Los guardianes que habían atravesado el pueblo conducían un todoterreno, pero eso no significaba que no pudiera haber otro grupo siguiéndonos. Me mordí el labio. Leo se acercó y se colocó al otro lado de la ventana.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó.
—No lo sé.
Podíamos salir corriendo e ir hacia la barca, pero eso habría significado dejar atrás a Justin y a Anika, marcharnos sin ellos y que, al volver, se encontraran a los guardianes esperándolos.
No podía hacerlo. No podía dejar a nadie más atrás.
—Tenemos que defendernos —dije, y me preparé para la respuesta de Leo—. Podemos esperarlos junto a la puerta de la casa, y, si entran, retenerlos aquí. No tenemos que hacerles daño, solo encerrarlos en una de las habitaciones. Eso, claro está, siempre y cuando no contraataquen. Si contraatacan…
—En ese caso, haremos lo que tenemos que hacer —dijo Leo, asintiendo con la cabeza, y me clavó la mirada—. Tenemos que prepararnos por si llega el momento.
Experimenté un alivio momentáneo que, nada más sacar la pistola de Tobias del bolsillo, se tornó en aprensión. De pronto, la idea de pegarle un balazo en la cabeza a uno de esos guardianes, que hasta hacía nada me resultaba bastante atractiva, me repelía. Aun así, si tenía que morir alguien, prefería que fuera uno de ellos que uno de nosotros.
Bajamos corriendo por las escaleras y atravesamos el vestíbulo. Leo se colocó a la izquierda de la puerta, pistola en mano y el cuerpo tenso. Yo apoyé la espalda en la pared, al otro lado de la puerta, y empuñé la pistola con fuerza. ¿Y si eran más que nosotros? ¿Y si ya se habían topado con Justin y Anika en la carretera y se los habían llevado como rehenes?
El motor del vehículo se detuvo. Se abrieron las puertas y oímos pasos sobre el camino. Entonces nos llegó una voz familiar a través de la puerta.
—Te digo que soy mejor conductor que todos vosotros juntos. ¿Qué importa tener el permiso o no, hoy en día?
Solté un soplido y bajé la pistola. Leo sacudió la cabeza.
Cuando abrí la puerta, Justin y Anika estaban subiendo las escaleras del porche. Justin se volvió hacia mí, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Mira lo que hemos encontrado!
—Hay una carretera justo después de aquella curva —explicó Anika, señalando el camino—. Y a unos diez minutos a pie en esa dirección hay otra casa. Allí encontramos el coche. Las llaves estaba dentro de casa y tiene el depósito medio lleno.
—Perfecto —dije, y mi angustia se desvaneció: aquello era exactamente lo que necesitábamos—. ¿Habéis averiguado dónde estamos?
—Según las señales que hemos visto, unos kilómetros al este de un lugar llamado Clermont —respondió Justin, que entró cojeando en la casa apoyándose en el rifle. De pronto, la culata resbaló sobre la alfombra del vestíbulo y Justin dio un traspié, pero Anika lo agarró del brazo.
—¿Ves? Por eso no te he dejado conducir —dijo con una dulzura inaudita. Tenía toda la atención fija en él.
Cuando Justin se volvió hacia ella con el ceño fruncido, los labios de Anika esbozaron una sonrisa.
—Supongo que será mejor que siga apoyándome en ti, entonces —soltó Justin, que la rodeó con los brazos.
Ella seguía sonriendo, y por primera vez me pregunté si en algún momento la coquetería de Anika se había convertido en algo más que una simple broma. A lo mejor la diferencia de edad dejaba de importar tanto cuando no sabías cuánto tiempo más ibas a seguir vivo.
La idea me provocó un extraño acceso de tristeza y fui aún más consciente de que Leo estaba ahí mismo, al otro lado del vestíbulo.
—Clermont —repetí, obligándome a aterrizar.
Intenté imaginar la guía de carreteras, el mapa de la zona al norte de Atlanta, pero el nombre no me sugería nada. No sabía si teníamos que ir hacia el este o el oeste. Si empezábamos a dar vueltas intentando encontrar el camino correcto, lo único que lograríamos era gastar la poca gasolina que teníamos y darles ocasión a los guardianes de pescarnos.
—A ver si puedo ponerme en contacto con el CCE —dije—. La doctora Guzman nos pidió que intentáramos hablar con ellos cuando estuviéramos cerca de Atlanta.
Los demás me siguieron a la sala de estar. Leo sacó la radio de la funda y la colocó encima de la mesita del café. Fuera había empezado otra vez a llover, y las gotas repiqueteaban sobre la marquesina del porche.
Cuando pulsé el botón de llamada, me pareció que las interferencias eran más fuertes que la última vez. No obstante, la doctora Guzman respondió a mi llamada y su voz sonó alta y clara.
—¿Kaelyn?
—Sí —dije—. Nos hemos desviado un poco, pero ya casi estamos allí.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, estamos bien —dije—. Pero los que nos persiguen casi nos atrapan esta mañana. Hemos perdido la guía de carreteras, no nos la hemos podido llevar. Creo que estamos cerca de Atlanta, solo necesitamos saber qué camino tomar desde aquí.
—En eso os puedo ayudar —aseguró—. ¿Estáis todos bien? ¿Y la vacuna?
—Está todo bien, es solo que nos hemos perdido —insistí—. Pero creo que nos tenemos que poner en marcha cuanto antes, no sé lo cerca que pueden estar.
O si habrían interceptado aquella transmisión y se formarían una idea aún más clara de nuestro paradero.
—Cómo no, cómo no. Un momento que coja el mapa… —Se alejó del micrófono y se oyó un crujido—. Oye —dijo cuando regresó—, os voy a dar direcciones también para que podáis llegar hasta el centro cuando estéis en la ciudad. Las tenéis que seguir al pie de la letra. En cuanto os encontréis dentro de estas paredes, estaréis a salvo, pero hasta entonces… Me encantaría que hubiera una forma más fácil de enviaros a alguien, pero, aunque lográramos sacar un coche sin que nos hostigaran, seguro que lo seguirían. Y si atrajéramos a esa gente hacia vosotros, no sé hasta qué punto os podríamos proteger. No disponemos de los medios necesarios para abarcar tanto y mantener el centro seguro al mismo tiempo.
Michael sabía adónde nos dirigíamos. Seguramente había estado esperando nuestra llegada a Atlanta desde hacía ya tiempo.
—¿Ha empeorado la situación? —pregunté—. Dijo que había gente que intentaba entrar a la fuerza.
—Es… —empezó a decir, pero se interrumpió y respiró hondo—. Todo irá bien. Conseguiremos que lleguéis hasta aquí. A la larga, no hacen más que perjudicarse a sí mismos. ¿Dónde estáis?
Me acordé de sus comentarios de hacía un par de días sobre quién iba a recibir la vacuna y quién no, y se me puso la piel de gallina. Pero no era el momento de abordar el tema.
—Estamos al este de un lugar llamado Clermont —dije—. Cerca de un río.
—Clermont… ¡Ah, estáis muy cerca! ¿Y dices que disponéis de un vehículo?
—Sí, estamos preparados para marcharnos.
—Perfecto. En ese caso, es posible que dentro de unas horas estemos hablando cara a cara. Dirigíos hacia Clermont y coged la 129 hacia el sur. Allí veréis señales de Atlanta. Si podéis, no dejéis la…
Lo que dijo a continuación quedó ahogado por el estallido de las puertas, que se abrieron súbitamente.
—¡Que no se mueva nadie! —gritó una voz en cuanto nos levantamos.
El micrófono se me escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. Antes de que tuviera tiempo de estirarme para coger la pistola que había dejado encima del sofá, junto a nosotros, dos hombres y una mujer entraron corriendo en la sala de estar, desde el vestíbulo de la entrada, y me encontré ante los cañones de dos escopetas.
Los cuatro nos quedamos helados. Se me secó la boca. Ahí estaba. El momento que tanto había estado temiendo acababa de llegar y me había pillado completamente desprevenida.
—¿Kaelyn? —preguntó la doctora Guzman a través del altavoz de la radio—. ¿Estás ahí, Kaelyn?
El más corpulento de los dos hombres le hizo un gesto con la cabeza al otro, un chico delgado no mucho mayor que yo, que, sin dejar de apuntarme, se agachó y apagó la radio. La mujer se colocó detrás de Anika. Leo se llevó la mano al costado, pero el tipo corpulento (el líder del grupo, supuse) se percató de sus intenciones. Dio un paso hacia delante y le arrebató la pistola que se había colocado debajo del cinturón. Luego cogió la mía de encima del sofá. Tenía el pelo negro y mojado y la piel ambarina perlada por culpa del agua. Las mascarillas que llevaban los tres estaban empapadas de humedad. Debían de haber llegado caminando bajo la lluvia, por eso no los habíamos oído.
—Coged eso también —indicó el hombre, señalando el rifle que había a los pies de Justin.
La mujer lo apartó con el tacón y lo mandó al comedor de un puntapié. A continuación, cacheó a Anika con la mano que le quedaba libre y le quitó el cuchillo de caza antes de registrar a Justin. La mujer enarcó una ceja al ver la pistola de bengalas que encontró en el bolsillo de su abrigo, y la tiró donde había caído el cuchillo. El otro tipo nos cacheó a Leo y a mí.
Cuando hubo terminado, el líder movió su escopeta y nos fue apuntando uno a uno.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está la vacuna?
La mirada de Justin escudriñó la sala y buscó la mía. No lo sabía. No lo sabía ninguno de ellos, me dije. Yo solo quería que las muestras se conservaran frías, pero involuntariamente había logrado esconderlas.
—¡Ya no la tenemos! —exclamó Anika—. Nos la quitó una gente. Logramos huir por los pelos.
Anika chilló: la mujer le había tirado del pelo y le puso la pistola en la sien.
—¿Sí? ¿Seguro? —le dijo.
Justin levantó una mano para intentar socorrerla, pero el chico joven lo apuntó con la escopeta; bajo aquella luz escasa, su pelo rojizo y mojado parecía sangre reseca. El líder me clavó la escopeta en las costillas, aunque tenía la vista fija en Anika.
—Se me hace difícil creerte —dijo—. ¿A lo mejor si les pego unos tiros a tus amigos lograré refrescarte la memoria?
Anika se estremeció. No me pareció que aquella fuera la respuesta que había estado esperando. Entreabrió los labios y soltó una bocanada temblorosa, y me di cuenta de que buscaba las palabras necesarias para entregarles la vacuna. Pero no podía. Y nuestros captores no tenían ni idea. Podían matarme para obligarla a hablar, pues no eran conscientes de que yo era la única persona que tenía la respuesta.
Se me aceleró el pulso. Podía decirles eso, pero entonces les harían daño a los demás para obligarme a hablar a mí. Mientras creyeran que podían prescindir de alguno de nosotros…
Justamente por eso, teníamos que hacerles creer que nos necesitaban a todos.
Me di cuenta de que movía los labios cuando la idea apenas se había formado en mi mente.
—No os conviene hacer esto —indiqué—. Si disparáis contra alguno de nosotros, nunca encontraréis lo que estáis buscando.
Tres pares de ojos hostiles se volvieron hacia mí.
—¿Se puede saber de qué hablas? —gruñó el líder.
—Hay más de una muestra —dije, intentando ordenar mis pensamientos de forma coherente—. Y libretas de notas con información sobre cómo reproducir la vacuna. Siempre que nos detenemos en algún lugar, cogemos una parte cada uno y la escondemos sin decir nada a los demás. Nos necesitáis a todos, o Michael no va a estar nada satisfecho.
El tipo, que tenía el pelo canoso, se puso tenso ante la sola mención del nombre de su jefe. La mujer soltó un resoplido.
—Pues a mí me parece una estupidez.
—Puede ser —dijo Leo—, pero es la verdad. ¿O acaso creéis que confiamos lo suficiente en los demás como para pensar que ninguno de nosotros se largaría con todo si pudiera? Todos queremos nuestra parte de la recompensa.
—Sí —añadió Justin—. Yo no pensaba arriesgarme a que uno de estos se pirara y me dejara con las manos vacías. La única solución era que cada uno guardara una parte.
El líder nos miró uno a uno. Imaginé que no le costaría demasiado imaginarse a sí mismo desconfiando de sus colegas.
—Registra la casa —le dijo al otro tipo—. Y si han escondido algo, encuéntralo.
El pelirrojo se alejó arrastrando los pies y la mujer dio unos golpecitos en la frente de Anika con el cañón de la pistola.
—Y si no lo encuentra, les pegaremos una paliza hasta que canten. Es muy fácil.
Anika se encogió.
—Ni hablar —dije. Una cosa era que Anika hubiera colaborado con nuestro equipo y otra que fuera a soportar que la torturaran por nosotros. Aunque, en realidad, ella tenía tanto que perder como yo, Justin o Leo—. No somos estúpidos. En cuanto encontréis lo que estáis buscando, nos mataréis. Me podéis hacer tanto daño como queráis: mi idea es seguir viva.
—Yo no he llegado hasta aquí para nada —soltó Leo, en voz baja pero firme.
—Ni yo —añadió Justin levantando la barbilla.
Anika los miró y se irguió.
—Preferiría morir antes que contaros algo, capullos.
La mujer le pegó un golpe con la pistola en la cabeza, y la agarró cuando trastabilló. Anika soltó apenas un grito ahogado y se llevó los puños a las sienes. Justin se puso tenso y le brilló un destello de rabia en la mirada.
—Un momento, Marissa —dijo el líder cuando la mujer iba ya a levantar otra vez la pistola—. Déjame pensar.
El tipo frunció el ceño, y yo me dije que seguramente había esperado podernos intimidar más fácilmente. Pero no sabía por lo que habíamos pasado antes de llegar hasta allí.
—Lo último que supimos de vosotros fue que erais seis —dijo al cabo de un momento—. ¿Dónde están los demás?
Gav y Tobias. Apreté los dientes con fuerza.
Marissa suspiró y escurrió el agua de lluvia que se le había acumulado en la larga trenza.
—El informe decía que uno de ellos estaba enfermo, ¿no? Seguramente ya esté muerto a estas alturas.
—¿Y el otro? —preguntó el líder, que nos fulminó con la mirada.
Nos limitamos a devolvérsela y él frunció los labios. Muy bien, que se preocupara por eso en lugar de buscar la vacuna.
Dios, cómo me habría gustado que Gav y Tobias estuvieran ahí. O, mejor aún, fuera de la casa, pensando una estrategia para derrotar a esos matones. Ellos habrían sabido cómo plantarles cara. Yo había conseguido mantener al grupo con vida, pero no tenía ni idea de qué debía hacer para sacarlo de aquella situación. Aunque uno de nuestros captores cometiera un error y nos brindara una oportunidad, dudaba que alguno de nosotros fuera lo bastante hábil como para desarmarlo y coger ventaja.
Íbamos a tener que esperar y ver qué oportunidades se nos presentaban; mientras estuviéramos vivos, teníamos una oportunidad.
—Tiene gracia —dijo Marissa secamente.
El líder se volvió hacia ella.
—A ver qué nos trae Connor. Si encontramos la vacuna, ya no necesitaremos hacerlos cantar.
El otro tipo bajó por las escaleras al cabo de unos minutos; obviamente, no había encontrado nada. A juzgar por el polvo que le cubría el anorak, parecía que había subido a la azotea.
—Ni siquiera sé qué estoy buscando, Chay —se excusó el chico, que, a diferencia de los otros dos, hablaba con acento sureño. Sería un recluta local, me dije—. A lo mejor debería llevarme a uno de ellos.
—Seguramente te desarmarían en cuanto te perdiéramos de vista —se burló Marissa.
—Ve a echar un vistazo fuera —dijo Chay—. Y date prisa.
Connor se marchó, murmurando en voz baja. Cuando la puerta trasera se cerró a sus espaldas hice un esfuerzo por no perder la compostura. ¿Se le ocurriría mirar debajo del embarcadero? Me concentré en respirar regularmente («inspira, espira») mientras contaba el paso de los segundos.
—¿Por qué no les disparamos a todos en las rodillas, a ver si entonces son tan gallitos? —preguntó Marissa cuando llevábamos lo que parecía una hora esperando.
—¿Y si no hablan? —dijo Chay—. Morirán desangrados y entonces Michael nos matará. Joder.
—Pues deja que sea él quien decida qué hacer —propuso Marissa—. Nosotros ya hemos hecho nuestra parte, los hemos encontrado. No es culpa nuestra que estén pirados.
—¿Lo vas a llamar y se lo vas a contar tú?
—¿Y si nos los llevamos con nosotros? Entonces el problema será suyo. Seguro que alguno de esos médicos inútiles sabrá de alguna forma para torturarlos «sin riesgo».
—Sí, seguro que Michael estará encantado —le espetó Chay—. Oye, haz el favor de callarte, ¿vale?
A pesar del miedo, experimenté un pequeño destello de victoria en mi interior. Ellos tenían las pistolas y la fuerza, pero no habían logrado derrotarnos. Mientras no encontraran la neverita, teníamos el control.
Connor volvió a entrar en la casa por la puerta principal, totalmente empapado.
—No hay ni vacuna, ni libretas, ni nada —informó—. ¿Quieres ir tú a echar un vistazo?
—A lo mejor debería hacerlo —dijo Chay—. Ven aquí y no cometas ninguna estupidez.
Connor desenfundó la pistola y ocupó el lugar de Chay, que se marchó. Un minuto más tarde empezó a volcar los muebles de la primera planta; los golpes nos llegaban a través del techo. Al cabo de un rato volvió a bajar y empezó a vaciar los armarios de la cocina, con estruendo de cazuelas y platos rotos. Finalmente, salió de casa por la puerta trasera.
Cuando volvió, solo por el portazo que pegó ya me di cuenta de que tampoco había tenido éxito. Entró en la sala de estar con expresión sombría.
—Muy bien —dijo—. Si os gustan los jueguecitos, podéis jugar con Michael. A ver si os lo pasáis tan bien.