Nunca sabré qué habría dicho Michael, porque antes de que pudiera hablar se oyó un grito infantil procedente del pasillo. Todas las cabezas, incluida la mía, se volvieron hacia la puerta, justo a tiempo para ver cómo un gato atigrado entraba en el gimnasio. Mientras este echaba a correr pegado a la pared, apareció en la puerta una niña desgarbada con una tupida coleta. Al ver a la multitud reunida ante la mesa del escritorio, se paró en seco y se puso colorada. Un hombre de pelo canoso apareció corriendo tras ella, jadeando. El gato se detuvo junto a la estantería y se volvió a mirarlos. Agitó la cola hacia delante y hacia atrás, con el pelo erizado.
La niña se le acercó lentamente, pero tenía los ojos fijos en Michael. Se apartó un rizo que había escapado de su coleta y se lo colocó detrás de la oreja.
—Perdona, papá —se disculpó, con una voz que sonó demasiado madura para su edad, teniendo en cuenta que no tendría más de nueve o diez años—. Ya sé que estás trabajando, no quería que se me escapara… Pero es que corre mucho.
«Papá». Me quedé mirando a Michael como si pudiera haber alguna duda de con quién hablaba. Sus labios esbozaron una sonrisa de medio lado.
—Ahora mismo estoy ocupado, Samantha —dijo con una dulzura que me sorprendió aún más—. El gato no se irá a ninguna parte. ¿Por qué no vuelves a tu cuarto con Nikolas? Te iré a ver cuando tenga un mejor momento.
Samantha se acercó un poco más al felino.
—Podría escaparse del edificio —insistió—. ¿Y si termina en el aparcamiento y alguien la atropella?
—Es culpa mía —afirmó el hombre del pelo canoso, que imaginé que era Nikolas—. Camille ha encontrado el gato en el jardín y lo ha traído para Sam. No esperábamos que echara a correr así.
Samantha dio un paso más, pero el gato salió por patas y se escabulló por debajo de una estantería con balones de baloncesto. La niña se puso en cuclillas y le dirigió una mirada anhelante.
—No le quiero hacer daño —dijo, y se le quebró la voz—. ¿Por qué no deja que la cuide?
Por primera vez desde que Chay y los demás habían entrado en la casa, me encontraba ante un problema que sabía cómo solucionar.
—Dale algo de comida —le sugerí precipitadamente, sin darme tiempo a pensarlo dos veces y refrenar el impulso—. Una lata de atún o de salmón, si tienes. Pero, si quieres que confíe en ti, vas a tener que dejar que sea ella la que se acerque.
Samantha se irguió y se me quedó mirando con sus ojazos marrones. Vi cómo se fijaba en las esposas, en la extraña pose y en la cara magullada de Justin. Frunció el ceño.
—¿Quiénes son? —le preguntó a su padre.
—Una gente con la que es muy importante que hable —respondió Michael, al tiempo que Nikolas ponía una mano sobre el hombro de la niña—. Ve a echar un vistazo al almacén, a ver si encuentras una lata de atún. Y entonces espera hasta que yo te diga. El animal debe de estar aún más asustado con tanta gente.
—Vale —contestó la niña, agachando la cabeza.
Nikolas se llevó a la niña del gimnasio. Michael no se volvió hacia nosotros, sino hacia Nathan. El señor Impecable se había desinflado visiblemente con la aparición de la niña, pero levantó la afilada barbilla.
—Bueno, ¿qué? ¿Vas a hacer algo con ellos? —le preguntó a Michael.
—Primero voy a dejar que pasen un rato reflexionando sobre las opciones de que disponen —dijo. Nathan abrió la boca para protestar, pero Michael lo cortó en seco—. ¿Sabes qué obtendrías con el tipo de tortura que propones? Desvaríos absurdos de personas que están tan desesperadas porque no son capaces ni de pensar. Llevamos semanas esperando echarle el guante a la vacuna y no pienso tirarlo todo al traste por tu impaciencia. Descubriremos lo que necesitamos saber.
»Chay, Marissa, Connor, llevadlos a las celdas —añadió—. Quiero guardias de vigilancia, dos personas a la vez, en turnos de cuatro horas. Si alguno de ellos decide hablar, avisadme inmediatamente por radio. Por lo demás, pasaré cuando termine —dijo. A continuación, hizo un gesto dirigido a los curiosos—. Y los demás, volved al trabajo. Sé que todos tenéis algo que hacer.
No me di cuenta de que nuestro interrogatorio había terminado hasta que Connor tiró de mí para que lo siguiera. Junto con Leo, nos empujó para que camináramos ante él; detrás iba Chay junto a Anika; Marissa cerraba la marcha, con Justin cogido del brazo. Me dieron ganas de girarme e intercambiar una última mirada con Drew, que seguía en medio de la multitud, pero conseguí reprimir el impulso. No sabía qué pintaba allí mi hermano, no tenía ni idea de qué había estado haciendo desde que habíamos hablado por última vez, pero era nuestra mejor opción para salir de allí y no pensaba ponerla en riesgo.
El grupo de Chay se nos llevó por unas escaleras que daban a un pasillo subterráneo de color beis, iluminado de forma aún más débil que el pasillo de la planta superior. Al doblar una esquina nos encontramos ante tres celdas con rejas. En cada una había una papelera de plástico y nada más.
—Las chicas en una, los chicos en la otra —ordenó Chay.
Marissa y Connor nos obligaron a entrar a empujones.
—¿Les dejamos las esposas puestas? —preguntó Connor.
—Atadlos a los barrotes —ordenó Chay—. ¡Uno a uno!
Yo tenía los brazos tan entumecidos que no habría podido plantar cara ni aun queriendo. Connor me quitó la esposa de la mano derecha y la cerró alrededor de uno de los barrotes verticales que formaban una pared entre las dos celdas. Cuando nos tuvieron a todos atados, Chay cerró las puertas de la celda con una llave que se guardó en el bolsillo.
—Tú y yo nos encargaremos del primer turno —le dijo a Connor—. Marissa, busca a uno de tus amigos y vuelve dentro de cuatro horas.
Salieron todos al pasillo y oímos el eco de los zapatos de Marissa sobre el suelo de hormigón mientras se alejaba. Pero entonces vi el hombro de Chay, que asomaba por la puerta. Fingían que nos dejaban solos, pero estaban atentos a lo que pudiéramos decir.
—Vaya mierda —dijo Justin, que se sentó en el suelo. Tenía las esposas atadas a una barra horizontal, que le quedaba a la altura de la cintura, por lo que debía mantener la mano levantada.
Apoyó el codo en la rodilla. Moví los hombros hacia delante y hacia atrás, intentando aliviar los pinchazos que notaba en los músculos. Traté de concentrarme en eso para no pensar en los posibles horrores que Michael podía estar tramando contra nosotros en aquel preciso instante.
Leo estaba atado en el lado opuesto de la misma pared que yo. Apoyó la cabeza en los barrotes, por la parte de la mejilla no magullada. Me estiré y logré por poco acariciarle los dedos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Supongo que no tengo nada roto —dijo—. Todavía puedo respirar, podría haber sido mucho peor. Aunque duele, eso sí —confesó, y se llevó la mano libre a la mejilla—. Voy a tener que evitar sonreír durante un tiempo.
—De todos modos, no tenemos demasiados motivos para la alegría —dije.
—No sé. Yo me alegro bastante de no tener cerca al energúmeno ese de Nathan. Y… lo que hemos visto en el gimnasio…
Drew.
Leo me miró y bajó la voz.
—Solo tenemos que esperar el momento oportuno.
—Sí —dije, pero no pude añadir nada más.
¿El momento oportuno? Aunque tuviéramos a Drew de nuestro lado, nuestra situación parecía desesperada. Estábamos esposados por detrás de unos barrotes, y rodeados de decenas de personas que se habrían alegrado de vernos morir de no ser por la información que creían que teníamos. No necesitábamos un momento oportuno, sino varios. Uno tras otro. Y los necesitábamos antes de que Michael lograra vencer nuestra resistencia.
Parpadeé con fuerza y me aferré a la serenidad forzada que me había permitido llegar hasta allí.
—Oye —dijo Leo, que se acercó a mí, pasó una mano por encima de la otra y cogió la mía—. No es todo culpa tuya. Estamos juntos en esto.
Casi sin querer, solté una carcajada histérica.
—Eso no hace que me sienta mucho mejor, la verdad. Apuesto a que preferirías mil veces haberte quedado en la isla.
—No —aseguró él, impertérrito—. Me alegro de haber venido.
—¿Cómo puedes decir eso?
Leo no respondió inmediatamente.
—Ya sabes que, cuando llegué a casa, estaba jodido, presa del sentimiento de culpa por todas las cosas horribles que había tenido que hacer para volver… Pero he dispuesto de mucho tiempo para pensar y para hacerme a la idea de cómo están las cosas —dijo, y me cogió la mano con más fuerza—. Esta mañana le he salvado la vida a un niño. Así de fácil. A lo mejor ha sido una manera de empezar a compensar todas las cosas odiosas que he vivido. Se nos presentan, todo el tiempo, ocasiones de hacer cosas así, cosas buenas. Tú has tenido una cuando has hablado con la hija de Michael, y se nos presentarán más. No pienso rendirme aún.
—Vale —dije, y mi desesperación retrocedió unos centímetros.
Drew había acudido a nuestro rescate antes, y tenía que confiar en que volvería a hacerlo. O que entre todos sabríamos encontrar la forma de salir de aquel desastre, como habíamos hecho tantas veces antes. Si no confiábamos en que íbamos a tener una oportunidad, lo mejor que podíamos hacer era rendirnos en aquel preciso instante.
—¿Qué creéis que va a hacer Michael? —preguntó Justin.
—No lo sé —respondí, aunque mentalmente había imaginado ya un montón de posibilidades desagradables. Ante mí, Anika estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en los barrotes y las rodillas encogidas—. ¿Tú tienes alguna idea? —le pregunté.
—Solo sé que no será nada bueno —aseguró—. Fijaos en este lugar y en cuántas personas ha logrado reclutar. Ya os lo dije, el tío sabe lo que tiene que hacer para conseguir lo que quiere —añadió con un escalofrío—. Y coincido con lo que ha dicho Leo sobre Nathan. Ojalá alguien le pegara un tiro.
—Parecía que a Michael no le habría importado hacerlo —observó Justin.
—Es posible —dijo Leo—. Pero si te libras de todas las personas dispuestas a encargarse del trabajo sucio, al final te toca hacerlo a ti.
No estaba convencida de que Michael fuera a decidir permanecer con las manos limpias. Nos había perseguido a través de todo el continente para conseguir la vacuna y no iba a rendirse justo ahora.
Me senté sobre el frío cemento e intenté apartar aquellos pensamientos de la mente. Para relajarme un poco, en la medida de lo posible, y estar más fuerte cuando, al final, Michael apareciera.
El tiempo iba pasando, pero la luz del sótano no cambiaba. No tenía ni idea de cuánto hacía que estábamos ahí abajo, hasta que se oyeron pasos en el pasillo y los guardias intercambiaron unas palabras antes de darse el relevo. Cuatro horas. Tenía hambre y me rugía el estómago, que me recordaba que no había comido nada desde el bocadillo de aquella mañana. Anika se pasó la lengua por encima de los labios.
—Eh —gritó, dirigiéndose hacia la puerta—. Necesito hablar con alguien.
Marissa asomó la cabeza, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres?
Anika se levantó y se acercó tanto como pudo a la parte delantera de la celda. Tenía la cabeza inclinada y los hombros caídos, con aspecto sumiso.
—Me preguntaba si nos podríais traer un poco de agua.
—¿Ahora pides favores?
—Ya me hago a la idea de que no se trata de que estemos cómodos —dijo ella, en el mismo tono tranquilo que había utilizado cuando nos habíamos conocido, después de seguirnos hasta el piso de Toronto—. Y es evidente que tienes que hacer tu trabajo. Pero seguramente es preferible que Michael no nos encuentre deshidratados del todo.
El ceño fruncido de Marissa no cedió ni un ápice y volvió a salir al pasillo sin decir una sola palabra. Creía que la táctica de Anika no había funcionado, pero, al cabo de un minuto, oí el crujir de una radio al otro lado de la pared. Un tercer par de botas se unió a los de los dos guardias y Marissa asomó por la puerta con una botella de agua en la mano.
—Es el agua que os corresponde hasta mañana —dijo—. Para todos. Espero que sepáis compartirla.
Tiró la botella entre los barrotes y volvió a salir. Anika intentó cogerla, y finalmente utilizó el pie para acercarla hasta donde se encontraba. La abrió y tomó un largo trago que me hizo darme cuenta de lo seca que tenía la boca. Cuando volvió a poner el tapón y me la pasó, casi llena, sonreía.
—Gracias —le dije, agradecida.
—No, gracias a ti —respondió ella, que me miró a los ojos antes de apartar la mirada—. Por intervenir cuando me han acorralado en la casa, me refiero… No sé qué habría hecho, la verdad.
Aquello parecía casi una confesión. Tomé un trago de agua, pero se me había hecho un nudo en el estómago. Lo único que nos mantenía con vida, a ella y a los demás, era no hablar. Solo podía esperar que no lo olvidara, con independencia de lo que Michael nos tuviera preparado.