SIETE

Finalmente, cuando llevábamos ya casi quince minutos en la carretera, mi corazón empezó a calmarse y pude pensar con claridad. Fue entonces cuando se me ocurrió que podíamos utilizar las estrategias de los guardianes contra ellos.

—Justin —dije—, ¿tienes la radio a mano?

—Sí —respondió este—. ¿Por qué? Dudo que la mujer del CCE pueda sacarnos de esta…

—Ya lo sé —convine yo—. No quiero hablar con nadie, solo quiero escuchar. Si los de la casa eran guardianes, van a avisar a los demás por radio, ¿no? Aprovechando que estamos cerca, a lo mejor podemos interceptar sus transmisiones y hacernos una idea de qué saben y de cuántos son, para ir prevenidos.

—¡Ja! —exclamó Anika, eufórica después de vengarse de nuestros perseguidores del todoterreno.

Leo enarcó las cejas.

—Estaría bien que, por una vez, fuéramos nosotros quienes nos adelantáramos a ellos.

—¡Manos a la obra! —dijo Justin, y se colocó la radio sobre el regazo. Mientras conducía, oía el sonido del dial y el zumbido de las interferencias del asiento trasero.

—Rastrea las frecuencias más rápido —le dije—. No podemos gastar tanta batería.

—Vale.

Escuché los chasquidos del dial, mientras Justin recorría las ondas de radio. Las interferencias crepitaban y silbaban. Leo apoyó la cabeza en el respaldo y dirigió la oreja hacia la parte de atrás del coche.

—¡Espera! —exclamó—. Eso es. Vuelve a esa última emisora —le indicó a Justin, que hizo lo que le pedía.

Una voz emergió a trompicones entre las interferencias:

—… dirigido hacia el sur… el mismo cuatro por cuatro del que informaron… a media hora de… Michael está mirando lo de los helicópteros… vosotros coged la autopista siet…

Después de aquella palabra incompleta, la voz se perdió entre las interferencias. Justin intentó ajustar el dial, pero ya no oímos nada más.

—Los hemos perdido —dijo.

—O han dejado de hablar —dijo Leo enderezándose—. Bueno, supongo que eso confirma nuestras sospechas. Por lo menos, alguien ha visto el cuatro por cuatro… Pero ¿y lo de los helicópteros?

Aquella palabra se me había quedado también clavada en la mente.

—Supongo que tendrán helicópteros y que podrían utilizarlos si encontraran a alguien que fuera capaz de pilotarlos. —Mi mirada osciló entre la carretera y el cielo tachonado de estrellas—. ¿Vosotros creéis que podrían volar de noche, sin luces en el suelo con las que guiarse?

—No lo sé. Pero, cuando paremos por la mañana, tendremos que esconder el cuatro por cuatro con más cuidado.

—Qué remedio —comentó Anika. Se le había pasado el buen humor.

—Bueno, creo que ha llegado el momento de volver a nuestro plan original. Se acabó ir por la autopista, larguémonos de aquí cuanto antes y eliminemos el rastro —dije, intentando ignorar el nudo de tensión que notaba en el pecho.

No habíamos oído lo suficiente para saber cómo evitar a los guardianes, solo sabíamos que nos seguían la pista y que disponían de más recursos de los que habíamos imaginado.

Pero también habíamos conseguido algo bueno: ahora sabíamos con certeza que el CCE nos estaba esperando. Solo teníamos que llegar hasta allí.

Seguimos avanzando en línea recta durante dos horas más. Entonces, Leo me guio a través de una serie de carreteras secundarias llenas de curvas, que bordeaban las montañas, cada vez más cercanas, a medida que avanzábamos hacia el sur, a través de Ohio. Los guardianes no se cruzaron en nuestro camino, pero sabíamos que andaban por ahí, en alguna parte, buscándonos. La tensión en mi interior pronto se convirtió en un intenso dolor; cada vez que respiraba notaba un pinchazo.

A altas horas de la noche terminamos atascados en una carretera, en medio de una ventisca. Tardamos una eternidad retrocediendo, pues las ruedas resbalaban sobre la nieve acumulada, e intentamos encontrar otra ruta. Pero, al llegar cerca de la frontera de Virginia Occidental, la capa de nieve del suelo empezó a perder grosor. Paramos para cambiar de posiciones dentro del coche y llenar el depósito con el resto del combustible que nos habíamos llevado del cobertizo del cazador. Antes de montar en el asiento del acompañante, aproveché para meter tanta nieve como pude en la neverita.

Cuando volvimos a rodar, a las cinco de la madrugada, había empezado a caer una débil llovizna. En cuestión de media hora, esta había derretido la poca nieve que aún quedaba en la carretera y había dejado una brillante capa de hielo sobre el asfalto. Anika, que ahora iba al volante, roció el parabrisas con el espray anticongelante. No se atrevía a ir demasiado rápido, y se ponía pálida cada vez que las ruedas empezaban a resbalar. Cada vez tenía que morderme la lengua para no decirle que volviera a acelerar. Por lo menos ahora no dejábamos ningún rastro que los guardianes pudieran seguir.

Mirando a través de la ventanilla, mis pensamientos volvieron a Tobias. ¿Seguiría haciendo el mismo tiempo en la casa de la colina? ¿Estaría allí en estos momentos, pasando frío y soportando la humedad, esperando a que todo terminara, sin saber que habíamos intentado buscarlo? La idea me removió las tripas.

Ya era tarde para volver a por él, y además era demasiado peligroso. De hecho, era demasiado peligroso hacer cualquier cosa que no fuera seguir adelante, pero no por eso dejaba de maldecirme los huesos por no haber encontrado la forma de ayudarlo.

Mi frustración debía de reflejarse en mi cara, porque, al cabo de un segundo, Anika dijo:

—Nos teníamos que marchar sí o sí. Los guardianes se nos han echado encima.

—Ya lo sé —dije.

—No puedo creer que hayamos logrado huir —añadió, y soltó una breve carcajada.

El alivio que transmitía su voz me dolió en el alma y no conseguí morderme la lengua.

—Y supongo que también te alegras mucho de no tener que preocuparte más por el tío enfermo ese cada vez que te subes al coche, ¿no?

Anika abrió la boca y la volvió a cerrar, sus labios convertidos en una raya horizontal. Noté cómo me invadía una oleada de vergüenza. No podía culparla por alegrarse de estar viva.

—Lo siento —dije—. Ha sido un comentario mezquino. Es solo que me cabrea haber tenido que dejarlo atrás.

—No sé —dijo Anika finalmente, en voz baja—. A lo mejor tienes algo de razón. Me ponía nerviosa tenerlo aquí con nosotros, sí. No quiero terminar así. Pero no me alegro de que se haya ido.

Tampoco la podía culpar por tenerle miedo al virus. Llevarnos a Tobias me había parecido la única opción posible, pero también era cierto que con ello había obligado a Justin y Anika a exponerse a un riesgo mucho mayor del que habrían corrido de otra forma, ¿no?

Yo solo quería que todo el mundo estuviera bien. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Empezaba a dolerme la cabeza: por la falta de sueño, por el estrés de la huida, por el tamborileo constante de la lluvia… Me llevé los dedos a las sienes.

—Hemos hecho lo que hemos podido —sentencié, en parte para ella, en parte para mí.

—Al final, sea como sea, siempre terminas dejando a alguien atrás, ¿no? —comentó Anika, con una ligereza forzada—. Es lo que hay. Yo ni siquiera sé qué ha sido de la mitad de mis amigos. Cuando todo el mundo empezó a ponerse enfermo, decidí desaparecer de la vida de la gente, para no tener que preocuparme… Es extraño. Antes salía con ellos, iba de fiesta, o lo que fuera, casi cada noche; no me gustaba nada estar a solas. Y, de pronto, resultó que estar a solas era la única opción segura.

Volvió a reírse, pero esta vez su carcajada sonó más fría. La imaginé en otra época, sentada en el taburete de un bar, rodeada de amigos, sonriendo mientras daba vueltas bajo las luces de una pista de baile. Tan lejos de nuestros miedos actuales.

—¿Qué estudiabas? —le pregunté—. ¿Ibas a la universidad?

Anika tardó un momento en responder.

—Organización de acontecimientos —dijo—. Pensaba que me dedicaría a montar galas benéficas y fiestas para estrenos cinematográficos. Y ahora ya ves.

—Pero te gustaba.

—Sí, porque… —empezó a decir, pero entonces se calló. Sus ojos volvieron a la carretera y se encogió de hombros—. Qué más da.

—Nunca se sabe —dijo Justin a su espalda.

—Qué más da —repitió ella con voz apagada.

La chaqueta de Justin crujió en el asiento trasero.

—Aún tenemos un futuro —dijo—. Quiero decir que todos vamos a terminar en algún lugar. Hay muchas cosas que ya no volverán a ser como eran, desde luego, pero, por lo que he visto…, cada uno va a tener que descubrir qué cosas le importan, qué puede hacer, y hacerlo. O se quedará atrás.

Me pregunté si estaría pensando en Tessa. ¿Quién había dejado atrás a quién, en su caso? Leo era el que había seguido adelante, mientras que ella se quedaba en la colonia de artistas. Pero, en realidad, era ella quien había cortado la relación. Tessa había encontrado un lugar donde podía hacer lo que creía que era más importante para ella, más importante que los novios, los amigos, o incluso la posibilidad de acceder a una vacuna.

De vez en cuando, aún la echaba de menos, y también añoraba aquella manera tan práctica y sosegada que tenía de ver las cosas, a la que me había acostumbrado mientras trabajábamos juntas en la isla. Pero cada vez que recordaba cómo se le había iluminado el rostro en el invernadero de la colonia, no podía desear que hubiera tomado una decisión distinta.

—Además, no creo que las cosas que te importan hayan de tener necesariamente sentido —añadió Leo con un tono más despreocupado—. Yo seguiré queriendo bailar aunque todos los estudios de danza del mundo estén cerrados. Lo llevo en la sangre, no veo por qué no lo voy a dejar salir.

—Por lo menos vosotros teníais planes… y eso —dijo Justin—. Yo me dedicaba a hacer el tonto con mis amigos mientras procuraba aprobarlo todo para que mis padres no se cabrearan.

—Ya, pero tú tienes catorce años —le respondí.

—¡Cumpliré los quince dentro de un mes! —protestó Justin.

—Es lo mismo. Mi hermano Drew siempre contaba que muchos de los chicos que conocía iban a ir a la universidad sin saber qué querían hacer con sus vidas. Lo hacían por inercia. O sea, que eres normal.

—Pero ser normal no sirve de mucho hoy en día —dijo Justin—. El mundo ya no es normal. Además, yo no me fui con vosotros y me puse delante de las pistolas para ser normal.

No. Había venido con nosotros para hacer algo que no fuera esperar y esconderse, para no cometer el mismo error que su padre, al que habían pegado un tiro poco después del inicio de los saqueos. Mientras intentaba encontrar una respuesta apropiada, vi que Anika torcía la boca, intentando reprimir una sonrisa.

—Si te sirve de consuelo —dijo—, yo creo que eres bastante rarito.

—No me refería a eso —gruñó Justin.

Se me escapó una risita y, durante un instante, nuestras carcajadas cansadas disiparon la tensión dentro del coche. Entonces me fijé en el indicador del combustible y los motivos de alegría desaparecieron de golpe.

—Se nos está terminando la gasolina otra vez —observé.

Había estado tan distraída con la paulatina desaparición de la nieve, la lluvia y mi sentimiento de culpa por lo de Tobias, que no había vuelto a prestar atención al indicador desde que había dejado de conducir. En las últimas horas prácticamente habíamos vaciado el depósito, y también nos habíamos ventilado el combustible que habíamos robado el día anterior.

—Vamos a tener que volver a rapiñar algo —añadí.

—Hemos avanzado muchos kilómetros desde el encontronazo con los guardianes —dijo Leo, pero por su tono de voz parecía tan inquieto como yo.

Entramos en un pueblo que parecía estar completamente abandonado. Todos los caminitos de acceso y los garajes estaban vacíos, y las calles y los patios estaban cubiertos de basura, como si hiciera años que allí no viviera nadie. ¿Se habrían marchado todos después de que sus vecinos enfermaran? Aquella visión me puso la piel de gallina.

—Vamos —dije—. Intentemos no pasar demasiado tiempo en un mismo lugar.

Tras dejar el pueblo atrás, pasamos junto a dos granjas, una de ellas con un camión con el depósito vacío y otra sin un solo vehículo. Los excrementos que cubrían la entrada parecían sugerir que aquel lugar se había convertido en el hogar de varios ocupas no humanos. La lluvia estaba aflojando, pero antes de subir de nuevo al cuatro por cuatro me detuve un instante y volví a notar las mejillas húmedas. La luz del sol había empezado ya a filtrarse a través de las nubes que cubrían el horizonte. En menos de una hora, los campos y el bosque que teníamos ante nosotros, y las montañas que quedaban a nuestra izquierda, estarían iluminados por la luz del día.

—Tal vez deberíamos quedarnos aquí durante… —empecé a decir, pero en ese preciso instante nos llegó un sonido agudo desde el otro extremo del campo.

Los cuatro nos volvimos bruscamente.

En el campo moteado de nieve no se movió nada, pero, mientras estudiaba el oscuro bosquecillo que había a medio kilómetro de distancia de donde nos encontrábamos, se volvió a oír aquel sonido. Era el ladrido staccato de un perro. De dos perros, en realidad.

Anika se acercó a la puerta del coche.

—A lo mejor se han vuelto salvajes —dijo—. Y están cazando.

Pero yo negué con la cabeza y me acordé de los coyotes que solía observar en la isla, y de los cachorros que había cuidado en la clínica veterinaria donde trabajaba como voluntaria. ¿Era posible que hubiera pasado menos de un año?

—Un perro no ladraría así si estuviera cazando —dije—. No querría asustar a la presa. Parece que estén jugando.

Pero, por otro lado, los perros adultos no suelen ladrar cuando juegan entre ellos. ¿Habría personas con ellos? ¿Personas a las que les iba tan bien que podían permitirse tener perros?

—Hemos de ir a echar un vistazo —propuse. La última vez que examinamos un lugar donde vivía alguien, encontramos gasolina.

—¿Estás segura de que queremos que sepan que estamos aquí? —preguntó Leo.

—No, pero, si no hacemos ruido y no nos acercamos demasiado, por lo menos podremos hacernos una idea de su situación.

—Yo me apunto —dijo Justin.

Anika negó con la cabeza.

—No me gustan los perros.

—Bueno, de todos modos, alguien tiene que quedarse aquí, protegiendo el cuatro por cuatro —dije—. Propongo que tú y Leo montéis guardia, mientras Justin y yo vamos a comprobar de qué se trata.

Aunque comprendiera un poco mejor sus motivos, todavía no me parecía prudente dejarla a solas con nuestro único vehículo y la vacuna.

—Por mí, adelante —dijo.

Entonces me volví hacia Justin

—Toma —le dije, y le entregué la pistola de bengalas que había estado llevando hasta entonces, pues ahora disponía de una pistola de verdad.

—No hace falta que me lo recuerdes —dijo Justin—. No dispararé a nadie a menos que no tenga más remedio.

—Bien —dije—, porque ni siquiera sabemos si esa pistola serviría para detener a alguien.

Me saqué la pistola de Tobias del bolsillo. Entonces me acordé de cuando la había visto encima del mármol de la cocina y había comprendido por qué la había dejado allí, y se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Me puedes enseñar un poco cómo funciona? —le pregunté a Leo—. Por si nos metemos en un lío…

Aunque yo no tuviera intención de atacar a nadie, si los extraños nos descubrían, ¿quién sabía si serían amistosos? Leo cogió la pistola y la manipuló con cuidado, pero con movimientos expertos.

—Antes de disparar tienes que quitar el seguro, pero déjalo puesto el resto del tiempo —dijo, y me enseñó a hacerlo con un chasquido—. Apunta por aquí. Y sujétala con las dos manos, o ten por seguro que la bala saldrá hacia donde menos lo esperes.

Practiqué apuntando con la pistola contra el garaje, tratando de imitar la postura que había adoptado Tobias. Leo se acercó y, mirando por encima de mi hombro, me levantó un poco las manos.

—Ten cuidado, ¿vale? —me dijo al oído y en voz baja—. No quiero que acaben disparando contra ti.

Su cálido aliento me acarició la mejilla, y de pronto mi cuerpo tomó conciencia clara del poco espacio que había entre los dos y de cómo sus brazos casi me envolvían para ajustarse a los míos. Noté un inesperado calor que me recorría la piel y cómo la pistola se me escurría entre las manos, y eso me hizo recordar lo que nos ocupaba. Me aparté y me metí la pistola en el bolsillo, donde esperaba que se quedara todo el tiempo.

—Ya lo sé —dije sin levantar los ojos. Teníamos que encontrar gasolina, necesitaba concentrarme en eso—. Tendremos cuidado. Gracias. No tardaremos.

Justin esperaba al límite del camino, inquieto.

—Bueno, vámonos —dije, y él levantó la cabeza. Echamos a andar hacia el campo.

La nieve que en su momento había cubierto la hierba se había convertido ya en agua, que siseaba bajo las suelas de nuestros zapatos. Uno de los perros volvió a ladrar. Parecía encontrarse lejos, si bien los árboles debían de amortiguar el sonido. La brisa soplaba contra nuestras caras, fría y perfumada de cedro, de modo que no les llegaría nuestro olor. Eso nos permitiría acercarnos más a ellos.

—¿Podemos hablar? —murmuró Justin.

—De momento sí —contesté en voz baja—. Dime.

—Desde que logramos conectar con los del CCE, le he estado dando vueltas y… Tú no crees que tengan nada que ver con el virus, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—Pues como en las películas —dijo—, cuando aparece una gripe asesina o algo así, y al final resulta que fueron unos científicos del Gobierno que estaban experimentando con algo y se les fue de las manos.

—Ah —dije—. No, no creo que el CCE se dedique a ese tipo de cosas. Las armas biológicas serían más propias de un laboratorio militar. —Hice una pausa y pensé en la respuesta inicial que habían dado cuando aún estábamos en la isla—. La gente del Ministerio de Sanidad y de la OMS que ayudaron a mi padre no sabían nada sobre el virus de antemano. Cuando lograron aislarlo, lo consideraron un gran logro. Si alguien lo hubiera creado, habrían tenido registros, muestras… Y, en sus notas, mi padre habla de la gripe cordial como una mutación natural del virus que yo ya había contraído antes y que me proporcionó una inmunidad parcial.

Al final, combinando partes de esa primera versión con partes de la nueva, mi padre había logrado crear una vacuna efectiva.

—Es solo que me parece extraño que surgiera así, de ninguna parte —apuntó Justin.

—Sí, no sé —dije—. Tampoco se sabe de dónde salió el Ébola, y a los médicos les llevó lo suyo resolver el enigma del sida. Los virus aparecen sin más: puede que vivan aislados en algún lugar hasta que alguien tropieza con ellos, o que una mutación repentina los vuelva más letales, o permita que den el salto de algún animal a los seres humanos. Seguramente, hemos tenido suerte de no haber sufrido nada tan letal hasta ahora.

Justin asintió, pero, de pronto, se había puesto muy serio. Habría sido mucho más fácil culpar a una persona concreta de la aparición del virus que tener que hacerse a la idea de que era simplemente fruto de la naturaleza, como casi siempre.

Al llegar a la linde del bosque me volví hacia la casa. Leo levantó la mano. Le devolví el saludo y me metí bajo los árboles.

Entre los cedros había también saúcos y arces y, por suerte para nosotros, las hojas que habían caído durante el otoño habían formado una alfombra mojada que silenciaba nuestros pasos. Aun así, caminé con precaución alrededor de matorrales y ramas bajas. Al cabo de un momento, me detuve y Justin se paró a mi lado. Un débil gañido canino me llegó hasta los oídos. Todavía no estábamos cerca. Seguimos adelante.

Unos cinco minutos más tarde, la luz del día empezó a brillar con más fuerza. Los árboles eran cada vez más dispersos. Me movía de un tronco al siguiente, mirando a través de los árboles. Unos pasos más adelante, entreví un claro a unos tres metros de distancia. Y en ese claro, una estructura angulosa, metálica, que brillaba bajo el sol de la mañana, protegida por una alta valla de tela metálica.

Justin enarcó las cejas y me miró. Yo me llevé un dedo a los labios y seguí adelante. Me detuve a pocos pasos del claro.

La verja parecía cercar el claro entero, alrededor de una hilera de estructuras cuadradas. Había una serie de barras y barandillas, como una especie de gimnasio futurista en medio de la jungla, y más adelante vi un edificio bajo de hormigón, con un cartel de advertencia por alta tensión en la puerta. No había ningún cable que saliera de la verja, pero aquel lugar me recordaba la subestación eléctrica de la isla. Los cables podían estar simplemente enterrados.

Pero lo más sorprendente era que la central estaba en funcionamiento. Un débil zumbido eléctrico flotaba en el aire. La subestación debía de estar conectada a alguna planta, que seguía en funcionamiento.

Por el rabillo del ojo, me llamó la atención algo que se movía. Cuando volví la cabeza, apareció una niña al otro lado de la verja. No debía de tener más de diez años. Al momento, apareció un golden retriever, jadeando tras ella. La niña blandió un hueso. A sus espaldas, más allá de los edificios de la subestación, pude ver un grupo de tiendas de campaña de color verde oscuro plantadas a lo largo de la verja. Cerca de las tiendas había dos chozas hechas de lo que parecían cajas y muebles rotos. Una mujer salió de entre las tiendas y se dirigió hacia un lugar que quedaba fuera de mi ángulo de visión. La brisa me trajo un vago olor a humo, a madera ardiendo.

Era un buen lugar donde montar un campamento: disponían de la protección de la verja, y de acceso a electricidad mientras la planta siguiera en funcionamiento. A lo mejor se trataba justamente de las familias de los trabajadores, que mantenían la planta operativa. En cualquier caso, la subestación constituía un objetivo menos obvio. Me costaba mucho creer que, de saber que existía, el grupo de Michael no hubiera intentado apropiarse de una planta eléctrica en funcionamiento.

Aunque, desde luego, era posible que ya lo hubiera hecho. A lo mejor aquella gente estaba en deuda con los guardianes: la mitad de los supervivientes con los que nos habíamos topado desde que habíamos salido de la isla parecían estarlo.

Le hice un gesto a Justin para que me siguiera y bordeé el claro, cada vez más cerca de las tiendas de campaña. Al doblar el perímetro de la verja, vimos que el campamento contaba también con una especie de cocina improvisada, hecha con tres neveras y una palangana con un grifo, aunque no había ningún horno. Supuse que debían de cocinar con leña. Más adelante había un rectángulo de tierra que parecía arado, como si pensaran empezar a cultivar un huerto en cuanto el tiempo se lo permitiera. Entonces vi una furgoneta de reparto y un sedán gris, aparcados en el césped, entre el edificio de hormigón y la verja.

Si tenían vehículos, debían tener gasolina.

Unos pasos más adelante logré distinguir la silueta de unos grandes bidones de plástico al otro lado del camión. Alrededor de los bidones vi amontonadas varias latas más pequeñas.

Justin las señaló y yo asentí con la cabeza.

—¿Tú crees que accederían a hacer un intercambio? —preguntó en voz baja.

Hice un gesto dubitativo. ¿Qué teníamos que pudieran querer? Tan solo las vacunas, y eso no se lo podíamos ofrecer. Por el número de tiendas, parecían ser muchos más que nosotros. ¿Habían sobrevivido hasta entonces a base de bondad y generosidad? Nadie nos podía asegurar que no nos atacarían y nos lo quitarían todo en cuanto nos presentáramos.

—Yo ya no me fío de nadie —dije.

Justin se encogió de hombros.

—Pues se lo robaremos.

En cuanto lo dijo, me di cuenta de que, en algún lugar de mi cabeza, yo ya había tomado la misma decisión. Ya habíamos vaciado el cobertizo de aquel cazador, así que no veía cómo robar un poquito de una gente que tenía tanto iba a ser peor. Consideré fríamente nuestras opciones y sentí otro pinchazo en el pecho. Pero era o ellos o nosotros, ya no había término medio para nadie.

La única pregunta era cómo íbamos a conseguir lo que necesitábamos. Estudié el claro: la verja estaba a dos o tres metros de distancia de los árboles. Las latas de gasolina estaban ahí mismo, a pocos centímetros al otro lado de la verja, pero esta era, por lo menos, el doble de alta que yo y estaba cubierta con alambre de púas.

—¡Oye! —susurró Justin—. La cizalla. La tenemos en el cuatro por cuatro. Podemos abrir un hueco en el alambre.

Perfecto.

—Ve a por ella, deprisa —le dije—. Tenemos poco tiempo.

En cualquier momento, la brisa podía cambiar de dirección, y entonces los perros detectarían nuestro olor. Y lo más posible era que no reaccionaran de forma amistosa ante unos desconocidos.