesto para que lo siguiéramos. Nos acompañó hasta el edificio que había al final del callejón y bajamos al sótano, donde su unidad había montado una especie de residencia, con varios dormitorios.

—Este está vacío, os podéis instalar aquí —señaló enérgicamente delante de un cuarto lleno de catres—. El baño está ahí. Los médicos dicen que el agua aún es potable.

Al ver el agua limpia que salía del grifo me faltó poco para echarme a llorar. Leo y yo nos duchamos por turnos y nos echamos en los catres. Aquella almohada tan desigual me pareció un paraíso.

Al despertar, tras haber recuperado parte del sueño acumulado, vi una luz tenue que entraba a través de las estrechas ventanas: tanto podría haber sido última hora de la tarde como primera de la mañana. Justin estaba espatarrado en uno de los catres, durmiendo como un tronco. En una pared cercana había dos muletas apoyadas, y una venda le asomaba por la pernera del pantalón.

Salí en silencio del cuarto y me volví a duchar. Por primera vez desde hacía semanas me sentía completamente limpia. Apenas había vuelto al cuarto cuando la doctora Guzman apareció en el umbral. Leo estaba incorporándose y estirando los brazos, y le pegó una patadita a Justin.

—He pensado que seguramente hace tiempo que no coméis nada —dijo ella—. ¿Queréis venir conmigo al comedor?

—¡Ya te digo! —exclamó Justin, que se levantó de un brinco.

Mientras subíamos por las escaleras junto a la doctora, me pregunté si debía sacar el tema de la vacuna, pero, al ver que ella empezaba a hablar animadamente, como si allí no hubiera pasado nada, decidí dejarlo de momento.

—Nos hemos apañado muy bien en lo relacionado a la alimentación y otras cuestiones prácticas —nos contó—. Recibimos una remesa bastante importante de comida enlatada y productos secos justo antes de que los sistemas de emergencia se fueran a pique. De lo único que no andamos muy boyantes es de suministros médicos, pero hemos sido muy estrictos con la cuarentena. Nadie se ha enfermado desde hace un mes.

—Pero tienen lo que necesitan para producir más vacunas, ¿no? —pregunté con un acceso de pánico.

—¡Ah, eso sí! —respondió la doctora—. De sobra. Acumulamos todo el material estándar necesario antes incluso de terminar la primera vacuna, para estar preparados si teníamos que echar una mano con la producción. No lo hemos tocado desde entonces. Bernice y Todd ya se han puesto manos a la obra para clonar las proteínas.

Entramos en lo que parecía la cocina de una oficina. La otra doctora que el día anterior había acudido a la entrada del complejo estaba sentada en una de las tres mesitas, acompañada por un joven al que no había visto nunca. Comían y hablaban En la sala flotaba un intenso olor a comida picante que hizo que me rugiera el estómago.

—La guindilla es uno de nuestros ingredientes estrella —explicó la doctora Guzman, que se acercó a un gran cazo que había encima de los fogones—. Las especias ayudan a disimular el sabor no siempre apetecible del pavo enlatado.

Nos llenamos un cuenco cada uno y nos sentamos alrededor de una de las mesas vacías. Intenté conservar el decoro tanto como pude, pero, en cuanto tuve la comida ante mí, empecé a metérmela en la boca tan rápido que no me di cuenta de que había llegado al fondo del cuenco hasta que empecé a rascarlo con la cuchara. Cuando volví a levantar la mirada, preguntándome si sería grosero pedir si podía repetir, el joven de la otra mesa se levantó y se acercó.

—Tú debes de ser Kaelyn Weber —dijo, y me tendió la mano sonriendo de oreja a oreja.

No había previsto que nadie fuera a recibirnos cordialmente después de lo que había pasado durante nuestra llegada.

—Pues… sí —dije.

—Hablé con tu padre varias veces —dijo—. Durante las primeras etapas de la epidemia. Su perspicacia siempre me impresionó. No me extraña nada que al final fuera él quien encontrara la vacuna. He leído las notas que nos pasaste. Son brillantes, la verdad. Imagino que la parte que le tocó al otro tipo también lo será.

—Pero ¿cómo es posible que vosotros no la hayáis encontrado? —preguntó Justin—. Se supone que sois los expertos…

El chico se puso colorado.

—Sí, bueno… —empezó a decir—. Creedme, lo hemos intentado. Pero solo somos cinco trabajando aquí y, en fin… —Apartó la mirada y se rascó la barbilla—. Parece que disponíamos de los medios necesarios para crearla y no lo sabíamos. Recibimos una muestra del virus original, previo a la mutación, hace dos años, procedente de Halifax. Lo tenemos almacenado. Pero, a causa de los múltiples canales de comunicación entre los distintos organismos y sus empleados, nadie nos dijo nunca que ese virus tuviera ninguna conexión con el que nos afecta ahora.

Me acordé de la frustración constante de papá y de cómo solía quejarse de que tenía que estar siempre lidiando con desconocidos que se incorporaban y abandonaban las plantillas de los hospitales, y con sus conflictos de intereses. Así pues, aquello no me sorprendió. En el fondo, la historia había sido siempre la misma, desde buen principio: todo el mundo había estado tan ocupado intentando conseguir lo que quería que nadie se había preocupado por colaborar. ¿Cuánto tiempo nos habríamos ahorrado intentando encontrar la vacuna si la prioridad hubiera sido precisamente esa y no controlar la información y seguir políticas contradictorias?

—Por lo menos, ya tenemos la vacuna —comenté.

—Sí —respondió el chico, que volvió a sonreír—. Ya la tenemos.

—Ed —intervino la doctora Guzman—, seguramente deberías echarles un vistazo a estos dos chicos. Ayer Todd no se acordó de hacerle un análisis de sangre a Justin, para asegurarnos de que no se ha expuesto al virus. Y, según tengo entendido, Leo se vacunó hace… ¿cuánto tiempo?

—Un mes, más o menos —dije.

—Eso —agregó ella—. Habría que hacerle también un análisis para descartar efectos secundarios. —Entonces se volvió hacia mí—. En cuanto a ti, Kaelyn, me gustaría que fuéramos a dar una vuelta juntas.

Me puse tensa, pero, aun así, dije:

—Vale.

Mientras lavaba el cuenco y la cuchara, logré no dirigirle demasiadas miradas anhelantes al cazo de guiso picante.

El joven doctor se llevó a los chicos por uno de los pasillos, y la doctora Guzman y yo nos marchamos en la otra dirección. Yo iba junto a ella y contemplaba la calle a través de los grandes ventanales. Había aún dos soldados apostados junto a la entrada, y varios más patrullando el perímetro de la verja, a la luz menguante del atardecer.

—¿Han tenido que defender este lugar muy a menudo? —pregunté para romper el silencio.

—No sé si ha sido peor aquí que en otras instalaciones médicas —dijo ella, e hizo una pausa—. No, supongo que sí ha sido peor. Salíamos constantemente en las noticias, por lo menos aquí. Algunas personas creían que, si venían aquí, serían los primeros en curarse y, cuando se enteraban de que no había cura, se ponían violentas. Pero eso fue amainando. Poco a poco.

Y la mayor parte de esas personas murieron.

—Más recientemente hemos tenido que enfrentarnos a grupos más organizados —siguió diciendo—. Supongo que, en general, era gente que enviaba el tal Michael. Algunos gritan y golpean las paredes, pero la mayoría de ellos se dedican a merodear y a esperar, y a intentar derribar las barricadas hasta que los soldados los pescan y los asustan. Y eso es más desconcertante todavía que los gritos y los golpes, pero, de momento, mientras nos hemos mantenido dentro de las paredes, no nos ha pasado nada.

—Es aún más desconcertante no tener esa opción —dije, recordando cada vez que nos habíamos salvado por los pelos, cada momento que habíamos tenido que escondernos, rogando que los guardianes pasaran de largo. Todo eso, el tener que correr y el miedo a que nos encontraran, se había terminado, ¿no? Después de tanto tiempo en alerta constante, me costaba mucho hacerme a la idea de que esos días eran historia.

—Dices eso y, al mismo tiempo, has querido que formaran parte de esto —me recriminó la doctora, que se detuvo en seco—. ¿Tan horrible te parecí cuando hablamos por radio, Kaelyn? Tú comprendes el porqué de mis dudas a la hora de compartir con ellos cualquier cosa que pueda resultarles útil, ¿verdad? Si te preocupaba que alguien en concreto pudiera no tener acceso a la vacuna, me lo podrías haber dicho. No entiendo qué necesidad había de llegar a este extremo.

—No se trata de una persona en concreto —repuse. Ahora que había sacado el tema, fue como si se abriera una compuerta en mi interior: todo lo que llevaba pensando desde el día anterior se desbordó—. Conozco a muchísimas personas que han hecho cosas que, según usted, los convierten en gente demasiado peligrosa para tener acceso a la vacuna. Entre ellos, mis amigos y yo. O sea, estamos todos aterrorizados, desesperados, y no creo que podamos asumir que las personas que han hecho cosas horribles no habrían actuado de otra forma si hubieran visto una solución mejor. En cuanto a la gente realmente detestable —agregué, y me vino a la mente la sonrisita burlona de Nathan—, debemos encontrar otras formas de combatirlos, ¿no le parece? ¿No cree que ser los únicos que tienen que seguir preocupándose por el virus hará que se vuelvan todavía más locos y peligrosos?

—Puede ser —admitió la doctora Guzman.

—Yo la entiendo —le aseguré—. Estaba tan cabreada con todo el mundo que se ha interpuesto en nuestro camino, con todas las personas que nos han hecho daño… Pero si queremos salir de esta, alguien tiene que ser el primero que deje de estar cabreado, ¿no? Vi una dirección que me pareció mejor que la que habíamos estado siguiendo hasta ese momento y decidí cogerla.

Se me estaba haciendo un nudo en la garganta y tragué saliva. La doctora Guzman me puso una mano sobre el brazo.

—En fin, espero que tengas razón.

—Si Michael falta a su palabra, si intenta monopolizar la producción de la vacuna, puedo asegurarme de que usted reciba toda la información que necesita para producirla aquí, sin la ayuda de nadie —le aseguré—. Y lo mismo haré con Michael si el CCE deja de cooperar con él. Pase lo que pase, alguien va a producir la vacuna.

—En eso estamos de acuerdo —afirmó la doctora Guzman. Se puso en marcha de nuevo y yo la seguí—. Es mucho más importante tener la vacuna que preocuparse por quién la produce.

Más adelante, en un punto donde el pasillo giraba, vi un montón de fotografías y notas pegadas a la pared, encima de una pila caprichosa de objetos: una taza de té, unos mocasines, una bufanda de encaje… Junto a las fotos había una lista de palabras que cubrían la pared. Al llegar a la esquina del pasillo, me di cuenta de que eran nombres, decenas y decenas de nombres.

—¿Es una instalación conmemorativa? —pregunté.

—Sí —contestó ella—. Todas esas personas trabajaban con nosotros. La mayoría murió aquí.

Otro recordatorio de las muchas vidas que habíamos perdido por culpa del virus. Se me volvió a hacer un nudo en la garganta.

—¿Puedo…, puedo añadir unos nombres a la lista?

La doctora Guzman se sobresaltó, pero su expresión se suavizó de inmediato.

—No veo por qué no.

Se alejó por el pasillo y regresó al momento con un rotulador permanente. Me agaché encima de la pila de recuerdos y escribí cuatro nombres debajo de la segunda columna. «Gordon Weber. Gavriel Reilly. Tobias Rawls. Anika».

Ni siquiera sabía cómo se apellidaba Anika. Para cuando nos encontramos, los apellidos habían perdido ya su importancia, pero la conocía lo bastante bien para saber que merecía que la incluyéramos en aquella lista de héroes.

—Sin ellos, hoy no tendríamos la vacuna —aseguré.

La doctora bajó la cabeza.

—Lo siento.

Regresamos por el mismo camino por el que habíamos venido, en silencio. Supuse que la doctora había querido ir a dar aquella vuelta conmigo solo para poder oír mis explicaciones.

—Tengo trabajo —indicó cuando llegamos a las escaleras que conducían a los dormitorios—. Quiero que sepáis que os podéis quedar aquí tanto tiempo como queráis. En la cocina hay comida y, si necesitáis algo más, dímelo y veré qué puedo hacer.

—Gracias —le respondí.

Nuestro dormitorio del sótano estaba a oscuras. Me eché en mi catre, pero todavía no me había dormido cuando llegaron Leo y Justin. Me incorporé y le cogí la mano a Leo, que se sentó a mi lado.

—¿Todo bien? —quise saber.

—Por lo que han podido ver hasta el momento, parece que sí —contestó—. Algunos de los resultados tardan un tiempo.

—¿Y tú? —le pregunté a Justin.

—Sano al cien por cien, excepto por la maldita pierna —explicó, y se dejó caer en la cama—. Pero el tipo de ayer me dijo que dentro de unas semanas volveré a estar como nuevo.

—Perfecto —dije; a él, por lo menos, lo había podido proteger.

—¿Y ahora qué vais a hacer? —preguntó Justin—. ¿Os vais a quedar aquí?

Buena pregunta. Porque por fin podíamos pensar en el futuro sin tener que preocuparnos por la vacuna. La respuesta me vino a la mente sin ni siquiera pensar:

—Tengo que volver a la colonia a buscar a Meredith —dije—. Seguramente estará muerta de miedo, ha pasado muchísimo tiempo desde que nos marchamos. Y luego supongo que volveremos a la isla.

Leo asintió con la cabeza.

—Me parece un buen plan. Yo también quiero volver a casa. O por lo menos a algún lugar al que podamos llamar «casa». Y este no lo es.

—Podríamos marcharnos todos juntos hacia el norte —le propuse a Justin—. Tú podrías volver a ver a tu madre. Tal vez la doctora Guzman nos pueda proporcionar un vehículo. Ahora que los guardianes no nos pisarán los talones, no deberíamos de tener problemas.

Aunque si nos marchábamos y uno de los dos grupos no respetaba el pacto, nadie podría recuperar las libretas de papá de donde las habíamos escondido. Pero Justin resolvió el problema antes siquiera de que pudiera expresarlo. Apoyándose en una de las muletas, se levantó y dijo:

—Yo estaba pensando… No sé si estoy preparado para volver. A lo mejor podría quedarme un tiempo más por aquí, vigilando a los guardianes. Creo que a este lugar no le vendría nada mal contar con alguien que sepa de qué son capaces. Después de todo lo que ha hecho Michael, quiero asegurarme de que no vuelva a las mismas andadas.

—Pero ¿estarías bien aquí? —le pregunté—. La doctora Guzman y el otro médico joven parecen buena gente, pero los demás no se han mostrado muy acogedores, que digamos…

Justin se encogió de hombros.

—No hace falta que sean amables conmigo. Yo lo único que quiero es poder seguir ayudando. No necesito nada más para seguir tirando.

Eso no se lo podía discutir.

—Como quieras —dije—. ¿Quieres que le diga algo a tu madre?

—Cuéntale las cosas que he hecho —me pidió Justin—. Todas. Bueno…, por lo menos, todas las buenas.

Esbozó una sonrisa y, por primera vez desde hacía una eternidad, los tres nos echamos a reír.

Leo y yo nos quedamos cinco días en el CCE, mientras se elaboraban las primeras remesas de la vacuna. Las dos partes actuaban con cautela (primero intercambiaron diez lotes, luego veinte), pero, de momento, no había habido ni derramamientos de sangre ni puñaladas por la espalda. El cuarto día, mientras el joven doctor con el que había hablado en la cocina se preparaba para salir a ofrecer vacunas a los supervivientes locales, me ofrecí para acompañarlo.

—Prometo no estorbar —dije. Solo quería mirar.

Michael había prometido que los guardianes no interferirían con las misiones del CCE siempre y cuando este no pusiera palos en las ruedas de sus operaciones. Nadie se interpuso en nuestro camino cuando salimos del recinto en un Range Rover militar, con un soldado en el asiento del copiloto y otro sentado detrás, junto a mí. Y vi muchas cosas. Vi a una anciana que se puso a llorar cuando nos detuvimos junto a ella, delante de una tienda vacía. Vi a una mujer de mediana edad que pasó un rato hablando con Ed desde detrás de la barandilla de su porche, hasta que se convenció de que podía confiar en él y mandó salir a su hijo pequeño para que lo vacunaran también. Vi cómo una chica joven nos observaba cautelosamente desde una ventana del primer piso, hasta que, al final, salió por la puerta, con expresión eufórica ante la noticia.

—¿Es verdad? —repetía una y otra vez, mientras Ed preparaba la aguja—. ¿Funciona?

—Funciona —le aseguró él con una sonrisa.

Había varias figuras merodeando entre las sombras, siguiendo nuestros movimientos, pero sin entrar en ningún momento en el radio de alcance de los rifles de los soldados. Los guardianes no eran la única banda, solo la más grande, pero al parecer la doctora Guzman se había tomado mis palabras al pie de la letra y las había transmitido a sus colegas.

—¡Cuando queráis! —les gritó Ed—. Hay vacunas para todos.

Solo se acercó una de las figuras, un adolescente con el pelo enmarañado y una costra en la barbilla. Su camiseta delgada apenas disimulaba el bulto de la pistola que llevaba en la cintura de los vaqueros; cuando Ed salió del coche, el chico se llevó instintivamente la mano al arma, pero entonces se detuvo y le ofreció el brazo. Cuando Ed sacó la aguja, el chico se mostró tan aliviado que, por un instante, creí que se iba a poner a llorar.

—Gracias —murmuró, y echó a correr hacia el callejón por el que había llegado.

—¿Qué haréis cuando os topéis con personas que ya se han contagiado? —le pregunté a Ed durante el camino de vuelta, después de administrar la última dosis.

—Nos los llevaremos al CCE y haremos lo que podamos por ellos —repuso—. A lo mejor podemos utilizar los anticuerpos que desarrollarán las personas que ya están vacunadas. O, por lo menos, nos aseguraremos de que estén tan cómodos como sea posible.

En resumen, no disponíamos de la solución perfecta. Pero estábamos mucho mejor de lo que habría osado imaginar hacía meses, mientras veía cómo el virus arrasaba la isla.

Regresamos a la sede del CCE ilesos. Salí del coche, miré a mi alrededor y de pronto me di cuenta: lo había conseguido. Tal vez solo de forma temporal, tal vez no lo bastante rápido para ayudar a tantas personas como habría querido, pero había cumplido mi misión hasta el final.

Y eso quería decir que había llegado el momento de pasar página.

La doctora Guzman nos consiguió un coche (un sedán destartalado que había pertenecido a uno de los doctores cuyo nombre constaba ahora en la pared), comida para una semana y una manguera y un cubo para sacar gasolina mediante el método del sifón. Íbamos a tener que encontrar gasolina para llegar a nuestro destino, pero imaginé que nos resultaría mucho más fácil si no teníamos que estar pendientes de despistar a perseguidores asesinos. Nos despedimos de Justin con abrazos y le volvimos a prometer que le transmitiríamos todas sus hazañas a su madre. Él se quedó una nota mía donde le explicaba adónde iba, para que se la pasara a Drew si tenía ocasión de hacerlo.

Justo antes de salir, al pasar por la esquina donde estaba la instalación de homenaje a los difuntos, me detuve y acaricié los cuatro nombres que había añadido. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero cuando subí al coche, junto a Leo, y los soldados nos abrieron la puerta, solo podía pensar en Meredith, gritando mi nombre mientras corría hacia mí.

Leo se me acercó para darme un beso y puso en marcha el motor. Regresar a la colonia también iba a ser raro. Tessa había cortado con Leo para poder quedarse allí, pero no sabía cómo iba a reaccionar cuando nos viera juntos. De hecho, hasta que llegáramos, no podría estar segura de que la colonia hubiera logrado sobrevivir las últimas cuatro semanas; no obstante, de momento, tenía suficientes esperanzas para tolerar aquella incertidumbre. El mundo exterior parecía ya un lugar mucho más luminoso que la primera vez que había entrado en aquel edificio.

—Estoy contento —dijo Leo—. Casi hace que me sienta mal, después de todas las cosas horribles que han pasado.

—Pues yo no creo que esté mal —lo tranquilicé, mientras atravesábamos la puerta y poníamos rumbo al norte, hacia casa—. Creo que es la única forma de seguir vivos.