Justin se perdió entre los árboles y yo me escondí detrás del tronco de un arce, a escuchar y esperar. Y a oler. Flotaba en el ambiente un aroma a grasa y a sal que me hizo pensar en beicon. ¡A lo mejor era beicon! Se me empezó a hacer la boca agua.
Se oyeron unos pasos sobre la hierba húmeda, a mi izquierda. Se abrió la puerta de una nevera. Me llegó un tintineo de cristales y el golpe sordo de la puerta al cerrarse. Apoyé la cabeza en la corteza del árbol. Si hubiéramos podido fiarnos de esa gente, les podríamos haber pedido que nos guardaran la vacuna para que se mantuviera fría, sin tener que preocuparnos más por si se nos terminaba la nieve.
Un segundo más tarde, la idea me pareció tan absurda que esbocé una mueca. ¿Quién no iba a traicionarnos sabiendo que llevábamos algo tan valioso?
Más allá de donde me alcanzaba la vista, se oyó una risa infantil y los perros volvieron a ladrar. Si la hora del desayuno de aquella gente era también la hora del desayuno para los perros, eso los mantendría distraídos.
En casa, en la isla, mis hurones, Fossey y Mowat, probablemente estarían preguntándose adónde se había ido todo el mundo. Esperaba que cuando se les terminaran las bolsas de comida que Leo había abierto para ellos, supieran encontrar la forma de salir de casa para buscar alimento.
En aquel momento, se oyó otro sonido a través de la verja y me quede petrificada: en el extremo opuesto del cercado, a alguien le había dado un ataque de tos. La tos se fue apagando y volvió a empezar. Se oyó el chirrido de unos goznes.
—¿Por qué Corrie puede jugar con Rufus todo el rato? —preguntó una vocecita aguda—. ¡Yo también lo quiero ver! Aquí dentro no hay nada que hacer.
A continuación se oyó un murmullo de conversaciones que no logré comprender y la voz de un hombre que decía:
—Tienes razón, Devon, ahora te toca a ti.
El hombre silbó, supuse que llamando a los perros para que entraran en el edificio donde tenían a aquel niño en cuarentena. Se oyó una puerta de madera.
El viento helado se me metía debajo de la bufanda. Así pues, el virus también había llegado hasta allí. ¿Qué precauciones estarían tomando? ¿Cuántas personas se habrían contagiado? Una razón más para no hablar con ellos cara a cara.
Oí otros pasos que se acercaban, esta vez a mi espalda: era Justin y entre las manos enguantadas sostenía la cizalla que había cogido en el cobertizo del cazador. Parecía lo bastante robusta como para cortar aquel alambre.
—Le he contado la idea a Leo, pero no lo he visto muy entusiasmado que digamos —murmuró al llegar a mi lado.
¿Porque le preocupaba que pudieran pillarnos? ¿O porque…, porque no aprobaba que robáramos a unos desconocidos? Una aguda punzada de dolor me recorrió todo el cuerpo y cerré los ojos. No iba a tenerme en cuenta que hiciera todo lo posible por mantenernos en marcha y con vida, ¿no? Leo sabía cuánto costaba sobrevivir en este mundo y no se me ocurría ni una sola alternativa que pudiera considerarse «buena». Recuperé la seguridad respecto a la decisión.
—Es nuestra mejor opción —dije. Y pensaba aprovecharla al máximo. Le pedí la cizalla a Justin.
—No, lo haré yo —dijo él.
—Yo soy más pequeña que tú —dije—. No necesito un agujero tan grande.
Justin solo me sacaba unos pocos centímetros, tenía un cuerpo larguirucho y adolescente, pero era mucho más ancho de espaldas que yo y su abrigo abultaba más.
—Ni hablar —insistió él, hablando entre susurros—. Tú eres nuestra líder. Las misiones peligrosas en solitario no las lleva nunca a cabo el general. ¿Qué vamos a hacer si te pasa algo? No, iré yo. Si ves que se acerca alguien, tírame algo.
No se me ocurrió ningún argumento convincente y el tiempo apremiaba, de modo que no pude hacer más que ver cómo se alejaba. Palpé el suelo con la mano y cogí una piedrecita para poder lanzársela en el caso de que tuviera que alertarlo de algo.
Justin se agachó y atravesó el claro al acecho, como si imitara a un comando militar de algún videojuego. Al final iba a resultar que, haciendo el tonto con sus amigos, había aprendido algunas habilidades que nos podían resultar útiles. Al llegar junto a la verja, tiró de la tela metálica con los dedos y cogió la cizalla.
Empezó a cortar los alambres con chasquidos casi inaudibles. Fue avanzando y pronto hubo un buen boquete ovalado en la verja. Dentro del cercado, por lo menos hasta donde yo alcanzaba a ver, no había movimiento. Agucé el oído mientras Justin cortaba los últimos fragmentos de tela metálica y apartaba su improvisada puerta. El alambre rechinó levemente al doblarse y en la distancia se oyó un cazo que caía al suelo. Justin dio un respingo, pero no apareció nadie.
Contuve el aliento mientras atravesaba la abertura y los bordes metálicos se le clavaban en el abrigo. Y, de repente, ya estaba dentro. Cerré el puño con fuerza alrededor de la roca. Justin miró a un lado y a otro, y echó a correr hacia las latas de combustible.
Ya se estaba agachando para coger un par cuando un débil aullido rompió el silencio. Un gran danés dobló la esquina de la construcción de hormigón con un sonoro tamborileo de garras.
Me levanté de golpe. Justin agarró la lata que tenía más cerca, dio media vuelta y echo a correr hacia la verja.
—¡Eh! —gritó alguien. Se oyeron pasos detrás del perro y, al instante, apareció una mujer con un rifle—. ¡Alto!
Crucé el claro a toda velocidad y levanté el alerón de la verja. Justin metió sin querer un pie en un hoyo y perdió el equilibrio. La lata de gasolina se le escurrió entre los dedos y rebotó por el suelo. El gran danés soltó un gruñido, echando babas mientras recorría la corta distancia que lo separaba de su presa.
—¡Suelta la lata! —grité.
Justin hizo una mueca y pegó un brinco hacia delante. En un abrir y cerrar de ojos, pasó por debajo del alerón, que volvió a caer en su sitio. El perro derrapó y pegó una dentellada en el aire, justo en el lugar donde hacía un segundo había estado el brazo de Justin.
—¡He dicho alto! —bramó la mujer, levantando el rifle.
Cogí a Justin por el hombro y me lo llevé hacia los árboles. Noté cómo la pistola que llevaba en el bolsillo me golpeaba en las costillas, pero no confiaba lo suficiente en mi puntería. Además, si no nos largábamos de inmediato, al cabo de un minuto nos habrían superado en número.
Apenas nos adentramos en el bosque, un disparo resonó en el aire. Justin soltó un grito. Dimos un acelerón, buscando la protección de los árboles. El eco del disparo y los frenéticos ladridos del perro resonaban en mis oídos.
Por un segundo creí que lo habíamos logrado, que nos habíamos escabullido justo a tiempo. Pero entonces Justin se dejó caer contra el tronco de un árbol. Tenía una mancha de sangre en los vaqueros, por debajo de la rodilla.
La mujer del rifle estaba cada vez más cerca y el gran danés mordía con rabia el alerón de la verja. Me coloqué el brazo de Justin encima de los hombros y tiré de él bosque adentro.
Él avanzaba cojeando a mi lado, y soltaba un gemido cada vez que movía la pierna herida.
—Estoy bien —aseguró con un gruñido de dolor que parecía indicar justamente lo contrario.
—No, no lo estás —respondí, tragando saliva—. Pero vamos a salir de aquí y entonces nos aseguraremos de que sí lo estés.
Notaba el latido del corazón en la garganta. De pronto, el tiempo apremiaba, el disparo se habría oído a varios kilómetros a la redonda. Si los guardianes andaban cerca, se nos echarían encima en un abrir y cerrar de ojos.
Llegamos tambaleándonos al otro extremo del bosque y vimos a Anika, que nos esperaba en la mitad del campo. Nos hizo un gesto para que nos apresuráramos, mientras Leo vigilaba con la pistola a punto, junto al cuatro por cuatro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Anika, cogiendo el otro brazo de Justin.
—Perros de los cojones —murmuró Justin—. Ya casi la tenía; por lo menos me tendría que haber llevado una lata.
—Lo han sorprendido dentro de la verja —dije—. Y le han disparado en la pierna.
Anika esbozó una mueca de dolor. Justin le apartó la mano, pero no añadió nada más. Tenía la frente perlada de sudor, a pesar del frío.
—Arranca —le dije a Anika—. Nos tenemos que largar enseguida.
Ella asintió y echó a correr hacia la casa; se le había bajado la capucha y el pelo, lleno de reflejos, ondulaba al viento. Habló con Leo, que le entregó las llaves y se dirigió hacia la puerta del copiloto sin apartar la mirada del bosque que había a nuestras espaldas. Entonces torció los labios, con un mohín de descontento, y yo noté cómo se me hacía un nudo en el estómago.
Quien había dado el visto bueno a la idea de Justin de entrar en el cercado había sido yo. Y había dejado que fuera él quien entrara. Sabía lo sensibles que eran los perros a los olores y los ruidos extraños, tal vez tendría que haberme dado cuenta de que era demasiado arriesgado. Si la mujer hubiera apuntado un poco más arriba, Justin podría haber muerto, y todo por un par de latas de gasolina.
Cuando finalmente llegamos a la casa, Justin soltó un suspiro de alivio. Lo ayudé a montar en la parte de atrás del cuatro por cuatro y me senté a su lado. Leo subió delante y cerró de un portazo, y Anika dio gas a fondo. Eché un vistazo a la carretera, pero no había rastro de perseguidores. Aún.
—Tenemos que deshacer el camino —dije—. Los de la subestación podrían tendernos una emboscada en la carretera, ahí delante. ¿Tienes el mapa, Leo?
—Aquí mismo —respondió.
Nos incorporamos a la carretera y Leo se puso a guiar a Anika. Me incliné sobre el respaldo del asiento para coger el botiquín del maletero.
—Déjame ver la pierna —le pedí a Justin.
Él se apoyó en la puerta, levantó la pierna herida y la apoyó en el asiento central. El coche dio un bandazo y Justin inspiró con fuerza entre dientes.
—Supongo que vamos a tener que sacar la bala, ¿no? —dijo con voz tensa.
—Ni hablar —contestó Leo antes de que yo pudiera responder—. Es mejor dejarla donde está. Cada vez que salíamos a cazar, mi padre me soltaba una clase sobre qué hacer en caso de accidente. Como empieces a hurgar en la herida, solo lograrás que se infecte. Lo importante ahora es detener la hemorragia.
Busqué las tijeras y corté la tela de los pantalones de Justin para que no le tocara la herida. La sangre corría por su pálida piel; apenas había empezado a salirle vello. Pero la herida era un corte, no un agujero: un tajo irregular que le atravesaba la pantorrilla. Y aunque debía de ser dolorosa, tampoco parecía excesivamente profunda.
—Yo diría que no hay bala —dije, con voz temblorosa—. Creo que solo te ha rozado la pierna.
—Bueno, supongo que eso es una buena noticia —respondió Justin, que cogió aire mientras yo le limpiaba la herida con una toallita antiséptica. Era la última que nos quedaba, pues las demás las habíamos gastado cuando Meredith se había cortado la mano.
—Lo siento —dije.
Él esbozó una mueca a modo de respuesta, con los labios apretados. Sujetando la toallita sobre la herida, intenté desenroscar un rollo de gasa, que a punto estuvo de caérseme de las manos cuando el coche se bamboleó en una curva abierta. Solo me llegó para darle cuatro vueltas a la pierna.
—Pásame las tijeras —dijo Justin. Cuando las tuvo en las manos, se cortó un trozo de la otra pernera del pantalón y se la ató alrededor de la pantorrilla, por encima del vendaje—. ¿Tú crees que bastará?
—Esperemos que sí —respondí.
Rebuscando dentro del botiquín, encontré otro rollo de gasa, pero me dije que era mejor que lo reserváramos para limpiar la herida y vendarla de nuevo más tarde. Eso si conseguíamos limpiarla sin antiséptico. Dudaba que la bala le hubiera provocado daños irreparables en la pierna, pero el corte más superficial se podía infectar. Nos quedaban un par de pastillas de jabón. Mejor eso que nada.
Además, solo tendríamos que cuidar de la herida hasta llegar al CCE. Los médicos del centro sabrían cómo tratar una herida de bala y tendrían antibióticos.
Eso, naturalmente, siempre y cuando llegáramos.
Experimenté una nostalgia repentina, tan intensa que se me llenaron los ojos de lágrimas. No sabía qué habría pensado Gav de mi plan y de su resultado, y no me importaba. Solo sabía que, si hubiera estado allí en aquel momento, me habría abrazado y me habría dicho que era increíble por haberlos llevado hasta allí, y a lo mejor yo me lo habría creído.
Entonces mi mente se acordó de sus últimos días, de cómo se quejaba porque lo hubiera arrastrado hasta allí y cómo me había rogado que volviéramos a casa. Se me hizo un nudo en la garganta. Una parte de Gav había creído que aquel viaje no valía la pena.
Pero si quería salir de aquella situación no me quedaba más remedio que seguir adelante.
—¿Habéis visto alguien más en la carretera? —pregunté justo cuando Anika volvía a girar.
—De momento no hay peligro a la vista —respondió.
Justin se acomodó mejor en su asiento.
—Tómatelo con calma, ¿vale? —le dije, y él puso los ojos en blanco.
—Tendría que haber sido más rápido.
—Y yo no debería haber dejado que te arriesgaras sabiendo que había perros —respondí—. No ha sido culpa tuya.
Él hizo una mueca y se volvió hacia la ventanilla. Al otro lado del cristal iban pasando campos, bosques, casas y graneros. Leo dirigió a Anika hacia una carretera tortuosa que solo atravesaba pueblecitos. Mientras le vendaba la pierna a Justin habíamos logrado dar la vuelta otra vez y poner rumbo hacia el sur. Las carreteras estaban despejadas y el hielo de la noche anterior había dejado tan solo charcos sobre el asfalto. Sin nieve que nos ralentizara, a lo mejor lograríamos llegar a Atlanta esa misma noche.
Aunque no sin gasolina. Cuando hacía aproximadamente una hora que habíamos dejado atrás la subestación eléctrica, remontamos una pequeña colina y el motor renqueó. Se me cayó el alma a los pies.
—Mierda —murmuró Anika en voz baja. El ruido del motor se convirtió de nuevo en un ronroneo, volvió a renquear y finalmente se caló por completo.
Aprovechando la inclinación de la pendiente, logramos bajar con el cuatro por cuatro por un camino y llegar hasta la parte trasera de un silo oxidado. Salí al aire de media mañana y noté una vaga calidez sobre la piel. Nos habíamos quedado tirados, desprotegidos, en medio de unos campos de labranza que se extendían más allá de la falda de las montañas oscuras. Los campos estaban divididos por unas estrechas hileras de árboles, y la casa más cercana, una estructura achaparrada de ladrillo, situada al otro lado de la carretera, se encontraba a no menos de quince minutos a pie. Quedaban apenas unas pocas manchas de nieve que brillaban sobre el campo en barbecho. En cuestión de una o dos horas se habrían derretido por completo.
—¿Qué diablos vamos a hacer ahora? —preguntó Anika caminando junto al cuatro por cuatro.
Justin asomó por la puerta abierta.
—No nos podemos quedar aquí esperando.
—No —dije. Teníamos que seguir adelante, de eso no había duda—. Vamos a tener que dejar el coche aquí, desde luego. O encontramos otro que funcione y nos vamos en ese, o encontramos gasolina y volvemos a por este.
—Llevémonos tantas cosas como podamos, por si al final no volvemos —sugirió Leo, que abrió el maletero.
Nos quedamos mirando la pila de provisiones en silencio. Nos habíamos llevado algunos de los trineos que habíamos utilizado, pero sin nieve sobre la que deslizarnos solo habrían sido un lastre. Tobias nos había dado dos mochilas del ejército con el resto de su equipo. Me puse sobre los hombros la que contenía la tienda y el hornillo de camping, e intenté no pensar dónde estaría Tobias ni en lo lejos que lo habíamos dejado.
Leo llenó la otra mochila con las botellas de agua y las latas de comida que aún nos quedaban de lo que habíamos sustraído. Cada uno se metió una linterna en el bolsillo de la chaqueta. Anika agarró las bolsas con las mantas. Justin había cogido el botiquín del asiento trasero y lo metió dentro del saco de dormir enroscado y se lo colocó a la espalda. Yo cargué con la neverita y dos de las latas que utilizábamos para extraer gasolina de los coches, y Leo cogió la radio con su funda de plástico. No iba a ser nada cómodo llevarla en brazos, pero la íbamos a necesitar para contactar con el CCE y recibir más instrucciones.
Justin sacó el rifle de caza que les habíamos robado a los primeros guardianes con los que nos habíamos enfrentado, lo cogió por el cañón y apoyó la culata en el suelo, a modo de bastón. Los colgajos de los pantalones oscilaban alrededor de sus pantorrillas. Teníamos jerséis y gorros extra, incluso dos abrigos de recambio, pero ningún pantalón que darle.
—Buscaremos en las casas por las que pasemos, ya encontraremos algo mejor para que te lo pongas —le dije.
Él se miró las piernas, como si no hubiera reparado en ello.
—Tampoco hace tanto frío —dijo. Pero mientras atravesábamos el campo, él caminaba con una cojera visible, la mano tensa sobre el rifle. Tras unos pasos apresurados, tenía ya la frente cubierta de sudor.
—Oye —le dije, cogiéndolo por el hombro—. Podemos ir un poco más despacio. Si fuerzas demasiado, vamos a tener que llevarte en brazos.
—Si quieres, te puedo llevar el saco de dormir —le propuso Leo.
Justin negó con gesto vehemente, pero aflojó el paso, cojeando mientras nos alejábamos por la carretera, camino a la casa más cercana. Agucé el oído por si oía llegar algún vehículo. Éramos como un grupo de patos heridos aleteando alrededor de un estanque, con la esperanza de que el perro cazador no se percatara de nuestro olor. Por lo general, los patos no salían bien parados de aquel tipo de situaciones.
Dejé que los demás se adelantaran un poco y me detuve a recoger lo que quedaba de una montaña de nieve y lo metí en la neverita. Al cerrar la tapa, me dije que podía ser la última vez que la llenara. Estábamos muy cerca, a unos pocos estados de Georgia, a medio día de carretera ahora que la nieve se había derretido. Y podía ser que la falta de gasolina echara todos nuestros planes por tierra.
Al acercarnos a la casa, vi que un árbol del jardín había caído sobre la parte trasera, seguramente durante una tormenta invernal. Las ramas habían roto las ventanas de la segunda planta y habían hundido el tejado.
En el garaje solo encontramos un banco de trabajo y olor a moho. Por el estado de la casa, asumí que era imposible que allí todavía viviera alguien, pero cuando nos acercamos a la puerta oímos un estornudo débil que salía del interior. Los cuatro nos quedamos helados e inmediatamente seguimos adelante, sin volvernos ni una sola vez a mirar.
Pronto empezó a dolerme la espalda por el peso de la mochila. Leo empezó a cambiarse la radio de brazo, cargándola ora con uno, ora con el otro. Anika hizo girar los hombros, con expresión de dolor. Justin seguía cojeando, con los dientes apretados y la mirada fija.
Mientras bordeábamos un campo de maíz arrasado, la brisa nos trajo un olor a podrido. Fruncí la nariz instintivamente. A lo mejor algo (o alguien) había muerto en aquel campo. Me concentré en los árboles de cicuta que delimitaban el siguiente campo, donde esperaba que pudiéramos dejar atrás aquel olor.
Nos encontrábamos ya a tiro de piedra de otra casa cuando un zumbido extrañamente familiar retumbó en el aire. Leo giró sobre sí mismo.
—Un helicóptero —dijo, y en ese preciso instante identifiqué el origen del sonido: una mancha negra visible en el cielo, hacia el norte. En el segundo que pasé observándola, la mancha dobló su tamaño: venía directamente hacia nosotros.
«Michael está mirando lo de los helicópteros», había dicho aquella voz por la radio.
—Los guardianes —dije, y me volví hacia los árboles—. ¡Tenemos que escondernos! ¡Rápido!