Durante un buen rato fui incapaz de hacer nada más que no fuera examinar las orillas del río. No estaba convencida de que hubiéramos logrado escapar. La corriente nos arrastraba con fuerza por entre las rocas que asomaban en la superficie del agua, mientras dejábamos atrás largos tramos de bosque. El viento agitaba las ramas cubiertas de brotes, que chocaban entre sí.
Cuando me pareció que la amenaza de los ocupantes del todoterreno era ya lo bastante lejana, logré recuperar el aliento y empecé a hacer inventario.
—¿Qué habéis conseguido llevaros? —pregunté.
—Las botellas de agua y el botiquín —contestó Anika, acurrucada al fondo de la barca…
—Una bolsa de comida y el rifle —dijo Justin, sentado frente a ella.
—La radio —añadió Leo, que iba delante de mí, y puso una mano encima de la funda de plástico—. Y también la mochila con la tienda.
Yo había cogido la vacuna y un par de mantas. Allí no hacía tanto frío, de modo que podríamos apañarnos sin el saco de dormir. Aparte de eso, las latas de combustible que habíamos llenado tampoco nos servirían de mucho sin el tractor.
Levanté los ojos y me pregunté hacia dónde nos llevaría exactamente el río, pero el cielo estaba cubierto de nubes, tan gris como la superficie del agua.
—Yo creo que vamos hacia el sur —dijo Leo—. Aunque no me he podido fijar en todos los giros.
Entonces caí en la cuenta de que sí nos habíamos dejado algo importante: la guía de carreteras. Estaba en el salpicadero del tractor. Podía verla perfectamente, pero eso me servía de bien poco.
Noté cómo me caía una gota de agua fría en el pelo. Levanté los ojos y me cayó otra en el ojo. En cuanto me la sequé, empezó a lloviznar.
—Lo que faltaba —refunfuñó Justin.
Me puse la capucha del abrigo, aunque el grueso relleno me provocaba un calor sofocante. Los demás hicieron lo mismo. La lluvia repiqueteaba sobre el fondo de la barca. Pronto, íbamos a tener que empezar a achicar agua. O abandonar la barca.
Cuanto antes saliéramos del río, más les costaría a los guardianes volver a encontrarnos. Solo de pensar lo cerca que habíamos estado de caer presos, me daban escalofríos, a pesar del abrigo. Si la niña del pueblo no hubiera acudido a avisarnos, o no hubiera venido tan rápido, no habríamos tenido opción alguna.
Cogí uno de los remos que había apoyados sobre la proa.
—Busquemos un lugar donde podamos amarrar y reorganizarnos. Aún podríamos pasar de largo de Atlanta.
—Trae —dijo Leo, alargando la mano, y le pasé el otro remo.
Entonces me senté de frente, doblé las piernas y sujeté el remo encima del agua. La lluvia goteaba por el borde de mi capucha.
Pasamos varios minutos durante los que no vimos más que árboles. Entonces apareció un claro en la orilla derecha, con un pequeño embarcadero que se adentraba en el agua y un columpio oxidado sobre el césped. Lo señalé con la mano y Leo asintió con la cabeza. Hundimos los remos en el agua para acercar la barca a la orilla. Al principio, la corriente se resistió y puso a prueba mis brazos, pero, a medida que nos fuimos acercando a la orilla, la fuerza del agua disminuyó. Llegamos junto al embarcadero justo a tiempo para agarrarnos donde este terminaba.
No había nada con qué atar la barca, de modo que la sujeté con las manos mientras los demás descargaban las provisiones.
—¿Tú crees que la tendríamos que soltar? —preguntó Justin cuando terminamos.
Estudié un instante la destartalada embarcación: no era nada del otro mundo, pero nos había ido de maravilla. Y, por el momento, era lo único que teníamos. La idea de deshacernos del único medio de transporte del que disponíamos no me hacía ninguna gracia.
—Nos la quedaremos, pero hay que esconderla —dije.
Leo, Anika y yo sacamos la barca del agua y la metimos debajo de las anchas ramas de un pino, al borde del claro, donde nadie podría verla, a menos que estuviera casi encima. Justin ya había echado a andar hacia la casa que había al otro lado del jardín cubierto de maleza. Cogimos los bártulos y salimos tras él, con la cabeza gacha para resguardarnos de la lluvia.
La puerta trasera interior estaba abierta de par en par, como si quienquiera que hubiera ocupado la casa por última vez se hubiera olvidado de cerrarla, y el cerrojo de la puerta exterior saltó fácilmente cuando Justin le pegó un buen tirón. Nos apelotonamos todos en el vestíbulo trasero, donde nos quitamos las chaquetas empapadas, y acto seguido nos adentramos sigilosamente en la casa, pistolas en mano. Nos recibieron tan solo el polvo y la oscuridad. Pegada a la puerta de la nevera había una nota escrita con letra apresurada:
Me he llevado a Bridget al hospital.
Nos vemos allí.
S.
Había un largo caminito de acceso, que salía de la parte delantera de la casa y se perdía entre el bosque, hacia una carretera que quedaba oculta. Imaginé que la persona a quien había escrito «S» habría seguido sus instrucciones, y que ni ellos ni Bridget habían vuelto.
Examiné la encimera y las mesas de la cocina buscando algún sobre que pudiera proporcionarnos alguna pista acerca de la dirección de la casa, pero la familia era muy ordenada y no encontré nada que nos sirviera. En el comedor había un archivador de acero muy prometedor, pero los cajones estaban cerrados con llave.
Justin suspiró y entró en la sala de estar con su rifle.
—Bueno, por lo menos sabemos que tenemos que seguir avanzando hacia el sur, ¿no?
—No estoy muy seguro de hacia dónde queda el sur —confesó Leo.
—Si hubiéramos cogido la guía… —empecé a decir, pero no terminé la frase. Lamentarnos no iba a servir de nada—. Solo necesitamos saber dónde estamos. La dirección, el nombre del pueblo más cercano, lo que sea. Seguramente podríamos hablar con el CCE por radio y que nos dieran señas para llegar a Atlanta desde aquí. Pero, para eso, antes tenemos que saber dónde es «aquí».
—Seguro que habrá un buzón al final del camino de acceso —dijo Justin—. Es posible que esté cerrado, pero por ir a echar un vistazo no perdemos nada. Y, si no, habrá algún cartel en la carretera. Iré a echar un vistazo.
Cogió un paraguas del perchero que había en el vestíbulo trasero.
—Con tu pierna… —protesté, pero él hizo una mueca.
—Ya está mucho mejor —me aseguró—. Normal, teniendo en cuenta que llevo tres días sentado sin hacer nada. No sufras por mí.
Me dirigió una mirada tan decidida que no supe decirle que no. Seguramente no le vendría nada mal desahogarse un poco. ¿Quién sabía qué ideas raras se le ocurrirían si pasaba demasiado tiempo convencido de que no contribuía lo suficiente a la causa?
—Es mejor no dejar a nadie solo, ¿no? —comentó Anika—. Iré con él y me aseguraré de que no se caiga. Vosotros dos podéis seguir inspeccionando la casa.
—Eso —dijo Justin, envalentonado al ver que contaba con una aliada, y se dio unos golpecitos en la muñeca—. Es posible que tengamos que andar un rato si tenemos que encontrar una señal, pero no tardaremos más de una hora.
—Vale —dije—. Pero si podéis volver antes, mucho mejor.
—Y tened los ojos bien abiertos —añadió Leo—. Ahora los guardianes saben que andamos por aquí.
Justin nos dedicó un breve gesto de despedida. Anika fue a por los abrigos y, cuando regresó, Justin le dio otro paraguas.
—Tardaremos menos de una hora —repitió—. Con suerte, mucho menos.
Se dirigieron hacia la puerta.
—Vamos a ver qué encontramos en la primera planta —le propuse a Leo.
Cogí la neverita, pero, al notar mi mano cálida sobre el mango de plástico, me detuve. Así pues, a lo mejor pasaría aún una hora o incluso más antes de volver a enfilar la carretera. Además, no teníamos forma de saber cuánto tardaríamos en encontrar otro vehículo, o si no encontraríamos ninguno y tendríamos que llegar a Atlanta a pie. ¿Cuánto tiempo iba a aguantar la nieve que había metido en la nevera aquella mañana?
—Pero antes dame un segundo —añadí. No había visto ninguna puerta que llevara al sótano. ¿A lo mejor en el jardín? Cualquier lugar subterráneo sería más fresco.
Contemplé el jardín desde el vestíbulo trasero, pero no vi rastro de ninguna puerta entre la hierba. Posé la mirada en la superficie ondulada del río. Al meter la mano, hacía un rato, el agua estaba tan fría que me había provocado aguijonazos sobre la piel. Seguramente el río bajaba directo de las montañas, alimentado por el deshielo.
Me arrodillé y abrí la nevera para asegurarme de que las libretas de papá estaban metidas dentro de la bolsa de plástico impermeable. Entonces cerré la tapa y tiré de los cierres para comprobar su resistencia. No creía que el agua fuera a filtrarse a través del precinto de goma de uso industrial, pero si lo hacía no quería que afectara el contenido.
Atravesé corriendo el jardín y llegué al embarcadero. Junto a la orilla, el agua no tenía más que unos palmos de profundidad. Hundí la nevera y esta salió flotando a la superficie. Entonces me fijé en que entre los postes de madera que sujetaban el embarcadero parecía quedar el espacio justo. Moviendo la nevera un poco de un lado a otro, logré encajarla entre los postes y hundirla lo suficiente para que quedara prácticamente oculta por el embarcadero. Cuando me levanté, la nevera no era más que una silueta clara bajo el agua moteada por la lluvia. Miré a ambos lados del río: nadie me había visto elegir aquel escondrijo.
Sin embargo, mientras regresaba a la casa noté un vacío entre las manos. Allí las muestras se conservarían frías, me dije, y yo podría volver corriendo a por ellas en cuanto decidiéramos marcharnos. Los peces no nos las iban a robar.
Al entrar en la casa, me encontré a Leo esperándome en la cocina.
—He vuelto a comprobar toda la planta baja, y nada —dijo enarcando las cejas, como preguntándome qué tal me había ido a mí.
—Yo he hecho lo que tenía que hacer —dije—. A ver qué hay en la planta de arriba.
Registramos el baño y los tres dormitorios del primer piso, miramos en armarios, cajones y mesitas de noche. En un cuarto amarillo con las paredes cubiertas de pósteres de planetas y nebulosas había una papelera llena de pañuelos usados. «Bridget», pensé. Me sorprendí a mí misma preguntándome qué edad tendría y aparté el pensamiento de la mente.
En el dormitorio principal encontramos varios panfletos de complejos turísticos de playa mexicanos, pero nada local. Leo señaló una trampilla que había en el techo de un armario.
—¿Quieres comprobar el desván? —preguntó.
—Supongo que no perdemos nada —dije—. A lo mejor hay cartas antiguas o papeles de la declaración de la renta.
Así no habríamos dejado ni un solo sitio donde mirar. Eché un vistazo a mi alrededor, buscando una silla o algo donde subirme.
—Espera, que te ayudo —dijo Leo—. Y si tenemos que subir para coger algo, he visto una escalera de mano en el vestíbulo trasero.
Se metió las camisetas entre los pantalones, levantó una pierna para que subiera y me ofreció la mano. Noté una oleada de calor. Me obligué a cogerle los dedos sin dudarlo, con los ojos fijos en la trampilla. Cuando subí sobre su rodilla, Leo me cogió por la cintura. Ignorando el latir acelerado de mi corazón, empujé la puertecilla y me asomé por la abertura.
Me recibió una nube de polvo. Estornudé y se me llenaron los ojos de lágrimas. Hasta donde logré ver, el desván era un espacio diminuto donde solo íbamos a encontrar bolas de polvo y telarañas. Volví a estornudar y bajé.
—No hay nada —dije mientras Leo se incorporaba. Le había caído parte del polvo sobre el pelo negro y se lo sacudí con la mano—. Ups, perdón —añadí.
—Sobreviviré —respondió él, y medio sonrió—. Ya tendría que estar acostumbrado. ¿Recuerdas cuando se te metió entre ceja y ceja ir a echar un vistazo al desván de mi casa?
—Oh, Dios —dije, y me cubrí la cara al recordarlo, abochornada—. No puede ser que después de tantos años aún me eches la culpa de eso. ¿Qué tendríamos? ¿Siete años? Además, fue tan idea mía como tuya.
—No, no —insistió él riéndose—. Yo te dije mil veces que mis padres me tenían prohibido subir ahí arriba, pero tú estabas convencida de que había algún animal que esperaba a que lo descubriéramos.
—¡Pero es que se oían unos arañazos en tu cuarto! —protesté—. Era una hipótesis razonable.
—Pues creo que mi madre no se tragó la explicación cuando encontró su ropa tirada por el suelo y a nosotros atascados bajo el tejado.
—Bueno, pues perdóname por haberte arruinado la infancia —le solté.
Le di una palmada en el hombro, pero él se apartó y me cogió la mano antes de que pudiera repetir el gesto.
—¡Pero qué dices! —preguntó—. Sin ti me habría aburrido mucho más.
El destello pícaro de su mirada me devolvió a aquellos años, cuando aún éramos pequeños, una época anterior a las discusiones, los silencios y las epidemias. Cuando Leo abordaba cada desafío como si fuera una aventura y no un obstáculo. No había visto aquel destello demasiado a menudo durante los últimos meses, y no pude evitar devolverle la sonrisa. Pero entonces su expresión cambió y su mirada adoptó una intensidad que me provocó un aleteo en el estómago.
Ya me había dirigido aquella mirada antes. En el garaje de casa, justo antes de besarme.
Le solté la mano y salí del armario, retrocediendo hasta llegar a los pies de la cama. Leo no se movió, pero notaba su mirada fija en mí.
—Lo siento —dije—. Es que…
—No pasa nada.
Pero sí pasaba. Desde que habíamos salido de Toronto, habíamos logrado sobreponernos a la sensación embarazosa que nos producía el silencio que rodeaba nuestros respectivos «cuelgues», pero no podía seguir fingiendo que no estaban ahí. Y tampoco podía fingir que no sabía lo que estaba pasando.
De pronto, había aparecido Gav…, y tal como había aparecido, se había marchado. Aunque no del todo. Mis dedos acariciaron el borde del pedazo de cartón que llevaba en el bolsillo.
—A lo mejor nos vendría bien hablar del tema —dijo Leo rascándose la nuca. A pesar de que intentaba quitarle hierro al asunto, su voz sonaba tensa—. No te voy a mentir, ya sabes lo que siento por ti, eso no ha cambiado. Pero nunca te obligaré a hacer nada que no quieras. A mí me basta con que seamos amigos. No hay ningún problema.
—No eres tú —dije sentándome en la cama—. La que actúa de forma extraña soy yo.
—Si estuvieras enfadada, no te culparía —dijo.
Levanté la cabeza.
—¿Enfadada? ¿Contigo? ¿Por qué?
—¿Por aceptar la vacuna aunque Gav no la quiso? ¿Por sobrevivir? En fin, que lo entendería.
Imaginé a Leo poniéndose enfermo y me entró el pánico.
—Por supuesto que no estoy enfadada por eso —repuse—. ¿Tú sabes lo asustada que estaría si no supiera que por lo menos tú estás a salvo? Lo que me gustaría es que él se hubiera tomado la vacuna, no que no te la hubieras tomado tú.
Él bajo la mirada y pareció tomarse mucho tiempo antes de pronunciar las siguientes palabras.
—Pero no se trata solo de eso —dijo finalmente, titubeando—. Querría haber hecho más. Cuando Gav estaba enfermo, digo. Era un buen tipo y te hacía feliz. Se notaba. Y a lo mejor debería haber hecho algo más. Cada vez que pienso en lo que sucedió, me parece que no hice lo suficiente. Y entonces me pregunto si fue por algún motivo…
No soportaba oírlo hablar de aquella manera.
—Leo —lo corté—. No sigas. Tú no tienes más culpa de que Gav enfermara que yo, y desde el momento en que se contagió ya no podíamos hacer nada al respecto. Nunca, jamás se me ha pasado por la cabeza echarte la culpa a ti, te lo prometo. Por raras que sean las cosas entre nosotros, no es por eso. Es solo que la situación es… complicada.
Una parte de mí quería olvidarse de los problemas, ahuyentar la preocupación y la culpa que le nublaban el semblante; abrazarlo y decirle que me importaba tanto como yo le importaba a él. Pero, otra parte de mí, todavía mayor, me lo impedía.
Mi corazón había sufrido tanto las últimas semanas… ¿Sabía acaso lo que quería? ¿Qué era real y qué no? ¿Leo me atraía porque estaba reviviendo mi viejo enamoramiento, o porque ahora que Gav se había marchado él estaba ahí, ayudándome y consolándome, y yo no tenía a nadie más?
Aunque, en realidad, no tenía por qué estar con nadie. Seguramente, lo mejor para mí era estar sola en esos momentos, aunque solo fuera porque todavía conservaba el recuerdo del cuerpo inerte de Gav tan claro en la memoria como si lo hubiera visto hacía apenas unos minutos. El nudo de pena que me constreñía el pecho apenas se había aflojado.
Aunque lo que sentía por Leo fuera real, no le podía hacer eso a Gav. Si se hubiera enterado de que lo había olvidado tan rápido…
Y entonces, en un segundo, todo eso dejó de importar, porque nos llegó el sonido de un motor a través de las paredes.
Me levanté de un salto y me acerqué a la ventana. Una furgoneta marrón se acercaba hacia la casa a través del caminito de acceso.