CINCO

La primera vez que había oído una voz que salía de la radio de Tobias, hacía unas semanas, me había embargado la emoción. Ahora, en cambio, me quedé fría. En esa primera ocasión creímos haber encontrado alguien que podía ayudarnos a llegar a Toronto, pero resultaron ser los guardianes, que pretendían manipularnos para que les reveláramos nuestra posición. Entonces habían ido a buscarnos, para robarnos la vacuna y matarnos. No dudaba que si tenían oportunidad, lo volverían a intentar. En cambio, si acabábamos de contactar con alguien del CCE, era posible que nos encontráramos ante nuestra única opción de poner la vacuna en manos de unas personas que realmente pudieran hacer algo con ella. Teníamos que correr el riesgo.

Cogí una silla y me senté junto a Leo. Este me ofreció el micrófono. Dudé un momento, pero finalmente lo acepté. La vacuna era obra de mi padre y yo ya había dejado claro varias veces que aquella era mi misión; supuse que eso significaba que tenía que llevar la voz cantante. Leo me dio un apretón en el brazo, para darme ánimos, y yo me incliné hacia el transmisor.

—La oímos, doctora Guzman —dije—. ¿Puede confirmar que se encuentra en el CCE?

—Así es —respondió ella. El volumen de la transmisión era irregular, pero detecté una nota de recelo en su acento sureño—. ¿Dónde están? ¿De qué se trata?

Mientras solo compartiéramos información que los guardianes ya tenían, no tenía por qué pasar nada.

—Tenemos muestras y notas de una nueva vacuna para la gripe cordial —dije—. Una vacuna que funciona. Estamos buscando alguien capaz de utilizarla y el CCE parece ser nuestra mejor opción. Nos dirigimos hacia ahí ahora mismo.

Hubo una pausa y durante un instante creí que la comunicación se había cortado del todo. Pero entonces la radio crepitó y la doctora volvió a hablar, con voz airada.

—Gente como vosotros sois el motivo por el que dejamos de monitorizar las emisiones de radio. Inventar historias no os servirá para que os dejemos entrar. Aquí no estamos mucho más seguros que los de afuera. No tenemos tiempo para esto.

—¡Espere! —le rogué. Si se trataba de una nueva táctica de los guardianes para probar su autenticidad, resultaba de lo más convincente—. ¡No se vaya! No queremos… De verdad que… —balbucí, intentando encontrar las palabras que la pudieran convencer.

Leo me dio otro apretón.

—¿Tu padre habló con ellos? —murmuró.

¡Claro! Si no lo había hecho, por lo menos les sonaría su nombre.

—Conocen a Gordon Weber, ¿verdad? —dije acercándome más al micrófono—. La primera vacuna que se creó… Él era el microbiólogo canadiense que trabajó en ella para la Organización Mundial de la Salud. En Nueva Escocia, donde se registró el primer brote.

Hubo otra pausa y finalmente oímos un suspiro.

—Dadme un minuto.

Dejé el micrófono. El corazón me iba a cien por hora. Hasta aquel momento, no me había planteado que fuéramos a tener que demostrar que decíamos la verdad. Me volví hacia Leo.

—¿Recuerdas si alguna vez mencionaron el nombre de mi padre en las noticias sobre la epidemia? —pregunté.

—No, no creo —respondió él—. Y eso que, desde que me enteré de lo de la cuarentena, las seguía con mucha atención por si decían el nombre de alguien a quien conocía. Pero la mayoría de los periodistas solo citaban a la OMS y a otras organizaciones.

—En ese caso, a lo mejor su nombre bastará para convencerlos de que decimos la verdad —dije—. Eso si realmente estamos hablando con el CCE, claro.

Leo acercó una mano a la radio y torció la boca, como si no supiera si sonreír o no.

—Sí. Nosotros también los tenemos que poner a prueba para asegurarnos.

Tenía razón, pero ¿cómo íbamos a hacerlo? La mujer del otro lado, la tal doctora Guzman, no actuaba como alguien que pareciera querer atraernos ni convencernos de nada. Pero a lo mejor Michael había previsto que, cuando volviéramos a contactar con ellos, nuestra actitud sería mucho más suspicaz.

En la sala, la tienda de campaña se movió.

—¿Qué pasa? —preguntó Justin con voz adormilada, bajando la cremallera—. ¿Habéis contactado con alguien?

—Sí, una mujer que dice ser del CCE —respondí—. Pero, al parecer, cree que nos lo estamos inventando todo. Y nosotros tampoco estamos seguros de que sea quien dice ser.

—¿Y las notas? —preguntó Leo, señalando la neverita que había junto a su silla con un gesto de cabeza—. A lo mejor tu padre escribió algo que nos puede resultar útil.

—¡Sí, claro! —exclamé.

Papá estaba tan metido en las tareas para conseguir una vacuna que seguro que había anotado algo que solo alguien de dentro podía saber. Leo me pasó la bolsa con sus notas y yo cogí la primera, la más antigua.

—¿Creéis que los guardianes nos la intentan pegar otra vez? —preguntó Justin.

—Aún es temprano para saberlo, pero no nos vamos a arriesgar.

Me volví hacia la radio y hojeé las páginas donde papá hablaba sobre el desarrollo de la primera vacuna, la que su equipo había enviado a Estados Unidos para proseguir con las pruebas. La que había fracasado.

La radio crepitó.

—¿Seguís ahí? —preguntó la doctora Guzman.

Cogí el micro.

—Sí, aquí estamos —dije.

—¿Qué relación tiene el doctor Gordon Weber con esto? —preguntó. Ahora hablaba con un tono más apremiante, con un acento más cerrado—. ¿Está ahí con vosotros? ¿Puedo hablar con él?

Justin se quitó las mantas de encima y se acercó a la mesa. Anika salió de la tienda tras él, con los ojos como platos.

—El doctor Weber… —empecé a decir. Incluso después de tanto tiempo, después de todo lo que había visto, seguía siendo incapaz de decirlo. Tragué saliva—. El doctor Weber ha muerto. Yo soy su hija, Kaelyn. Supongo que tendrá noticia de la cuarentena que se impuso en nuestra isla, ¿verdad? Cuando perdimos contacto con el continente, mi padre estaba trabajando en una nueva vacuna. La terminó y empezó a probarla. Tengo muestras y sus notas.

—De acuerdo. Necesito que me confirmes un par de informaciones. ¿Qué nombre se le dio a la primera vacuna?

Así pues, aún no se daba por convencida.

—Un segundo —dije, y empecé a examinar las páginas de la libreta. Me di cuenta de que había unas iniciales que se repetían en una veintena de entradas—. FF1-VAX —leí.

—¿Y a qué centro de pruebas la enviaron después de la formulación inicial?

Pasé varias páginas, buscando las fechas en que sabía que la primera vacuna había estado terminada.

—Fivomed Solutions —dije—. En Nueva Jersey.

—Oye, ¿y por qué hace ella todas las preguntas? —gruñó Justin.

—Vale —dijo la doctora Guzman—. Muy bien —añadió, y soltó una pequeña carcajada—. Tendré que hablar con los demás, pero pinta muy bien. ¿Dónde estáis, exactamente?

—De momento preferiría no revelar esa información —dije—. En realidad, me gustaría hacerle también unas preguntas, para asegurarnos de que estamos hablando con quien realmente creemos estar hablando.

Por su silencio interpreté que no se lo esperaba. Tenía un nudo en el estómago. Como al final resultara que los guardianes estaban intentando aprovecharse otra vez de nosotros, me iba a dar algo.

—¿Qué queréis saber?

—Bueno, parece que disponen del expediente de la primera vacuna —dije, estudiando la página que tenía ante mí con el ceño fruncido—. ¿Cuántas muestras se enviaron a Fivomed?

—Veinte —dijo ella al cabo de un momento.

—Y… —Leo señaló un nombre que había en la parte superior de la página y yo asentí con la cabeza—. ¿Cómo se llamaba el representante del Departamento de Sanidad que viajó a Nueva Jersey con la vacuna?

—Pues…, según estos papeles, fue el doctor Henry Zheng.

Noté cómo se me empezaban a relajar los hombros.

—Sí.

—Bueno, ¿y ahora me diréis dónde estáis?

Aunque estuviéramos seguros de que se trataba del CCE, eso no significaba que los guardianes no pudieran haber interceptado la conversación con sus radios.

—No creo que sea una buena idea —contesté—. Hemos tenido algunos problemas… Hay otra gente que quiere conseguir la vacuna y nuestras transmisiones no son seguras.

Aunque la mujer había superado la prueba, yo todavía me notaba tensa por dentro. Había una parte de mí que no conseguía sentirse aliviada.

—Escuche —añadí—, intentaremos llegar a Atlanta lo antes posible. Lo que pueden hacer es prepararse para nuestra llegada. Es un alivio saber que hay alguien ahí. ¿Se le ocurre algo que pueda ayudarnos a alcanzar la ciudad?

—Bueno, es evidente que habéis aprendido a protegeros —dijo—. Además, tengo que admitir que, aun sabiendo dónde estáis, no creo que pudiéramos hacer gran cosa para ayudaros. Hace bastante tiempo que no hemos tenido ningún contacto con nadie de fuera y la situación aquí tampoco es lo que se dice… Pero, bueno, en cuanto lleguéis a la ciudad, haremos lo que podamos por vosotros. ¿Nos mantendréis informados? Tendremos a alguien monitorizando esta frecuencia tan a menudo como nos sea posible. Si tenéis alguna pregunta, por lo menos intentaremos aconsejaros.

—De acuerdo.

—Y por lo menos aseguraos de poneros en contacto con nosotros antes de llegar a la ciudad —agregó la doctora Guzman—. Así podremos recomendaros la ruta más segura para llegar al centro.

—Perfecto —dije—. Gracias.

—No, ¡gracias a vosotros! —respondió la mujer, y volvió a reírse—. Iré a contárselo a los demás.

Su voz se perdió entre las interferencias y pulsé el interruptor para apagar la radio.

—¡Sí! —exclamó Justin, levantando las manos—. Los hemos encontrado. ¡Somos unos héroes!

Leo soltó un resoplido irregular. Sonreía abiertamente, hacía mucho tiempo que no lo veía así.

—Sí, supongo que sí —repuse devolviéndole la sonrisa—. Hemos logrado contactar con el CCE.

Gav no lo habría creído. Habría querido creerlo, por mí, pero se había convencido ya de que todos los que ostentaban algún tipo de poder nos habían abandonado. Me flaqueó la sonrisa. Me habría gustado que Gav hubiera estado allí para vivir aquel momento.

Si hubiéramos podido ir directamente a Atlanta, en lugar de tener que jugar al gato y al ratón con los guardianes, las cosas habrían sido mucho más fáciles. A lo mejor la doctora Guzman y sus colegas lo hubieran podido salvar.

—Va a haber realmente una vacuna —dijo Anika, que se agarró al marco de la puerta como si estuviera a punto de perder el equilibrio—. Para todos, quiero decir. Vamos a lograrlo. Vamos a vivir. Me había convencido… Bueno, Michael estaba convencido de que iba a ser el rey de todo. ¡Qué cabreo va a pillar!

Dijo esas últimas palabras a voz en grito, pero al mismo tiempo parecía que estuviera a punto de echarse a llorar.

—Ahora te alegras de haberte unido a nosotros, ¿eh? —le preguntó Justin, y ella se secó las lágrimas.

—Sí. Por Dios, ya te digo.

Yo habría querido experimentar la misma alegría que ella, sentir algo más que aquel nudo de dolor y frustración. Pero lo que sentía era peor que la falta de culpa por haber dejado a aquella gente tirada en medio de la nieve, peor que no horrorizarme ante la visión de la mujer muerta del desván. ¿Por qué no me sentía mejor? Al final, sabíamos que los científicos por los que habíamos llegado hasta allí existían realmente.

Pero al mismo tiempo parecían estar lejísimos.

Oímos toses en el piso de arriba y mi atención volvió repentinamente al presente. Ahora sabíamos adónde teníamos que ir para asegurarnos de que no tenía que morir nadie más.

—Se lo voy a contar a Tobias —dije.

Subí al primer piso a solas. El suelo crujió bajo mis pies después de llamar a la puerta cerrada de su dormitorio.

—¿Ya nos vamos? —preguntó Tobias con voz ronca—. Acabamos de llegar…

No me había planteado marcharme, pero, de pronto, me entraron ganas de decirle que sí, que íbamos a subir al cuatro por cuatro y que no nos detendríamos hasta encontrarnos cara a cara con la doctora Guzman del CCE. Pero los guardianes seguían al acecho.

—No —dije—. Pero traigo buenas noticias. Hemos logrado contactar con alguien del CCE por radio.

No sé qué esperaba que dijera, pero desde luego esperaba que dijera algo. Sin embargo, su única respuesta fue el silencio.

—¿Me has oído? —le pregunté—. Hay científicos trabajando allí. Estoy segura de que disponen del instrumental necesario para hacer una transfusión de sangre. Pueden someterte al mismo procedimiento que curó a Meredith, con mis anticuerpos.

—Eso si llegamos a Atlanta —dijo mascando las palabras.

—Hemos llegado hasta aquí…

—Pero cada vez nos va a resultar más difícil —aseguró—. He estado echando números, Kaelyn. Ya han pasado cuatro días desde que noté el primer escozor. Eso significa que podría empezar a perder la cabeza mañana mismo, ¿no? No llegaremos tan rápido.

—Pero aún podrían curarte —dije. Tal vez pudieran. Mi padre había intentado un tratamiento similar en otros pacientes, sin resultados, pero si Meredith había tenido suerte, Tobias podía tenerla también—. Meredith ya había empezado a tener alucinaciones cuando…

—No me refiero a eso —me cortó Tobias, en tono áspero—. He visto lo que le pasó a Gav. ¿Y si no logras convencerme de que me tome los sedantes? ¿Cómo vais a pasar desapercibidos si empiezo a pegar gritos y a correr de aquí para allá como un loco?

—Ya nos apañaremos —le contesté.

Estuve a punto de decir que ya nos habíamos apañado con Gav, pero no era cierto. Se me hizo un nudo en la garganta. Cerré los ojos, preparada para que me invadiera otra oleada de tristeza. Tenía que pensar en los que seguían vivos. En Tobias. Porque tenía razón: si el virus derribaba la parte de su cerebro que controlaba sus inhibiciones antes de que lográramos llegar al CCE, el resto del viaje iba a ser duro. Muy duro.

Si le hubiera ofrecido una de las vacunas en el momento de salir de la isla, como había hecho con Leo, ahora no tendríamos que preocuparnos por eso. Pero en su momento no había tenido forma de saber que tendríamos que llegar tan lejos, ni tampoco que aquel soldado, que al principio no era más que un extraño, acabaría ayudándonos tanto. Cuando habíamos llegado a Toronto y Gav se había puesto enfermo, el propio Tobias había dicho que no creía que valiera la pena arriesgarnos a gastar otra de las pocas muestras que nos quedaban. Ahora, en cambio, deseé habérsela ofrecido y que él la hubiera aceptado, para que aquella horrible conversación no hubiera tenido lugar.

Pero verbalizar aquel remordimiento me pareció más horrible todavía.

—Ya nos apañaremos —repetí.

Oí a Tobias moverse al otro lado de la puerta.

—Me alegro —dijo, y por primera vez desde que le había dado la noticia tuve la sensación de que así era—. La vacuna de tu padre se va a poder utilizar y la gente va a estar protegida. Y yo habré formado parte de quienes lo han hecho posible. Si lo piensas, no está nada mal para un tío que se ha pasado toda la vida oyendo a los demás decir que nunca sería nadie. Anika… y Justin no deberían tener miedo. —Hizo una pausa y tosió débilmente—. He hecho todo lo posible para asegurarme de que estabais todos fuera de peligro. No quiero que nadie se ponga enfermo por mi culpa.

—Eso ya lo sabemos —le dije—. Todos hemos sido muy cautelosos. Estoy convencida de que los demás están bien y de que lo seguirán estando.

—Es una sensación muy extraña, ver que la gente te tiene miedo —replicó, con voz más grave. Había bajado el tono, como si hablara consigo mismo más que conmigo—. Yo nunca he pedido nada. Si Anika prefiere hablar con ese crío que conmigo…

Lo interrumpió un ataque de estornudos.

—Podemos estar allí en cuestión días —le aseguré con voz firme antes de que pudiera seguir hablando—. Vamos a acabar con el maldito virus. Aférrate a esa idea.

—Tienes razón —repuso él al cabo de un momento—. Lo haré. Estoy divagando. Tendríais que dormir mientras podáis. Yo montaré guardia.

—Gracias —le dije—. Te lo agradezco… Te lo agradecemos mucho.

—Ya lo sé —contestó Tobias—. Yo también te lo agradezco a ti, Kaelyn.

Me quedé un rato inmóvil, al otro lado de la puerta, medio esperando a que añadiera algo, pero, al ver que no tenía intención de decir nada más, empecé a bajar las escaleras.

Justin y Anika se habían vuelto a meter en la tienda, sus voces sonaban apagadas bajo la tela. Leo estaba en el vestíbulo, como si me hubiera estado esperando.

—Estás contenta, ¿verdad? —me preguntó en voz baja, mientras cogíamos nuestras mantas—. Sabías que íbamos a encontrar a alguien y… ahí están.

—No sé si podré alegrarme realmente hasta que lleguemos al CCE —dije yo. Las preocupaciones de Tobias aún resonaban dentro de mi cabeza—. Tengo la sensación de que nos queda aún un largo camino.

Nada más decirlo me arrepentí de ello. A Leo le cambió la cara de forma casi imperceptible, pero reaccionó de inmediato y volvió a esbozar una sonrisa.

—Bueno, hasta ahora no hemos dejado que ningún «largo camino» nos detuviera —comentó—. Se está convirtiendo en nuestra especialidad.

—Desde luego —contesté.

En cuanto entramos en la tienda, Justin y Anika se callaron de golpe. Me metí debajo de los sacos de dormir y dejé la neverita a mi lado, junto a la gruesa pared de lona. En cuanto estuve tendida en la oscuridad, el cansancio se apoderó de mí. Me dejé arrastrar hacia el sueño, como un nadador demasiado cansado para seguir braceando en un mar agitado.

Me alejé a la deriva, en sueños, entre imágenes borrosas, incompletas. Se apoderó de mí una sensación asfixiante de que tenía que ayudar a alguien, de que alguien (¿sería Gav?) esperaba entre la niebla, a pocos centímetros de mis dedos, y en aquel preciso instante un timbre agudo llegó hasta mis oídos a través de la bruma. Me incorporé súbitamente, con el pulso a cien por hora.

Los demás también habían empezado a levantarse a toda velocidad. Aparté el saco de dormir y forcejeé con la cremallera de la tienda. La sala estaba a oscuras, ya había caído la tarde. Volví la cabeza a un lado y a otro, intentando localizar el origen de aquel timbre. Provenía de la cocina. Salí dando tumbos y corrí a través del pasillo.

Casi no había luz y tardé un momento en reconocer los objetos que había encima del mármol, entre las sombras. Pero cuando los demás llegaron detrás de mí, mis ojos ya habían empezado a acostumbrarse a la oscuridad. Cogí un despertador anticuado que no recordaba haber visto allí por la mañana y pulsé el botón que detenía la alarma. Las agujas marcaban las siete en punto.

—Pero ¿qué coño…? —farfulló Justin, apartándose el pelo revuelto de la cara—. ¿Lo habías puesto tú, Kaelyn?

—No —contesté.

—Eso es… —intervino Leo. Su voz se perdió y nos quedamos todos con la vista fija en el mármol.

Junto al despertador había una pistola negra, grande. Una pistola que, estaba bastante segura, había pertenecido a Tobias. Junto a ella vi una linterna, un paquete de pilas, una brújula y una barrita de cereales; las cosas que Tobias llevaba en la mochila.

Me dio un vuelco el corazón y salí corriendo hacia las escaleras.

—¿Tobias? —lo llamé, mientras subía a toda velocidad—. ¡Tobias!

La puerta del dormitorio estaba totalmente abierta. Me detuve en el umbral y me bastó una mirada para confirmar lo que en el fondo ya sabía.

Tobias se había marchado.