La noche siguiente, cuando empezamos a subir por las ondulantes laderas de las montañas, ya había renunciado a toda esperanza de encontrar un vehículo más rápido. Pero no nos podíamos quejar del tractor: sus robustas ruedas devoraban la carretera sin prisa pero sin pausa, incluso a medida que íbamos ascendiendo y la nieve volvía a cubrir la calzada. Había logrado convencer a Justin de que se instalara en el remolque, donde habíamos montado la tienda con el saco de dormir para protegernos del frío, cada vez más intenso. Aquella noche, cuando le había echado un vistazo, me había parecido que la herida debía de ser bastante dolorosa, pero la piel no presentaba las marcas rojizas típicas de una infección. Si se lo tomaba con calma, me dije, se recuperaría sin problemas.
Con el denso bosque protegiéndonos por todos lados, pasamos a conducir durante el día, cuando la luz del sol nos ayudaba a avanzar por las serpenteantes carreteras de montaña. En algunos lugares, la nieve había formado una gruesa capa que crujía bajo las ruedas. Intenté no obsesionarme con el rastro que dejaba el tractor: los guardianes iban a tener que seguirnos montaña arriba para dar con nuestra pista.
Durante el primer día volvimos a oír el zumbido del helicóptero en dos ocasiones. Aparcamos el tractor tan cerca de la calzada como pudimos y aguzamos el oído, pero, a través de las ramas que nos cubrían, solo vimos el cielo despejado. Si nosotros no veíamos el helicóptero, me dije, seguramente ellos tampoco podrían vernos a nosotros. En cualquier caso, era evidente que no pensaban rendirse.
Hacíamos turnos al volante y con los mapas, y alguno de nosotros iba siempre con Justin en el remolque. Leo conducía y Anika estaba apoyada en el cristal de la cabina, cuando de pronto vi una columna de humo que se elevaba hacia el cielo, unos kilómetros más adelante. Me incliné sobre la parte delantera del remolque, golpeé la parte trasera de la cabina y señalé el humo. Anika bajó la ventanilla.
—Hay un pueblo a unos ocho kilómetros, siguiendo por esta carretera —dijo—. A lo mejor encontramos a alguien con vida.
Observé el humo con recelo. Si Michael había llegado a Estados Unidos hacía poco más de un mes, difícilmente habría tenido tiempo de convencer a todos los supervivientes de este lado de la frontera, y dudaba mucho que los aislados pueblos de montaña se encontraran entre sus prioridades. Aun así, que los supervivientes locales no colaboraran con los guardianes no significaba que nos fueran a recibir amistosamente.
—¿Podemos tomar alguna otra ruta? —pregunté.
Anika estudió el mapa con el ceño fruncido.
—Más o menos. Pero tenemos que dar media vuelta y coger el desvío que hemos pasado hace como una hora.
—Pues lo haremos —dije—. Prefiero tardar un poco más que exponerme a que nos descubran.
—Me parece bien.
Durante la noche, dejamos la tienda en el remolque y cenamos apresuradamente un guisado enlatado. Al día siguiente, cruzamos Carolina del Norte y llegamos a menos de ochenta kilómetros de la frontera de Georgia. Pronto íbamos a tener que renunciar a la protección de las montañas, pero, a cambio, poco después podría dejar la vacuna en manos de los expertos. Estaba tan nerviosa que temblaba por dentro.
La noche había empezado ya a caer cuando vimos un edificio. Era una pequeña iglesia. Pisé el freno. Leo se inclinó hacia delante y los dos miramos a través del parabrisas. Detrás de la iglesia había un edificio de hormigón achaparrado, con ventanas en la fachada, y varias casas más ocultas entre los árboles.
—Este pueblo no sale en el mapa —observó Leo—. Imagino que es demasiado pequeño.
No había humo y, aparte del rugido del motor del tractor, no se oía ningún sonido. Hubiéramos tenido que retroceder varias horas para evitar aquel lugar.
—Parece abandonado —dije—. Mantengamos los ojos bien abiertos.
Cuando nos acercamos más, distinguí un cartel encima de las ventanas del edificio de hormigón: THE PINES - ULTRAMARINOS Y COMESTIBLES. El cristal de la puerta estaba roto, pero aún se distinguían algunas formas encima de las estanterías.
—A lo mejor deberíamos parar y ver si encontramos algo que nos pueda resultar útil —sugerí.
—Ya que estamos aquí… —convino Leo.
Aparqué el tractor delante de la tienda y salí.
—No te muevas —le ordené a Justin cuando asomó la cabeza por la puerta de la tienda—. Solo vamos a echar un vistazo rápido.
Noté el crujir de esquirlas de cristal bajo mis pies, entre la nieve, y abrí la puerta tirando del picaporte abollado. Leo entró tras de mí y examinamos las estanterías. Bolsas de pan cubierto de moho verde; una lata de pepinillo en escabeche rota en el suelo; un congelador que llevaba siglos sin funcionar, con una caja de pizza solitaria que resultó estar vacía; cajas de mondadientes esparcidos por el suelo de uno de los pasillos. Cogí las dos pastillas de jabón que quedaban en un estante, me las metí en el bolsillo y señalé un bote de lejía para lavadora que había cerca de donde estaba Leo, pero toda la comida enlatada había desaparecido hacía tiempo.
—Bueno, con lo que tenemos, ya nos apañamos —dije, batiéndome en retirada. Eso contando con que no nos perdiéramos, o encontráramos las carreteras bloqueadas, o se nos estropeara el tractor.
—¡Eh! —exclamó Anika en el exterior, con un deje de pánico en la voz.
Se me aceleró el pulso y llegué corriendo hasta la puerta.
—¡Hola! —dijo una voz eufórica al otro lado del remolque.
Un hombre robusto, con el pelo blanco, se acercaba hacia nosotros por la calzada, agitando un brazo como si su presencia pudiera pasarnos por alto. Sonrió bajo la barba enmarañada, y entonces volvió la cabeza y estornudó. Tenía la nariz roja y llevaba unas pantuflas verdes empapadas por culpa de la nieve.
—¡No os vayáis! —gritó—. Tengo que hablar con vosotros. He estado tan solo… No he visto a nadie en mucho tiempo. ¿De dónde venís? ¿Estáis de visita? Supongo que no sabréis nada de Mildred, ¿no? Es que…
Se interrumpió y se estornudó en la mano, pero no por eso dejó de acercarse hacia nosotros.
—¡Alto! —le grité. Estaba a tan solo tres metros. A tres metros de Anika y Justin. Los dos se metieron dentro de la tienda, pero yo sabía que, en cualquier momento, a Justin se le iba a ocurrir una idea heroica. Además, cada vez que aquel hombre estornudaba y tosía, aumentaba el riesgo de contagio—. ¡No se mueva! —insistí, dando un paso al frente.
—No, no, no lo entendéis —respondió el hombre, sin detenerse.
No tenía ni idea del peligro que suponía, no era consciente de que podía matar a una persona solo respirándole cerca.
Como el tipo que había infectado a Gav.
Noté una opresión en los pulmones y, sin ni siquiera tomar una decisión consciente, me di cuenta de que tenía la pistola de Tobias en la mano.
—¡Alto! —repetí, apuntándolo.
Coloqué el pulgar encima del seguro. Al oír el clic del fiador, el hombre aflojó el paso. Se había puesto pálido.
—Bueno, tampoco hace falta que os pongáis así. Yo solo…
Volvió a estornudar y yo di un paso hacia él, con los brazos en tensión.
—Largo —le dije—. Aléjese de nosotros, ¡ahora!
El hombre se detuvo a unos pasos de la parte de atrás del remolque. Se llevó los dedos a la barbilla y empezó a rascarse, mientras contemplaba la pistola con ojos llorosos.
—Solo quiero hablar —respondió con voz quejosa.
—¿Kaelyn? —dijo Justin, asomando la cabeza, pero yo no me atrevía a apartar la mirada.
—Pues nosotros no queremos hablar —le dije—. Queremos que nos deje tranquilos. Vuelva a su casa.
El tipo se quedó donde estaba, mirándome. Sentí un escalofrío y di un paso adelante, intentando lanzarle mi mirada más amenazante.
—¡Largo!
El hombre retrocedió un paso, estremeciéndose.
—No es justo —murmuró, y dio media vuelta—. Uno no puede ya ni tener una conversación amable. Me iba a disparar, ¿verdad? ¡A mí! Llevo toda la vida en este pueblo y te puedo asegurar que…
Sus divagaciones fueron bajando de volumen mientras se alejaba por la carretera, daba la vuelta a la iglesia y desaparecía de la vista. Suspiré y dejé caer los brazos a los lados, con tanto ímpetu que casi se me resbala la pistola entre los dedos.
—Kae —repitió Leo, y yo di un respingo. Miré a mi alrededor y él señaló el tractor con la cabeza, con expresión inescrutable—. En marcha. Conduzco yo.
—¿Se ha ido? —preguntó Anika desde el interior de la tienda.
—Sí —dijo Justin—. Kaelyn lo ha asustado. ¡Ha sido increíble!
Me volví a guardar la pistola en el bolsillo y me obligué a ir hasta el tractor y subir junto a Leo. Yo no me sentía increíble. Cuando hizo girar la llave en el contacto, oí una pregunta dentro de mi cabeza, tan fuerte que estuve segura de que él también la oía.
¿Qué habría hecho si no llega a dar media vuelta?
No habría pasado nada. Leo habría intervenido, o lo habría hecho yo. No tenía ninguna intención de dispararle, simplemente había hecho lo único que se me había ocurrido para hacer que se marchara. Y había funcionado, estaban todos a salvo.
Pero, entonces, ¿por qué me sentía tan mal?
Porque apretar el gatillo habría sido lo más fácil. De pronto me imaginé lo que debían de pensar los de la pandilla de la isla cuando disparaban contra personas contagiadas en medio de la calle: iban a morir de todos modos; tan solo estaban poniendo punto final al peligro.
Habría podido detener al virus con un solo dedo.
El problema era que ese hombre no era solo el virus; también era una persona, una persona cuyo único crimen consistía en haberse contagiado. Y lo había apuntado con la pistola sin pensarlo.
Ahora la carretera estaba totalmente cubierta de nieve, el sol se había ocultado debajo de las copas de los árboles.
—Deberíamos parar pronto —dije.
—En cuanto hayamos puesto un poco más de distancia —respondió Leo, asintiendo con la cabeza.
Condujimos en silencio durante, aproximadamente, una hora, hasta que el cielo empezó a oscurecer. Sin esperar confirmación, Leo acercó el tractor al arcén. Cuando salimos, se oía un rumor de agua lejano. Reinaba una maravillosa sensación de paz.
—Voy a llenar las botellas —dije.
Las cogí junto con el cazo y me alejé entre los árboles, por encima de la nieve. Bajé por una pequeña pendiente y encontré el arroyo, el primero que encontrábamos que era lo bastante caudaloso como para no haberse congelado del todo.
Casi me metí en el agua antes de verlo, pero atiné a levantar el pie cuando oí que crujía el hielo. Me arrodillé en una piedra cubierta de musgo e hice un agujero en el hielo con un palo; debajo corría el agua transparente. Me quité el guante para hundir los dedos y sentí un estremecimiento de frío. Parecía limpísima, pero, aun así, íbamos a utilizar una de las pastillas de purificación de agua de Tobias.
Ejecutar aquellos gestos simples me calmó. Me volví para coger la primera botella y me llené los pulmones de aire fresco. Estaba ya a punto de inclinarme hacia delante para hundir la botella en el agua cuando, de repente, un movimiento río arriba me llamó la atención.
A unos diez metros de donde me encontraba, medio oculta entre las sombras del anochecer, una silueta blanca y gris agachó la cabeza para beber del río. Sus orejas triangulares se agitaron mientras daba lengüetazos a través de un agujero en el hielo. Me lo quedé mirando, con miedo a parpadear, pensando que, en cualquier momento, iba a desaparecer y yo me quedaría con las ganas de saber si lo había visto realmente. Me invadió una sensación de asombro.
Era un lobo, más grande y con el pelaje más grueso que los coyotes que solía estudiar en la isla. Nunca había visto uno fuera de un zoológico. Y, hasta donde yo sabía, hacía décadas que nadie veía un lobo salvaje en Estados Unidos. Los cazadores se habían empleado tan a fondo que aquel animal casi se había extinguido.
Aunque podía ser que no fuera completamente salvaje. Sabía que había reservas, era posible que los trabajadores hubieran abierto las puertas en el momento en que había estallado la epidemia, para brindarles a los animales la posibilidad de sobrevivir. Aun así, tener la oportunidad de verlo, de compartir aquel arroyo con él, aunque fuera durante un segundo, me pareció un regalo.
Cambié la pierna de apoyo y una ramita crujió bajo mi pie. El lobo levantó la cabeza. Clavó aquellos ojos dorados en los míos a través de los árboles. Le sostuve la mirada, con el corazón a cien por hora y con ganas de disculparme por haberlo molestado. El animal me estudió durante un segundo, y entonces dio media vuelta sobre sus ágiles patas y se alejó trotando bosque adentro.
Mis dedos buscaron instintivamente un bolígrafo. Tenía que tomar nota de aquel momento, documentar cada detalle, cada movimiento que había hecho el lobo. Como si fuera a olvidarlo algún día.
Pero de pronto bajé de la nube. ¿Documentarlo para quién? Los que seguían vivos estaban demasiado ocupados sobreviviendo, y no les importaba lo que pudieran hacer ni los lobos ni ningún otro animal.
¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en la carrera en la que había soñado hasta el momento en que había aparecido el virus? ¿Cuándo había sido la última vez que había pensado en algo que no fuera llegar a Atlanta?
¿Y, de todos modos, de qué servía si, tal como había dicho Justin, no íbamos a lograr llegar tan lejos por mucho que me empeñara?
Apreté los dientes y hundí la botella en el agua helada. La llené rápidamente y me volví para coger la siguiente. Cuando hube terminado, con la bolsa de las botellas en un brazo y el cazo en el otro, mi mirada vagó de nuevo hacia el lugar donde acababa de ver al lobo.
Le importara a alguien o no, fuera yo a sobrevivir a los días siguientes o no, me alegraba de haberlo visto. Se me dibujó una sonrisa en la comisura de los labios.
Aún estaba sonriendo cuando remonté la ladera hasta el lugar donde habíamos aparcado el tractor. Leo estaba construyendo una montaña de ramas de más de un metro de altura, que en cuanto oscureciera por completo convertiríamos en una hoguera que calentaría la cena y a nosotros mismos. Al oír el sonido de mis botas, levantó la mirada.
Me devolvió la sonrisa, pero eso no borró el cansancio de sus ojos. Su forma de mirarme mientras me acercaba hizo que me sintiera como si yo fuera también un animal esquivo al que no esperaba ver.
Había descartado la idea de muchas formas distintas, pero ahí volvía a estar, aquella sensación de que había algo entre nosotros que no terminaba de funcionar. No me lo estaba imaginando, y no podía seguir ignorándolo, tratando de eludir la decepción o desaprobación subyacentes que intuía. Recordaba perfectamente lo que era caer en aquella trampa consistente en negarse a hablar, aquellos casi dos años de silencio tras un inmenso malentendido. Si mi mejor amigo tenía un problema con algo que yo había hecho, necesitaba saberlo de inmediato.
—Eh —le dije, dejando las botellas junto a la hoguera del campamento—. ¿Cómo te va?
—Todo parece ir muy bien —respondió él, irguiéndose. Entonces se volvió hacia el remolque, donde Justin estaba limpiando las pistolas (uno de los pocos trabajos que podía realizar sin los pies) y explicándole cada paso del proceso a Anika—. Pero creo que tendremos que encontrar más diésel pronto. He llenado el depósito y el barril está casi vacío. Calculo que nos queda más o menos medio día de carburante.
¿Medio día? Visualicé el mapa: probablemente aún podríamos llegar a Georgia, pero eso significaba que tendríamos que dejar la montaña y bajar a la civilización un poco antes de lo que habría querido. De vuelta al nido de avispas. Michael tendría a más gente en los aledaños de Atlanta que en ningún otro lugar.
En fin, ya nos preocuparíamos por eso cuando llegara el momento.
—Viene bien saberlo —dije—, pero no me refería a eso. Te preguntaba que cómo te va a ti.
—Ah —respondió él—. Estoy bien. Todo lo bien que se puede estar en estas circunstancias.
—Ya… Pero es que… Si algo te preocupara, me lo dirías, ¿verdad?
Leo volvió a sonreír, pero su sonrisa se desvaneció casi al instante. Se puso bien la gorra.
—Da igual —dijo—. En serio.
Aunque había intentado prepararme para lo que pudiera venir, sentí un escalofrío.
—¿Qué es lo que da igual? Habla conmigo, Leo.
—Es que no quiero que… —Hizo un gesto vago, como si no encontrara las palabras—. No te quiero juzgar. Por haberte llevado toda la gasolina en su día, por haberte colado en el campamento, por lo del hombre de hoy… Sé que lo estás haciendo todo por nosotros, para asegurarte de que salimos de esta. Ya lo sé.
—Pero… —pregunté bruscamente.
Él torció los labios.
—Pero ya sabes cómo me siento por lo que hice para volver a la isla. Y no me gusta que te vuelvas tan… tan hosca, supongo.
No le gustaba, no cuando actuaba de aquella manera. Hundí las uñas en las palmas de las manos, como si eso pudiera aliviar la punzada que me había provocado aquella confesión.
—¿Por qué iba a ser distinta a los demás? —pregunté.
—Antes lo eras —dijo él—. Te esforzabas por intentar ser mejor que la gente, incluso cuando esa gente nos quería matar.
—No he tenido muchas opciones, la verdad —protesté.
—Ya lo sé —admitió, pero ni siquiera me miraba a los ojos—. Lo que pasa es que yo no quiero que el mundo se convierta en un lugar así. Al llegar a la isla, no veía cómo podía uno salir adelante sin convertirse en una persona horrible, y de pronto me pareció que tú habías encontrado la fórmula, que no era imposible. Pero si no puedes ni tú…
Parpadeé, intentando no perder la compostura.
—No es justo.
—Ya lo sé. No estoy diciendo que hayas hecho nada malo, ni tampoco que seas una persona horrible. A lo mejor no sé ni qué estoy diciendo.
Aunque a lo mejor estaba diciendo exactamente lo que estaba diciendo. Tal vez, sin saber ni cómo, había vuelto a echar a perder nuestra amistad. ¿Cómo podía arreglarlo? No podía convertirme como por arte de magia en la Kaelyn optimista e ingenua que creía que podría proteger a todos sin mancharse nunca las manos, pero, al mismo tiempo, me horrorizaba la idea de seguir así adelante, con Leo mirándome de aquella forma cada vez que yo tomaba una decisión difícil.
Me crucé de brazos y me abracé a mí misma. Todas las cosas que me había dicho me pesaban como si me hubieran puesto un yugo.
No era justo.
—Yo también querría que el mundo fuera distinto —le dije—. Y sigo pensando que la vacuna puede cambiarlo todo. Pero no puedes esperar que sea una persona perfecta. —En mi interior se arremolinaba un torbellino de emociones: el aguijón de la culpa se combinaba con una tristeza asfixiante y un frío resquemor de remordimiento—. Si quieres creer que las cosas van a mejorar, créelo por ti, no por mí.
—Kaelyn… —empezó a decir Leo. Había levantado la cabeza, pero yo no podía detenerme.
—Mientras íbamos hacia Toronto —dije—, y mientras estuvimos allí, Gav estuvo convencido de que no íbamos a encontrar a nadie y de que la vacuna no serviría de nada. Si se convenció de lo contrario y vino con nosotros, fue por mí. Y yo no pude salvarlo; ni siquiera lo pude salvar a él. ¿Tienes idea de lo duro que es eso para mí? No tendría que haber dejado que me siguiera de esta forma, y no puedo dejar que eso vuelva a suceder, Leo.
Se me quebró la voz y volví la cara, con las mejillas encendidas de vergüenza.
Pero era la verdad, ¿o no? Gav me había seguido como si yo fuera una especie de luz en la oscuridad, cuando, en realidad, no lo era. Yo era simplemente yo, y cometía errores, caía en el barro y no siempre era un dechado de bondades. Y ese era justo el peso con el que tenía que cargar: saber que Gav se había marchado de la isla por mí, que había muerto por mí. Por eso no podía responsabilizarme de las decisiones de nadie más.
—Kae —dijo Leo, y noté sus pasos sobre la nieve, a mis espaldas. Me puso una mano sobre el brazo y me volví automáticamente hacia él. Entonces me abrazó y puso la cabeza junto a la mía—. Lo siento —me dijo al oído—. Lo siento mucho. Tienes razón, ya sé que estás haciendo lo que puedes. No quería dar a entender que es tu responsabilidad salvarnos a todos. Lo siento.
—No te quiero perder también a ti —murmuré, hundiendo la cara en la suave tela de su abrigo.
—No me perderás —dijo—. No me voy a ir a ninguna parte. Ni me lo he planteado, te lo prometo. Y si a veces me agobio con las cosas que tenemos que hacer, es mi problema. Ya me apañaré.
La tensión que me había embargado se disipó y me hundí entre los brazos de Leo. Su abrazo era tan cálido y su cuerpo tan sólido que no quería separarme de él. Noté su pulso en mi barbilla, que tenía apoyada en su clavícula. De pronto, tomé conciencia también de mi pulso y me dio un vuelco el corazón al notar cómo me acariciaba el pelo, y cómo su barbilla me frotaba la mejilla. Solo tenía que volver la cabeza para besarlo.
Sentí el impulso antes de que tuviera tiempo siquiera de considerar la idea. Habría estado bien. De hecho, ya había estado bien cuando me había besado en su día, hacía semanas, aunque yo me había negado a sentirlo. Hacía una eternidad que no experimentaba nada parecido.
La idea cruzó por mi mente durante un segundo, pero enseguida noté un nudo en el pecho.
Se suponía que era Gav a quien debería haber estado besando. ¿Él había muerto por mí y yo ya estaba pensando en sustituir su cariño por el de Leo? No habría sabido decir por qué, pero aquella idea me pareció aún más horrible que haberlo traicionado mientras aún vivía.
Leo bajó los brazos y yo di un paso hacia atrás, apartándome de su abrazo.
—No pasa nada —dije. Lo miré a los ojos, de color marrón oscuro bajo la luz menguante, y tuve que apartar la mirada.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó—. Lo siento de veras, Kae. Nada va a cambiar lo importante que eres para mí.
Seguía mirándome con una mezcla de preocupación, afecto y no quería saber qué más. ¿Qué habría pensado él durante nuestro largo abrazo? ¿Qué esperanzas debía de haber concebido porque yo le había dado pie a ello? Noté el aguijonazo de otro tipo de culpa en el estómago.
—No pasa nada —repetí—. Solo me he agobiado un poco, pero estoy bien.
Durante un incómodo momento nos quedamos ahí, sin saber qué decir.
—Creo que vamos a necesitar queroseno para encender esto —comentó entonces, señalando la pila de leña.
Asentí.
Entonces él se marchó hacia el tractor y yo me quedé allí, hecha un lío, con todos aquellos sentimientos que no sabía cómo desenredar.