DIECISÉIS

Se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Allí, en aquella casa, tal vez contáramos con cierta ventaja, pero en el terreno de Michael teníamos poco que hacer.

Además, marcharse de la casa implicaba dejar atrás la vacuna. Creía haberla encajonado bien debajo del embarcadero, pero ¿y si se la llevaba la corriente? ¿Y si alguien pasaba por allí y la veía?

Nuestros captores aún estaban debatiendo los detalles.

—¿Van a caber todos en el todoterreno? —preguntó Connor.

—Tienen un coche ahí fuera, lo podemos coger —dijo Marissa—. Es una furgoneta, seguro que va a la velocidad que te gusta a ti, Connor. ¿Quién tiene la llave?

Tendió la mano hacia los cuatro, pero no nos movimos. Cerré los puños con fuerza para intentar evitar el temblor de mis brazos.

—A ver —dijo Chay—, os voy a contar cómo va esto. Si nos dais la llave, podéis viajar cómodamente en los asientos de atrás; si no, os meteremos en el maletero del todoterreno. Vosotros mismos.

—¿Y si preferimos quedarnos aquí? —preguntó Justin—. Si Michael quiere hablar, que venga a vernos.

Chay se volvió hacia Connor.

—Ve a por las esposas.

Connor salió por la puerta delantera y, al cabo de un momento, volvió a entrar con una bolsa de lona que imaginaba que habrían dejado en el porche. Por su mirada me pareció que sonreía debajo de la mascarilla. Sacó un par de esposas de la bolsa y se las pasó a Chay. Antes de que yo pudiera procesar lo que estaba pasando, Chay ya me había cerrado una alrededor de la muñeca izquierda.

Mi cuerpo reaccionó automáticamente: me aparté de un tirón y alejé el otro brazo de su alcance. Mientras me retorcía el hombro, Leo se abalanzó sobre él. En aquel instante, me pareció que podíamos tener una oportunidad.

Pero entonces Chay descargó la culata de la pistola sobre la cara de Leo. Este se tambaleó, agarrándose la nariz mientras la sangre le cubría los labios y la barbilla. Justin hizo un gesto como para acercarse a nosotros, pero Connor lo detuvo con un puntapié en la pierna herida. En cuanto cayó al suelo, le clavó el codo en la espalda. Anika soltó un grito, pero antes de que pudiera dar un paso Marissa la cogió del pelo.

Yo le lancé una patada a Chay, pero este me esquivó, me dio la vuelta y me agarró por la otra muñeca. Sin darme tiempo ni a parpadear, me puso la segunda esposa y me arrojó contra el sillón. Choqué de forma dolorosa, pues tenía las manos atadas a la espalda.

—Vais a venir con nosotros, lo queráis o no —dijo Chay, que al parecer ni se había inmutado—. ¿Alguien quiere cambiar de opinión?

Lo vi claro: no podíamos hacer nada contra ellos. Y si no teníamos más remedio que acompañarlos, por lo menos quería poder ver adónde nos llevaban. Y, por ese motivo, no quería decir nada, para que no notaran que yo era la líder del grupo.

Levanté la cabeza e intenté captar la mirada de Anika. Marissa la había colocado de lado y le había puesto otras esposas. Me volví hacia los demás. Connor estaba arrodillado encima de Justin, que seguía tendido en el suelo. Leo, que se había llevado la manga a la cara para detener la hemorragia, se percató de mi mirada de desesperación.

—Dales la llave, Anika —dijo, con la voz quebrada por el dolor.

Había empezado a salirle ya un moratón marrón sobre el pómulo derecho y tenía la nariz levemente torcida. Temblé de cólera. ¿Y si Chay le había hecho daño de verdad? ¿Entonces qué? ¿Iba a patearle el trasero como no había sido capaz de hacerlo hacía un minuto, cuando todavía tenía las manos libres? Cerré los ojos y mi rabia se evaporó tan rápido como había llegado. Seguíamos vivos, pero estábamos indefensos. Lo mejor sería no provocarlos para que no se encarnizaran aún más.

—No puedo —contestó Anika, con un tintineo de esposas—. Las llevo en el bolsillo de delante.

Marissa se las cogió.

—Tú irás con Connor —le dijo Chay—. Creo que yo me puedo encargar de estos dos críos a solas.

Connor levantó a Justin, que se tambaleó al tiempo que intentaba apoyar todo su peso sobre la pierna sana. Tenía los ojos peligrosamente desorbitados. Me retorcí hasta que logré incorporarme y le toqué el tobillo bueno con la puntera de la bota.

—Eh —le dije.

«Tranquilo», quise añadir. O, más concretamente: «No hagas que te maten». Aquel era uno de esos momentos en los que las heroicidades no nos iban a hacer ningún bien. Justin me miró y seguramente mi expresión fue lo bastante elocuente. Su rabia se desvaneció, como si, de pronto, hubiera caído en la cuenta de lo que yo ya había comprendido: lo mejor que podíamos hacer, dadas las circunstancias, era seguirles la corriente.

—Veo que vosotros dos sois muy amigos, ¿por qué no viajáis juntos? —dijo Connor, que empujó a Justin y me hizo un gesto para que me levantara. Eso hice, tambaleándome pero sin quejarme. Chay esposó a Leo—. Coged todas sus cosas —les ordenó a los demás, al tiempo que agarraba la radio—. Michael lo querrá ver todo.

Recogieron nuestras bolsas y nos obligaron a salir bajo la lluvia. Chay indicó a Leo y a Anika que caminaran ante él y se los llevó por el camino de acceso apuntándolos con la escopeta. Marissa abrió las puertas de la furgoneta, y nos metió a Justin y a mí a empujones en la parte de atrás. Justin dio un respingo cuando pisó con el pie malo, pero no abrió la boca.

—A Michael todo esto no le va a hacer ninguna gracia —murmuró Connor mientras se sentaba detrás del volante.

Marissa se dejó caer en el asiento del copiloto y se volvió de lado para poder tenernos controlados.

—Eso es problema suyo —señaló, y nos dirigió una sonrisa malévola.

Nada más llegar a la primera curva del caminito, vimos el todoterreno blanco. Chay nos hizo un gesto con la mano y se puso en marcha ante nosotros. Connor lo siguió hasta la carreterita por la que Justin y Anika debían de haber caminado no hacía ni media hora.

Miré por la ventana, atenta a señales y puntos de referencia: necesitábamos saber cómo volver hasta allí. Al cabo de un momento, me fijé en Justin y vi que estaba haciendo lo mismo. «Perfecto», pensé mientras volvía a mirar por la ventana. Era mejor contar que los dos pudiéramos recordar cosas sobre cómo volver hasta aquella casa.

Mientras tuviera algo en lo que concentrarme, no me iba a costar mucho ignorar el dolor que se propagaba desde la parte trasera de mi cabeza. Así no tendría que pensar en todas las formas que se le podían ocurrir a Michael para sonsacarnos la información que quería. O, mejor dicho, para sonsacármela a mí. Porque bastaba con que alguno de los demás se viniera abajo y admitiera que yo lo había escondido todo para que el asunto quedara reducido exclusivamente a mí.

A pesar de mis esfuerzos, empezó a revolvérseme el estómago. ¿De cuánto tiempo disponíamos antes de que todo aquello dejara de importar? Ahora el agua del río estaba helada, pero el clima se iría calentando. Las muestras sobrevivirían unos días, tal vez una semana. ¿Era razonable esperar que fueran a durar más que eso?

Tenía los brazos doblados a la espalda. Me dolían. Los minutos se nos escurrían entre las manos. Finalmente, el bosque dejó paso a un puñado de pueblecitos separados entre sí por pequeños campos de labranza. Connor seguía el todoterreno de cerca. Chay conducía deprisa y me pregunté cómo estaría Leo. ¿Qué complicaciones podían derivarse de una nariz rota?

Pasamos una serie de campos abandonados, luego otro pueblo y dos granjas. Chay giró primero a la izquierda y luego a la derecha. La lluvia había amainado, pero el cielo todavía estaba demasiado nublado como para que se distinguiera el sol.

Cuando el todoterreno finalmente redujo la marcha, tuve la sensación de que habían transcurrido por lo menos dos horas. El coche tomó una carretera serpenteante que salía de la autopista y la siguió hasta llegar a una verja de tela metálica. Detrás de la verja había un camino que zigzagueaba entre pastos y que, finalmente, iba a dar a una serie de edificios de ladrillo y hormigón. Una mujer con una radio colgando de la cintura salió de la cabina de control que había al otro lado de la verja y habló un rato con Chay antes de abrir la verja. Connor siguió el todoterreno hacia el interior del complejo.

Un descapotable rojo, que relucía como si lo acabaran de encerar, se nos acercó a toda velocidad por el camino. Al vernos, el conductor detuvo el vehículo. Frenó en seco, pero las ruedas no derraparon.

—Nathan —gruñó Marissa—. Como se puede ser tan fantasma.

Connor bajó la ventanilla para oír qué pasaba. El tipo del descapotable estaba inclinado hacia el todoterreno, con el pelo castaño peinado hacia un lado y una sonrisita burlona en su rostro infantil.

—¿Ya vuelves con el rabo entre las piernas? —le preguntó a Chay—. Llegas antes de lo previsto, ¿estás seguro de que lo has intentado?

Chay respondió en un tono de voz que sugería que a él Nathan le caía igual de mal que a Marissa.

—No solo lo he intentado, sino que hemos atrapado a los fugitivos —respondió—. Se los llevamos a Michael ahora mismo.

Los ojos entrecerrados de Nathan recorrieron el lateral del todoterreno y se fijaron en la furgoneta. Yo me oculté detrás del asiento del piloto, pero su mirada glacial me dio escalofríos. De pronto, comprendí que nos podrían haber capturado de maneras mucho peores. Y que podrían haberlo hecho personas mucho peores.

—Así pues, tienes a los chavales —observó Nathan volviéndose hacia Chay—. ¿Y qué hay de la vacuna?

—De una forma o de otra nos conducirán hasta ella —respondió Chay—. Además, ¿qué le has traído tú a Michael últimamente?

Subió la ventanilla antes de que Nathan pudiera responder y pisó el acelerador. Mientras nos acercábamos a los edificios, el descapotable dio marcha atrás y giró sobre sí mismo. Entonces nos adelantó y cortó a Connor justo antes de acceder al aparcamiento. Entramos detrás de Nathan y nos detuvimos en medio de una colección de vehículos diversos, entre los que había camiones de transporte y, sorprendentemente, varios coches patrulla.

—¿Qué demonios es este lugar? —preguntó Justin. No parecía esperar una respuesta, pero Connor se la dio de todos modos.

—Un centro de entrenamiento regional de la policía —dijo—. Michael sabe cómo elegir sus escondrijos.

—Cierra el pico, Connor —soltó Marissa. Se le tensaron los hombros, apagó el motor y se guardó la llave en silencio.

Nos obligaron a salir del vehículo a punta de pistola, mientras Chay forzaba a hacer lo mismo a Leo y Anika. Leo se puso a mi lado.

Nos llevaron hasta el edificio más cercano, una ancha estructura de dos plantas de hormigón parduzco. Nathan entró delante de nosotros. Con su elegante traje azul marino, parecía que se dirigiera a una reunión de empresa y no a encontrarse con el nuevo señor de la guerra del continente.

—Nosotros hacemos todo el trabajo y él corre para ser el primero que se lo cuenta a Michael —murmuró Marissa en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas.

—A Michael le dará lo mismo quién le dé la noticia —dijo Chay—. Lo que le importará será que nosotros los hemos encontrado mientras él les sacaba brillo a los tapacubos de su coche.

—Habría sido mejor si también hubiéramos conseguido la vacuna —intervino Connor.

—Gracias —respondió Chay en tono cáustico—. No se me había ocurrido.

Un hombre y una mujer, los dos con rifles a la espalda, dejaron de hablar y levantaron la mirada cuando entramos en el vestíbulo.

—Eh, ¿qué traes ahí, Chay? —preguntó la mujer enarcando las cejas.

—Una entrega de primera categoría para el jefe —respondió Chay—. Os apetecerá ver esto. ¿Está donde siempre?

—Que yo sepa, sí.

Los dos nos siguieron a través del ancho pasillo. La mujer metió la cabeza en varias de las salas contiguas. Detrás de las puertas atisbé una hilera de mesas llenas de montañas de munición a medio clasificar, un destello de sartenes colgadas en lo que parecía ser una cocina, y varias estanterías llenas de lo que podía ser ropa, o tal vez sábanas. Cada vez que la mujer volvía a salir al pasillo, un par de figuras más se unían al grupo, entre murmullos. Algunos de ellos parecían tener más o menos nuestra edad, pero todos, sin excepción, nos miraban como si fuéramos alienígenas. Uno dijo algo que debía de ser un chiste, porque los demás se rieron, con una camaradería y una cordialidad que me habría resultado de lo más reconfortante si no hubiera sabido que el chiste éramos nosotros.

Flotaba en el ambiente un olor extraño, salubre, como a salsa de carne mezclada con aceite de motor. A medida que nos conducían hacia las entrañas del edificio, me fijé en la luz artificial que brillaba en los paneles del techo. Tenían electricidad y eran lo bastante listos como para no malgastarla: solo uno de cada tres paneles estaba débilmente iluminado.

Por lo que había dicho Anika, no podía hacer mucho tiempo que Michael se había instalado allí, pero era evidente que sabía cómo organizarse con rapidez. Me pregunté cuántas de aquellas personas debían de haber venido con él desde el norte y a cuántas habría reclutado en la zona durante las últimas semanas.

Chay se puso al frente del grupo y abrió unas puertas dobles.

—Hala, adentro —dijo.

El sonido de nuestras botas sobre el suelo de madera resonó con fuerza dentro de la gran sala, casi tanto como el latido de mi corazón. Estábamos en un gimnasio. En una esquina había dos tipos que se fintaban mutuamente, entrenando a boxeo. En el alto techo había una maraña de tuberías que zigzagueaban entre unos ventiladores inmóviles, y en el extremo opuesto, bajo el marcador apagado de la pared, un ancho escritorio de roble. Detrás de este, sentado en una butaca de piel, vimos a un hombre que estudiaba algo que tenía extendido encima de la superficie reluciente.

Tenía que ser Michael.

Chay nos empujó hacia el escritorio. Justin tropezó, y Marissa lo cogió del brazo y lo arrastró hacia delante. Cuando estuvimos más cerca, el hombre de la butaca de piel levantó la mirada de lo que entonces vi que era un mapa.

Si Nathan había corrido a comunicarle la noticia, Michael tenía que saber quiénes éramos, pero, aun así, su reacción fue despreocupadamente insulsa. Me dio un escalofrío. Lo que para nosotros era una situación de vida o muerte, para él parecía no ser más que una distracción momentánea. Nos estudió con sus ojos oscuros y se pasó el pulgar por la barba cuidada que le cubría la mandíbula y que presentaba el mismo tono, entre rubio y grisáceo, que los bucles de la frente. Entonces se reclinó en su sillón y dobló las manos sobre el regazo. Iba ataviado con una chaqueta deportiva que ocultaba su torso, pero por su forma de moverse me di cuenta de que todas las protuberancias de su cuerpo eran puro músculo. Se movía como un león.

No había previsto ni el escritorio ni aquel control frío de la situación. Aunque, pensándolo mejor, después de ver el operativo coordinado y disciplinado que había montado para buscarnos por aquel país y por el nuestro, tal vez debería de haberlo hecho.

Su falsa cortesía tampoco me servía de consuelo. Había un revólver con la culata de madera encima del escritorio, a un lado, como un recordatorio para cualquiera que se acercara, y que no necesitaba tenerlo en la mano para disparar si decidía hacerlo.

Hasta que Connor tiró de mí para que me detuviera, a metro y medio del escritorio, no me percaté de la presencia de Nathan, que nos observaba apoyado en una estantería metálica de color blanco situada a nuestra derecha, junto a la pared del gimnasio. Sonreía, como si aquello lo divirtiera. Las estanterías que tenía a sus espaldas estaban llenas de gruesos libros de tapa dura.

Sin embargo, no era el único que pululaba por allí. En un rincón había también dos hombres con sendas pistolas enfundadas en el cinto, y en el lado opuesto vi a una chica con lo que parecía una ametralladora colgando del hombro.

No paraban de entrar guardianes. A nuestro alrededor se había reunido ya una pequeña multitud. Sin embargo, todos mantenían la distancia y nadie cruzaba una línea roja que había en el suelo del gimnasio, ante la mesa de escritorio. Ni siquiera Nathan. Era como si la «oficina» de Michael tuviera paredes invisibles.

Leo hizo chocar disimuladamente su hombro contra el mío. Me volví hacia él y casi se me para el corazón. Detrás de él, en medio de los espectadores que habían acudido a ver cómo nos entregaban, vi un rostro conocido.

Drew. Entreabrí los labios, pero logré contenerme antes de que se me escapara su nombre. Aparté los ojos de la mirada preocupada de mi hermano. No podía revelar que lo conocía. Ya nos había ayudado a escapar de los guardianes en dos ocasiones; no quería ni imaginarme qué castigo recibiría si Michael se enteraba.

Pero ¿qué hacía allí? Cuando habíamos hablado por última vez, Drew estaba en Toronto. ¿Había pasado los últimos diez días ayudando a los guardianes a localizarnos?

Al parecer, Michael había terminado ya de juzgarnos.

—¿De qué se trata, Chay? —preguntó con voz grave, glacial.

—Son ellos, Michael —dijo Chay, que dio un paso al frente—. Los de la vacuna. Los hemos capturado junto al río, donde imaginaba que estarían.

Michael le sostuvo la mirada.

—No recuerdo haberte pedido que trajeras a los chicos —dijo.

—Bueno… —Chay nos miró primero a nosotros y luego más allá, supuse que a Marissa. Al ver que esta no iba a ayudarlo, se irguió un poco más—. No hemos conseguido encontrar la vacuna. Dicen que han dividido los materiales, que cada uno sabe dónde está una parte y que no piensan hablar. No sé ni si está en la casa donde los hemos pillado… Connor y yo hemos mirado por todas partes, pero no hemos encontrado nada. Me ha parecido que preferirías encargarte tú de terminar de resolver el asunto.

La expresión de Michael no cambió demasiado (una leve contracción de las cejas, una mueca casi imperceptible con los labios), pero me dio la sensación de que habría preferido que Chay encontrara la vacuna por sí mismo. A continuación, volvió a fijarse en nosotros.

—Incluso en el nuevo mundo, continúan siendo los adolescentes quienes crean la mayoría de los problemas —dijo, y miró a Chay—. ¿Solo eran cuatro?

—Creemos que el enfermo debió de palmarla por el camino —intervino Marissa, y yo tuve que morderme la lengua ante aquella frívola mención a Gav—. No hay rastro del chaval blanco alto.

Michael se dio unos golpecitos en el labio.

—Si no me equivoco, el equipo de Huan abatió al «chaval blanco alto» cerca del lugar donde les pincharon las ruedas.

No pude controlar mi reacción ante aquella información. Tobias estaba solo, desarmado, en el bosque, y seguramente bajo los efectos de los sedantes. Y los guardianes del todoterreno debían de haberle disparado como a un animal. Me encogí y traté de deshacerme de aquella imagen. Cuando volví a abrir los ojos, Michael nos miraba, asintiendo con la cabeza.

—¿De verdad queréis alargar esto? —preguntó—. Solo habéis visto un pequeño avance de lo feas que se os pueden poner las cosas.

—Aquí te esperamos —dijo Justin—. No nos vas a sacar nada.

Aunque el que había hablado había sido Justin, Michael se volvió hacia mí. A lo mejor me había mirado de reojo, o tal vez habíamos revelado de alguna otra manera que yo estaba al mando del grupo. Michael se echó hacia delante, con los codos encima de la mesa, y me clavó la mirada.

—Esta es tu gente, ¿verdad? —preguntó—. Los has traído hasta aquí. Cualquier cosa que les suceda, todo su sufrimiento, será culpa tuya.

Noté cómo se me erizaba la piel, pero me esforcé porque no me temblara la voz.

—Si hablo será aún peor, porque entonces ya nos podrás matar —dije—. No somos idiotas.

—Todo esto sí es una idiotez —comentó Nathan en tono burlón, apartándose de la improvisada estantería—. No entiendo a qué viene tanto hablar. Traedme un cuchillo, un cigarrillo, unos alicates… y manos a la obra. No hay más que mirarlos —dijo, pasando junto a nosotros. Ahora que lo tenía cerca, me fijé en las arrugas en las comisuras de los ojos y la boca, que indicaban que era bastante mayor de lo que parecían indicar sus rasgos infantiles. Pasó un dedo por la mandíbula de Anika, le dio un golpecito en la barbilla a Leo y se volvió hacia Michael—. Cinco minutos, diez como mucho, y estarán sacando espumarajos por la boca, deseosos de revelar cualquier secreto.

—Gracias por tu consejo, Nathan —dijo Michael con voz serena—. Me lo pensaré.

—¿Qué hay que pensar? —insistió Nathan—. Déjamelos ahora y tendré la vacuna antes de que se ponga el sol.

Michael no respondió enseguida, pero, de pronto, su serena expresión se volvió fría y calculadora. Se me ocurrió que, a diferencia de Nathan, Michael se había mostrado increíblemente vago en sus amenazas, como si no estuviera muy seguro de qué hacer. A lo mejor nunca había tenido que organizar una sesión de tortura. Hasta aquel momento, me dije, había podido ignorar o matar a cualquier persona que se hubiera interpuesto en su camino y que no se hubiera inclinado ante sus sobornos o amenazas. Seguramente éramos los primeros a los que se enfrentaba que tenían algo que no podía conseguir en ningún otro lugar.

Pero aunque la propuesta de Nathan me revolvía el estómago, también me parecía la forma más evidente de resolver la situación. Además, las palabras de Nathan suponían también un desafío: si Michael rechazaba su sugerencia sin proponer otro plan, iba a mostrarse débil e indeciso. Se levantó, con la mirada aún clavada en Nathan, y yo me preparé mentalmente para oír cómo aceptaba la propuesta.