DOCE

Con la aguja del indicador de combustible cada vez más baja, al día siguiente por la mañana descendimos de las montañas. No quería demorar la búsqueda de combustible como había hecho con el cuatro por cuatro. Finalmente, habíamos llegado a Georgia, nos encontrábamos a unos ciento cincuenta kilómetros al noreste de Atlanta y, de todos modos, habríamos tenido que abandonar los bosques al cabo de poco.

A medida que fuimos bajando de cota, la nieve fue desapareciendo, hasta que al final nos encontramos circulando por una carretera totalmente seca. Sentada en el remolque, con Justin, me desabroché la chaqueta y aparté su manta, contemplando los árboles que iban pasando más allá del alerón de la tienda.

—¿Crees que la vacuna aguantará hasta que lleguemos al CCE? —preguntó.

—Eso espero.

Había llenado los laterales de la nevera con nieve antes de que esta desapareciera. En un tramo de carretera despejado, el tractor podía recorrer ciento cincuenta kilómetros en cinco horas. Eso, naturalmente, asumiendo que halláramos combustible pronto. Y que a nosotros no nos encontrara nadie.

Justin se removió en el asiento, inquieto.

—A lo mejor deberíamos probar suerte con la radio —sugirió—. Por si pescamos a los guardianes hablando por la zona.

Dudaba mucho que fuéramos a tropezarnos con una transmisión precisamente en aquel momento, pero me dije que así, por lo menos, Justin tendría algo que hacer. Debía de haberle resultado muy duro quedarse sentado con la pierna inmóvil durante el largo viaje a través de las montañas. Toda su energía acumulada se dejaba notar en la brusquedad de sus gestos.

—Buena idea —dije.

Mientras preparaba el aparato y empezaba a rastrear el dial, observé el cielo y las carreteras adyacentes, aguzando el oído. La radio transmitía solo interferencias y el único motor que se oía era el nuestro. Justin soltó un suspiro y volvió a guardar el aparato. El bosque había dejado paso a unos campos amarillentos a nuestra derecha.

—¿Qué te parece? —preguntó Anika, señalando un granero que teníamos ante nosotros a través de la ventanilla abierta.

—Vamos a echar un vistazo —dije.

Leo metió el tractor en un caminito que conducía a la granja y se detuvo ante una verja cerrada con cadena. Bajamos de un salto y pasamos por encima de la verja, mientras Justin se quedaba vigilando desde el remolque. La puerta del granero estaba abierta, pero dentro no había ni vehículos ni depósitos de combustible, y el pequeño garaje contiguo estaba igualmente vacío.

Cuando ya estábamos regresando al tractor, oímos un rumor que se acercaba por el cielo. Se trataba de un helicóptero, procedente del sur. Me detuve en seco. Detestaba verme separada de las muestras de la vacuna, pero el granero que había a nuestras espaldas nos quedaba mucho más cerca. Leo y Anika echaron a correr tras de mí, al tiempo que yo esprintaba hacia el edificio. Cuando al final llegué, resollaba pesadamente. Los demás entraron conmigo. Eché un vistazo a través de la puerta.

El helicóptero pasó zumbando un minuto más tarde, sin aminorar la marcha. Era azul y blanco, como el que habíamos visto antes, pero no sabía si era el mismo, o parte de una flota que Michael había conseguido en alguna parte. Miré hacia el tractor. Justin había sido lo bastante inteligente como para esconder la tienda en el remolque. Visto desde arriba, habría parecido un vehículo abandonado más. Si habíamos logrado escondernos en el granero antes de que nos vieran, estábamos a salvo.

El aparato viró hacia el oeste. Aguardé un instante, pero no lo vi dar la vuelta. Cuando se hubo perdido de vista, me sequé el sudor de la frente y salí al exterior.

—Va a ser mucho más difícil pasar desapercibidos ahora que hemos salido del bosque —dije, mientras me dirigía apresuradamente hacia el tractor—. Mantened los ojos bien abiertos.

—Todavía no se han rendido, ¿eh? —murmuró Justin, asomando por la entrada de la tienda cuando subí al remolque.

—No —dije yo—. Ni creo que lo hagan.

Leo y Anika intercambiaron posiciones en la cabina del tractor, y el motor arrancó con un chisporroteo que pareció retumbar por todo el campo. Di un respingo, pero en cuanto arrancamos el petardeo se convirtió en un leve gruñido. Leo se asomó por la ventana.

—Esta carretera cruza un pueblo, dentro de unos kilómetros —dijo—. En el mapa parece bastante pequeño. Podemos intentar esquivarlo, pero nos llevaría tiempo.

Lo último que quería era tener que pasar más tiempo del imprescindible en aquellas carreteras desprotegidas, pero entonces me acordé del viejo que se acercó corriendo con sus zapatillas, sorbiéndose los mocos y rogando nuestra atención, en el último pueblo por el que habíamos pasado. Me estremecí.

—¿Tú qué crees? —le pregunté.

Leo dudó un instante.

—Creo que prefiero que me vean unos desconocidos a que lo hagan los del helicóptero, si esas son las opciones que tenemos.

—Tienes razón —dije—. Vale, pues pasaremos por el pueblo.

Me levanté y me acerqué a la parte delantera del remolque para echarle un vistazo a los edificios que iban apareciendo. El lugar no era tan pequeño como la aldea de las montañas, pero, aun así, no dejaba de ser una calle principal bordeada por los tejados grises de lo que parecían edificios comerciales, y un puñado de calles con casas de tejas azules y rojizas que salían de esta. Estábamos demasiado lejos para distinguir nada en concreto, pero tampoco parecía que hubiera nadie. Al llegar a lo alto de la última colina, gozamos de una visión de conjunto de todo el pueblo y logramos distinguir una figura amarilla en medio de un amplio aparcamiento.

—Eso es un autobús escolar —dije—. Ahí, a un par de manzanas de la calle principal. Esos funcionan con diésel, ¿no?

—Creo que sí —respondió Leo.

—Pues vayamos a echar un vistazo —dijo Anika.

Asentí y volví a sentarme. Justin salió de la tienda y se apoyó en el costado del remolque, vigilando el bosque que había junto a la carretera. Yo vigilaba el paisaje al otro lado. Pasamos ante lo que parecía un huerto y una pequeña granja donde nos detuvimos un instante, pero solo encontramos la carcasa oxidada de un coche y una casa que, por el aspecto y el olor, parecía ocupada por mapaches.

—¡Allá vamos! —exclamó Anika cuando pasamos junto al cartel de entrada al pueblo. Lo habían partido por la mitad y solo quedaba la parte inferior, que anunciaba que la población era de 2630 habitantes. El número actual era mucho menor, estaba segura de ello.

Al pasar ante una ferretería, al límite de la ciudad, me metí la mano en el bolsillo y saqué la pistola de Tobias. Por desagradable que me hubiera resultado el enfrentamiento en el otro pueblo, la amenaza de la pistola había dado resultado.

—Dentro de unas cuantas calles, gira hacia la izquierda —le grité a Anika—. El autobús no estaba lejos.

Las ruedas aplastaron la rama de un árbol que había caído en medio de la carretera. Sopló una ráfaga de viento y los postigos de un apartamento situado encima de una tienda se abrieron y se cerraron. Las tiendas estaban todas oscuras, y la mayoría de las puertas colgaban de los goznes.

Anika giró en la siguiente esquina y el remolque la siguió traqueteando. Las casas de la calle principal parecían igualmente deshabitadas, con las ventanas negras y la pintura desconchada. Me pareció ver algo que se movía detrás de la barandilla de un porche, pero escruté la oscuridad con la mirada mientras avanzábamos y no apareció nada. A lo mejor había sido un pájaro, o una ardilla, o un trozo de basura arrastrado por la brisa. O a lo mejor me lo había imaginado.

Nos acercábamos al siguiente cruce, buscando ya el aparcamiento con la mirada, cuando, de pronto, el tractor frenó en seco.

—Pero ¿qué es eso? —murmuró Anika, y yo asomé la cabeza por el lateral del remolque.

Una figura oscura avanzaba al otro lado de las verjas de las casas, hacia nosotros. Por un instante, creí que se trataba de un enorme perro que se había perdido, pero entonces salió de debajo de la sombra de un árbol y vi la cabeza redonda, oscura, con el hocico claro, y aquel cuerpo voluminoso, que se balanceaba con cada paso.

Era un oso. No era muy grande para ser un oso, pero, aun así, calculé que pesaría más del doble que yo. Tenía las ijadas gruesas, pero el pelaje marrón oscuro presentaba lo que parecían costras de sangre reseca. A lo mejor había tenido que marcharse del bosque tras una pelea territorial y había acudido a aquel pueblo por si podía pescar algo, ahora que la gente había desaparecido.

Anika no levantó el pie del freno mientras el oso pasaba junto al tractor. Justin se inclinó hacia delante y el animal nos miró a uno y a otro, alternativamente, aunque no buscaba pelea. Nos observó durante un breve instante y siguió avanzando hasta dos casas más abajo, donde se detuvo a olisquear un envoltorio de comida rápida que había quedado atrapado en las ramas de un seto.

—¿Tenemos que preocuparnos? —preguntó Leo.

—Los osos pardos no suelen ser agresivos con las personas —dije—. En principio, mientras no lo molestemos, debería dejarnos tranquilos.

—Bueno, en cualquier caso, me alegro de que hayamos salido en direcciones opuestas —comentó Anika.

Seguimos calle abajo. Media manzana más adelante, atisbé el cartel de un colegio.

—¡Ahí está! —dije señalándolo.

Dejamos el tractor delante del edificio de ladrillos de dos plantas. Tenía forma de ele y estaba construido alrededor de una plaza de hormigón, cubierta de líneas correspondientes a diversos juegos infantiles. Entre el patio y el edificio, un callejón conducía el aparcamiento que había visto desde la colina, donde se encontraba el bus escolar. Una pesada barrera bloqueaba el acceso desde la calle.

—Id vosotros a echar un vistazo —dijo Justin, que cogió el rifle—. Yo protegeré nuestras cosas.

Me metí la pistola en el bolsillo, cogí las latas y la manguera que usábamos para hacer sifón, y salí del remolque al tiempo que Leo y Anika bajaban de la cabina del tractor. Pasamos por debajo de la barrera y corrimos por el callejón hasta el aparcamiento. Las hojas muertas giraban sobre el cemento, pero, aparte de eso, solo se oía el crujir de nuestras botas.

Cuando llegamos junto al bus, Leo cogió la manguera y yo empecé a abrir la tapa de la lata. La metió dentro del depósito mientras Anika iba a dar la vuelta a la escuela para ver si había más vehículos. Regresó al cabo de poco, negando con la cabeza, justo en el momento en que Leo se quitaba el extremo de la manguera de la boca y lo metía dentro de la lata, que ya esperaba abierta. Escupió sobre el cemento y un líquido negro empezó a circular por la manguera hasta el interior del recipiente.

—¡Ve a buscar el bidón, rápido! —le grité a Anika, presa de una súbita euforia.

Preparé la segunda lata para que Leo pudiera cambiar la manguera inmediatamente en cuanto la primera estuviera llena. Sin embargo, antes de que el combustible llegara arriba del todo, el flujo de carburante se convirtió en un goteo y, finalmente, se interrumpió. Leo extrajo la manguera, limpió el extremo e intentó reanudar la succión, pero, al cabo de un minuto, se rindió, con el ceño fruncido.

—Bueno, algo es algo —dije con una jovialidad fingida.

Anika había llegado al tractor y yo le hice un gesto para que se quedara allí.

Mientras volvíamos por el callejón, me fijé en los edificios que teníamos alrededor, preguntándome si había alguna posibilidad de que encontráramos otro vehículo diésel u otro vehículo nuevo con el que pudiéramos cubrir los ciento cincuenta kilómetros que nos quedaban en tan solo unas horas, en lugar de en varias. Yo tenía ya la mente puesta en Atlanta cuando se oyó un crujido metálico calle abajo.

Leo y yo nos quedamos helados. A continuación, oímos un gruñido, un grito ahogado y unos pasos apresurados.

Pasé corriendo por debajo de la barrera y metí las latas en el remolque. Justin se había levantado y Anika estaba junto a la puerta del tractor.

—¡Nos vamos! —grité.

Justin señaló algo que quedaba fuera de mi campo de visión.

—El chaval…

Un niño delgaducho, que no tendría más de cinco años, cruzó la calle a todo correr y enfiló la acera, directo hacia nosotros. Entonces vi por qué: el oso corría tras él, ganando velocidad con cada paso, reduciendo cómodamente la distancia. De sus pulmones salió otro gruñido.

El niño miraba por encima del hombro, con el miedo pintado en la cara. De pronto tropezó en una grieta de la calle y cayó de rodillas al suelo, con un chillido. El animal se preparó para saltarle encima. Yo me lancé hacia allí instintivamente, pero Leo fue más rápido que yo.

Raudo y veloz, cogió al crío del suelo y se dio media vuelta. En ese mismo instante, el oso aterrizó sobre la acera, entre ellos y el tractor. Anika pegó un grito y se apoyó en la puerta.

Leo giró sobre sí mismo y echó a correr a través del patio del colegio, con el niño colgado del cuello. El oso salió tras ellos.

Leo se había entrenado para ser bailarín, no velocista, pero, aun así, era rapidísimo. Había recorrido ya la mitad del patio cuando por fin comprendí adónde se dirigía. Había un gran cubo metálico junto a la pared del colegio, más o menos del tamaño de un contenedor.

Al llegar tiró de la tapa, pero esta no quiso abrirse. Así pues, Leo dejó al niño encima del cubo y se encaramó tras él. La tapa traqueteó con su peso. Empujó al niño contra la pared justo en el momento en que el oso frenaba en seco. El animal los miró y se alzó sobre las patas traseras con un jadeo enojado. Hizo un par de intentos de alcanzarlos con la zarpa. Al ver que no llegaba, lo intentó desde un costado.

Entré en el patio, con el corazón desbocado. Subirse al cubo metálico habría sido una buena idea si el oso se hubiera rendido, pero lo que había sucedido en realidad era que Leo había quedado acorralado. Echó un vistazo al techo, que quedaba por lo menos cinco metros por encima de su cabeza. Demasiado alto.

Justin bajó del remolque y llegó junto a mí cojeando, pero antes de que yo pudiera protestar se oyeron más pasos en la acera, calle abajo. Me di la vuelta, buscando la pistola dentro del bolsillo.

Una mujer con el mismo pelo rojizo que el niño se acercaba corriendo hacia nosotros, seguida por un hombre anciano, un chico de veintipocos y una niña preadolescente. La niña llevaba una pistola que parecía de plástico: era una carabina de aire comprimido. De pronto comprendí lo del chasquido y por qué el oso perseguía al niño: debían de haberle disparado.

El grupo se detuvo a pocos metros de nosotros, en la esquina del edificio de la escuela. Al ver la escena del patio, la mujer se llevó la mano a la boca.

—¡Ricky! Oh, Dios mío…

El chico joven nos fulminó con la mirada a Justin y a mí.

—No deberíais haber venido por aquí —nos recriminó.

Me pareció un comentario tan fuera de lugar que me lo quedé mirando un buen rato sin encontrar las palabras.

—No es culpa nuestra que hayáis disparado contra el oso —repuse finalmente.

—Ricky ha salido porque ha oído vuestro motor —replicó el chico—. No debería haber estado fuera de casa.

—Pues a lo mejor tendríais que haberlo vigilado un poco mejor —dijo Justin, que le devolvió la mirada.

—Esa maldita bestia lleva tres días rondando por el pueblo, pero solo se ha convertido en un problema cuando habéis llegado vosotros —murmuró el viejo.

Abrí la boca, pero se me había hecho un nudo en la garganta. El oso se abalanzó contra el cubo de metal e intentó alcanzar las piernas de Leo y del niño con la zarpa. Entonces se dejó caer de nuevo al suelo y empezó a rondarlos, con los músculos del dorso y el lomo en tensión. Era posible que, si creía que valía la pena intentarlo, lograra subir al cubo de un salto.

Leo acercó el niño hacia él y pareció calcular a ojo la distancia que los separaba del muro de la escuela, pero a mí me daba la impresión de que el oso se les echaría encima en cuanto bajaran al suelo.

—No importa por qué ha sucedido —dije—. Tenemos que sacarlos de ahí.

—Le volveré a disparar, y esta vez lo haré bien —aseguró la niña, que se apartó los rizos negros y levantó la carabina.

—¿Con ese juguete? —preguntó Justin, que se inclinó hacia delante y cogió el rifle del suelo, pero yo lo agarré del brazo.

—¿Crees que es fácil matar a un oso de un solo disparo? Si solo lo hieres, se va a poner aún más furioso.

Si Leo, con su experiencia como cazador, había considerado que no era buena idea utilizar la pistola, tampoco quería que Justin se pusiera a disparar.

—¿Y cuál es tu brillante plan? —preguntó el chico joven.

No tenía ninguno. Solo sabía que, aunque el oso hubiera perdido su miedo natural a los seres humanos, solo quería presas fáciles, pequeñas y débiles. Si sospechaba que se enfrentaba a un peligro real, renunciaría a luchar.

Así pues, teníamos que convencerlo de que éramos peligrosos, de que tenía que marcharse. Si nos acercábamos a él y hacíamos mucho ruido, todos juntos… Entonces me volví hacia la gente del pueblo y se me amontonaron los pensamientos. Hasta donde sabíamos, uno de ellos podía estar contagiado, y Justin y Anika no tenían protección alguna contra el virus, ni siquiera nuestras improvisadas mascarillas. Por otro lado, también existía la posibilidad de que aquellos desconocidos se nos echaran encima en cuanto rescatáramos al niño.

Al otro lado del patio, el niño soltó un gemido. Leo le susurró algo, demasiado flojo como para que yo pudiera oírlo, y me acordé de lo que había dicho la noche anterior: «No quiero que el mundo se convierta en un lugar así». Tragué saliva.

Yo tampoco lo quería. No quería tener que sentirme como una criminal tan solo por haber cruzado un pueblo, ni preguntarme contra quién iba a tener que disparar. Y, desde luego, no deseaba vivir en un mundo donde permitíamos que dos personas murieran devoradas porque estábamos paralizados por el miedo que sentíamos los unos por los otros. Cerré los puños dentro de los bolsillos.

—Tenemos que asustarlo para que se largue —dije—. Hemos de parecer grandes, ruidosos y amenazantes. Que se convenza de que no le vale la pena quedarse por aquí. ¡Vamos!

Les hice un gesto. La mujer miró al niño (asumí que era su hijo), me miró a mí, y empezó a acercarse, pero entonces se detuvo en seco. El joven tenía la frente arrugada y el viejo retenía a la niña entre los brazos.

Muy bien. Les íbamos a demostrar cómo se hacía.

Le hice un gesto a Justin y nos dirigimos hacia el lateral de la escuela sin esperar a comprobar si nos seguían o no. La culata del rifle golpeaba en el suelo, junto a mí, mientras Justin hacía lo que podía por no quedarse atrás. Intentando hacer el menor ruido posible, me pegué a la pared y me detuve al llegar a la altura del oso. Este se volvió un momento hacia nosotros, pero inmediatamente volvió a concentrarse en Leo y el niño.

—¡Eh! —le grité con todas mis fuerzas. Levanté los brazos y empecé a patear el suelo—. ¡Eh, largo de aquí! ¡Andando!

—¡Que te pires! —gritó Justin, golpeando con el rifle en el suelo y blandiéndolo hacia donde estaba el oso—. ¡Vamos, mueve el culo!

El animal se volvió hacia nosotros y retrocedió unos pasos. Durante un segundo, creí que lo habíamos logrado, pero entonces nos enseñó los dientes y soltó un gruñido.

—¡Oye, bola de pelo, date el piro! —gritó una voz, y la niña con la carabina de aire comprimido llegó al lado de Justin. Agitó los brazos y le enseñó los dientes.

Al cabo de un momento, llegó también el joven, que pateó el suelo con sus zapatillas deportivas y soltó un rugido sin palabras.

—¡Déjalo en paz, monstruo! —gritó la madre, que apareció entre nosotros.

La mujer se golpeó los muslos con las manos y yo empecé a patear con los pies en el suelo de nuevo, y todos levantamos la voz en una cacofonía de gritos e insultos. El oso nos observaba, indeciso, con el pelo erizado. Entonces di un agresivo paso hacia delante, alzándome tanto como pude, y el animal dio media vuelta. En un abrir y cerrar de ojos, el oso atravesó el patio del colegio y se perdió calle abajo, entre las sombras.