VEINTIDÓS

Todavía es muy de mañana —dijo Leo—. Además, no sabemos cuánta gente queda en el CCE, pero es posible que se turnen para atender la radio.

Eché un vistazo al exterior: la luz rosada empezaba a cubrir el cielo. Reprimí la incipiente sensación de desesperación que me oprimía el pecho.

—Es verdad —convine—. Lo volveremos a intentar dentro de una hora.

Justin apartó la silla y fue cojeando a la cocina, donde inspeccionó los armarios. Entonces volvió al comedor, con los brazos cruzados.

—No puedo quedarme aquí sin hacer nada —dijo—. Iré a mirar en las otras casas, a ver si encuentro un mapa de la ciudad.

Apenas había terminado de hablar cuando se mareó y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caerse.

—Justin, tienes que descansar —le sugerí—. Ya has forzado lo suficiente la pierna últimamente. Y no sabemos cuánto nos va a costar llegar al CCE.

—Pero tengo que hacer algo —insistió él, con voz ronca—. Hace días que soy un inútil, y no quiero…, no puedo…

Dejó la frase colgada, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Se le veía desorientado.

—No has sido un inútil —repuse—. Has hecho diez veces más de lo que habría hecho mucha gente que estuviera en perfectas condiciones. Además, necesito que estés bien para que te puedas concentrar en ser útil cuando salgamos. No voy a permitir que te arriesgues tontamente justo ahora, con la suerte que tenemos de estar aquí.

Justin ladeó la cabeza.

—No ha sido suerte. Ha sido Anika. Debería haber sido yo quien velara por ella, pero a la hora de la verdad… Tendría que haber sido yo.

Volvió a tambalearse. Leo lo cogió.

—No tendría que haber sido nadie —dijo—. Anika lo ha hecho porque quería que siguieras vivo. Deja que se quede con lo que quería. Si le debes algo, que sea eso.

Justin miró primero a Leo y luego a mí, con los dientes apretados.

—Leo tiene razón —señalé antes de que pudiera añadir nada más—. Y si no te echas por propia voluntad, te vamos a atar al sofá. Ni te tienes en pie, Justin. Me da igual lo que hagas, pero no quiero que te muevas durante la próxima hora, ¿estamos?

Me miró con el ceño fruncido, como hacía siempre que no le permitía hacer algo estúpido. Se me ocurrió que hacía tiempo que no discutíamos y, de hecho, el momento pasó enseguida: cerró los ojos y su semblante adoptó una expresión triste, de frustración. Con un suspiro, se zafó de Leo.

—Vale —dijo.

Se acercó al sofá, se dejó caer y apoyó la cabeza en el reposabrazos. Al cabo de unos segundos, se le volvieron a cerrar los párpados.

Apoyé las manos en la mesa e intenté aparentar que no las necesitaba para sostenerme, aunque, en realidad, así era. También yo notaba la cabeza pesada y estaba agotada. Además, todo me daba vueltas. ¿Y si cuando volvíamos a llamar al CCE tampoco contestaba nadie? ¿Y si no contestaban en todo el día? Cuando habíamos hablado con ellos nos había parecido que estaban bien protegidos, pero si los guardianes se habían apropiado del lugar, ¿qué esperanza nos quedaba?

Me levanté, como si pudiera dejar atrás mis preocupaciones alejándome andando.

—Voy a llevar la neverita al sótano —le comuniqué a Leo—. Allí estará más fría.

Bajó conmigo por las escaleras que iban de la cocina a un cuarto subterráneo de paredes blancas. Había numerosas muescas en la pintura que dejaban ver el grueso muro seco de debajo, y el suelo laminado cedía bajo mis pies allí donde había empezado a combarse. Las esquinas de las altas ventanitas del cuarto estaban cubiertas de telarañas. Había un futón afelpado en un extremo, delante de un viejo televisor rodeado de estanterías que cubrían la pared entera, del suelo hasta el techo, y que contenían decenas de DVD y cientos de CD. Mientras yo dejaba la nevera debajo de las escaleras, Leo examinó las estanterías. Apartó de un soplido el polvo que cubría una cadena de música situada junto a un montón de CD y pulsó varios botones.

—Aún le quedan pilas —aseguró—. ¿A ver si tienen algún disco decente?

Repasó los estuches con los dedos: iba sacando algunos y luego volvía a guardarlos. Me senté en el reposabrazos del futón y me relajé un momento, apoyada sobre la suave tela. Durante un instante, a pesar de las telarañas y del hecho de que todavía no habíamos logrado entregar la vacuna, fui capaz de convencerme de que todo era normal: Leo y yo éramos solo dos amigos decidiendo qué música queríamos escuchar mientras pasábamos el rato.

—Eh —exclamó Leo, que abrió uno de los estuches y puso el disco en la cadena.

—¿Qué? —pregunté.

—Escucha esto.

Pasó varias canciones, bajó el volumen y pulsó el play. Unos trémulos acordes de cuerda sonaron por los altavoces. A continuación, se les unió una trompa, y los instrumentos se combinaron en una alegre melodía que me catapultó ocho años atrás en tan solo un segundo.

Era un vals, como el que Leo había practicado durante meses, conmigo como su torpe pareja, cuando éramos niños, cuando la vida parecía tan fácil.

No podía imaginarme volver a ser tan feliz como entonces.

Leo carraspeó. Cuando volví a abrir los ojos me estaba observando, con una sonrisa de medio lado, los dedos aún encima de los controles.

—Si quieres, lo apago —dijo.

—No —respondí, aunque tenía un nudo en la garganta—. Se me ocurren muchas cosas peores en las que pensar.

Bajó el brazo. La música llenó el cuarto.

—¿Te acuerdas de los pasos? —preguntó.

Dudé un momento

—¿Un, dos, tres; un, dos, tres? —aventuré.

Leo se acercó y me tendió la mano.

—Podemos empezar por ahí, sí.

En su sonrisa indecisa, en el brillo de sus ojos, me pareció intuir el mismo tipo de desesperación que había oído en la voz de Justin, el mismo que había experimentado yo cuando nadie había respondido a nuestra llamada de radio. No me estaba invitando a bailar exactamente, sino más bien a huir del presente, aunque fuera por un momento. Y los dos lo necesitábamos. Así pues, me levanté y puse mis dedos sobre los suyos.

Él me rodeó la espalda con la otra mano, y yo le puse la mano en el hombro, automáticamente. Al parecer, después de todos aquellos meses de práctica, algo se me había quedado. De pronto nos separaban apenas unos centímetros. Me dio un sofoco nervioso y tal vez me habría entrado el pánico si en ese preciso instante Leo no hubiera inclinado su cabeza hacia la mía.

—Empieza con el pie izquierdo —dijo—. Atrás y hacia el lado, los dos juntos.

Di un paso hacia atrás, con la vista fija en el hombro de Leo, y él me siguió, sus pies imitando mis pasos. Tras varios traspiés, empecé a encontrar el ritmo. Cada vez bailábamos más rápido, Leo nos hacía girar mientras nos acercábamos a la pared y el tamborileo de nuestros pasos casi silenciaba la música. Dimos vueltas y vueltas, y se me escapó una carcajada. Ahora era yo quien lo seguía y notaba los pies ligerísimos dentro de las botas, como si, en cualquier momento, fuera a levantarme flotando. Mis dedos apretaron los suyos con más fuerza. A lo mejor podía sacarnos de aquel brete bailando, podría llevarnos de vuelta a nuestras vidas tal como habían sido en su día.

Pero la música se terminó y nos quedamos inmóviles en medio de aquel sótano inhóspito. Inhalé entrecortadamente, intentando recuperar el aliento. Empezó otra canción, lenta y suave.

—Esta sí que no la sé bailar —dije.

Leo me miró un momento.

—Siempre podemos bailar como en las fiestas del instituto, pero prométeme que no le dirás a nadie que acabo de llamar «bailar» a eso.

Puse los ojos en blanco, pero noté que me ruborizaba.

—Tengo más práctica con el vals que con eso —admití—. En realidad, no tengo ningún tipo de práctica con los bailes del instituto. La verdad es que solía evitarlos.

Y ahora seguramente ya no podría ir a ninguno: no podía imaginarme que los institutos fueran a abrir en un futuro próximo.

—Pues tienes una oportunidad perfecta para aprender —aseguró Leo—. Soy una buena pareja. No habrá toqueteos.

Me reí y, de pronto, mis reticencias me parecieron absurdas. Éramos solo yo y mi mejor amigo, y aquello no era más que otra manera de no pensar en la radio silenciosa durante un rato más.

—Vale —convine finalmente—. ¿Por qué no?

Me acerqué más a él, levanté el otro brazo y uní las manos en la nuca de Leo, que me cogió por la cintura. Empezamos a movernos al mismo tiempo, siguiendo el ritmo de la música. Dimos unas cuantas vueltas y entonces apoyé la cabeza en su hombro. El calor de su cuerpo me envolvió. Cuando la música terminó, esta vez definitivamente, nos quedamos quietos, pero yo no lo solté. Sentí el impulso de hundirme en él para ver hasta dónde podíamos alejarnos de todo lo que nos rodeaba.

Leo se apartó, solo un poco, y me miró a los ojos. Me resiguió la mejilla con un dedo. Se me aceleró el pulso y abrí instintivamente la boca para protestar, pero él solo inclinó la cabeza hacia delante hasta que nuestras respectivas frentes se tocaron.

—Creo que la situación puede mejorar —aseguró—. Hemos pasado por muchas cosas y seguimos aquí. Pero, aunque no mejore, me alegro de haberlo compartido contigo.

Quise responder que yo también me alegraba de haberlo compartido con él, pero me había quedado sin voz. Solo sentía el latir de mi corazón, la suavidad de su piel sobre la mía, sus hombros robustos bajo mis manos. Tenerlo tan cerca era una sensación increíble. Siempre lo había sido, ¿no? Mis nervios iniciales se habían evaporado, y un anhelo había empezado a ocupar su lugar. El anhelo de que Leo hiciera algo que siempre había imaginado que pasaría, que cubriera la corta distancia que nos separaba y me besara.

Pero no lo hizo. Se quedó como estaba, con una mano en mi espalda y la otra sobre mi mejilla, inmóvil. También notaba su pulso, que martilleaba en mis dedos.

Aunque, bien pensado, ¿por qué iba a asumir ese riesgo, después de que yo lo hubiera rechazado tantas veces? Estaba esperando a que lo hiciera yo. Me estaba dejando elegir.

¿A qué esperaba, pues?

Lo quería. Como amigo y también como mucho más que eso. Lo sabía. En cuanto abrí la mente a esa idea, su luz brilló en mi interior. Había dejado aquel sentimiento a un lado, enterrado debajo de la pena y la culpa, y aquella podía ser mi última oportunidad de hacer algo al respecto. No teníamos ni idea de qué nos aguardaba. Podía perder a Leo tan fácilmente como habíamos perdido a Anika. En un instante, en lo que tarda una pistola en disparar.

Entonces me acordé de Gav y el corazón me dio un vuelco. Todavía llevaba su mensaje en el bolsillo. El mensaje en el que me decía que siguiera adelante.

Porque Gav ya no estaba. En el momento de escribir aquellas líneas, ya sabía que no iba a aguantar mucho más. ¿Habría querido que pasara el resto de mi vida sin amar a nadie, pensando solo en su recuerdo?

No, seguramente no.

Levanté la cabeza. Leo jadeó levemente cuando mis labios rozaron los suyos y me devolvió un beso tan cauto como el que le había dado yo. No había suficiente, ni mucho menos.

Hundí mis dedos en su pelo y junté nuestras bocas. Quería aquello, lo necesitaba con tal intensidad que de pronto sentí un mareo, como si él fuera agua y yo me estuviera muriendo de sed. Cuando lo besé más intensamente, a Leo se le escapó un débil gemido y me acercó aún más a su cuerpo. Nos besamos una y otra vez, hasta que no hubo nada más en el mundo.

Solo regresé al mundo cuando Leo dio un paso hacia atrás, agarrándome por los brazos y respirando pesadamente. Bajé las manos de su cabeza y se las apoyé sobre el pecho. Sus ojos buscaron los míos.

—No es por… —empezó a decir, y le oí tragar saliva—. Quiero decir que esto lo haces porque quieres, ¿verdad? No es solo por… Es todo tan raro que no somos nosotros mismos y…

Le puse una mano sobre los labios, para que no dijera nada más.

—Leo —lo tranquilicé—, he querido hacer esto desde que teníamos catorce años.

Se quedó un momento mirándome.

—Vale —consintió, y se rio—. Vale, vale.

Inclinó la cabeza y sus labios volvieron a encontrarse con los míos.

Después de eso, ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato.

Sin embargo, aquello fue solo un respiro pasajero. Estábamos sentados en el futón, yo tenía las piernas encima del regazo de Leo y él me rodeaba con los brazos, cuando la intensidad del momento empezó a desvanecerse. Después de darnos otro beso, bajé la cabeza y la apoyé en su clavícula; noté su aliento, que me movía el pelo. Mientras estábamos allí acurrucados, poco a poco la realidad fue imponiéndose. Mi mirada barrió el cuarto y se posó sobre un reloj digital apagado que había encima del televisor.

—¿Tú crees que es hora de volver a probar la radio? —pregunté.

Leo me dio un beso en la sien.

—No tenemos nada que perder —respondió—. Además, esos médicos ya han dormido lo que tenían que dormir.

Sonreí al oír su tono de voz, tan jovial.

—Estás orgulloso de ti mismo, ¿no?

—Pues claro —admitió—. Siempre supe que bailar me iba a servir para conquistar a una chica.

Solté un soplido y aparté las piernas de encima de él. Leo me siguió hasta las escaleras, sonriendo. Cuando iba a agarrar la barandilla, me sujetó por detrás y tiró de mí. Me rozó el lóbulo de la oreja con los labios, me provocó un escalofrío que me recorrió el cuello.

—Para que conste —añadió—, la única chica a la que quería conquistar eras tú.

Me di la vuelta entre sus brazos y perdimos unos minutos más, aunque, en realidad, no me importó nada. Sin embargo, en esta ocasión no logré deshacerme de cierta intranquilidad por lo que nos aguardaba en el piso de arriba.

Volvimos al comedor. El buen humor de Leo se apagó un poco cuando le echamos un vistazo a Justin, que dormía como un tronco, respirando roncamente con los labios entreabiertos, acurrucado como para protegerse.

—¿Deberíamos despertarlo? —preguntó Leo.

—Déjalo. Lo necesita.

Si Justin estaba soñando, esperaba que no fuera en la noche anterior.

Nos sentamos a la mesa y hablé por el micrófono, pero nos respondió el mismo sonido de interferencias que hacía un rato. Repetí el mensaje de llamada tres veces y apagué la radio para no gastar más batería.

—Lo seguiremos intentando —dijo Leo.

—Sí.

Se me acercó y yo me apoyé en él; parte de la tensión acumulada se desvaneció al momento. Tenía gracia que, después de tanto tiempo resistiéndome a estar con él, ahora que por fin había sucedido pareciera lo más natural del mundo.

Sin apartarme de su lado, empecé a hojear una de las libretas de papá. Había leído lo que había escrito sobre los primeros meses de epidemia tantas veces que volver a aquellas notas garabateadas me proporcionaba el consuelo propio de las cosas familiares. Podía oír el eco de su voz en lo que había escrito. Mi padre había demostrado su gran inteligencia desarrollando la vacuna, experimentando tanto con la versión original y menos letal del virus, como con la mutación actual, y, finalmente, combinándolas ambas para producir las muestras que llevábamos con nosotros. Si no hubiera muerto, podría haberse encargado él mismo de todo, y nosotros no habríamos tenido que marcharnos de la isla, ni preocuparnos por las intenciones de Michael y del CCE.

Sin embargo, el hecho es que estaba muerto y ahora todo dependía de mí.

Había llegado ya al día en que papá se había inyectado el prototipo de la vacuna, cuando Justin se giró con un murmullo inarticulado y se frotó los ojos.

—Eh —dijo, y bostezó con un crujido de mandíbula—. ¿Habéis podido contactar con alguien?

Negué con la cabeza.

—Seguimos esperando. Supongo que lo podríamos volver a intentar.

Justin se acercó cojeando a la mesa, apoyándose en su improvisado bastón, y yo puse la radio en marcha. El sol entraba por la ventana y recortaba la silueta de Justin con un brillo dorado que llenaba la casa de un calor débil. Mentalmente, vi la nieve de la nevera convirtiéndose en aguanieve.

Mandé nuestro mensaje dos veces más, con un minuto de pausa entre cada llamada. Acababa de repetirlo por tercera vez, acongojada, cuando la suave voz de la doctora Guzman sonó por el altavoz.

—¡Kaelyn! Gracias a Dios. Antes se ha cortado y… no sabía qué había pasado.

Experimenté un alivio tan abrumador que me dejó sin palabras.

—Hemos… —empecé a decir, pero de pronto me di cuenta de que no podía resumir lo que habíamos vivido los últimos dos días—. Hemos tenido algunos problemas —improvisé—, pero ahora ya estamos bien.

«Excepto Anika», pensé, pero me obligué a seguir hablando.

—Estamos en Atlanta, en un barrio residencial del norte. ¿Nos puedes dar señas? Vamos a venir a pie.

—¡Desde luego! Un momento, que cojo el mapa.

Leo cogió un bolígrafo y un papel de encima de la encimera de la cocina y me los trajo. Cuando la doctora Guzman volvió a hablar por la radio, le di los nombres del cruce más próximo, que había anotado, y dibujé un mapa aproximado de la mejor ruta hasta el CCE.

—Hay una reja que da la vuelta a todo el complejo, con una entrada principal —dijo—. Los grupos la han convertido en su principal objetivo, y me temo que actualmente hay aún más gente que cuando hablamos hace unos días. Pero también hay una entrada trasera, más pequeña, cerrada con barricadas; tiene una puerta camuflada, que hemos logrado mantener oculta, y por la que entra y sale nuestra gente. De momento, no parece que nadie le haya prestado demasiada atención. Si rodeáis el complejo y os acercáis con cuidado por el sur, a través de Houston Mill Road, deberíais poder llegar sin que os viera nadie. Contamos con cierta presencia militar, les pediré a dos o tres de los soldados que se reúnan allí con vosotros y que os escolten durante el resto del camino. ¿Cómo te van a reconocer?

—Llevo un jersey morado y vaqueros —respondí—. Y llevaré la nevera.

—Perfecto. ¿Tienes la ruta clara?

—Sí, clarísima.

A juzgar por las señas que nos había dado, calculé que no podíamos tardar mucho más de una hora en llegar. Hacía apenas unos días la perspectiva de concluir nuestro viaje y de ponerle remedio a todo me habría llenado de alegría. Sin embargo, en cuanto había empezado a hablar con ella, se me había hecho un nudo en el estómago, porque, en realidad, ya no creía en nada de eso. Sus comentarios anteriores, las insinuaciones de Michael y mis propias preocupaciones formaban una maraña en mi mente. Si quería tomar la decisión correcta, antes tenía que saber cuáles eran sus intenciones.

—Doctora Guzman —dije, la mano tensa alrededor del micrófono—, el otro día, cuando hablé con usted, comentó algo sobre la gente que había estado atacando el CCE y persiguiéndonos a nosotros… Comentó que no tendrían acceso a la vacuna…

—No te preocupes por eso ahora —dijo la doctora Guzman con firmeza—. Los delincuentes van a recoger lo que han sembrado.

Me removí en la silla y el cartón que llevaba en el bolsillo se me clavó en el muslo. De pronto, se me escapó un pensamiento que me había estado carcomiendo sin que fuera del todo consciente de ello.

—Es solo que… había alguien en nuestro pueblo —empecé—, un tipo que se dedicaba a coger la comida que había quedado en las tiendas y que luego decidía qué le correspondía a quién…

No supe cómo seguir, no era fácil explicar lo que había hecho Gav, pero la doctora Guzman intervino.

—No tendrás que preocuparte más por gente como esa —aseguró—. Las personas que se han pasado de la raya van a descubrir que los actos tienen consecuencias.

—Ajá —dije yo. Así pues, ¿era así de fácil? ¿Iba a basarse en un puñado de ideas incompletas para decidir a quién valía la pena salvar y a quién no?—. Algunas personas no han tomado las mejores decisiones, pero solo porque no han sabido encontrar otra forma de mantenerse con vida. Quiero decir que trazar esa raya no es cosa fácil.

—Estoy segura de que podremos ponernos de acuerdo sobre los detalles en cuanto nos hayas traído la vacuna —repuso la doctora Guzman, con una gota de impaciencia en su tono de voz—. Por cierto, también traerás las notas de tu padre, ¿verdad? No las has perdido, ¿no? Dijiste que las tenías.

—Sí, aún las tengo —respondí con la garganta seca.

No me estaba escuchando, tan solo decía lo que creía que tenía que decir para lograr que le llevara la vacuna. Y eso significaba que no me habría podido fiar de su respuesta aunque hubiera sido real.

—Bien. Porque sería prácticamente imposible reproducir la vacuna sin las instrucciones exactas, aunque dispongamos de las muestras. Les diré a los soldados que estén preparados para tu llegada. Tengo muchas ganas de conocerte, Kaelyn. Ten cuidado.

—Muy bien —logré responder yo, y apagué la radio.

Justin me dirigió una mirada de extrañeza, pero por la expresión de Leo me di cuenta de que me entendía.

—Kae —dijo—, la doctora no ha oído toda la historia.

—Tampoco la ha querido oír —repliqué—. Lo único que le importa es conseguir la vacuna. ¿En serio crees que va a encontrar el tiempo necesario para escuchar la historia entera de todos los que actuaron como Gav? ¿Qué crees que diría sobre Drew?

¿Cómo habrían reaccionado ante la mitad de las cosas que nosotros mismos habíamos hecho para llegar hasta allí, si no hubieran estado más preocupados por echarle el guante a la vacuna que por cualquier otra cosa?

—No sé —admitió Leo.

—Sigue siendo una opción mejor que entregarle la vacuna al capullo de Michael —intervino Justin.

—Ya —dije—. Ya lo sé.

Bajé la mirada y me fijé en la libreta de notas de papá, mientras pensaba en aquellos perros peleándose por un cadáver. Pensé también en cómo la niña del pueblo del río había venido corriendo a avisarnos, porque habíamos ayudado a sus vecinos; en los atemorizados colegas de Tobias, que habían lanzado misiles sobre nuestra isla en un perverso acto de venganza, y en Tobias, que se había jugado la vida para rescatarnos, a pesar de que no éramos más que unos desconocidos; en Michael, que había mandado a sus partidarios a que asaltaran el CCE; en los soldados que los habían recibido a tiros; en los nuevos cuerpos que se amontonarían en las calles, antes incluso de que nadie de fuera de la ciudad llegara siquiera a ver la vacuna.

Una vacuna que tenía aún en mis manos.

La determinación que había experimentado anteriormente me invadió por completo, y ahora era el doble de potente. Desde el principio, la responsabilidad de transportar las muestras de la vacuna me había parecido una carga, cuando, en realidad, era un privilegio. Había pasado todo aquel tiempo tratando de dejarla en manos de personas con más autoridad que yo, pero, en aquel momento, comprendí que no tenía por qué hacerlo. Todo dependía de mí. No tenía por qué dejar que los demás, Michael y los guardianes, los científicos y soldados del CCE, o quien fuera, decidieran por mí. Por lo menos, podía intentar hacer que el mundo fuera como yo quería.

Tenía que hacerlo.

Pasé las yemas de los dedos por las marcas que el bolígrafo de papá había dejado sobre el papel, hacía meses, y las hebras de pensamiento que hacía días que se arremolinaban dentro de mi cabeza empezaron a tejer un plan. Las notas de papá no eran una simple narración. La doctora Guzman se había referido a ellas como «instrucciones». Aquellas páginas especificaban cada proteína que había que clonar, cada procedimiento que había que seguir, cada elemento que había que combinar con el resto.

Porque la vacuna no era solo una cosa, sino que estaba formada de muchas partes que interactuaban.

—Necesitamos otro bolígrafo y mucho papel —indiqué.

—Hay un escritorio en uno de los dormitorios —apuntó Leo, levantándose—. Creo que he visto material de oficina. ¿Qué vamos a hacer, Kae?

—Todavía no estoy del todo segura —respondí—. Pero funcionará.