—Cualquiera que se acerque a un radio de pocos kilómetros de aquí va a ver el incendio —apuntó Leo al cabo de un rato.
Eché un vistazo por encima del hombro: la trémula luz de las llamas quedaba ahora oculta detrás del último pueblo por el que habíamos pasado, pero había estado visible durante tanto tiempo que era muy posible que siguiera aumentando de tamaño.
—¿Y qué? —preguntó Justin—. Si un guardián lo ve, ¿por qué va a creer que tiene relación con nosotros?
—Si hay alguien patrullando por aquí, es probable que vayan a echar un vistazo —dijo Leo—. Y lo más probable es que esa gente siga deambulando por las carreteras, intentando parar a todo aquel que pase. El grupo de gente que nos ha visto.
—Y que les pueden contar a los guardianes que han visto pasar un cuatro por cuatro hace menos de una hora —añadí, terminando su frase, con el alma en los pies.
—Pues eso.
—Vaya mierda —masculló Anika entre dientes.
Yo también iba a soltar un taco, pero me lo tragué. A lo mejor el fuego se extinguía antes de que llegaran los hombres de Michael, y tal vez aquel grupo de gente ya había encontrado donde refugiarse. Pero con un poco de mala suerte y un par de comunicaciones de radio, Michael podía deducir exactamente nuestra posición. Hasta donde sabíamos, era posible que en aquel preciso instante hubiera dado ya la orden para que se nos echara encima hasta el último guardián disponible.
—Dejemos esta carretera —sugirió Leo—. Será el primer lugar donde nos busquen.
—Tienes razón —dije.
Justin abrió la guía de carreteras.
—En esta zona hay muchas carreteras menores —informó—. Solo tenemos que procurar no meternos en un callejón sin salida. Y si vamos demasiado al oeste, terminaremos en la autopista.
—Pues vayamos hacia el este —sugerí—. Y cambiemos de carretera cada vez que podamos. —Hasta que volviera a nevar, el rastro de nuestras ruedas delataría nuestra ruta, pero, cuantas más vueltas diéramos, más difícil sería tendernos una emboscada—. Avísame de cuándo nos acercamos a un cruce y qué ruta debemos tomar para seguir avanzando hacia el sureste, ¿vale?
—Vale —dijo Justin—. A menos de dos kilómetros de aquí, gira a la izquierda.
Pisé el acelerador y puse el coche a más velocidad de la que nos habíamos atrevido a coger hasta entonces. Treinta y cinco kilómetros por hora…, cincuenta kilómetros por hora. Solo aflojé cuando noté que las ruedas empezaban a patinar. El grueso de nieve no era excesivo, pero, aun así, la tracción era mucho menor que en las carreteras limpias a las que estaba acostumbrada.
Llegamos al cruce y quince minutos más tarde volvimos a girar. Y entonces la buena suerte que nos había acompañado hasta entonces empezó a abandonarnos. Los campos de labranza que nos rodeaban se habían convertido en bosque, y el viento que soplaba entre los árboles había hecho que la nieve se acumulara sobre la carretera formando pendiente. El grueso seguía sin ser importante, se podía circular, pero la inclinación hacía resbalar las ruedas. Tuve que reducir la marcha y pegarme a la cuneta, atenta al menor desliz lateral. Los troncos oscuros de los árboles pasaban ante los faros del coche como temibles fantasmas. Me resbalaba una gota de sudor por la espalda, pero no me atreví a bajarme la cremallera del abrigo.
Tardamos casi una hora en llegar a otro cruce viable. Caía una nevisca débil, insuficiente para cubrir nuestras roderas y que apenas punteaba el parabrisas. Me dolía el tobillo de tanto pisar los pedales, pero apenas habíamos avanzado.
Por desgracia, el cuatro por cuatro necesitaba algo más que mi determinación para avanzar. El indicador del combustible se encontraba ya por debajo de la marca de un cuarto de depósito.
—Necesitaremos poner gasolina pronto —anuncié—. ¿Nos queda en el maletero?
Leo negó con la cabeza.
—He vaciado todos los bidones antes de partir de la cabaña.
La carretera que teníamos ante nosotros parecía solitaria, pero también era cierto que hasta entonces habíamos encontrado más vehículos con gasolina en casas aisladas que en ciudades, seguramente porque otras personas ya habían peinado las zonas más pobladas.
—Si alguien ve un buzón, que avise —les dije a los demás.
En las primeras dos casas por las que pasamos, escondidas entre los árboles, no vimos ningún coche. Entonces el bosque retrocedió un poco y apareció una hilera de fincas, separadas por unos jardincitos de apenas cuatro metros cuadrados. Pasé despacio por delante de los caminitos de acceso, comiendo patatas chip de una bolsa que Justin había abierto para improvisar un rápido almuerzo.
Antes de salir del coche echamos un vistazo en cada casa, pero todas parecían abandonadas. El clima no había sido benigno. Una enorme grieta partía la ventana de una sala de estar. El tejado de uno de los porches se había hundido. Encontramos algo de gasolina. En un viejo camión quedaban unos pocos litros, que pasamos con la manguera de plástico a las latas que llevábamos dentro del coche. Tras toparnos con varios garajes vacíos, encontramos unos litros más en el depósito de una caravana, pero no era suficiente.
Al volver a arrancar, Tobias se revolvió en el asiento trasero: los últimos sedantes ya empezaban a perder su efecto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Estamos buscando gasolina —dije.
Por el retrovisor lo vi abrir el frasco de pastillas. Estaba más pálido que nunca. Si las pastillas le sentaban mal, como a Gav, no se quejaba, pero verse una y otra vez arrancado de un sueño artificial no debía de resultar nada agradable.
—Espera —le dije—. ¿Por qué no nos ayudas a echar un vistazo en las casas? Con más gente, tardaríamos menos.
Así pues, al llegar a la siguiente casa, Tobias salió del coche y se alejó tosiendo debajo de sus bufandas. Leo y yo comprobamos el garaje, Justin y Anika fueron a echar un vistazo a la casa a través de las ventanas, y mandé a Tobias a inspeccionar los alrededores.
En las siguientes casas repetimos esa estrategia. Al entrar en un caminito de acceso, los faros del coche iluminaron unas sombras sobre la nieve. Frené de golpe.
—Interesante… —dijo Justin.
—¿Qué pasa? —preguntó Anika, asomándose por detrás del asiento.
En la nieve había un rastro de pisadas que iba de la casa al garaje. Pisadas humanas. Apagué el motor y estudié las ventanas, mientras dentro del coche se hacía el silencio. No había ninguna luz en la casa, y tampoco salía humo por la chimenea. ¿De quién serían las pisadas? ¿De alguien que había pasado por allí, pero que ya se había marchado?
Aunque se tratara de alguien que buscaba víveres, cabía la posibilidad de que se hubiera quedado a pasar la noche en la casa. La escasa luz de los faros no me permitía ver si las huellas se alejaban por el otro lado.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Leo.
—Andémonos con ojo —dije—. Y no entremos en la casa. Comprobaremos el garaje y nos largaremos.
Me llevé la mano a la chaqueta y palpé la pistola de bengalas de Tobias, que llevaba en el bolsillo. Leo y Tobias tenían pistolas de verdad. Si alguien se enfrentaba a nosotros, era probable que lográramos convencerlo de que nos dejara en paz.
Salí del coche y me llené los pulmones de aire gélido. Nos reunimos delante del garaje. Había un teclado numérico junto a la puerta corredera; para abrirla necesitábamos un código que no conocíamos. Accionamos el pomo de la puerta lateral, pero esta no se movió ni un centímetro.
Estaba cerrada a cal y canto. Y eso significaba tal vez que en el garaje había algo de valor, algo que un hipotético saqueador no había logrado llevarse.
A lo mejor no se trataba de la guarida de un saqueador, sino de un propietario que protegía sus provisiones.
De pronto apareció una figura en el límite del haz de luz de mi linterna y el corazón me dio un vuelco, hasta que me di cuenta de que era Tobias. Había rodeado el edificio, tal como habíamos quedado. Señaló hacia el jardín con la cabeza.
—Tenéis que venir a echar un vistazo a una cosa.
Avanzamos con la nieve a la altura de las pantorrillas hasta llegar a un cobertizo más o menos del mismo tamaño que el garaje. La puerta estaba abierta de par en par. Tobias nos enseñó el candado: debía de habérselo cargado. Retrocedió unos pasos, rascándose el codo, y los demás entramos en el cobertizo.
—La leche —murmuró Justin.
Anika se rio.
Nuestras linternas enfocaron una motonieve aparcada en un rincón, junto a una pila de latas de gasolina. En el otro extremo del edificio había una pesada mesa de madera con varias pieles de animales colgadas de una cuerda. La mayoría eran conejos, aunque también había un par que en su día habían pertenecido a ardillas, y otra más gruesa, como de mapache. A través de la bufanda percibí un olor salado, almizclado, mucho más intenso que el olor a pino de la leña.
Algunas de aquellas pieles eran recientes. Las pisadas que habíamos visto no pertenecían a un saqueador: en aquella casa vivía alguien. Retrocedí instintivamente. Tobias, que montaba guardia junto a la puerta, estornudó un par de veces y se aclaró la garganta.
—Yo creo que no hay nadie en casa —dijo—. Hay un espacio vacío en el que debía de haber aparcada otra moto de nieve, y he visto un rastro reciente que se pierde entre los árboles. Me quedaré aquí vigilando.
Leo tocó una de las latas de gasolina con la punta de la bota.
—Podríamos llegar bastante lejos con esto —dijo, pero se quedó mirándolas, inmóvil.
A Justin, en cambio, las cuestiones de cortesía no parecían preocuparle tanto. Se acercó a la pared que quedaba junto a la mesa de madera e inspeccionó las herramientas que había allí dispuestas.
—Apuesto a que esto nos puede resultar muy útil —señaló, cogiendo una llave inglesa—. Y esto también —añadió, tomando unas cizallas.
Apunté a Anika con la linterna y vi cómo se metía algo en el bolsillo. Me mordí la lengua para no protestar. Leo me dirigió una mirada.
Todo aquello pertenecía a otra persona, a alguien que estaba vivo y que no nos había hecho ningún daño. Pero lo necesitábamos, lo necesitábamos más. A la persona que vivía allí no la perseguía una pandilla de asesinos, ni tenía que proteger una vacuna que podía salvar a todas las personas del mundo que aún seguían vivas.
—Nos llevaremos la gasolina —me oí decir—. Y cualquier otra cosa que nos pueda resultar útil. Pero primero la gasolina, eso es lo más importante.
—Sí, no sabemos cuánto puede tardar el propietario en volver —dijo Tobias.
—Bueno, si no simpatiza con nuestra causa, lo tendremos que convencer —añadió Justin, blandiendo la llave inglesa.
—Tú y tus soluciones violentas… —dijo Anika cogiendo una de las latas.
—Oye, que yo sé cuándo hay que conservar la calma —protestó el chico—. No he metido al grupo en ningún lío desde que salimos de la ciudad. Pero a veces no queda más remedio, ¿no?
—Sí, supongo que a veces está bien contar con un hombre de acción —respondió Anika secamente, pero le dirigió una sonrisa de medio lado que pareció casi sincera.
Cuando él le devolvió la mirada, Anika se sonrojó un poco bajo la luz tenue de las linternas y su sonrisa se desvaneció tan rápido que durante un instante me pregunté si solo me la había imaginado. A continuación, salió precipitadamente hacia el cuatro por cuatro.
Leo cogió también un par de latas. En el quicio de la puerta, Tobias se apartó para dejarlo pasar y siguió a Anika con la mirada durante un instante, pero enseguida volvió a concentrarse en el jardín.
Vaciamos las latas en el depósito del coche hasta que estuvo lleno y amontonamos unas cuantas latas extra en el maletero. Cuando ya casi habíamos terminado, Justin volvió un momento al garaje (para intentar «descifrar el código», dijo) y Leo y yo fuimos al cobertizo por última vez.
Quedaban solo tres latas junto a la pared; de repente, el cobertizo parecía estar terriblemente vacío. Sin querer, imaginé al propietario que volvía de cazar y se encontraba con que sus reservas habían desaparecido. Imaginé la rabia y el miedo que sentiría y me puse tensa.
—Oye —dijo Leo y bajó la linterna—. Podríamos dejar las últimas, ¿no?
No quería decir lo que estaba pensando, pero se me escapó.
—Es lo que habría hecho Gav.
—Sí —admitió Leo—. No lo dudo.
—Pero con esto llegaremos hasta mucho más cerca de Atlanta —añadí. Y adondequiera que tuviéramos que ir luego, pensé, si resultaba que el CCE era un callejón sin salida—. A lo mejor hay más en el garaje. Seguramente, si él estuviera en nuestro lugar, se llevaría todo lo que encontrara.
—Pero eso no quiere decir que nosotros tengamos que hacer lo mismo —repuso Leo—. Pero la decisión es tuya, Kaelyn. Estaremos contigo decidas lo que decidas.
Sabía que lo decía de verdad, pero, al mismo tiempo, no pude evitar detectar una crudeza en su voz que me trajo a la mente algo que me había confesado hacía dos semanas: que en su día había robado y abandonado a sus amigos, personas que lo habían intentado ayudar a regresar sano y salvo a la isla. Leo había asegurado que, a raíz de eso, había dejado de considerarse una buena persona, y que aquella idea lo horrorizaba.
En aquel momento, yo había contestado que aún creía que, si realmente le daban a elegir, la mayoría de la gente todavía optaría por tomar la decisión correcta. Quería que lo creyera, que creyera en mí. Recordar nuestra conversación me produjo una sensación desagradable en el pecho. A lo mejor, en otro momento, habría dejado un puñado de latas para una persona a la que no conocía.
A lo mejor si en el pasado hubiera sido un poco más despiadada, un poco menos ingenua, Gav seguiría vivo.
La bondad y la maldad no eran aplicables a nuestra situación. El debate era entre sobrevivir o terminar muertos.
—Nos lo llevamos todo —sentencié con firmeza.
En aquel instante, Leo parpadeó de una manera que me provocó una punzada de angustia, pero asintió y cogió las latas que quedaban sin decir nada.
Lo había entendido, me dije mientras cogía la última. No tenía más remedio.
Con el depósito lleno de nuevo, avanzamos por carreteras secundarias hasta que la luz parduzca del alba tiñó el horizonte. Había llegado el momento de encontrar un escondrijo donde pasar el día. Elegí una casa, una construcción victoriana de tres plantas ubicada como un fortín en lo alto de una colina. La idea de que a través de las ventanas podríamos controlar la carretera, los campos y el bosque que se extendía más allá del largo jardín trasero me hizo sentir un poco más segura.
Como antes, no aparcamos delante del escondrijo que habíamos elegido, sino unas cuantas casas más abajo. Atravesamos el jardín y nos dirigimos a la casa a través del bosque y la colina, para que no fuera tan fácil seguirnos la pista. Nos instalamos en la sala de estar y, después de una cena rápida, salí un momento para llenar la neverita de nieve. Mis guantes descubrieron matas de hierba amarillenta.
La nieve empezaba a escasear; no quería ni pensar en lo que eso podía implicar para nosotros. En cuanto llegáramos un poco más al sur y la temperatura subiera unos grados, se derretiría. Y entonces no tendríamos forma de mantener la vacuna en frío.
Me dije que, cuando llegara ese momento, no nos iba a quedar más remedio que intentar alcanzar el CCE de un solo tirón y rezar para que dispusieran de los medios necesarios para mantener las muestras en frío. Y si no encontrábamos a nadie…
Aparté ese pensamiento y volví a meterme en la casa. Sin embargo, mientras observaba a Justin colocar las mantas dentro de la tienda, la inquietud me fue calando los huesos. Sabía que todavía no iba a poder dormir.
—Voy a vigilar la carretera durante un rato —dije.
Tobias se había instalado en un dormitorio de la segunda planta que daba a la parte delantera de la casa, desde donde montaría guardia, pero no estaría de más que alguien más vigilara. A lo mejor la tercera planta era un loft, con ventanas a ambos lados desde las que controlarlo todo.
Vi a Anika de refilón y me acerqué a Leo.
—Controla la nevera, ¿vale?
—Sí, descuida —me tranquilizó.
En el piso de arriba, tiré de una cadenita e hice bajar unas escaleras a través de las que se accedía a la planta superior. Me llegó una racha de aire que arrastraba un olor vagamente agrio. Dudé un instante, pero al final subí.
Como ya intuía, en el tercer piso había un espacio que ocupaba toda la planta de la casa. Estaba amueblado como un dormitorio, con una cama con dosel y unas librerías bajas que cubrían las paredes, bajo el techo de bóveda. Todo tenía un delicado tono lila, incluso la colcha, y eso hacía que el cuerpo que yacía sobre el colchón, ataviado con un vestido verdoso, destacara a través de las vaporosas cortinas del dosel.
Algo en mi interior se agarrotó, pero contuve el aliento y me obligué a acercarme a la ventana. Desde allí se veía la autopista, a casi dos kilómetros de distancia. Pasada la autopista, el paisaje se ondulaba y daba paso a unas colinas, que posteriormente se convertían en montañas redondeadas, tras las que se elevaban unos altos picos que rozaban las nubes. Las ramas de los árboles del huerto próximo oscilaban con el viento, pero no se movía nada más.
El mundo estaba tan inmóvil como el cadáver que había encima de la cama.
No quería fijarme en ella, no quería tener que ver a la persona que había vivido en la casa en la que nos acabábamos de instalar, ni lo que le había sucedido, pero no pude evitar detenerme al pie de la cama, de camino a la ventana trasera. A lo mejor se lo debía. Volví la cabeza.
Si aquel hubiera sido mi primer cadáver tal vez me habría resultado más inquietante, pero no había ni sangre, ni ninguna herida abierta, ni signos evidentes de violencia. De no ser por el aspecto gélido de su piel cobriza y por los restos de vómito seco que le cubrían la comisura de los labios entreabiertos, habría podido parecer que la mujer de detrás de la cortina estaba durmiendo. El invierno había conservado su cuerpo perfectamente, todavía no olía a descomposición, tan solo desprendía un vago tufo agrio a vómito.
La mujer tenía los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia el otro lado de la cama, donde había dispuesto una colección de fotografías. Aparté la cortina y me fijé en las imágenes: una pareja mayor sentada en la cubierta de un crucero; la mujer que tenía ante mí vestida de novia, con su marido pelirrojo; fotografías escolares de dos niños pequeños; lo que parecía una fiesta de Fin de Año, con un grupo de amigos brindando.
Junto a las fotos había un collar de diamantes, un brazalete de cuentas de plástico, una novela manoseada y un andrajoso elefante de peluche. Y un bote de sedantes abierto, vacío, que había llegado rodando hasta el reloj de la mesita de noche.
Me preparé para experimentar una oleada de náusea, un acceso de repugnancia, pero lo que me invadió fue una vaga tristeza que pronto se vio reemplazada por una sorda resignación.
No había ninguna señal de que la mujer hubiera estado enferma. A lo mejor no era una forma tan mala de morir, si ibas a fallecer de todos modos: rodeada por un pequeño mundo de creación propia, un altar dedicado a todas las cosas que debía de haber amado en vida. Mucho mejor que como había muerto Gav, arañando las paredes y gritando, aterrorizado.
Aunque, por otro lado, ¿en qué momento había empezado a asumir que era preferible morir a seguir adelante? ¿Cómo era posible que no me horrorizara pensar que la epidemia había empujado a aquella mujer a una situación en la que el suicidio era la mejor opción?
¿Qué me estaba pasando?
Dejé caer la cortina y me alejé de la cama. Llegué a la ventana que daba a la parte posterior y apoyé la frente en el cristal. Pero el frío no despertó mis emociones, solo se mezcló con mi entumecimiento.
No se veía gran cosa a través de la ventana, tan solo el bosque oscuro y, más allá, otra cadena de montañas. Me pesaba la cabeza, se me estaban cerrando los párpados. A lo mejor era solo que estaba cansada y que el estrés acumulado durante la noche empezaba a pasarme factura.
Al llegar a la planta baja oí el crujido familiar de la radio.
—Llamando al Centro para el Control de Enfermedades —dijo Leo.
La monotonía de su voz indicaba que llevaba ya un buen rato intentándolo. Lo encontré en el comedor.
—Tampoco podía dormir —dijo antes de que pudiera preguntarle nada—. ¿Todo bien?
—En la medida de lo posible —contesté.
La simple idea de contarle lo de la mujer que había encontrado en el desván me daba pereza. Justin hizo girar el dial y yo eché un vistazo a la sala de estar: los alerones de la tienda de campaña estaban cerrados; seguramente Justin y Anika ya estaban dormidos dentro.
—Si alguien del CCE o que disponga de información sobre el CCE oye este mensaje, por favor, que responda —dijo Leo—. Cambio.
Hizo una pausa, suspiró y se frotó la cara.
—Déjalo —le dije—. Seguramente no vamos a…
La radio crepitó.
—¿Hola? —dijo una voz—. Soy la doctora Sheryl Guzman, del Centro para el Control de Enfermedades. Le recibo.