VEINTITRÉS

Mi plan requería que Justin se separara de nosotros antes.

—No tienes de qué preocuparte —me tranquilizó cuando lo acompañé hasta la puerta—. Me ceñiré al plan.

—Ya lo sé —respondí. Hacía tiempo que Justin había dejado de ser aquel chaval exaltado que era cuando se había unido a nosotros un mes antes—. Si no, no te habría pedido esto.

Sonrió, satisfecho pero nervioso, y me dirigió un breve saludo antes de alejarse calle abajo con su bastón.

Leo y yo tardamos algo más de una hora en terminar de copiar las notas de papá. Entonces nos marchamos también, rumbo al sur. Los barrios que cruzamos entre el lugar donde nos habíamos refugiado y el Centro para el Control de Enfermedades encajaban todos en el mismo modelo: eran invariablemente frondosos y de clase media. Atravesamos los jardines cogidos de la mano. En su otra mano, Leo llevaba la neverita. Colgada del hombro yo llevaba otra, de estructura blanda, que habíamos encontrado en la cocina de la casa. Habíamos repartido la nieve medio derretida entre las dos neveras y, para que el contenido de ambas fuera lo más parecido posible, incluso había llenado una jeringuilla con la mitad del contenido de uno de los frascos, de modo que cada uno llevaba exactamente una muestra y media de vacuna. Al final, habíamos metido una copia ligeramente distinta de las notas en cada nevera. La libreta de notas original de papá la habíamos dejado en la casa, envuelta en una bolsa de plástico para aislarla de la humedad y encajada en un hueco debajo de las escaleras del sótano, imposible de encontrar para cualquiera que no supiera dónde buscar.

Antes de llegar al complejo universitario que albergaba el CCE, Leo y yo tuvimos que escondernos en tres ocasiones detrás de verjas y setos al oír el ruido de un motor de coche. Uno de esos automóviles pasó a toda velocidad junto a nosotros, justo cuando nos agachamos detrás de un cobertizo con las paredes llenas de plantas enredaderas. Los guardianes se estaban reagrupando. Cuando volvimos a ponernos en marcha, el corazón me latía con fuerza. Pronto sabríamos si Justin había logrado entregar nuestro mensaje sano y salvo.

Y entonces descubriríamos si Michael era realmente tan razonable como pregonaba.

En cuanto divisamos los altos edificios que delimitaban la zona residencial que la doctora Guzman había descrito, nos detuvimos. Me volví hacia Leo. El moratón que tenía en la mejilla había empezado ya a desvanecerse y a adoptar un color marrón. Le acaricié suavemente la piel y me levanté. Él inclinó la cabeza y mis labios se posaron en los suyos.

Él hizo durar el beso, como si este pudiera volverse eterno, como si nunca más tuviéramos que enfrentarnos a ningún peligro. Cuando finalmente se apartó, tuve que respirar hondo antes de hablar.

—¿Te vas a esconder, que no te vean? —le pregunté—. ¿Hasta que te llame? —añadí, y di una palmadita a la radio que llevaba colgando de una de las presillas del pantalón.

Leo asintió con la cabeza.

—Y si dentro de dos horas no me has llamado, iré yo mismo al CCE.

Ahora que estábamos tan cerca de nuestro objetivo, ahora que tenía que separarme de él, las dudas que había logrado acallar hasta aquel momento empezaron a aflorar en mi interior. Si alguna parte del plan se torcía, era probable que, por lo menos, uno de nosotros fuera a morir.

Aunque, en realidad, no intentarlo podía suponer lo mismo.

—Oye —dijo Leo, y me dio un apretón en la mano—. Pase lo que pase, ahí estaré.

—¿Y si me pasa algo a mí? —pregunté.

—Seguiré adelante hasta saber que todo el mundo está protegido, o moriré en el intento. Justin y yo sabemos dónde están las libretas y… nos aseguraremos de que alguien sepa cómo reproducir la vacuna. Kaelyn… —agregó, pero no dijo nada más hasta que lo miré a los ojos—. Estoy aquí por ti, pero también por mí. Quiero decir que creo que estamos haciendo lo que debemos. Si me sucede algo, no será culpa tuya. Lo sabes, ¿verdad?

Yo creía que sí, que lo sabía, pero oír aquellas palabras provocó algo en mi interior. Lo volví a besar con la esperanza de poder transmitirle todo lo que sentía a través de los labios. Leo dejó la nevera en el suelo y me abrazó con fuerza.

—Te quiero —me dijo al oído.

—Te quiero —repetí.

Lo abracé más fuerte hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas, y entonces lo solté.

—Dos horas como mucho —le recordé.

—Vas a llamar antes que eso.

Le dirigí una última mirada y me alejé por la calle.

Una manzana más adelante, el techo de hojas empezó a perder densidad. Pasé junto a un enorme edificio que parecía una especie de mansión gótica, corriendo de un pino al siguiente. En la otra acera, las casas se habían convertido en edificios de oficina y jardines cubiertos de maleza. Llegué a un cruce amplio y dudé un momento. Examiné las calles con la mirada y agucé el oído. Aquella era la calle que la doctora Guzman me había dicho que tomara. ¿Dónde estaban los escoltas militares que me había prometido?

Me llegó el retumbar de un motor procedente de algún lugar situado a mano izquierda, y de pronto se detuvo. Oí pasos ante mí y me escondí detrás de un seto descuidado, justo en el momento en que dos hombres vestidos de civil doblaban la esquina corriendo.

Los hombres desaparecieron calle abajo. Atravesé el cruce a todo velocidad. Había empezado a subir por una cuesta cubierta de césped cuando dos soldados salieron de detrás de un árbol cubierto de parra. Ambos llevaban rifles. El más alto de los dos, un hombre con la cara cuadrada y la piel vagamente bronceada, me hizo un gesto para que me acercara.

—¿Kaelyn Weber? —preguntó en voz baja, y yo asentí—. ¿Dónde están los demás?

—De momento solo he venido yo —susurré, y di una palmadita en la nevera para indicar que tenía la vacuna.

El hombre frunció el ceño, pero me indicó que los siguiera a él y a su compañero. Dejamos atrás los árboles dispersos y las enredaderas que cubrían la cuesta. Al otro lado de la acera se elevaba una verja hecha de barrotes de hierro que salían de una base de ladrillo. La verja estaba reforzada con planchas de madera contrachapada y hierro ondulado que cubrían el espacio que quedaba entre los barrotes, y cubierta con alambre de púas. Más adelante había un callejón que salía de la calle y llegaba hasta la verja. Lo que en su día había sido una puerta, hoy estaba bloqueada con maderos, muebles viejos y más acero y alambre de púas. La barrera parecía infranqueable, pero los soldados fueron directos hacia ella, sin dejar ni por un momento de examinar la calle.

En cuanto nuestros pies pisaron la acera, uno de los tablones se apartó y se creó una estrecha abertura en la barricada. De la abertura salió una mano. Al ver que no avanzaba, el tipo que me seguía me pegó un empujoncito. Cogí la mano y la persona que había al otro lado tiró de mí. Mis hombros rozaron los costados de la brecha y de pronto me encontré en un callejón ancho y despejado.

Los soldados que habían salido a buscarme entraron detrás de mí. Uno de ellos volvió a colocar el tablón en su sitio y lo sujetó, mientras la mujer que me había ayudado a entrar volvió a ocupar su posición junto a la entrada. A su lado había otro soldado, con el rifle a punto, observando la calle.

El tipo de la cara cuadrada me cogió por el brazo y me acompañó por el callejón, hacia los edificios que se alzaban ante nosotros.

—Te esperábamos antes —dijo secamente—. ¿Qué ha pasado? La doctora Guzman dijo que seríais cuatro.

No le habíamos contado lo de Anika. Agarré la correa de la nevera con fuerza, para calmar los nervios. No podía permitir que la situación se me escapara de control.

—Tengo que ir a la entrada delantera —anuncié—. ¿Por dónde es?

El soldado frunció aún más el ceño.

—La doctora Guzman te está esperando. Si tus amigos han ido a la entrada delantera, seguramente los fanáticos ya los han cazado.

—Tengo que ir a la entrada delantera —insistí—, o no podré entregarle a la doctora Guzman lo que quiere.

—Creo que será mejor que eso lo hables con la doctora.

—Muy bien, pues llámela.

El soldado seguía frunciendo el ceño, pero se sacó un walkie-talkie del cinturón.

—La chica está aquí —anunció—. Pero dice que Guzman tiene que venir a hablar con ella. Que la doctora se encargue del asunto.

Dejamos atrás un edificio de ladrillo rojo y otro de hormigón claro, con una hilera de ventanas altas.

—Eso es la entrada principal —me indicó el soldado, que se detuvo delante de otro callejón y señaló una gran plancha de acero colocada en medio de la barricada de madera contrachapada y muebles que cubría la verja, a unos seis metros de distancia. Allí había dos soldados más. El murmullo de voces atravesaba el muro y oímos también un coche que pasaba a toda velocidad.

Mi escolta se quedó donde estaba, pero yo seguí andando hacia la entrada. A medio camino volvió a alcanzarme y me obligó a detenerme de un tirón.

—¿Se puede saber qué haces?

—Tengo que hablar con alguien —expliqué.

—No tienes ni idea de lo que…

Lo interrumpió el chirrido de la puerta de uno de los edificios próximos. Una mujer robusta con gafas redondas se nos acercó apresuradamente y se apartó el flequillo negro, corto, de los ojos. Detrás de ella iban otra mujer y un hombre, los dos ataviados con batas de laboratorio.

—Tú debes de ser Kaelyn —dijo la primera mujer—. Soy Sheryl Guzman. —Me ofreció la mano y su mirada se posó sobre la neverita—. ¿Llevas la vacuna ahí dentro? ¿Por qué no han venido los demás contigo? ¿Qué es lo que está pasando, sargento?

—Al parecer sus amigos han ido a la entrada principal —respondió el soldado—. Cree que podrá hablar con ellos.

—No —dije—, tengo que hablar con otra persona. Si me escuchan un momento, podremos acabar de una vez con esto y todo el mundo recibirá lo que desea.

Ahora fue la doctora Guzman quien frunció el ceño.

—No lo entiendo…

—Se lo contaré todo dentro de un momento —le prometí—. Créame, si quiere reproducir la vacuna, tendrá que hacerme caso.

El sargento le dirigió una mirada a la doctora Guzman, que frunció los labios y finalmente se encogió de hombros.

—Después del tiempo que llevamos esperando, no vendrá de un minuto —dijo sin quitarle el ojo a la nevera.

Me aparté de mi escolta y me dirigí hacia la plancha de acero ondulado que cubría la entrada.

—¡Eh! —grité, y le pegué una patada a la plancha metálica para llamar la atención—. ¿Ha llegado ya Michael?

Se hizo un silencio momentáneo. El corazón me dio un vuelco. Si no estaba ahí, si Justin no había tenido tiempo, no estaba segura de poder convencer a los científicos y a sus soldados de que tuvieran mucha más paciencia.

Entonces oí una voz familiar al otro lado de la barrera.

—Estoy aquí.

Respiré hondo.

—¿Y Justin? ¿Alguien le ha hecho daño?

—También he recibido esa parte del mensaje.

—Estoy aquí —exclamó Justin—. Se han portado bien conmigo.

—En ese caso, ya sabes que no recibirás nada hasta que esté aquí dentro sano y salvo —le anuncié a Michael.

—Cuando quieras, yo estoy preparado.

Me volví.

—Tenemos que abrir la verja —indiqué—. Solo para que pueda entrar una persona.

—Kaelyn… —empezó a protestar la doctora Guzman.

—Si quiere la vacuna, no tiene otra opción —le aseguré—. La nevera no contiene todo lo necesario —agregué, subiendo el tono de voz para que me oyeran desde el otro lado—. Y la gente de Michael sabe que si hay un solo disparo, tampoco obtendrán lo que desean.

—Confirmado —dijo Michael—. De momento, hemos venido a hablar.

—No podemos fiarnos de ellos —advirtió el sargento.

Era posible que tuviera razón, pero yo ya había decidido arriesgarme.

—Si tiene miedo, apártese —le espeté.

—Abre la puerta y acabemos con esto —ordenó la doctora Guzman.

—Sheryl, no sé yo si… —intervino uno de los doctores que la acompañaban, pero ella lo fulminó con la mirada.

—Dijimos que, en este caso, las decisiones las iba a tomar yo —le recordó.

Los dos médicos que habían salido con ella se hicieron a un lado, lejos del alcance de un hipotético disparo que pudiera llegar del otro lado de la barrera. La doctora Guzman se quedó donde estaba, unos metros por detrás de mí, con las manos en las caderas. El sargento se volvió hacia sus colegas que vigilaban la verja.

—Preparaos —les ordenó.

Los otros dos soldados asintieron y el sargento se agachó para apartar los bloques de hormigón que apuntalaban la plancha metálica. A continuación, desplazó la plancha unos palmos hacia la derecha, lo que dejó a la vista los barrotes de hierro verticales de la reja original. Al otro lado había una densa concentración de vehículos y personas, con Michael delante de la multitud. Varios guardianes dieron un paso al frente al ver que se abría la puerta. Alguien soltó un grito afónico, pero Michael levantó el brazo y les indicó que se retiraran. La multitud se calmó un poco, pero distinguí el brillo de varios cañones de pistola entre el gentío.

Justin se apartó de Michael y echó a correr hacia la verja, tan rápido como se lo permitía su pierna herida.

—Es a él a quien tenemos que dejar entrar —le indiqué al soldado—. Es uno de los míos.

El sargento hizo una mueca, pero abrió la pesada cadena que cerraba la verja. En cuanto la abrió, Justin se coló por el resquicio y se ocultó detrás de la barrera. El sargento volvió a cerrar sin perder un segundo. Nadie más se había movido lo más mínimo. Michael me dirigió una mirada dura.

El sargento hizo un gesto como para volver a colocar la plancha metálica en su sitio, pero yo lo detuve.

—No, déjela como está. Será un momento.

Necesitaba ver a Michael para analizar sus reacciones y su lenguaje corporal antes de tomar la decisión definitiva.

—Este es el trato que les propongo —dije, mirando primero a Michael y luego a los médicos—. Aquí tengo lo que todos quieren.

Dejé la nevera en el suelo, ante mí, me arrodillé y abrí la cremallera lo justo para sacar uno de los frascos, el que estaba solo medio lleno. Lo levanté y la luz del sol hizo brillar el líquido ambarino que contenía. Un murmullo recorrió el grupo de Michael, una agitación que se fue extendiendo entre la multitud, pero su líder los mandó callar.

—Millones de personas han muerto por culpa de la gripe cordial —empecé diciendo—. Con esta vacuna, finalmente podremos dejar de temer al virus, pero no quiero tener que seguir viendo cómo nos matamos entre nosotros. Deberíamos estar colaborando para sobrevivir, y no creo que vayamos a lograrlo si no dejamos de pelearnos. Nadie ha de verse obligado a hacer nada que no quiera hacer para conseguir la vacuna. —Clavé mi mirada en Michael, que me la sostuvo, con el ceño fruncido. Entonces me volví hacia los médicos—. Y no podemos decirle a nadie que no puede seguir viviendo por las cosas que ha tenido que hacer para sobrevivir. Nadie merece contagiarse.

»La vacuna está hecha a partir de dos grupos de proteínas —seguí diciendo—. He traído la mitad de las muestras de mi padre para el CCE, y una copia de sus notas que incluye instrucciones sobre cómo clonar y desarrollar uno de los grupos de proteínas. Si logramos ponernos de acuerdo, llamaré a otra persona y le pediré que traiga la otra mitad de las muestras, y una copia de las notas que incluye las instrucciones necesarias para clonar el otro grupo de proteínas. Y ese será para vosotros —señalé volviéndome hacia Michael—. La vacuna no funciona solo con uno de los grupos de proteínas. Eso significa que, antes o después, unos y otros os vais a tener que poner de acuerdo sobre una forma de combinarlos y de distribuir el producto final. Me niego a que un solo grupo de personas tome todas las decisiones.

En cuanto me callé, me llovieron recriminaciones de todos lados.

—Pero ¿quién coño te has creído que eres? —me gritó uno de los guardianes.

—¡A la mierda, nos quedamos con todo! —bramó otro.

El médico que había hablado antes empezó a gesticular arrebatadamente.

—¿Estás loca? ¡A esos no les puedes dar nada! ¡Por culpa de esa gente estamos aquí encerrados!

—Kaelyn —intervino la doctora Guzman, en un tono paternalista que me dio aún más rabia—, creo que no lo has pensado lo suficiente.

Como si en los últimos seis meses hubiera podido hacer mucho más que pensar, mientras veía morir a amigos y familiares.

—¡Ya basta! —grité—. Solo podremos hablar si escucháis.

La multitud que había detrás de Michael dio un paso al frente, con un destello de pistolas. Los soldados de la verja se movieron, tensos.

—¡Esto es ridículo! —exclamó el médico, indignado, y le hizo un gesto al sargento, que se me acercó con la clara intención de llevárseme a rastras.

No me quedó más remedio que recurrir al único poder que tenía.

—¡He dicho que ya basta! —volví a gritar, y arrojé el frasco que sostenía en la mano contra el suelo.

El cristal se rompió al instante. La vacuna que había pasado tanto tiempo tratando de proteger se acumuló en el asfalto, y todo el mundo se calló. Las voces cesaron de golpe y yo puse un pie encima de la tapa de la nevera, que se hundió levemente. Era imposible que aplastara el segundo frasco, que había metido dentro de una cajita de jeringuillas, pero eso no lo sabía nadie.

—No le veo ningún sentido a disponer de una vacuna si no somos capaces de hablar ni durante cinco segundos —me quejé—. Si tenéis algo que objetar a mis sugerencias, estoy dispuesta a escuchar. Pero solo a Michael y a la doctora Guzman.

Únicamente necesitaba que uno de los dos accediera: si uno decía que sí y el otro se resistía, podía amenazar con dejarlo todo en manos del primer grupo, y sospechaba que el otro terminaría aviniéndose antes que arriesgarse a perder el control sobre la vacuna. Además, si solo uno de los grupos estaba dispuesto a negociar, sabría quién merecía mi confianza y quién no.

Un hombre que había cerca de Michael se abalanzó hacia la puerta, pero él lo agarró por el cuello de la camisa, tiró de él y le estampó la culata de la pistola contra la sien.

—Quédate dónde estás —le advirtió, y entonces se volvió hacia mí—. ¿En serio esperas que confíe en estos lacayos del Gobierno? ¿Acaso crees que no aprovecharán la menor ventaja para dejarnos en la estacada?

—A estas alturas, lo que creo es que ya casi no queda Gobierno —respondí—. Y también creo que, si los dos actuáis de forma inteligente, nadie tiene por qué contar con ningún tipo de ventaja. Os vais a necesitar mutuamente. Y si lo echáis todo a perder, en fin, la culpa no será mía.

—Pero ¿cómo quieres que nos fiemos de esa gente? —preguntó la doctora Guzman—. Si tenemos que combinar lo que produzcamos los dos… O sea, no les vamos a entregar lo que tengamos, así, sin más. Y dudo mucho que ellos no hagan lo mismo con nosotros.

—A lo mejor pueden pactar un intercambio —sugerí—. Ellos les dan parte de lo que tienen, ustedes les dan parte de lo que tienen, y cada uno elabora el producto final por su parte. O también pueden turnarse: preparan una remesa aquí, otra allí, hasta que unos y otros se hayan demostrado mutuamente que son capaces de gestionar la situación. No sé.

—No se van a conformar nunca —dijo ella negando con la cabeza—. Tú no has visto…

—No tiene ni idea de lo que he visto —le espeté, e hice una pausa para calmarme—. Puede ser que tenga razón. Es posible que intenten imponerse, o a lo mejor tratan de imponerse ustedes, para poder controlar todo el proceso. En cualquier caso, estoy bastante segura de que eso solo serviría para que muriera más gente y para perder más tiempo, mientras más y más personas se contagian ahí afuera. ¿Hay alguien aquí que quiera eso? ¿No creéis, unos y otros, que disponer de una vacuna es mucho más importante que ser los únicos que la tengan?

Si ambos bandos colaboraban, no habría nadie en el mundo que no tuviera acceso a la vacuna. Aunque los dos grupos siguieran obedeciendo sus normas, alguien que hubiera violado demasiadas leyes como para merecer las simpatías del CCE, todavía podría conseguirla por Michael. Y si un grupo se volvía contra el otro, entregaríamos las notas de papá al grupo que hubiera respetado el pacto, y la partida volvería a estar equilibrada. Aunque, en realidad, esperaba que no se llegara a eso.

Cuando me volví hacia la verja, Michael seguía mirándome, impasible.

—¿Tú crees que Samantha estará alguna vez a salvo si eres el único que puede tomar decisiones sobre la vacuna? —le pregunté—. ¿Cuánta gente que conoces se muere de ganas, ya hoy, de arrebatarte el poder? Y ustedes —añadí, volviéndome hacia la doctora Guzman—, ¿cuántas vacunas podrían producir en un día… o en una semana? ¿Con cuántas personas cuentan para distribuirla? Michael dispone de médicos y científicos que trabajan para él, y de una red de personal que llega hasta Canadá. Cuanto antes logremos vacunar a todo el mundo, antes nos libraremos del virus. Lo único que tenéis que hacer es cooperar unos con otros.

Ambos me miraban con un silencio glacial. Cogí el walkie-talkie que llevaba colgado a la cintura.

—Entonces, ¿qué hago? ¿Llamo? ¿O preferís pelearos? Sinceramente, si ni siquiera lo podéis intentar, es mejor que me peguéis un tiro, porque no quiero vivir en el mundo que vais a crear.

Entre la multitud reunida al otro lado de la valla se oyó el chasquido del seguro de un arma. Uno de los soldados tensó el dedo índice sobre el gatillo. Michael se acercó a la verja y se detuvo a unos centímetros de los barrotes. La doctora Guzman dudó un instante, pero, al final, fue hasta donde se encontraba él, mirándolo fijamente a los ojos.

Se me hizo un nudo en la garganta. Esperaba que, en cualquier momento, uno de los dos, o alguien de uno de los dos bandos, hiciera un gesto que lo convirtiera todo en una lluvia de balas. Pero entonces los labios de Michael esbozaron una débil sonrisa y metió una mano entre los barrotes.

—Por una alianza mutuamente beneficiosa —dijo.

—Sheryl… —protestó el otro médico, pero la doctora Guzman lo ignoró y aceptó la mano que le ofrecía Michael.

—Los estaremos vigilando de cerca —lo advirtió.

—Créame, nosotros tampoco les quitaremos el ojo de encima —replicó él. Entonces retrocedió y volvió la cabeza hacia mí—. Supongo que no esperabas que encima te diera las gracias.

—Ni por un segundo —dije—. Pero, aun así, creo que deberías hacerlo.

Michael no sonrió, pero sus labios se curvaron de una forma casi imperceptible. Y en ese preciso instante me dije que a lo mejor todo terminaba saliendo como lo había imaginado. Me llevé el walkie-talkie a la boca.

—Leo —dije—, ya puedes venir.