—¡Anika! —gritó Justin.
Una mancha negra había empezado a expandirse por la parte de atrás de su jersey. Tenía la cabeza vuelta de lado y sus ojos miraban sin ver. Ni siquiera se estremecía. Un alarido acudió a mi garganta, pero en ese preciso instante vi un grupo de sombras que se dirigían hacia nosotros desde el extremo del aparcamiento. Justin quiso abalanzarse sobre Anika, pero yo me lancé hacia él para impedírselo.
Leo me imitó y entre los dos agarramos al chico por los brazos. Noté un sabor como a hierro en la boca, donde me había mordido el labio, y un dolor agudísimo que me llenaba el pecho. Pero los gritos sonaban cada vez más cerca y pronto ahogaron todo lo demás.
Anika estaba muerta, y los demás también lo estaríamos si no nos marchábamos de allí inmediatamente.
Justin llegó hasta el descapotable a trompicones, a nuestro lado. Abrí la puerta del conductor mientras Leo subía de un salto en la parte de atrás. La llave golpeó contra el contacto, pero finalmente entró. Eché un vistazo rápido a mi alrededor, para asegurarme de que no dejaba a Leo y a Justin en tierra, y pisé el acelerador.
Era evidente que Nathan entendía de coches. El motor respondió al momento y el descapotable salió despedido. Di un volantazo para esquivar los demás coches aparcados. Tan solo nos separaban seis metros de la verja.
Al otro lado de la reja había un guarda que nos apuntaba con una pistola. Drew no había mencionado nada sobre aquella parte del plan de fuga, pero ya no podía frenar, de modo que di gas a fondo. El motor rugió y el coche se precipitó contra la valla de tela metálica.
Me puse tensa y me resistí al impulso de cerrar los ojos en el momento del impacto. El capó del descapotable impactó contra la reja y las bisagras de la verja cedieron con un chirrido. El guarda del otro lado se lanzó hacia un lado y su disparo salió muy desviado. La verja cayó ruidosamente sobre el asfalto y nosotros nos alejamos a toda velocidad por la carretera.
Las luces del centro de entrenamiento se perdieron pronto a nuestras espaldas. Tomé conciencia de mi respiración entrecortada y del sudor frío que me cubría los brazos y el cuello. Me aparté el flequillo húmedo de la cara.
En la parte de atrás, Justin miraba por la ventanilla con los ojos húmedos. Leo se inclinó sobre el asiento delantero.
—¿Sabes cómo volver a la casa? —preguntó en voz baja.
—Creo que sí.
Intenté recordar el trayecto que habíamos hecho hasta allí, en la parte trasera de la furgoneta, pero me costaba pensar con claridad. Tenía hambre, y estaba deshidratada y falta de sueño. Lo único que me empujaba en aquellos momentos era la adrenalina. Un escalofrío de espanto me recorrió todo el cuerpo. La imagen de Anika cayendo al suelo se abrió paso en mi mente y tuve que apretar los dientes para contener una náusea.
Al final se había terminado convirtiendo en una más de nosotros, había pasado a formar parte de nuestra improvisada familia. Y yo no había sabido protegerla mejor que a Gav o a Tobias.
No solo eso, sino que, en su caso, aún lo había hecho peor, pues hasta el último momento la había creído capaz de traicionarnos, ya fuera por que le resultara conveniente o por debilidad. Y ella se había sacrificado por nosotros, por Justin.
A lo mejor Anika había percibido mi ambivalencia; tal vez le había hecho sentir que no había hecho lo suficiente, que todavía tenía que demostrarnos su lealtad. ¿Se habría aprestado a ponerse delante de una bala si se hubiera sentido realmente aceptada en el grupo?
Ya no se lo podría preguntar nunca. Me había equivocado mucho con ella y ya no tendría forma de decírselo. Lo único que había hecho había sido dejar su cuerpo en manos de los guardianes, las personas a las que más odiaba.
—Lo siento mucho, Justin —dije, y se me quebró la voz.
Este se volvió y se secó los ojos. Parecía tan al borde de la náusea como yo. A mí también se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó—. Nunca le pedí que…
—Porque quería protegerte —respondí—. No hacía falta que se lo pidieras. Ni tú ni nadie. Lo ha hecho porque quería.
Justin resopló.
—¿Crees que puede ser que… que todavía estuviera…?
La vi otra vez caer a plomo, vi la sangre que le cubría la espalda, sus ojos inmóviles. Sentí otra oleada de náusea.
—No —respondí.
—Joder —dijo Justin—. Me cago en todo.
Golpeó la puerta, pegó un codazo y un puñetazo contra la ventanilla, y finalmente le pegó una patada. Yo no dije nada y lo dejé descargar su rabia. Era lo mínimo que podía hacer.
La carretera por la que circulábamos se adentró en una ciudad y me fijé en el cartel de la entrada. El nombre me sonaba, Connor había girado allí, en una esquina donde había una heladería. Vi los carteles del escaparate justo a tiempo y giré a la derecha. Creía recordar que habíamos pasado bastante rato circulando por aquella otra carretera. ¿Una hora, tal vez? Pero también era cierto que yo conducía bastante más rápido que Connor.
No parecía que nos estuvieran persiguiendo y esperé que eso significara que el truco de Drew con el agua había dado resultado, y no que los guardianes hubieran tomado otra ruta para cortarnos el camino más adelante.
Los faros del coche iluminaron el césped alto de la cuneta, que brilló con un estremecedor tono amarillento. Pasamos a toda velocidad entre los árboles retorcidos de un bosque y los edificios desiertos de la calle principal de otro pueblo, cuyo nombre no me dijo nada. Parpadeé con fuerza y estiré los brazos, primero uno y luego el otro. La neblina que me cubría el cerebro se disipó un poco.
—Justin —dije, y dudé un instante—. No me gusta tener que pedirte esto ahora, pero… No estoy segura de que logre acordarme de todos los puntos de referencia. ¿Podrías sentarte en el asiento delantero y avisarme de si se me pasa algo que tú recuerdes?
—Sí —respondió Justin al cabo de un rato—. Claro que sí.
Trepó por el asiento y se sentó a mi lado. Leo estaba rebuscando algo en la parte de atrás del coche.
—Aquí hay agua —dijo, y nos pasó una botella—. Y chocolatinas. Creo que es preferible que no estemos muriéndonos de hambre.
Engullí una de las barritas y me bebí media botella de agua, que me iba turnando con Justin. Este señaló un cartel que dejamos atrás en un santiamén, correspondiente a un hotel rural situado a ocho kilómetros.
—Cuando llegues allí, gira a la izquierda.
—Gracias —le dije, y él me dedicó un gesto circunspecto.
No volvimos a decir nada hasta que tuvimos que volver a girar, y más tarde solo para hacer pequeños ajustes en la ruta. Notaba en nuestras mentes el peso del espacio vacío del coche que debería haber ocupado Anika. Seguramente, tendríamos que haber discutido cuestiones prácticas, pero nos pareció (o por lo menos a mí) que le debíamos aquel momento de silencio.
Cuando llegamos al largo camino de acceso a la casa junto al río, que serpenteaba por entre los árboles, se me aceleró el pulso. Ralenticé la marcha y vi cómo los faros del coche iluminaban troncos, arbustos y el camino desierto que se extendía ante nosotros. No vimos ningún otro vehículo aparcado, ni en el camino, ni tampoco en el patio de la casa. En todo caso, no quería pasar ni un segundo más del necesario allí. Detuve el coche, bajé rápidamente y eché a correr hacia el río.
Durante un instante, en la oscuridad, me pareció que la nevera había desaparecido. Se me escapó un sollozo desesperado, pero entonces mi mano se topó con el plástico de la tapa, debajo del embarcadero.
El agua estaba tan helada como la última vez. Para cuando logré sacar la nevera y dejarla encima de las planchas de madera, estaba temblando y tenía el brazo totalmente entumecido. Esperaba que aquello significara que la nieve de dentro no se había derretido y que podría aguantar el resto del viaje hasta Atlanta.
Al volver al coche, encontré a Leo sentado en el asiento del conductor.
—He pensado que seguramente necesitabas un descanso —dijo.
Justin había vuelto a sentarse en la parte de atrás, así que me senté al lado de Leo y me coloqué la neverita entre los pies.
—¿Y ahora qué? —preguntó Justin.
—Tenemos que llegar a Atlanta tan rápido como podamos —dije—. Y luego llamar a la doctora Guzman para que nos explique cómo llegar al CCE sanos y salvos.
Al volver al camino, Leo apagó las luces largas. Con el brillo apagado de las de cruce, el mundo se convirtió en un paisaje fantasmal de formas y sombras vagas.
—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —le pregunté.
—Hacia Clermont, y allí cogemos la autopista 129 hacia el sur. Tú presta atención a las señales, ¿vale?
—Cuando llegues al final del camino, gira a la derecha —intervino Justin—. Allí es donde vimos el cartel de Clermont.
Apoyó la cabeza en la ventanilla y me imaginé que estaría recordando cuando había paseado por allí con Anika. Había sido el último momento que había compartido con ella antes de que llegaran los guardianes. Habría querido hacer un comentario optimista, pero no se me ocurrió nada que pudiera quitarle gravedad a lo que acababa de suceder. Además, ¿quién era yo para decir nada, con lo mal que la había juzgado?
Cuando llevábamos ya un rato en la carretera, llegamos a la entrada de la autopista. Leo empezó a acelerar, siempre circulando por los carriles centrales. Al cabo de unos minutos, cogimos una autovía que se dirigía hacia el sur.
Dejamos atrás un autobús destrozado de la empresa Greyhound y, más adelante, una furgoneta abandonada. Cada vez que pasábamos junto a una salida, yo escrutaba la oscuridad por si veía alguna luz. Aunque los coches del aparcamiento del centro de entrenamiento quedaran temporalmente inservibles, Michael tenía más aliados en Georgia, gente con la que se podría comunicar por radio. Todavía no estábamos ni mucho menos a salvo.
A unos pocos kilómetros de los límites de la ciudad, vi una luz a lo lejos, ante nosotros.
—Frena —dije en voz baja, como si fueran a oírnos desde la distancia.
Leo pisó el freno y el coche se detuvo inmediatamente, sin hacer ningún ruido. Escruté la oscuridad y bajé la ventanilla. No se oía nada, pero, al cabo de un momento, volvimos a ver luz: había alguien más circulando por la autovía.
—Es el momento de coger una carretera secundaria, ¿no? —sugirió Leo.
—Eso parece, sí.
Dio media vuelta y retrocedimos hasta la última salida que habíamos dejado atrás y que resultó desembocar en un barrio residencial. Las casas estaban tan separadas de la carretera, ocultas tras jardines arbolados, que apenas lograba distinguir sus siluetas en la oscuridad. El rugir del motor del descapotable me retumbaba en los oídos. A nuestro alrededor, la noche era demasiado oscura para brindarnos ningún tipo de consuelo.
—Si nos están esperando, pueden oír como nos acercamos —comenté—. Además, cuanto más nos adentremos en la ciudad, más gente de Michael aguardándonos podemos encontrar. Deberíamos dejar el coche. No creo que falten muchos kilómetros para llegar al edificio del CCE. ¿Puedes caminar? —pregunté volviéndome hacia Justin.
—Me las apañaré —respondió simplemente.
Leo se metió en el camino de acceso de una de las casas y aparcó el coche sobre el césped, detrás de una hilera de pinos que impediría que se viera desde la carretera. Abrimos el maletero por primera vez. Dentro vimos la radio de Tobias, metida aún en su funda de plástico. El corazón me dio un vuelco de pura gratitud hacia Drew. También había dejado una bolsa con más barritas, varias botellas de zumo y un par de los walkie-talkies que utilizaban los guardianes.
Me maldije por no haberle pedido algún tipo de mapa, pero, aun así, no podía sentirme decepcionada a la vista de todo lo que había conseguido birlarle a Michael de delante mismo de las narices.
—Un momento —dijo Leo, cuando yo ya me alejaba del coche.
Se metió debajo, boca arriba, y empezó a forcejear con algo. Al momento empezó a caer un chorro de algo líquido sobre el césped.
—Lo dejaremos sin aceite —explicó Leo al levantarse de nuevo—. Así, si los guardianes lo encuentran, no podrán llegar demasiado lejos.
—Si fuera por mí, lo destrozaba —murmuró Justin, que tuvo que conformarse con pegar un rodillazo en la puerta.
Dejamos el coche atrás y empezamos a cruzar los jardines de las casas. Los árboles y los arbustos nos proporcionaban casi tanta protección como si estuviéramos en un bosque; mentalmente, les di las gracias a los vecinos de aquel barrio de Atlanta por su amor por el verde. El mundo a nuestro alrededor estaba en silencio, a excepción del susurro de nuestros pies sobre el césped y el crujir de las hojas en las copas de los árboles. Justin encontró una rama que había caído junto al tronco de un roble y la convirtió en un bastón, que acompañaba el sonido de nuestros pasos con golpes secos.
Las fachadas de todas las casas estaban cubiertas de parras espesas que la luz de la luna parecía convertir en manchas de moho. El aire era cristalino, soplaba una brisa fría. Empecé a encogerme dentro del jersey, echaba de menos mi abrigo. Apenas habíamos avanzado cuatro manzanas cuando un grito entrecortado rompió el silencio.
—¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien…? ¿Hay alguien ahí? ¡Hoooolaaaa!
Pegué un brinco y Leo me agarró del brazo. Nos llegó un súbito ataque de tos procedente de algún lugar a nuestras espaldas y agarré la neverita con más fuerza. Una persona más a la que la vacuna ya no podría salvar.
Después de eso, caminamos aún con más cuidado. Oímos el rugido de un motor a nuestra izquierda, de modo que giramos hacia la derecha y avanzamos varias manzanas antes de girar de nuevo hacia el sur. Justin nos seguía, cojeando; aunque era capaz de avanzar a nuestro ritmo, por su forma de renquear me di cuenta de que empezaba a cansarse. Además, pronto nos quedaríamos sin el abrigo de la noche. Un tenue resplandor teñía el cielo, al este.
Había llegado el momento de saber exactamente hacia dónde teníamos que ir.
Estaba estudiando las casas de nuestro lado de la calle cuando, de pronto, oímos un gruñido que salía de detrás de un seto cercano. Me acerqué al jardín y eché un vistazo por encima del seto.
Al otro lado había un puñado de animales flacuchos, peludos, merodeando por el césped. Eran perros. Cuando mi vista se acostumbró a la falta de luz, me di cuenta de que la mayoría de ellos rondaban en jauría a un husky solitario, que protegía una figura desigual, echada sobre el césped. Tardé un par de segundos más en descubrir por qué se peleaban: entreví una rodilla doblada, con la carne arrancada hasta el hueso. Hice una mueca y me tragué la bilis que ya empezaba a subirme por la garganta.
Parecía que el husky había encontrado el cuerpo, pero los otros cinco perros lo habían sorprendido y lo querían para ellos. Ante mis ojos, un perro pulgoso y un lebrel irlandés se abalanzaron sobre el cadáver. El husky soltó un gruñido aún más intenso. El perro lanzó una dentellada al aire, aunque desde luego sabía que los demás lo superaban en número. Tenía el pelaje apelmazado y estaba en los huesos. ¿Cuándo habría sido la última vez que había encontrado una «comida» tan fácil?
Los perros rodearon al husky. De pronto, los cinco se abalanzaron sobre él. Uno le hundió los colmillos en el lomo. El husky rodó para alejarse, y aunque la sangre le manaba por encima del pelaje blanco, volvió a abalanzarse sobre ellos. Entonces pareció como si el lebrel irlandés lo agarrara por el cuello. El husky soltó un gañido lastimero y, acto seguido, se oyó un sonido líquido, de carne desgarrándose. Se oyó un tamborileo de zarpas sobre la hierba y la jauría entera se lanzó sobre su víctima.
Me volví, con la boca seca y los labios pegados.
—Creo que será mejor que retrocedamos —sugerí.
Leo asintió con la cabeza, igual de asqueado que yo por lo que acabábamos de ver.
Volvimos rápidamente por donde habíamos venido y giramos a la izquierda en el primer cruce, mientras las imágenes de la pelea (lo que había visto y también lo que me había imaginado a partir de lo que había oído) rebotaban dentro de mi cabeza. La palidez de las extremidades del cadáver, el tono rosa de la carne desgarrada; las manchas de sangre coagulada sobre la hierba, tan roja como la de la espalda de Anika en el suelo del aparcamiento de los guardianes.
En aquel momento, no lograba encontrar la diferencia entre una escena y la otra. En eso nos habíamos convertido, en jaurías de perros luchando por un mundo que, básicamente, ya estaba muerto. En aquel momento, lo de menos era si Michael nos había obligado a vivir de aquella manera o si nosotros no habíamos sido capaces de sobreponernos a la situación. Habíamos robado, amenazado y matado, y yo lo había detestado. Durante las últimas semanas, había hecho tantas cosas que había detestado…
¿De qué servía ser humanos, tener cerebros capaces de desarrollar vacunas y organizar a las personas de todo un continente, si, al final, nos comportábamos como animales? Aquel mundo, donde lo único que importaba era formar parte de la jauría más fuerte, más grande, no era un mundo que me interesara salvar.
Pero era el único que teníamos, ¿no?
Me temblaron las piernas y me paré. Leo y Justin se detuvieron junto a mí. Cerré los ojos e intenté imaginar que atravesábamos las puertas del CCE y que todo se arreglaba. Pero parecía una escena salida de una película, excesivamente brillante y vacía, como si fuera de silicona.
Sabía que lo sucedido no haría que Michael dejara de intentar hacerse con la vacuna. En cuanto el CCE la tuviera, mandaría a sus guardianes contra ellos con fuerzas redobladas. ¿Cómo iban los doctores a repartir las vacunas entre quienes las necesitaban si la gente de Michael esperaba para robársela en cuanto salieran del edificio? Todo seguiría como hasta entonces, en una espiral eterna de violencia y miedo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Leo, y su voz me devolvió al momento presente.
Me fijé en sus ojos, preocupados, iluminados ahora por la luz del alba. Teníamos que seguir adelante.
—Sí —murmuré, y me obligué a retomar la marcha.
Pasamos ante otra hilera de casas en ruinas e intenté recordar cuándo había sido la última vez que había tenido esperanza.
Había sido en aquel pueblo, cerca del río, después de ahuyentar al oso. Habíamos ayudado a aquella gente y ellos nos habían ayudado a nosotros. Durante unos instantes, habíamos gozado de la compañía de unos desconocidos. Aquello había sido la prueba que necesitaba: no teníamos que estar siempre peleándonos, ni siquiera ahora.
Ese era el mundo que yo quería, un mundo en el que lucháramos todos juntos contra las dificultades. ¿Por qué Michael no prefería un mundo como aquel al mundo que estaba creando, aunque solo fuera por su hija?
Pero a lo mejor sí quería. A lo mejor era solo que no veía cómo conseguirlo.
Si aquel era el mundo que yo quería, tal vez tuviera que encontrar la forma de hacerlo realidad. La idea era tan ridícula que casi me hizo reír. ¿Yo? Entonces noté el peso de la nevera en la mano, bajé los ojos y, de pronto, se me aceleró el corazón.
Yo era quien tenía la vacuna en esos momentos, la única vacuna existente que conocíamos. Si eso no era tener poder, ¿qué era?
En mi interior empezó a formarse una nebulosa determinación que no lograba identificar del todo. Teníamos que hablar con la doctora Guzman. Si lograba hablar con ella, en cuanto supiera exactamente qué tenían planeado hacer ella y los científicos del CCE, podría decidir… lo que fuera que tuviera que decidir.
En el siguiente cruce, eché un vistazo a los carteles de las calles y empecé a comprobar las puertas de las casas por las que íbamos pasando. La tercera estaba abierta de par en par y tenía el pomo de la puerta roto. Examinamos rápidamente la casa, pero no nos pareció que nadie hubiera pasado hacía poco por allí. Al ver los armarios medio vacíos y la cocina desierta, deduje que la familia que había vivido allí había cogido los objetos más valiosos y se había marchado precipitadamente.
Colocamos la radio encima de la mesa de la cocina. Durante un breve instante, me aterrorizó la posibilidad de que, en alguna de las ocasiones en que habíamos hablado con el CCE, los guardianes hubieran tropezado con la frecuencia que empleábamos. Pero Drew era el experto de radio de los guardianes, de modo que, si nos hubieran estado escuchando, él lo habría sabido y nos habría advertido. Íbamos a tener que ser rápidos, por si estaban barriendo las ondas.
Conecté la radio y cogí el micrófono. Se me pusieron los nervios de punta. No sabía lo que iba a decir exactamente, pero, bueno, ya se me ocurriría algo sobre la marcha.
—¿Hola? —dije—. Estoy intentando contactar con la doctora Guzman o con alguna otra persona del CCE. Si alguien del CCE oye esto, por favor, responda.
Esperamos alrededor de la mesa. Se oyó un ruido de interferencias y repetí el mensaje. Pasó un minuto, pero el altavoz no emitió ni un solo sonido claro. Sentí cómo la emoción y la expectación se desvanecían. Volví a dejar el micro en su sitio.
—No hay nadie.