DIEZ

Cuando Leo y Anika regresaron con la noticia de que no había más vehículos en la granja, yo ya había logrado arrastrar el remolque hasta el tractor que habíamos elegido, y Justin me había ayudado a amarrarlo al tractor. Les expuse el plan mientras metíamos todas nuestras existencias (excepto la neverita, que prefería tener más a mano) en el remolque. Ninguno de los dos protestó.

Había pensado que partiríamos hacia las montañas de inmediato, pero entonces vi que Leo se tambaleaba y se agarraba al costado del tráiler para no caer, después de lanzar su mochila dentro del remolque. Me di cuenta de que también a mí me pesaba la cabeza, y vi cómo Justin contenía un bostezo. No habíamos dormido desde que había sonado la alarma, la tarde del día anterior. Nos habían perseguido y disparado, nos habíamos enfrentado a una escena de lo más desagradable, y el hedor a podredumbre seguía flotando a nuestro alrededor, por no decir que normalmente haría ya horas que habríamos montado el campamento.

Tampoco recordaba cuándo habíamos comido por última vez, aunque sabía que hasta que lograra quitarme aquel olor a ganado podrido de la nariz no iba a poder tragar ni agua.

—Avanzaremos un poco y esperaremos a que anochezca —dije.

—Vale —respondió Anika, como para darse ánimos—. Los helicópteros no podrán vernos si está oscuro.

—Estaremos atentos a si vemos algún foco —dijo Leo sin demasiado humor.

Los bidones de diésel pesaban demasiado como para transportarlos, de modo que llenamos el depósito del tractor y las latas que nos habíamos llevado, así como una gran tina de plástico que encontré junto al remolque. Era imposible saber cuánto combustible íbamos a necesitar para el resto del viaje, pero el que teníamos parecía muchísimo. Probé los controles de la cabina y saqué el tractor a través de la gran puerta del garaje, que habíamos logrado abrir desde el interior. Anika pulsó el botón para volver a cerrarla y se metió en el remolque, junto a Justin. Volvíamos a estar en marcha.

Las enormes ruedas del tractor rechinaban sobre la carretera y avanzaban con una lentitud exasperante (el indicador de velocidad del salpicadero tan solo llegaba hasta los treinta y cinco kilómetros por hora), pero, aun así, era mucho más rápido que ir caminando. Al cabo de unos minutos, Leo bajó la ventana para dejar entrar la brisa.

—Bueno, por lo menos nos hemos librado del mal olor —dije.

—Algo es algo —respondió él, pero aún se le veía agotado.

Y lo estaba, por supuesto, pero yo no podía hacer otra cosa que seguir avanzando, aunque las palabras pugnaban por salir de mis labios.

—Lo que pasó en el campamento, cuando hemos tratado de llevarnos la gasolina… —dije—. No teníamos nada que ofrecer a cambio, no los conocíamos, se estaba haciendo de día y los guardianes… En fin, me ha parecido que era nuestra mejor opción.

—Lo entiendo —respondió Leo—. De haber sabido que iban a disparar contra Justin no lo habrías intentado, lo sé.

Pero yo necesitaba algo más que eso. No me bastaba con que lo entendiera, quería que, además, dijera que tenía sentido, que se daba cuenta de que era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Aún había un deje distante en su voz.

—Seguramente, Justin se alegra de tener una excusa para poder arrastrar una escopeta —añadió Leo, con una débil carcajada, y yo me relajé un poco. Estar tan tensa me estaba poniendo paranoica.

Al cabo de un rato, llegamos a una granja más pequeña, compuesta por una casa de madera y un garaje lo bastante grande como para meter el tractor y el remolque junto a un Chevrolet oxidado, que resultó tener el depósito vacío. Volví la mirada hacia la carretera y pensé en el cuatro por cuatro abandonado: ¿cuánto tiempo tardarían los guardianes en encontrarnos si lo descubrían ese mismo día?

Más que si circulábamos durante el día y volvía a pasar el helicóptero.

—Yo me encargo de la primera guardia —dije, e hice callar a Justin con un gesto cuando ya iba a protestar. No pensaba dejar que ni él ni Leo se sacrificaran y me dejaran dormir cuando, en realidad, era mi turno.

Pasé dos horas sentada entre las sombras, ante la ventana de la sala de estar, escuchando cómo el columpio oxidado del porche chirriaba con la brisa. El sol apareció en el cielo, ahora despejado, y yo me desabotoné el abrigo para disfrutar del calor. Durante unos minutos, después de mediodía, me pareció oír un zumbido metálico. Me puse tensa y contuve la respiración. Pero el sonido se desvaneció; tal vez me lo había imaginado.

Cuando se terminó mi turno, cambié posiciones con Leo y me metí en la tienda. No habría podido mantener los ojos abiertos ni aun queriendo. Mi mente se debatía entre sueños que se enfocaban y se desenfocaban, y se desvanecían sin previo aviso. Me desperté con un susto, con las pulsaciones aceleradas, incapaz de recordar lo que creía haber visto.

La tienda de campaña parecía estar extrañamente vacía. Se oía una respiración áspera, dormida, a mi derecha, pero el espacio de la izquierda estaba vacío. Entonces me llegó una voz susurrante a través de la tela de la tienda.

—¿Seguro? Porque no es lo que parecía.

Justin. A lo mejor lo que me había despertado no había sido un sueño. Quien le respondió fue Anika:

—¿Y qué parecía? No me estoy llevando nada, solo tengo encima las cosas que he encontrado yo. Puedes comprobarlo si quieres.

—No me refería a eso. Estás planeando largarte. Te he visto mirar hacia la puerta, como intentando decidir cuándo sería el mejor momento.

Mierda. La mano me salió disparada hacia la neverita, pero seguía allí, junto a mi cabeza. Aparté la manta y me asomé por la puerta de la tienda.

Anika se volvió hacia mí desde donde se encontraba, en el umbral entre la sala de estar y el vestíbulo de entrada. La brumosa luz del atardecer iluminaba las paredes. Justin estaba justo delante de la tienda, apoyado en la pierna buena. Me acerqué a él y me quedé mirando a Anika. Llevaba puesto el abrigo que había encontrado en Canadá, y no llevaba ninguna bolsa, ni colgando del hombro ni en la mano. Aun en el caso de que estuviera mintiendo, no podía llevarse gran cosa.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Esta, que planea escaparse —dijo Justin, señalando a Anika con la barbilla. Tenía los puños cerrados a los lados.

—No es verdad —protestó ella—. Vale, he mirado hacia la puerta varias veces. ¿Y qué?

—Te estaba observando —dijo Justin—. Y sé de qué hablo —añadió, e hizo una pausa—. Sé lo que se siente cuando te mueres de ganas de largarte de un sitio. Y esa es la cara que ponías.

Anika nos miró a los dos, alternativamente, y al final se encogió de hombros, a la defensiva.

—No te voy a negar que no estoy encantada con la situación, ¿vale? Sabía que los guardianes nos perseguirían, pero no sabía que iba a ser así. Y sí, es posible que haya pensado que me resultaría más fácil perderme de vista y pasar desapercibida si estuviera a solas. ¿Puedes culparme por ello?

—No —respondí, antes de que Justin pudiera reprochárselo.

El peso de mis responsabilidades me abrumaba. ¿Tenía que decirle que hiciera lo que creyera que era mejor para ella? ¿Debía intentar convencerla para que se quedara? ¿Sabía siquiera cuál de las dos opciones era más peligrosa? Por lo menos, si seguíamos juntos podríamos ayudarnos mutuamente. A solas, en cambio, si los guardianes descubrían su pista, se hacía daño o se contagiaba, no tendría a nadie.

Y nosotros no la tendríamos a ella.

El alerón de la tienda se apartó y Leo asomó la cabeza. Contempló la escena en silencio, enarcando las cejas.

—No te culpo —le dije a Anika—. Y no te obligaré a quedarte con nosotros si crees que estarás más segura a solas. Eso sí, yo preferiría que te quedaras. Durante los próximos días, vamos a necesitar toda la ayuda posible.

—¿De verdad me consideras tan buena compañía? —quiso saber ella—. Pero si prácticamente fui yo quien empujó a Tobias a marcharse, ¿o no? Al parecer tendría que haber…, no sé, fingido, porque él quería que…, yo qué sé. ¡Estaba enfermo! ¡Y aunque no lo hubiera estado, tampoco era mi tipo! ¿Qué queríais que hiciera?

Me faltó poco para echarme a reír: al parecer, todos nos culpábamos por la desaparición de Tobias. Si Anika hubiera estado allí cuando Justin vino a exponerme sus remordimientos, si hubiera podido ver lo que pensaba yo…

—Nadie cree que se marchara por tu culpa —dijo Leo poniéndose de pie.

—Fue tan culpa tuya como de todos nosotros —añadí—. Yo hablé con él justo antes de que se marchara, y Tobias no estaba enfadado contigo.

Un poco triste por cómo habían ido las cosas, eso sí, pero lo aceptaba.

—Es que no entiendo por qué os importa tanto si estoy aquí o no estoy —insistió Anika, como si no hubiéramos dicho nada—. Lo de velar por los demás…, como que no es lo mío. Tuve que dejar de preocuparme por los demás para sobrevivir.

Yo ya lo sospechaba, pero me descubrí protestando.

—Y, aun así, nos has ayudado —subrayé—. Nos trajiste las pastillas que mantuvieron a Gav sedado hasta que salimos de Toronto, y que impidieron que Tobias os contagiara a ti y a Justin. Nos conseguiste el coche. Condujiste, llevaste provisiones a cuestas y se te ocurrió una forma de impedir que los guardianes del todoterreno pudieran perseguirnos. No necesitamos más.

—¿De verdad no te importa lo que nos pueda pasar a los demás? —preguntó Justin, que parecía herido por sus palabras.

Anika dudó un momento.

—Es que no quiero que me importe, eso hace que todo sea mucho más difícil.

Bajé la mirada. Tal vez por eso había mantenido la distancia con ella y me había aferrado a mis sospechas: porque cuando alguien te importaba y lo perdías, era horrible. No podría haber salvado a Gav, pero a lo mejor si entre todos hubiéramos hecho un esfuerzo por demostrarle que lo queríamos con nosotros, podríamos haber salvado a Tobias.

Pero yo no había hecho ningún esfuerzo con Anika, era la verdad, y ahora ella quería marcharse. Cuando nos habíamos escondido debajo de los árboles, me había parecido que estábamos atrapadas en las mismas condiciones, pero no era cierto. Yo era inmune al virus, tenía una cosa menos de la que preocuparme. Tenía una conexión personal con aquella vacuna, a través de mi padre y de la isla, que me mantenía centrada en mi objetivo.

A lo mejor no había confiado en ella, tal vez todavía no confiaba del todo, pero sabía que no podía permitirme perder a otra persona. Y se lo tenía que demostrar. De pronto, me pareció evidente lo que tenía que responder.

—La vacuna —empecé—. No ha sido justo que vosotros dos fuerais vulnerables al virus mientras Leo y yo estábamos protegidos. Me tengo que quedar una muestra de reserva, por si acaso, pero aún tenemos tres. Podría administraros media a cada uno, eso aún os proporcionaría ciertas defensas.

Anika puso unos ojos como platos.

—¿En serio?

—Si te quedas con nosotros y trabajamos juntos hasta llegar al CCE —convine—. Me parece lo justo. Dudo que hubiéramos llegado tan lejos sin tu ayuda. Y sin la tuya —añadí volviéndome hacia Justin, que me miraba boquiabierto.

—Kaelyn tiene razón —intervino Leo—. Los dos merecéis estar protegidos tanto como yo.

Podían aceptar la vacuna y largarse de todos modos. Pero no se trataba de sobornarlos, sino de demostrarles lo mucho que me importaba poder seguir contando con ellos.

Justin fue el primero en salir de su aturdimiento.

—No —dijo, meneando la cabeza—. ¿Qué pasa si el CCE necesita todas las muestras que nos quedan? No voy a ser yo quien eche todo esto a perder.

Estaba muy pálido, como si las palabras que acababa de pronunciar lo hubieran asustado, pero al mismo tiempo su voz había sonado muy convencida.

—Maldita sea —soltó Anika, que se dejó caer contra el marco de la puerta. Tenía la cabeza vuelta hacia la tienda de campaña, donde estaba la neverita. Entonces me miró a mí—. Hablas en serio, me darías la vacuna…

—Si no pensara hacerlo, no lo diría.

—No sé ni qué estoy haciendo. He llegado hasta aquí, ¿no? ¿Adónde iba a ir yo sola? Es solo que… —empezó a decir, pero dejó la frase a medias—. ¿Sabes qué? Que estoy harta de vivir acojonada por culpa de esos tíos. A la mierda los guardianes, de momento aún no han logrado atraparnos. Quédate las muestras: si el crío este puede pasar sin la vacuna, yo también —aseguró, señalando a Justin con el pulgar.

Él se encogió al oír la palabra «crío», pero inmediatamente se le dibujó una sonrisa en los labios.

Sentí un gran alivio. No sabía hasta cuánto duraría su convicción, pero me hacía sentir bien. A la mierda los guardianes. Lo íbamos a conseguir.

—¿A quién le toca montar guardia? —pregunté.

—A la chavala esta —dijo Justin, señalando a Anika.

Ella puso los ojos en blanco, pero también estaba sonriendo.

—Pues tú deberías aprovechar para dormir un poco más —le dije—. ¡Y deja de cargar peso sobre esa pierna!

—Vale, vale.

Justin dio media vuelta y regresó a la tienda. Cuando se agachó, su rostro se contrajo con una mueca de dolor. Mi alivio se esfumó de golpe.

—Te duele más, ¿no?

—Estoy bien —dijo secamente, pero me fijé en cómo se sujetaba la pierna con torpeza mientras se metía dentro de la tienda.

Íbamos a tener que echarle un vistazo antes de marcharnos, a tratar de limpiar la herida. Pero ¿y si ya se le había infectado?

—Los del CCE se encargarán de ello cuando lleguemos a Atlanta, ¿no? —preguntó Anika, que también había dejado de sonreír.

—Sí —respondí. «Cuando finalmente lleguemos», pensé.

—La doctora dijo que nos pusiéramos en contacto con ellos si necesitábamos ayuda —comentó Leo—. A lo mejor podrían aconsejarnos algo que no sabemos.

—Buena idea —dije—. Intentaré dar con ellos. Vosotros volved a lo que se supone que tenéis que hacer. —Leo ya iba a protestar, pero le lancé una mirada de reprobación, aunque fuera fingida—. Necesitaré que estéis despiertos para conducir cuando oscurezca.

—Vale, pero tú asegúrate de descansar también un poco —respondió él—. Si no los encuentras ahora, lo podemos volver a intentar dentro de unas horas.

—No pasaré mucho rato intentándolo —le prometí.

Me llevé la radio a la segunda planta, donde el ruido no estorbaría el sueño de nadie. El edredón del dormitorio principal estaba arrugado y flotaba un olor a cerrado en el ambiente. No me costó nada imaginar a alguien tendido en la cama, apartando las mantas a medida que subía la fiebre. No había ningún cuerpo, pero un aire enfermizo llenaba la habitación. Me fallaron las rodillas. Fui al segundo dormitorio, que parecía un cuarto de invitados que no se utilizaba, y coloqué la radio encima del tocador del rincón.

Nada más descolgar el micrófono, noté cómo se me secaba la boca. Había hablado por radio antes, pero nunca había tenido que llamar. Durante un segundo, tuve la impresión absurda de que no iba a saber hacerlo.

Me sacudí aquella sensación de encima y accioné el interruptor. Justin había vuelto a dejar la frecuencia donde había estado la mañana del día anterior. Cogí aire y pulsé el botón de llamada.

—Busco a la doctora Guzman del CCE. ¿Hay alguien del CCE escuchando? Cambio.

Se oyó un zumbido. Empecé a pensar en otras cosas. ¿Cuáles eran las probabilidades de que los guardianes interceptaran nuestra transmisión? Bueno, de todos modos, no pensaba proporcionarle información sobre nuestra ubicación a la doctora.

Estaba ya a punto de levantarme a confirmar que me encontraba en la frecuencia correcta, según lo que había anotado en el diario de mi padre, cuando se oyó el crujido de una voz en el altavoz.

—Estoy aquí, Kaelyn —dijo la doctora Guzman, con su leve acento sureño—. ¿Tenéis noticias? ¿Estáis bien?

Parecía más preocupada que el día anterior. Supuse que había tenido ocasión de hablar con los otros científicos y que había tomado conciencia de lo que significaría disponer de una vacuna efectiva.

—Estamos… pasablemente bien —dije—. Quería hablar con alguien porque… no disponemos de demasiado material médico. ¿Qué es lo mejor que podemos hacer para impedir que una herida se infecte?

La doctora hizo una pausa.

—¿Qué tipo de herida?

—Han disparado contra uno de mis amigos —dije yo—. En la pierna. La bala le pasó rozando, conseguí detener la hemorragia, pero la herida está bastante abierta. La limpiamos tan bien como pudimos, que no es mucho.

—Vale —respondió ella adoptando un aire profesional—. Hiciste bien deteniendo la hemorragia. Si hay que coser la herida, podemos encargarnos de ello cuando lleguéis aquí. Mientras tanto, haz lo posible por mantener limpia la zona del vendaje. No sé de qué disponéis y de qué no. Si aún no está infectada, tendría que bastar con jabón y agua limpia, aunque yo la herviría primero. Y lavaos las manos antes de tocar la herida o las vendas.

No tenía ni idea de lo sucias que llevaba las manos cuando le había vendado la herida a Justin. Por suerte, había podido utilizar la toallita desinfectante.

—¿Y si se infecta? —pregunté—. ¿Qué hacemos?

—Una solución salina puede ayudar, sobre todo si ponéis la zona afectada en remojo. Si no tenéis sal a mano, podéis intentarlo con lejía diluida en agua, con una proporción de uno a diez. Le dolerá, pero eso debería matar las bacterias de la zona. Y que tu amigo utilice lo menos posible esa pierna.

Contuve una mueca pensando en los kilómetros que Justin había caminado aquella mañana. A partir de aquel momento, iba a obligarlo a pasar tanto tiempo sentado como fuera posible. Y si bien no estaba segura de si íbamos a encontrar demasiada sal (era posible que otros supervivientes se la hubieran llevado ya con el resto de la comida), dudaba mucho que alguien se hubiera dedicado a llevarse la lejía.

—Gracias —dije—. Nos ha sido de mucha ayuda.

—En cuanto lleguéis aquí os podremos proporcionar atención médica completa —aseguró con decisión la doctora Guzman—. ¿Cuántas personas sois exactamente en vuestro grupo?

—Cuatro —contesté.

—¿Y estáis cerca de la ciudad?

—Bueno —empecé a decir, consciente de que la respuesta no le iba a gustar—, la verdad es que hemos tenido que cambiar la forma en que viajamos, o sea, que vamos a tardar un poco más de lo previsto. Pero creo que todavía podemos llegar en cuestión de días.

—Vaya. Lamento oír eso —dijo. Se quedó un momento callada y me pareció oír que murmuraba algo entre dientes que no logré entender a causa de las interferencias—. Me encantaría poder mandar a alguien a buscaros, Kaelyn, de verdad que sí. Pero la situación aquí está bastante…

—No pasa nada —dije.

—No, sí que pasa. Necesitáis ayuda, y lo que hace esa gente, los que os dispararon, igual que los que golpean en nuestras paredes y montan guardia delante de nuestra puerta, no está bien. No podemos salir en algún vehículo sin que se den cuenta. Hace tres semanas uno de mis colegas salió para intentar ir a echar un vistazo al hospital, porque las líneas de teléfono no funcionan, y no logró avanzar ni dos calles. Rodearon el coche y… —Se le rompió la voz.

Me negué a imaginarme lo que le habría pasado. Me negué a preguntar si había logrado volver.

—Lo siento —dije.

—Ya. Bueno —añadió la doctora, y carraspeó—. Cuando los demás reciban la vacuna, lo lamentarán.

—¿Cómo? —pregunté.

—Vosotros concentraos en llegar sanos y salvos —dijo—. Tened mucho cuidado, ¿vale?

Me invadió una sensación de desasosiego. Parecía como si la doctora Guzman estuviera insinuando que iban a impedir que alguna gente pudiera tener acceso a la vacuna. ¿También personas que no habían hecho más que defender su propiedad, como la mujer de la subestación eléctrica? No me gustaba que hubieran disparado contra Justin, pero lo entendía.

¿Estaba sugiriendo que iban a castigar a la gente solo por protegerse? Pero si ni siquiera le había contado la historia completa.

—Lo haremos —dije, pero noté un nudo en el pecho.

—¿Puedo hacer algo más para ayudaros? —preguntó ella.

—No —me obligué a contestar—. Le agradezco todo lo que me ha contado. Intentaremos volver a ponernos en contacto con ustedes cuando estemos cerca de Atlanta.

—Hacedlo, por favor. No quiero que os pase nada. Cuidaos.

Pasé unos segundos escuchando el zumbido sin sentido de las interferencias y, finalmente, apagué la radio. La doctora Guzman era nuestra única esperanza de poder hacer llegar la vacuna al resto del mundo. Seguramente, no había querido decir lo que había dicho, todo había sido fruto de la frustración. Además, ¿por qué preocuparme por cómo iba a distribuir la vacuna el CCE cuando ni siquiera estábamos seguros de si íbamos a llegar hasta allí?