DIECINUEVE

Durante el resto de la noche, cada vez que empezaba a quedarme dormida, algún sonido volvía a despertarme, y se me aceleraba el pulso con la convicción de que Nathan había vuelto con la llave y con su navaja. Pero no fue hasta que las luces del pasillo se iluminaron, ya por la mañana, cuando recibimos más visitas.

Un tipo al que no reconocí entró el tiempo justo para arrojar una caja de galletitas dentro de la celda donde estábamos Anika y yo. Estaban blandas y rancias, pero me tragué mi parte tan deprisa que casi no tuve ni tiempo de notarles el sabor. Me tocaron apenas dos puñados, a todas luces insuficientes para saciar mi hambre.

Acababa de pasarles el resto del agua a los chicos cuando Chay entró en el cuarto, con Connor a sus espaldas.

—Tú —dijo Chay señalando a Leo—. Eres el primero.

—¿El primero para qué? —preguntó Justin al tiempo que uno de los guardas abría la puerta.

Chay lo ignoró. En cuanto entró en la celda, Justin intentó darle un puñetazo.

—¡No! —grité.

Chay le cogió el puño sin ningún esfuerzo y le estampó el brazo contra los barrotes, al tiempo que le bloqueaba las piernas con las suyas. Justin se estremeció. Tenía la muñeca morada a causa de la escaramuza con Nathan del día anterior.

—Átale otra vez las manos a la espalda —le ordenó Chay a Connor, señalando a Leo con la cabeza—. Ya estoy harto de payasadas.

—Capullo —murmuró Justin.

Leo agachó la cabeza, mientras Connor se lo llevaba de allí. Por la cara que ponía, parecía como si se estuviera mordiendo la lengua. Chay soltó a Justin y los siguió.

Me acerqué a la puerta y vi cómo sacaban a Leo al pasillo y se lo llevaban a empujones hacia la derecha. No podía hacer nada. Tiré de las esposas, como si creyera que se podían haber dado de sí por la noche, y el metal me pellizcó en la muñeca. El dolor no era más que una leve distracción del miedo que se había apoderado de mí.

—Lo siento —se disculpó Justin, para mi sorpresa, con voz apagada—. Ha sido una estupidez. Y lo de anoche también —añadió, y apoyó la cabeza en los barrotes—. «Elige bien tus guerras», solía decirme siempre mi padre. Ya sé que seguramente no podría con ese tío ni aunque dispusiera de las dos manos, pero no os podéis ni imaginar las ganas que le tengo.

—Yo también —admití—. Pero si logramos salir de aquí, dudo mucho que sea peleando. No quiero que termines más herido de lo que ya estás, ¿vale?

Si Drew lograba llevar a cabo su plan, fuera el que fuera, lo íbamos a necesitar recuperado y en condiciones de correr.

—Sí —dijo Justin, que se retorció las esposas con gesto abatido. Si tener que pasar tres días sentado en el remolque lo había sacado de sus casillas, no quería ni imaginarme lo que debía de suponer para él verse encerrado de aquella manera—. No volveré a hacerlo —añadió entonces en voz baja—. No si no nos puede resultar útil.

Anika tenía la mirada fija en la puerta por la que acababa de desaparecer Leo.

—¿Qué crees que le van a hacer? —preguntó.

—No lo sé —dije—. Pero, sea lo que sea, lo mejor será no abrir la boca.

Anika me miró y luego volvió los ojos hacia los guardas que había al otro lado de la puerta. Cuando volvió a hablar, su voz se había convertido en un murmullo.

—Al tipo de ayer lo conocías —dijo.

Se había percatado de la conversación que había mantenido con Drew. Se me tensaron los hombros. En ningún momento le había dicho que mi hermano estaba con los guardianes; la última vez que habíamos hablado con él, Anika todavía no se había unido a nuestro grupo. Y ahora aquella información era peligrosa.

—Dijiste que tenías un… —empezó a decir, pero yo la corté en seco: no podía saber si los guardas nos estaban escuchando.

—Tampoco digas nada sobre eso, por favor.

Anika bajó la mirada.

—Vale —dijo—. Detesto todo esto —añadió.

Tuve la sensación de que no había pasado demasiado tiempo cuando Chay y Connor volvieron, sin Leo, y se llevaron a Justin a rastras. Anika se quedó apoyada en la pared, en silencio, pero, de pronto, se había puesto pálida.

—Solo intentan meternos miedo —le aseguré—. ¿Quién dice que no los han metido en otra sala y que los han dejado allí?

Sin embargo, fuera como fuera, la táctica estaba dando resultado: tenía miedo. A lo mejor era verdad, a lo mejor no les estaban haciendo daño a Leo y a Justin, pero lo más probable era que sí se lo estuvieran haciendo. ¿Hasta dónde llegaría Michael de entrada?

«No muy lejos», supliqué para mis adentros. «Que no les pase nada, por favor».

Chay y Connor volvieron por tercera vez y se llevaron a Anika sin mediar palabra. De repente, se me ocurrió otra posibilidad que hizo que se me cayera el alma a los pies.

¿Y si Nathan estaba detrás de aquello? ¿Podía ser que hubiera convencido a Michael para recurrir a la tortura? Me dije que, de ser así, no habría dejado pasar la ocasión de venir a burlarse de nosotros mientras se nos llevaban, pero a lo mejor prefería mantenernos en suspense.

Tenía que estar preparada para cualquier cosa, hacer de tripas corazón y estar dispuesta a enfrentarme a lo peor que me pudiera imaginar.

Esperé un buen rato sola en la celda, mucho más tiempo del que Chay y Connor habían tardado las veces anteriores. Finalmente, me obligué a sentarme en el suelo y me concentré solo en respirar. Ninguno de los demás podía revelar dónde estaba la vacuna, porque no tenían ni idea. Y si hubieran revelado tal información, desde luego que ya habría venido alguien a buscarme.

Así pues, Michael todavía estaba intentando convencerlos para que hablaran. No es que fuera un pensamiento alentador.

Cuando Chay volvió a aparecer en la puerta, y durante una centésima de segundo, me invadió una sensación casi de alivio que inmediatamente se vio reemplazada por miedo. Volvió a atarme las esposas a la espalda, y él y Connor me sacaron del cuarto.

En el pasillo, giramos a la izquierda, en lugar de hacerlo a la derecha. Yo intenté mirar hacia atrás, para ver adónde se habían llevado a los demás, pero Connor me pegó un manotazo en la cabeza.

—Andando —gruñó Chay.

Me llevaron hasta una puerta lateral que daba a un patio asfaltado contiguo al edificio principal. Aparcado junto a la acera había uno de los coches patrulla. Michael estaba apoyado en el capó, los ojos ocultos tras unas voluminosas gafas de sol. Los cristales reflejaban el cielo azul pastel.

Chay me pegó un empujón para que fuera hacia él. Michael se levantó y se le deslizó la pistolera sobre la cadera.

—Quítale las esposas —dijo—. Y dámelas, junto con las llaves.

Si a Chay le pareció que la petición de su jefe era un poco extraña, no lo reveló. Con un clic, la presión a mis muñecas desapareció. Michael abrió la puerta del acompañante del coche. Me lo quedé mirando.

—Sube —dijo secamente.

¿Me iba a llevar de vuelta a la casa donde nos había encontrado Chay? A lo mejor a uno de los otros se le había escapado que la vacuna tenía que estar allí. Dudé un momento, pero entonces se le tensó la boca y me metí en el coche. Dentro olía vagamente a tabaco.

—Cuando vuelva a necesitarte, te avisaré por radio —le dijo Michael a Chay.

A continuación, dio la vuelta por delante del coche y se sentó a mi lado. Yo no sabía adónde mirar, de modo que observé mis manos. Las esposas me habían levantado la piel en la muñeca izquierda, la que había tenido atada durante la noche, pero las marcas no eran ni mucho menos tan horribles como las que Nathan le había dejado a Justin.

—¿Dónde están mis amigos? —pregunté.

—Donde yo quiero que estén —dijo Michael—. Abróchate el cinturón.

En cuanto lo tuve abrochado, Michael se inclinó sobre mí y cogió un pañuelo de la guantera.

—Gira la cabeza —dijo.

Me puse tensa.

—¿Por qué?

—Porque te voy a cubrir los ojos. A menos que prefieras que te meta en el maletero, claro.

Me volví hacia la ventana. Él me cubrió los ojos con el pañuelo y le hizo un nudo en la nuca. Entraba una franja de luz por los bordes, pero, por lo demás, no podía ver nada de nada.

—¿Primero me quitas las esposas y luego me vendas los ojos? —pregunté, aunque en realidad no esperaba una respuesta.

—No necesito que lleves esposas —dijo, y se apartó—. Cuando te has pasado veintiún años trabajando como policía y encargándote de criminales de verdad, no ves a una adolescente como una amenaza. Un solo gesto fuera de sitio y te dispararé en algún lugar que te dolerá mucho. Pero he pensado que querrías evitar eso y que estarías más cómoda sin las esposas. Solo intento ser razonable. Pero no puedo dejar que veas adónde vamos. —Hizo una pausa—. ¿Te tengo que volver a poner las esposas?

—No —respondí inmediatamente.

Aún en el caso de que creyera que podía superarlo de alguna manera, ¿qué iba a conseguir? ¿Tener un accidente en el que podía hacerme tanto daño como él? ¿Quedarme tirada en medio de la nada con un coche averiado y poco más?

—Solo intento ser razonable —repitió—, o sea, que hazme un favor y sé razonable tú también.

Arrancó y el coche empezó a avanzar. Intenté relajarme en el asiento, pero la negrura que tenía ante los ojos resultaba muy desconcertante. Cogimos una curva y me asusté, porque no la había visto venir.

Fui asimilando el resto de lo que Michael había dicho mientras avanzábamos. ¿Había sido policía? ¿Una de las personas que se suponía que debía protegernos?

Tenía los puños cerrados sobre el regazo. Era evidente que, en cuanto las cosas se habían puesto feas, había renunciado a aquella misión. Y en cuanto a su comentario sobre criminales de verdad…, ¿en qué creía que se había convertido él? ¿A qué se habrían dedicado sus socios, Nathan, Chay o Marissa, en su vida anterior? Seguramente no habían sido maestros de parvulario.

Era incapaz de pensar en nada menos razonable que lo que Michael se había dedicado a hacer durante los últimos meses: perseguir a un grupo de adolescentes, atosigarlos e intentar matarlos; saquear todos los hospitales y reunir a los médicos supervivientes, cuando tal vez habría bastado con uno de ellos para salvar a Gav; dispararle a Tobias, al que alguien aún podía curar, mientras estaba desarmado y solo en el bosque; esposarnos en aquellas celdas.

El cuerpo de Gav envuelto con una sábana azul claro. Los moratones de la mejilla de Leo y del brazo de Justin. ¿Cuál era la parte «razonable» de todo eso?

Cuando el coche se detuvo y Michael puso el freno de mano, debajo del terror que sentía, me consumía la rabia.

—Ya te puedes quitar la venda —me indicó Michael—. Ahora vamos a salir.

Me aparté el paño de los ojos. Había dejado el coche en un aparcamiento, delante de un edificio de una sola planta, con las paredes cubiertas con planchas de aluminio gris. Alrededor no había nada más que bosques.

Michael parecía estar esperando a que yo diera el primer paso, de modo que salí al asfalto. Él cerró las puertas después tras de sí y me acompañó hasta el edificio.

—¿Qué vas a hacerme ahí dentro? —le pregunté, intentando disimular el pánico y que mi voz sonara desafiante.

—Quiero que veas algo —respondió él—. Vamos.

No me pareció una respuesta demasiado esclarecedora, pero Michael me hizo otro gesto para que me pusiera en marcha y yo obedecí. Al llegar a la puerta del edificio, se sacó un llavero del bolsillo. Dentro, había una linterna encima de una mesita, al fondo del pasillo. La cogió y metió una llave en el cerrojo de la segunda puerta. Cuando esta se abrió, encendió la linterna.

—He equipado este lugar con tres generadores —explicó—. Dos de ellos de seguridad. Y dispongo de reservas de combustible para tenerlo en funcionamiento durante años, pero no pienso gastarlo en demostraciones.

Michael entró, pero yo me quedé en el pasillo. Una parte de mí quería echar a correr, pero ¿echar a correr hacia dónde? Me pegaría un balazo en una pierna antes de que pudiera alejarme ni dos metros.

Con cautela, me acerqué al umbral. Seguí el haz de la linterna con la mirada y de pronto me quedé sin aliento.

La sala se parecía al laboratorio de papá, pero multiplicado por diez. Había mesas llenas de recipientes de cristal, microscopios y decenas de máquinas que no sabía ni qué eran ni cómo se llamaban. En la estantería de la esquina había máscaras antigás y lo que parecían trajes de protección contra amenazas biológicas. En la pared opuesta había cinco congeladores de tamaño industrial.

—En cuanto me enteré de la existencia del prototipo de la vacuna, empecé a buscar un lugar donde montar esto —aseguró Michael—. Lo he equipado siguiendo los consejos de mis virólogos y de los dos médicos que tengo y que cuentan con experiencia en producción de vacunas. Terminamos de organizarlo todo hace dos días. Con este equipo, casi somos capaces de producir de forma masiva. Contamos con nueve médicos aquí que nos pueden ayudar, y si es necesario puedo llamar al norte y pedir que nos manden más. De momento, los materiales de los que disponemos y que necesitan estar almacenados en frío se quedarán en el centro de entrenamiento, hasta que llegue el momento de utilizarlos.

—¿Por qué me enseñas esto? —pregunté, como si la visión no me hubiera provocado un estremecimiento de excitación. Ya me imaginaba a los científicos trabajando en el laboratorio, creando un frasco tras otro de vacuna, hasta que tuviéramos suficiente para que el virus no pudiera matar a nadie más. Parecía tan real, tan al alcance de la mano…

—Quiero que sepas que no soy un capullo que se dedica a apropiarse de cualquier cosa que parezca valiosa —dijo Michael—. Si la vacuna llegara a mis manos, dispondría de los medios necesarios para producir más. Es posible que disponga de unas instalaciones más eficientes que esos cobardes del CCE. No caería en malas manos.

Me había preguntado si tendría planes para reproducir la vacuna, pero nunca me habría imaginado que sería tan ambicioso y que se propondría abordar una empresa de aquellas dimensiones. Y, sin embargo, una sensación de inquietud había empezado ya a abrirse paso a través de mi asombro.

—Eso depende de lo que entiendas por «malo», ¿no crees? —respondí—. ¿Qué harías con la vacuna, una vez que hubieras producido más? ¿Qué tendría que hacer la gente para conseguirla?

Michael apagó la linterna y me llevó de vuelta al pasillo.

—La gente no da valor a lo que pueden conseguir gratis —dijo—. Y tampoco respetan a quien lo reparte.

—O sea, que te importa más que te respeten que salvar vidas —dije. Ahora que el laboratorio había desaparecido en la oscuridad, la excitación momentánea que este me había producido empezó a sucumbir ante mi rabia.

—¿Y para ti es más importante mantener la vacuna lejos de mi alcance que asegurarte de que alguien la pueda recibir? —respondió él.

Tragué saliva. Porque la cuestión podía quedar reducida a eso, ¿verdad? Cada día que nos resistiéramos estaríamos un día más cerca de que las muestras desaparecieran o se echaran a perder.

—No depende solo de mí —dije.

Michael me estudió, inexpresivo, antes de responder:

—Pues yo creo que sí.

Me obligué a fruncir el ceño y adoptar lo que esperaba que pasara por una expresión confundida.

—¿De qué hablas? Cada uno de nosotros ha…

—Sí, ha escondido una parte del rompecabezas, ya he oído la historia. Y os he visto a los cuatro y he hablado con tus amigos. Cualquiera que haya pasado tanto tiempo en las calles, como yo, aprende a calar a la gente y desarrolla un sexto sentido para detectar bolas. No existe ningún rompecabezas. Tú sabes dónde está todo. Si quisieras, podrías entregarme la vacuna ahora mismo.

—Te equivocas —le repliqué, ignorando el latido de mi corazón—. Supongo que no calas a la gente tan bien como crees.

—Tú di lo que quieras —respondió él—, pero cada día mi gente sale ahí afuera y se arriesga a contagiarse, lo mismo que los médicos y las enfermeras que los examinan, y, mientras no dispongan de una vacuna que los proteja, siempre habrá alguno que se ponga enfermo. Y que muera. Y la culpa la tendrás tú. ¿En serio crees que los del CCE serán los héroes de la historia y ofrecerán una vacuna a todo aquel que la pida, gratis? ¿Que los que trabajan allí son tan especiales que vale la pena arriesgarse a perder la vacuna? No importa qué títulos tengan, siguen siendo seres humanos. Además, aquí ya no hay más leyes que las que nos damos nosotros mismos.

Sus insinuaciones me picaron, pues me hicieron pensar en la doctora Guzman, que había insinuado que iban a negar la vacuna a alguna gente. Sí, era posible que tuvieran sus propias exigencias a la hora de repartir la vacuna, pero no era lo mismo.

—Por lo menos ellos no nos han intentado matar —dije—. ¿Cuánta gente ha muerto, no por culpa del virus, sino por culpa tuya, directamente?

Al final, logré arrancarle una reacción. Una chispa le encendió la mirada.

—Eso no es lo único que he hecho, créeme. También he salvado bastantes vidas.

—¿Y qué vas a hacer con nosotros si no hablamos? —le pregunté—. ¿Dejar que Nathan nos haga papilla? Porque así es como funciona, ¿no? Tú te sientas detrás de tu mesa de escritorio, como si fueras un director general, y dejas el trabajo sucio para los demás. Así, puedes fingir que no va contigo y te puedes comportar ante tu hija como si solo te encargaras del papeleo.

Las palabras me salieron de dentro como un torrente de rabia, pero en cuanto terminé de hablar me dio un escalofrío. Prácticamente, le acababa de pedir que me torturara él mismo en persona.

Michael abrió la boca, pero en el último momento pareció morderse la lengua. Se le ablandó el gesto y su mirada adoptó un aire de tristeza, o tal vez de pena. De inmediato, volvió a endurecer el rostro, tan rápido que me costaba saber si lo que había visto en su mirada había sido de verdad…, pero sí, sabía lo que había visto.

—Hago lo que tengo que hacer, nada más —finalizó.

Aunque a veces no le gustara, me dije yo. Colaboraba con el tipo de gente que se había dedicado a meter entre rejas. ¿Cómo iba a gustarle? Había aplicado lo que creía que era la estrategia perfecta: enseñarme el laboratorio y tratar de persuadirme de que lo mejor para mí era hacer lo que él decía. No me había puesto una mano encima.

Tal vez mi comentario había dado incluso más en el blanco de lo que yo había esperado. A lo mejor la mesa de escritorio y la estantería de libros eran justamente la barrera que ponía entre él y la realidad de lo que «su» gente hacía para obtener lo que deseaba.

—Puedo ser razonable —siguió diciendo Michael, recuperando su pose habitual—, pero también puedo no serlo. Necesito la vacuna y me vas a decir dónde está. Si mañana no has decidido soltar prenda, no me dejarás más remedio que adoptar un enfoque más doloroso. Y conozco técnicas mucho más efectivas que las que pretende utilizar Nathan.

La mirada que me dirigió en aquel momento fue simplemente glacial. No me cabía ninguna duda de que, si tenía que hacerlo, lo haría, que llegaría hasta donde hiciera falta.

Y una parte de mí incluso lo comprendía. Nadie tenía que contarme lo importante que era la vacuna. Pero ¿cuántas cosas horribles había tenido que hacer yo para protegerla o para proteger a mi gente? No creía que las decisiones que había tenido que tomar para llegar hasta allí hubieran podido ser mucho mejores, pero a lo mejor Michael pensaba lo mismo, por mucho que él hubiera hecho cosas mucho peores.

—Nos lo pensaremos —dije.

Me llevó de vuelta al coche y volvió a ponerme la venda en los ojos. Mientras nos alejábamos del laboratorio, yo iba sumida en mis propios pensamientos.

Cuando Anika nos había hablado de Michael por primera vez, yo me había formado la imagen de una mente criminal y sádica, pero estaba claro que esa imagen no se ajustaba a la realidad. ¿Cómo se lo montaba un policía corriente para llegar hasta allí? ¿Cuánto había tenido que alejarse de su vida anterior para terminar haciendo lo que hacía en aquel momento?

Imaginé que trabajar en la calle debía de haberle permitido conocer a mucha gente, el tipo de gente a la que uno recurre cuando necesita salir de situaciones peligrosas. Personas a las que no les tiembla el pulso si tienen que tomar medidas desesperadas para mantenerse con vida. Si querías sobrevivir y proteger a tu hija, podía resultarte muy útil tener a ese tipo de personas de tu lado. Y, desde luego, Michael sabía mantenerlos a raya.

—He oído que vienes del oeste —dije—. De la Columbia Británica.

Tardó tanto en responder que ya creía que no iba a tomarse la molestia.

—Vancouver —respondió finalmente.

—¿Y no tenías bastante con lo que había allí?

—No sé si te has dado cuenta, pero a la gripe cordial no le importa cuánta gente tengas a tu lado, cuánta comida acumules, ni de cuántos vehículos dispongas. No pararé hasta que la pueda detener.

Y ese era el motivo por el que había estado reclutando doctores y acumulando material médico, y por el que había partido hacia el sur para vigilar al CCE, según había dicho Drew, antes incluso de enterarse de que existía la vacuna.

—¿Y entonces? —le pregunté—. ¿Qué harías si tuvieras la vacuna y todos los que pudieran permitirse pagar el precio ya la hubieran comprado?

—Quedarme sentado detrás de mi escritorio, supongo —respondió, sarcástico.

Intenté imaginarme un mundo donde Michael controlara la vacuna. A lo mejor no podría hacer mucho más que seguir actuando como hasta entonces. Iba a necesitar comida, alojamiento… y protección. Seguro que Nathan no era el único con ganas de desbancarlo.

Y, por lo tanto, seguiría alimentando un mundo regido por la violencia, en el que uno solo podría elegir entre ser víctima o culpable. Un mundo que, sospechaba, tampoco le gustaba.

El coche se detuvo antes de lo que esperaba, pero cuando me quité la venda volvíamos a estar en el centro de entrenamiento. Cuando atravesamos la verja de la entrada, Samantha, que estaba en cuclillas junto a la reja, levantó la cabeza. Nikolas estaba a su lado y el gato que había perseguido el día anterior correteaba por el césped, atado con una correa. La niña debió de verme a través de la ventanilla del coche, porque me saludó con la mano, entusiasmada, y señaló el gato. El truco del atún debía de haber funcionado.

—También es para ella, claro —dijo Michael cuando entramos en el aparcamiento—. No se trata solo de personas como Nathan o Chay. Samantha podría verse expuesta accidentalmente al virus en cualquier momento. Podrías condenarla a ella junto con todos los demás.

No supe qué responder.

Salió del coche. Marissa y un tipo al que nunca había visto antes se acercaron hacia nosotros, procedentes del edificio principal.

—Veo que eres una mujer inteligente —me dijo Michael—. Espero que tomes una decisión inteligente.

A continuación, Marissa me esposó y Michael se marchó hacia el edificio, sin volverse ni una sola vez.