Echamos a correr hacia los árboles. Leo le tendió la mano a Justin, que esta vez no rechazó la ayuda. Debajo de las ramas de los árboles quedaba apenas medio metro de espacio para esconderse. Me puse en cuclillas y me resguardé ahí debajo con la neverita y la mochila. Anika se instaló a mi lado. A unos metros, los dos chicos ya se estaban refugiando debajo del árbol más cercano.
Me retorcí sobre el suelo húmedo y, apoyándome sobre los codos, asomé la cabeza. Mirando entre las ramas, distinguí el destello de la luz del sol en las ventanas del helicóptero, y el brillo azul y blanco del armazón. Parecía que no iba a pasarnos por encima, sino algo al oeste, aunque era difícil de decir. Además, no tenía ni idea de hasta dónde podían ver desde tan arriba. Seguí con la mirada la silueta del aparato, que iba aumentando de tamaño en el cielo.
—¿Vienen a por nosotros? —preguntó Anika. Estaba apoyada en el árbol e intentaba arrancar un puñado de agujas que se le habían quedado enredadas en un mechón de pelo.
—Creo que no —contesté—. Diría que no nos han visto. Pero hemos tenido suerte de estar tan cerca de los árboles.
Si nos hubieran sorprendido hacía un rato, mientras atravesábamos los campos, seguro que nos habrían visto.
—No se van a rendir —dijo ella, con voz trémula—. Lo sabía.
—No importa —respondí—. En cuanto lleguemos al CCE, no podrán hacer nada.
—Eso si llegamos antes de que Michael se pase a los tanques y los aviones sigilosos —murmuró ella.
Me incliné unos centímetros hacia delante para no perder el helicóptero de vista, y golpeé con el codo la pistola que llevaba en el bolsillo, que se me clavó en las costillas. Por un instante, me pasó una imagen por la mente: desenfundaba la pistola, apuntaba al helicóptero y lo veía estallar, envuelto en llamas. Uno de nuestros problemas volando por los aires, una victoria sobre los guardianes. Era una imagen ridícula, sacada de las películas, pero me proporcionó una satisfacción momentánea.
El helicóptero seguía avanzando. Al parecer volaba por encima de la autopista, que discurría a unos dos kilómetros de donde nos encontrábamos nosotros. De pronto, me vino a la mente el cuatro por cuatro. El corazón me dio un vuelco, pero entonces me acordé de que lo habíamos dejado oculto a la sombra del silo. Tampoco llevábamos tanto tiempo andando, de modo que debía de seguir escondido.
Finalmente, el helicóptero pasó de largo. El zumbido empezó a desvanecerse y yo me eché a un lado. Anika estaba vuelta hacia el sonido, y seguía toqueteándose el pelo que había conseguido desenredar.
—¿Sabes qué? —dijo—. Mis padres siempre me decían que mi vida era de lo más sencilla. Mis únicas preocupaciones eran las amigas, los novios y el colegio. Los dos, y también los padres de mi madre, tuvieron que vivir la guerra de Bosnia antes de lograr salir del país y emigrar a Canadá. —Hizo una pausa y frunció los labios—. Pero no creo que aquella guerra fuera peor que esto. Supongo que, en el fondo, tampoco he tenido tanta suerte…
Se rio sin rastro de humor. Ahí encorvada, con la espalda tensa y los ojos brillantes de miedo, me recordó la ardilla que había atrapado en una trampa de cartón que yo misma había construido cuando tenía diez años: me sentí tan culpable por haberle pegado un susto de muerte que la solté casi de inmediato.
En cambio, no podía culparme a mí misma por la horrible situación en la que nos encontrábamos en aquel momento. No era yo la que había dejado a Anika atrapada en aquella situación. De hecho, me encontraba igual de atrapada que ella. Por lo menos, estaba haciendo todo lo posible para un día poder vivir en un lugar mejor.
—Estás viva —aventuré.
—Sí —dijo ella—. Es verdad.
El rumor del helicóptero se desvaneció con la brisa. Esperé un minuto más y salí de debajo del árbol. Leo y Justin estaban haciendo lo mismo. Tenían la ropa cubierta de barro, como yo, pero los abrigos de invierno nos habían protegido de la mayor parte de la humedad.
—¿Estáis bien? —pregunté.
Los dos asintieron con la cabeza, pero Justin se quedó tendido en el suelo, con la mano encima de la rodilla de la pierna herida, mientras Leo se levantaba.
—Helicópteros —comentó Justin, volviendo la mirada hacia el lugar por donde había desaparecido el aparato—. Qué locura.
—Ya sabemos lo mucho que Michael quiere la vacuna —señalé, y agarré con más fuerza el asa de la neverita. En aquel mundo, una vacuna efectiva era un millón de veces más valiosa que la gasolina necesaria para hacer volar un helicóptero—. Vamos. Avanzaremos siguiendo los árboles, por si deciden volver.
Así pues, fuimos hasta la siguiente casa dando la vuelta alrededor de un campo de judías amarillento. Anika se retrasó hasta quedar a la altura de Justin. Cada vez que el terreno se volvía irregular le tendía la mano, tan rápido que él no tenía ni tiempo de protestar. Anika caminaba con expresión impasible, aunque, de vez en cuando, levantaba los ojos hacia el cielo.
En el garaje doble de la granja había una furgoneta abollada, con el capó abierto y sin ruedas: alguien la había desguazado para obtener piezas de recambio. Comprobé el depósito con la manguera, por si acaso, pero no me sorprendió descubrir que estaba vacío. La casa, en cambio, tenía la puerta abierta. Tras una rápida inspección, encontramos unos pantalones de color caqui para Justin, que solo le iban un poco anchos.
Al pasar junto a lo que en su día había sido un campo de heno, el viento cambió de dirección. El olor a podrido volvió, ahora con más intensidad, como si alguien hubiera dejado un restaurante grasiento de comida rápida pudriéndose bajo el sol.
—Pero ¿eso qué es? —preguntó Justin, a quien pareció sobrevenirle una arcada.
—Algo muerto —contestó Anika, que pareció a punto de marearse.
A mí también se me revolvió el estómago, pero proseguir la búsqueda en sentido contrario implicaría volver a cruzar el campo que acabábamos de dejar atrás. Por el lado positivo, mientras apestara de aquella forma, teníamos menos números de toparnos con otros saqueadores. Me cubrí la boca y la nariz con la bufanda.
Al llegar al borde del campo de heno, tuvimos que trepar por encima de una verja metálica. Leo y yo ayudamos a Justin. El campo contiguo era mayor que los que habíamos atravesado hasta aquel momento y estaba cubierto por una cosecha marchita, a causa del hielo, que no supe identificar. A cierta distancia, había varios cobertizos con paredes metálicas, pero ningún edificio que pareciera una vivienda.
—Son como instalaciones agrícolas, ¿no? —dijo Leo—. Supongo que podríamos encontrar algo útil.
A medida que nos acercábamos a los edificios, el hedor era cada vez más insoportable. Al final, olía como cien restaurantes putrefactos. Tosí debajo de la bufanda y me tragué la bilis que empezaba a notar en la garganta. Si los propietarios del negocio habían dejado algo interesante, ya estábamos tardando demasiado en encontrarlo.
Al llegar al primer edificio, una estructura larga, cubierta de pintura roja descascarillada, fui directamente hasta la puerta y tiré con fuerza. Quienquiera que hubiera estado trabajando allí, no se había tomado la molestia de cerrar con llave y la puerta se abrió de par en par con un chirrido. El pestazo me sorprendió como un puñetazo hediondo, y pasó directamente de los pulmones a la tripa. Me doblé sobre mí misma, aparté la bufanda y vomité los restos de mi última comida en el suelo cubierto de paja.
A la escasa luz del establo, distinguí varias filas de estrechas casillas metálicas en las que yacían los cadáveres descompuestos de lo que en su día habían sido cerdos. Tenían los ojos ciegos cubiertos de moscas, que devoraban sus cuellos demacrados, negros de podredumbre y cubiertos de heridas que debían de haberse provocado al intentar escapar a través de los barrotes.
Retrocedí y me sequé la boca. Me invadió una sensación de horror que pronto eclipsó la náusea. Los propietarios de aquella granja habían cerrado el negocio, o los trabajadores habían dejado de acudir al trabajo, y habían abandonado a todos aquellos animales sin comida, ni agua, ni esperanza de poder escapar.
¿Cuánto tiempo habrían logrado sobrevivir los cerdos, empujando los barrotes y mascando paja? Cerré los ojos e imaginé los sonidos que debieron de haber hecho mientras se rendían lentamente y morían.
Justin también echó un vistazo, pero se apartó inmediatamente.
—¡Puaj, qué asco! —exclamó, y se llevó el puño a la boca.
Anika se quedó atrás, con los brazos cruzados sobre el pecho y los labios fruncidos.
—Oye —dijo Leo, y me puso una mano en el hombro. Me incliné hacia él y me apartó el pelo de la cara—. Por lo menos para ellos ya se ha terminado… Ya no sufrirán más —dijo con un hilo de voz.
Asentí con la cabeza y me entraron ganas de hundirme entre sus brazos, pero sabía que nada podría consolarme mientras estuviéramos rodeados de aquel mal olor.
—No nos paremos aquí —me obligué a decir.
Apenas habíamos recorrido la mitad del establo cuando la resistencia de Justin cedió. Se metió detrás de un matorral y lo oímos vomitar, entre jadeos ahogados. Cuando volvió a unirse a nosotros, no quería mirarnos a los ojos.
—Qué estupidez —dijo Anika—. Si no pensaban volver, deberían haber soltado a los animales.
—Dudo que los propietarios de una granja tan grande vinieran muy a menudo por aquí —comenté—. Es posible que tuvieran varias granjas y que las dirigieran desde otro lugar. Y los trabajadores debían de tener miedo de meterse en un lío si la epidemia se terminaba.
—Pues tampoco habría sido tan difícil —opinó Leo—. La situación era tan caótica que nadie habría sabido quién había abierto los corrales.
—Es verdad, tienes razón —admití yo, que todavía notaba el agrio sabor del ácido estomacal en la boca. A lo mejor los cerdos no habrían sobrevivido al invierno de todos modos, pero, por lo menos, habrían tenido una oportunidad.
¿Cuántas otras granjas en todo el mundo se habrían convertido en ataúdes? Se me volvió a revolver el estómago. A veces tenía la sensación de que la gente había provocado tanta mortandad como el virus en sí.
De hecho, nuestro pequeño grupo tampoco estaba falto de culpa, ¿no? A lo mejor aquellas personas que habíamos dejado atrás en la carretera habían muerto congeladas. O tal vez el cazador al que habíamos dejado sin gasolina había muerto porque la que le quedaba no le alcanzaba para desplazarse al lugar donde solía cazar. A lo mejor le tendríamos que haber dejado un poco.
Pero si le hubiéramos dejado un poco, ¿habríamos llegado hasta allí, o nos habríamos quedado tirados en un lugar donde los guardianes nos habrían atrapado? Me mordí el labio. Teníamos que conseguir llevar la vacuna al CCE, eso era lo único que sabía con seguridad.
En cuanto dejamos atrás el establo, el hedor empezó a disminuir. A mano izquierda teníamos otra estructura idéntica, pero a mí me daba miedo encontrarme con un paisaje similar de cadáveres de vacas, cabras u ovejas. El inmenso edificio con techo de tejas marrones que teníamos ante nosotros, en cambio, era mucho más prometedor. Una gran puerta cuadrada sugería que dentro podía haber algo que se podía conducir.
Atravesamos un gran solar de cemento, con el repiqueteo del rifle en el suelo acompañando los pasos tambaleantes de Justin, y llegamos junto a la puerta del garaje. No había forma visible de abrirla, de modo que dimos la vuelta al edificio hasta que encontramos una puerta corriente, de tamaño humano. Estaba cerrada, pero había una ventana en la pared, a pocos pasos de distancia. Leo dejó lo que llevaba en las manos y cogió una piedra del suelo para romperla. Después de retirar los fragmentos de cristal que habían quedado adheridos al marco, lo ayudé a entrar y él abrió la puerta desde dentro.
—Creo que nuestro día acaba de mejorar considerablemente —dijo nada más abrir.
Entramos en un espacio inmenso y oscuro. Encontré un interruptor en la pared, junto a la puerta, pero cuando lo accioné no pasó nada. Todos sacamos las linternas.
Los haces de luz iluminaron marcos de acero y ruedas gigantescas, y contuve el aliento. Teníamos ante nosotros una gran colección de vehículos agrícolas. No sabía ni siquiera cómo se llamaban la mayoría de ellos, aunque imaginaba que en su día habían servido para sembrar, segar y procesar la cosecha.
Dimos la vuelta al garaje, con nuestros pasos cautelosos resonando entre las sombras. Los vehículos iban disminuyendo de tamaño a medida que nos acercábamos a la pared del fondo, donde había varios tractores apenas un poco mayores que un cuatro por cuatro. Lo que no había, en cambio, eran coches propiamente dichos. Yo ya me imaginaba que, teniendo en cuenta que allí no vivía nadie, no habría quedado ningún vehículo personal, pero me había hecho ilusiones de encontrar una furgoneta o una camioneta con la parte trasera abierta.
Mientras andaba pensando en todo eso, Justin se acercó cojeando a una puerta que había junto al último tractor. Descorrió el pestillo y la abrió.
—¡Vamos! —dijo.
Fuimos hasta donde se encontraba y el brillo combinado de nuestras linternas llenó el pequeño trastero. Colgando de unas alcayatas en la pared había varias decenas de llaves. Vimos una estantería llena de herramientas y un par de ruedas de recambio. Al lado había cinco bidones rectangulares, con símbolos de advertencia por material inflamable, y la palabra diésel impresa encima. Eran enormes, debían de contener unos trescientos litros cada uno.
Me puse eufórica, pero pronto volví a la realidad.
—El diésel no nos sirve para el cuatro por cuatro —comenté—. Funciona con gasolina normal. Si utilizamos el carburante que no toca, nos cargaremos el motor, ¿no?
—Es probable —dijo Leo con un suspiro—. Pero lo que hay aquí parece que tenga que funcionar.
—Y además tenemos las llaves —añadió Justin, señalando las alcayatas.
Eché un vistazo a los vehículos agrícolas a la escasa luz que entraba por las ventanas sucias. Los arados, las cosechadoras, los tractores… ¿A qué velocidad podían ir?
¿Qué otras opciones teníamos?
—Tendríamos que seguir buscando, a ver si encontramos gasolina o algún vehículo que podamos utilizar —dije.
Justin se encogió de hombros, pero, al dar la vuelta para regresar al garaje, su rostro se contrajo con una mueca; el dolor que sentía debía de ser tan intenso que no fue capaz de reprimirlo.
—Espera —dije—. No hace falta que vayamos todos, es mejor que tú te quedes aquí. Tu pierna te lo agradecerá.
—No creo que sea conveniente entretenernos demasiado tiempo por aquí —dijo Leo—. Podría haber otra gente interesada en este lugar.
—Es verdad —coincidí—. Os diré lo que vamos a hacer. Quiero echar un vistazo a lo que tenemos aquí, por si es lo único de lo que disponemos. ¿Podéis ir a comprobar rápidamente el resto de los edificios? Creo que quedan todos bastante cerca.
—Sí, cómo no —respondió Anika sin demasiado entusiasmo.
Leo agachó la cabeza.
—Estaremos atentos a si viene alguien. No os dejéis ver —nos aconsejó.
—No, claro —dije.
Me puso los dedos sobre el brazo y me dio un breve apretón. Examiné su mirada en busca de alguna pista que me permitiera interpretar cómo se sentía y para asegurarme de que no estaba decepcionado conmigo después de la debacle en el recinto cercado, pero solo lo vi tenso. Bueno, todos estábamos tensos, ¿no?
Pero, aunque ya lo sabía, cuando se volvió hacia la puerta noté un pinchazo en el pecho. Me llevé la mano al bolsillo de los pantalones, donde llevaba el cartón doblado: «Sigue adelante».
Vale, pero ¿cómo? ¿Qué habría hecho Gav? ¿Habría montado en un tractor y habría decretado que esa era la solución, o se habría sentido igual de abrumado que yo? Intenté imaginarlo allí, conmigo, pero lo único que me vino a la mente fue la imagen de su cara rígida justo antes de que lo cubriera con la sábana. Aparté esa visión, al tiempo que el dolor me hacía estremecer.
Gav había perdido la confianza desde que habíamos dejado la isla. Había intentado aparentarla, para mí, pero yo sabía que habría sido mucho más feliz si nos hubiéramos quedado en casa. Y, si lo hubiéramos hecho, seguramente seguiría vivo.
La puerta se cerró detrás de Leo y Anika, y Justin empezó a acercarse a uno de los tractores. Yo dejé mis remordimientos de lado y me centré.
—¡Oye! —le espeté—. Siéntate. Mira, en ese rincón hay una silla.
Hizo una mueca, pero, para mi sorpresa, no protestó. A lo mejor la pierna le dolía más de lo que había imaginado. Tendría que vigilarlo de cerca.
Me acerqué al tractor que Justin quería examinar. En la cabina había tan solo un asiento, pero quedaba espacio suficiente para que una persona se apoyara en el parabrisas trasero. Aun así, desde luego allí no podían ir cuatro, y menos aún con todas las cosas que llevábamos encima. Junto al tractor había otro del mismo tamaño. Empecé a andar de un lado a otro, con el ceño fruncido.
—Nos podemos llevar los dos —dijo Justin, que seguía nuestros movimientos con su linterna desde un rincón.
—Necesitaríamos el doble de combustible y haríamos el doble de ruido.
Él ladeó la cabeza.
—Nos podemos llevar ese remolque de allí. Dentro pueden ir dos personas y las cosas, con el tractor tirando de él.
El haz de su linterna iluminó lo que parecía una caja metálica con ruedas, más o menos de la misma longitud y anchura que el tractor, pero con una parte posterior un poco salida.
—Está totalmente abierto —dije—. Si vuelve a hacer frío…
Pero no es que ese fuera el problema, ¿no? El problema era que, a medida que avanzáramos hacia el sur, el clima sería cada vez más cálido. Si la temperatura exterior seguía subiendo, dudaba mucho que la nieve de la neverita fuera a durar más de diez o doce horas. Y ninguno de aquellos vehículos parecía capaz de cubrir ochocientos kilómetros, más o menos, en ese tiempo. Si las muestras de la vacuna se echaban a perder, nada de lo sucedido habría servido de nada.
Me sentí frustrada. Sabíamos adónde teníamos que ir. Y con un coche de verdad, con gasolina, habríamos estado tan tan cerca… En cambio, sin eso y con los guardianes pisándonos los talones, era como si Atlanta estuviera al otro lado del océano. ¿Por qué todo en aquel viaje tenía que ser tan complicado?
Le pegué una patada a una rueda, y como recompensa noté un intenso dolor en los dedos del pie. Los ojos se me llenaron de unas lágrimas que no tenían nada que ver con eso. Me alejé de la luz y me apoyé en el capó del tractor.
—¿Cuál es nuestro mayor problema? —preguntó Justin con timidez—. O sea, seguramente no vamos a encontrar nada que nos parezca perfecto, ¿no? ¿Qué es lo más importante?
Pensar en los detalles me ayudó a centrarme.
—Asegurarnos de que la vacuna se mantenga fría —dije— y de que no nos pillen los guardianes. Con ese helicóptero, nos pueden ver a sesenta kilómetros de distancia.
—O sea, que necesitamos pasar desapercibidos; circular por una carretera con árboles, que oculten la calzada. ¿No? Parece un consejo digno de Tobias.
Sí, era verdad. Dejé en el suelo las bolsas que llevaba y busqué la guía de carreteras. Cuando la encontré, la abrí sobre el suelo y estudié el mapa de todo el país. Las manchas verdes indicaban los bosques, con los parques nacionales y estatales. Había uno enorme, que empezaba en Virginia Occidental, bajaba hasta Virginia y avanzaba por toda la frontera entre Carolina del Norte y Tennessee, hasta llegar a Georgia, a poca distancia de Atlanta.
En la zona había pocos pueblos, y de pronto comprendí por qué: no se trataba solo de que hubiera bosques, sino de que también había montañas. Pensé en los inmensos sistemas montañosos que se elevaban al este. Las carreteras iban a ser tortuosas y difíciles, pero una mayor altitud significaba también más frío. Si todavía había un poco de nieve en la llanura, era posible que en las laderas de las montañas quedara mucha. ¡A lo mejor íbamos a encontrar nieve hasta llegar a Georgia! Y, en ese caso, no importaba que el viaje en tractor nos llevara varios días en lugar de uno.
—Que no se te suba a la cabeza —dije volviéndome hacia Justin—, pero eres un genio.
Él soltó una risita dolorida. Levanté los ojos, pero me di cuenta, aliviada, de que no era de dolor ni sufrimiento: simplemente, parecía estar triste. Bajó la mirada y la luz de su linterna reflejada en el suelo iluminó su rostro cetrino.
—Ojalá estuviera aquí —murmuró—. Ojalá no hubiéramos tenido que dejarlo atrás.
Se refería a Tobias.
—Sí —convine con un hilo de voz—. De haber tenido otra opción, no lo habría hecho.
—Ya lo sé, pero, aun así, me fastidia. Es que creo que nunca le demostré mi respeto. Por ejemplo, era increíble con la pistola, pero siempre me pareció que era un debilucho en todo lo demás. Cada vez que veía a alguien enfermo se ponía histérico… Pero, en realidad, no era un debilucho. Es evidente que cuando se trataba de huir de los guardianes sabía lo que se hacía. Y al final se sacrificó por nosotros, para no ser un lastre. Y ahora dime que eso no es ser valiente.
—Sí —repetí, y se me hizo un nudo en la garganta.
Justin se echó hacia delante y apoyó los codos en el regazo.
—También he estado pensando en mi madre —dijo—, y en cómo me largué para venir con vosotros. Pensaba que también yo me estaba comportando como un debilucho, allí en la colonia, escondiéndonos de cualquiera que parecía peligroso. Pero, a la hora de la verdad, no me atreví a contarle que me quería marchar. Me porté como un gallina, ¿no? Seguramente no entendió por qué lo hice. La nota que le dejé… no daba demasiados detalles.
—Tal vez fuiste un poco gallina —admití—. Pero nos has ayudado a proteger la vacuna, y eso es bueno. Has hecho mucho por la causa, Justin. Me alegro de que vinieras con nosotros —le aseguré, pero hasta que lo dije no me di cuenta de hasta qué punto lo pensaba de verdad. Cerré la guía de carreteras y me levanté—. Cuando vuelvas a la colonia, se lo podrás contar todo. Estoy segura de que lo entenderá.
—Eso si volvemos —puntualizó—. ¿Qué habría pasado si los del todoterreno nos hubieran atrapado? ¿O si la mujer del rifle me hubiera disparado en la cabeza en lugar de a las piernas?
—Pero no fue así —repliqué, con toda la firmeza de la que fui capaz—. Estamos haciendo lo que podemos. Y tú sobrevivirás a esa herida en la pierna.
Justin levantó la cabeza y me miró a los ojos. Nunca lo había visto tan serio.
—Sí, claro —dijo, y torció la boca con una sonrisa forzada—. Pero, si al final no lo logro, quiero saber que he sido más una ayuda que un estorbo. Yo también voy a hacer todo lo que pueda, ¿vale? Y si…, si no lo consigo, se lo cuentas a mi madre, ¿vale? ¿Le contarás por qué me marché y todo lo que he hecho?
—Sí, claro —contesté, devolviéndole la mirada.
Debía de estar aterrorizado para hablar de aquella forma, pero no se me ocurrió nada que pudiera decirle honestamente y que sirviera para aplacar su miedo.
Nos quedamos un minuto en silencio. Entonces golpeó con el rifle en el suelo y apuntó con él uno de los tractores.
—Bueno, entonces, ¿cuál nos llevamos? —preguntó, recuperando su bravuconería habitual.
Los estudié un instante. Seguía pensando que habría sido mejor disponer de un coche, pero dudaba mucho que Leo y Anika encontraran uno escondido detrás de un silo, con el depósito lleno y a punto para la marcha.
Aquello era lo mejor que teníamos, y lo íbamos a utilizar. Podíamos dirigirnos hacia las montañas y buscar un vehículo mejor por el camino. Y si no encontrábamos ninguno, podíamos seguir adelante con el tractor. Los que viajaran en el remolque iban a tener que abrigarse, pero nos podíamos ir turnando. Además, aquellas ruedas enormes nos vendrían muy bien si encontrábamos nieve en la montaña. Incluso viajando a velocidad de tractor por una ruta tortuosa, nos podíamos plantar en Atlanta en cuestión de días.
—Yo creo que este —dije, y di una palmadita en la parte trasera del que parecía tener la cabina más amplia—. Oye, ¿tú sabes enganchar un remolque?
Justin sonrió, esta vez con toda la boca.
—Estoy seguro de que nos apañaremos.