TRECE

—¡Síííí! —gritó la niña, y todos los demás echamos a reír, liberando la tensión.

Aunque el corazón aún me iba a cien por hora, me reía tanto que me dolían las mejillas. Leo puso el niño en los brazos de su madre y bajó del cubo metálico, vino directamente hacia mí y me dio un fuerte abrazo.

—Las inesperadas ventajas de tener una mejor amiga obsesionada con los animales —dijo, pero, a pesar de su tono de voz, me di cuenta de que un temblor le recorría todo el cuerpo.

Le devolví el abrazo en un gesto que no me resultó en absoluto embarazoso: se trataba tan solo de una muestra de la inmensa gratitud que sentíamos los dos por haber logrado salir de aquella situación tan difícil.

—Tú también has reaccionado muy rápido —comenté—. Si no llegas a salir corriendo, no sé qué le habría hecho al niño…

—Ya —dijo él, casi sorprendido, como si se le hubiera olvidado cómo había terminado en aquella situación—. Seguramente, tendría que haber reaccionado de otra forma, pero el oso se nos echaba encima tan rápido que me he quedado en blanco. No quería que se enfadara.

—Bueno, te has apañado bastante bien. Y tampoco creo que la madre del niño se vaya a quejar.

Cuando Leo y yo nos separamos, la mujer estaba junto a nosotros, con el niño abrazado a su pierna.

—Gracias —dijo, y dudó un instante—. No sé qué más añadir, le has salvado la vida.

Leo se sonrojó débilmente.

—Kaelyn ha tenido tanto mérito como yo —señaló, pero se le había iluminado la mirada.

—Seguramente, a partir de hoy, el oso evitará acercarse por esta parte del pueblo —comenté.

—Bien —intervino el viejo en tono brusco, pero entonces añadió—: Por lo menos ahora sabremos qué hacer si causa más problemas. Gracias a vosotros.

—Parece que lleváis tiempo viajando —dijo la mujer—. ¿Os apetece quedaros a comer con nosotros?

—¡Sí, os tenéis que quedar! —exclamó la niña dando saltitos y dirigiéndonos una sonrisa radiante.

El viejo inclinó la cabeza. El chico aún fruncía el ceño, pero no protestó.

Experimenté una súbita excitación. Ahí estábamos, hablando como la gente solía hacerlo en su día, antes de la gripe cordial y de los guardianes. No como enemigos, no atenazados por las sospechas y las amenazas, sino simplemente como… seres humanos.

Casi se me había olvidado lo que se sentía al sonreírle a un desconocido, o al invitar a alguien a compartir una comida. Cosas totalmente normales que, al mismo tiempo, proporcionaban el sentimiento más increíble del mundo.

Y eso era justo lo que yo quería. Podía sobrevivir sin ordenadores, ni centros comerciales, ni comida procesada. Pero ¿qué sentido tenía sobrevivir si no podíamos volver a comportarnos como gente normal los unos con los otros? Trabajar en armonía, compartir los recursos y conseguir mucho más de lo que podíamos hacer a solas.

Si me lo hubieran preguntado unos días antes, no habría sabido decir si aquello podía volver a suceder. De hecho, habría respondido que me parecía bastante improbable. Pero, en aquel momento…, en aquel momento veía motivos de esperanza por todas partes.

Me recreé en aquella felicidad durante unos segundos más, hasta que la realidad se impuso. A pesar de lo mucho que quería quedarme allí y alimentar aquella sensación de normalidad, todavía teníamos que preocuparnos por la gripe cordial y por los guardianes. Y también por llevar las muestras de la vacuna a Atlanta mientras aún estuvieran frías.

Eso sí, nada nos impedía regresar cuando nuestra misión hubiera terminado.

—Me encantaría —le dije a la mujer—. Pero, en realidad, tenemos un poco de prisa.

Hice una pausa. Detesté no poder explicar por qué, así como saber que, si me lo preguntaban, iba a tener que mentir. De momento, proteger la vacuna tenía prioridad por delante de todo lo demás.

Por suerte, la mujer no hizo preguntas. Le dio una palmadita en el hombro a su hijo y a continuación dijo:

—Pues quiero hacer algo por vosotros. Os puedo preparar unos bocadillos para que os los comáis durante el camino. Tengo una barra de pan recién horneada.

—Eso sería genial —dijo Justin.

Yo asentí en silencio. El estómago me retumbó ante la idea de comer algo fresco después de tantos meses alimentándonos a base de productos enlatados y precocinados. Podíamos esperar unos minutos.

La mujer sonrió y se alejó por la acera, con su hijo ante ella. El viejo los siguió. El hombre tenía la piel tan oscura como clara la tenía la mujer, por lo que dudaba que estuvieran emparentados. Y, no obstante, a juzgar por la forma en que el hombre le susurró algo al oído del niño y cómo este le devolvió una sonrisa, imaginé que había adoptado algo así como el papel de abuelo. Cuando perdías a tu familia real, terminabas formando una nueva con las personas que te quedaban.

Eché un vistazo a las personas que ahora conformaban mi familia. Leo me dirigió una sonrisa y se alejó unos metros por la calle para echar un vistazo al lugar por donde se había marchado el oso.

Anika se había acercado donde estaba el chico y había logrado que este abandonara su expresión arisca. El chico se volvió hacia ella, enarcando las cejas. Anika se agitó el pelo encima de los hombros, con uno de aquellos gestos astutamente despreocupados, y lo miró a través de sus largas pestañas.

—Pues sí —dijo, y dio un golpecito en el capó del tractor—. A través de las montañas. No es el coche de mis sueños, pero se ha portado como un campeón.

A mi lado, Justin no les quitaba el ojo de encima. Vi como se le enrojecía el cogote, debajo de la coleta despeinada, e hice chocar mi codo con el suyo.

—Relájate, hombre —le dije en voz baja—. Solo hablarán durante cinco minutos.

El rubor se le extendió a las mejillas.

—No, no estaba… —empezó a decir, pero entonces bajó la mirada—. Ya sé, ya sé.

Anika no perdía el tiempo: como respuesta a una pregunta que no oí, le dio al chico una palmada en el brazo.

—Bah, no creas que me costaría mucho. Soy más dura de lo que parezco. No, el problema es que nos estamos quedando sin combustible. Necesitamos diésel, por eso hemos ido directos al bus escolar, pero estaba prácticamente vacío —dijo, e inclinó un poco la cabeza.

No me sorprendió que el chico aprovechara la ocasión para dárselas de héroe.

—Oye, pues podríais ir a echar un vistazo en casa de Murphy —sugirió señalando hacia el oeste—. Queda a poco menos de un kilómetro a las afueras de la ciudad, junto al río. Murphy era camionero, estoy seguro de que aún tiene el camión aparcado delante de su casa, pero hace tiempo que se marchó con unos amigos. Podéis aprovechar cualquier cosa que dejara.

Anika murmuró en tono coqueto algo así como que no quería llevarse nada que él y el resto de la gente del pueblo pudieran necesitar más tarde, a lo que el chico se apresuró a responder que no había ningún problema. En ese momento, la niña de la carabina de aire comprimido volvió la cabeza hacia mí.

—¿De dónde sois? —preguntó.

Parecía hambrienta, no de comida, sino de información. Necesitaba que alguien le transmitiera confianza. No se parecía a ninguno de los adultos que habíamos visto, por lo que asumí que su familia biológica debía de haber desaparecido. De hecho, y tal como estaban las cosas, era posible que con once o doce años te tocara ya ser el adulto.

—Del norte —dije; no sabía cuánta información le podía proporcionar.

—Ajá —dijo ella—. Debéis de haber pasado mucho frío ahí arriba. El invierno aquí no ha sido particularmente duro. Aunque se nos terminó la gasolina, hemos conseguido apañarnos… Eso sí, no ha sido nada divertido.

—Ya… —dije yo.

Anika soltó una carcajada ante un comentario del chico, y yo le envidié aquella habilidad para entablar conversación con desconocidos. Pero ¿qué le dices a una niña que seguramente ha perdido a sus dos padres, y tal vez también a sus hermanos y a todos sus amigos, en cuestión de unos meses?

—Está muy bien que os ayudéis unos a otros —logré añadir—. Así es como nosotros hemos logrado llegar hasta aquí.

—Sí, supongo que sí —respondió la niña, frunciendo el ceño con escepticismo, pero por fortuna no tuve que preocuparme por añadir nada más, pues la mujer regresó con una bolsa de plástico en las manos.

—Muchísimas gracias —dije al tiempo que cogía la bolsa.

La mujer había envuelto los bocadillos con papel de cocina, pero, aun así, me llegó el olor a pan recién horneado. Se me hizo la boca agua.

—Es lo menos que podía hacer —dijo—. Espero que logréis llegar sanos y salvos a vuestro destino.

Anika saludó al chico y montó en el tractor. Yo me acerqué a Leo y a Justin, les di sus bocadillos y subí junto a ella.

—Asumo que sabes adónde vamos, ¿no? —le dije.

—Brendan ha estado encantado de ayudarnos —respondió ella, y me dirigió una sonrisa radiante.

«Lo ha hecho por nosotros», me dije de repente. Había utilizado sus encantos para sonsacarle aquella información, para que nosotros y las vacunas pudiéramos llegar a nuestro objetivo.

A pesar de las quejas que había expresado tres días antes, era evidente que le importaba nuestra misión. Esperaba que fuera fiel a su promesa de seguir con nosotros, con independencia de lo que nos esperara al llegar a Atlanta. Empezaba a parecer que formaba parte del grupo; parte de aquella familia improvisada.

Comenzamos a comer juntas nuestros bocadillos, mientras Anika guiaba el tractor hasta la carretera y enfilaba hacia el otro extremo del pueblo. El pan estaba ligeramente ahumado, como si lo hubieran cocido en un horno de leña (suponía que ese era el caso), pero tenía la corteza crujiente y la miga blanda, y estaba relleno de ensalada de atún. Aquel bocadillo llenaba más que cualquier otra cosa que recordara haber comido recientemente. Y se me había olvidado lo maravillosa que podía ser la mayonesa. Me lo terminé enseguida. Mientras lamía las migajas de los dedos, apareció ante nosotros una casa destartalada. Aparcado en un patio polvoriento, entre la casa y el río, vimos un camión con la trasera descubierta.

Aparcamos junto al camión y bajamos todos a la vez. La brisa que nos recibió no era invernal, pero sí lo bastante fría como para que notara cosquillas en la piel, debajo del abrigo abierto. Las nubes avanzaban por el cielo, ocultando el sol.

—¿Alguien ve las llaves? —pregunté, y de pronto nos imaginé avanzando por la carretera a una velocidad normal.

Justin miró dentro de la cabina del camión y negó con la cabeza. Yo le indiqué que se quedara junto al tractor, a lo que accedió con un suspiro exagerado. Los demás fuimos a echar un vistazo a la casa. La puerta estaba abierta y, dentro, una capa de polvo lo cubría todo. Pero, o bien el propietario esperaba volver y se había llevado las llaves, o bien las había escondido. En todo caso, nuestra búsqueda resultó infructuosa.

De todos modos, tardaríamos solo unas horas, me recordé mientras volvíamos a salir. Había empezado a soplar un viento húmedo, que nos mojaba la cara, y las nubes eran cada vez más oscuras. Era hora de marcharnos.

Una vez más, Leo se encargó de la manguera del sifón. En cuestión de segundos, el combustible ya fluía del depósito del camión. En cuanto las latas estuvieron llenas, metió la manguera directamente en el depósito del tractor. Mientras tanto, Anika y yo rodeamos la casa para ver si dábamos con un bidón vacío. Encontramos un cobertizo con un montón de herramientas, pero ni rastro de carburante. En la orilla de un angosto arroyo gris había un desvencijado embarcadero, con una barca de aluminio amarrada en un rincón. Dentro solo vimos los remos. Me agaché y hundí una mano en el río: el agua estaba extremadamente fría.

Anika empujó levemente la barca con la punta de la bota.

—En fin —dijo—, parecía que había mucho diésel en el camión.

—Creo que tendremos más que de sobra —aventuré yo.

Cuando volvimos, Leo aún estaba llenando el depósito del tractor. Me apoyé en el lateral del remolque para buscar botellas de agua vacías que rellenar, y en aquel preciso instante me llegó un peculiar chirrido a los oídos. Me acerqué a la esquina de la casa y miré hacia la carretera.

Una pequeña figura en una bicicleta descendía por la pendiente a toda velocidad, procedente del pueblo. Me di cuenta de que era la niña con la que había estado hablando, su pelo rizado oscilaba al viento. Salí a recibirla y ella se detuvo junto a la casa con un derrape.

—Viene alguien —dijo, jadeando—. En un todoterreno militar blanco. Aún estábamos en la calle. Os acababais de marchar cuando han aparecido armando un gran follón. Nos han preguntado si habíamos visto a un grupo de personas en un tractor. Les hemos dicho que no, pero no paraban de insistir. No sé si los hemos convencido. Me ha parecido que era mejor venir a avisaros antes de que se presentaran aquí. Daban un poco de miedo.

Ni siquiera había terminado de hablar cuando oímos el rugido de un motor a lo lejos. Un vehículo blanco se acercaba por la carretera por la que habíamos venido. Se me paró el corazón. Habían mencionado el tractor, eso quería decir que los del helicóptero debían de habernos visto en la granja y habían mandado a otra unidad a buscarnos.

—Gracias —le dije a la niña—. ¡Y ahora vete, antes de que te pillen también a ti!

La niña asintió y se marchó a toda velocidad en la bicicleta.

—¡En marcha! —gritó Justin, aferrado al lateral del remolque, cuando volví junto al tractor.

—¡Un momento! —exclamó Anika, pálida—. Su coche es mucho más rápido que el tractor.

—Es nuestra única opción —repuse, y se me aceleró el pulso. Tenía razón. ¿Y si nos escondíamos?

En cuanto me di la vuelta, Leo ya había sacado una bolsa del remolque y estaba señalando hacia el embarcadero.

—¡No, tenemos otra opción! —dijo—. La barca. Si vamos por el agua, no nos podrán seguir.

El motor del todoterreno sonaba ya demasiado cercano. No había tiempo y no se me ocurría ningún plan mejor. Cogí la neverita y varias mantas.

—¡Agarrad todo lo que podáis, vamos!

Atravesamos corriendo el patio, hacia el río. Me metí en la barca y me hice a un lado para dejar sitio a los demás. El bote osciló y se hundió peligrosamente en el agua bajo el peso de las provisiones que habíamos logrado rescatar. Se oyó el ruido de las ruedas al detenerse sobre gravilla al otro lado de la casa. Me peleé con la clavija con la que habían amarrado la barca al muelle. Estaba oxidada. Anika se inclinó junto a mí y cortó la cuerda con su cuchillo de caza.

Solté la argolla y la barca se alejó de inmediato del embarcadero. La corriente nos arrastró rápidamente río abajo, hasta donde terminaba el jardín de la casa y empezaban las sombras de la maleza que cubría la orilla. Oímos que el motor se apagaba y que se cerraban unas puertas. Me agarré con fuerza al respaldo del asiento. Entonces el río describió un meandro, y el jardín y el muelle se perdieron de vista.