TRES

Quería enterrar a Gav, pero eso era imposible. Desde el porche solo se veían jardines cubiertos de nieve, de modo que el suelo, debajo, estaría congelado.

Sin embargo, Gav se merecía algo, algo más que terminar abandonado en aquel despacho desvalijado.

Leo salió y se detuvo junto a mí, su aliento cuajado en el aire gélido. Me puso una mano en la espalda, tímidamente, y yo me incliné hacia él. Nos quedamos así un instante, él abrazándome con fuerza e impidiendo que me desmoronara. Como cuando éramos niños, el día que aquel turista se había quedado mirando mi color de piel y me había llamado «escarabajo», o cuando me había caído de un árbol y me había partido la crisma. Leo era mi mejor amigo. Si no lo hubiera tenido a mi lado, me habría sentido mucho más destrozada.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. Supongo que… ¿podríamos trasladarlo a uno de los dormitorios?

Y eso hicimos. Llevamos el cuerpo rígido de Gav al piso de arriba y lo metimos en la habitación contigua a la que ocupaba Tobias, al que oíamos sorberse los mocos. Encima del colchón doble de la cama todavía había una sábana de color azul claro. La cogí para cubrir el cuerpo de Gav. Me temblaron las manos. Se me agarrotaron los dedos.

Leo me puso una mano en el hombro.

—Tú no tienes la culpa —dijo con voz queda—. Lo sabes, ¿verdad?

La preocupación que vi dibujada en sus ojos oscuros desencadenó en mi interior una cascada imparable de sentimientos que habría querido contener, uno tras otro. El recuerdo del único beso que nos habíamos dado. El chico que yacía ante nosotros y al que no volvería a besar nunca más. Repasé todos los motivos por los que sí tenía la culpa: por haber decidido ir hasta allí, por haber permitido que Gav me acompañara, por no haber insistido hasta obligarlo a ponerse la vacuna.

Busqué en mi interior la rabia que me había permitido centrarme antes. «Piensa en los guardianes. Piensa en Michael, sentado en su trono imaginario». Si yo tenía la culpa, ellos aún la tenían más.

Doblé los brazos sobre el pecho.

—¿Me puedes dar un minuto? —le pedí.

Leo inclinó la cabeza.

—Ayer encontramos un neumático —contó—. El cuatro por cuatro está preparado, nos podemos marchar cuando tú decidas.

En cuanto se fue, me quedé allí, contemplando el cuerpo de Gav. Era como si estuviera vacío, como si aquellos ojos nunca hubieran desprendido un destello, como si aquellos labios nunca hubieran esbozado una sonrisa. Me fijé en un bulto en el bolsillo de los tejanos. Me resistí un instante, pero entonces, con un estremecimiento, metí los dedos para ver qué era: a lo mejor llevaba una cajetilla de cerillas o pastillas para depurar el agua.

Saqué un fragmento de cartón doblado, arrancado de una caja de galletas. En la parte no impresa, me llamó la atención algo escrito con tinta azul.

Kae:

Te quiero.

Te quiero.

Te quiero.

Sigue adelante.

Parpadeé con fuerza y sofoqué un sollozo.

Debía de haber encontrado la caja y un bolígrafo en alguna de las habitaciones en las que nos habíamos refugiado en Toronto, antes de empezar a perder la cabeza. Se lo había guardado en el bolsillo con la esperanza de que yo lo encontrara después de que el virus avanzara en su horrible devastación. Para transmitirme el último mensaje de su auténtico yo.

«Sigue adelante».

—Lo haré —prometí.

Me guardé la nota en el bolsillo de los vaqueros y cubrí el cuerpo de Gav con la sábana. Dejé la cara para el final. Me quedé inmóvil, con los brazos pegados a los costados, y durante un instante fui incapaz de moverme. Por lo menos, cuando lo encontraran, quienquiera que lo encontrara, sabría que alguien se había ocupado de él, que no había muerto solo.

Tobias estornudó en la habitación contigua. Salí al pasillo con pasos pesados y me detuve ante su puerta.

—Tobias —dije—. Nos vamos.

Él tosió, sorprendido.

—¿Ahora?

Me di cuenta de que no lo sabía. No lo había visto por el piso de abajo desde la noche en que había ayudado a los chicos a mover el armario. Pero la perspectiva de contárselo me abrumaba. Me dije que no tardaría en atar cabos.

—Sí —dije—. ¿Estás preparado?

—Tengo las bufandas —respondió, y entonces hizo una pausa—. A lo mejor me tendría que tomar unos somníferos. Imagino que, si estoy fuera de combate, seré mucho menos contagioso.

—Sí, por qué no —dije.

Anika nos había traído varios botes de sedantes veterinarios como ofrenda de paz, o sea, que teníamos de sobra.

Tobias abrió la puerta y yo aparté la mirada sin querer. Aunque él fingiera despreocupación, sabía que debía de estar aterrorizado. Lo había estado desde que me había contado que tenía un picor que no desaparecía por mucho que se rascara. Y mientras yo velaba a Gav, Tobias no había hecho más que empeorar y acercarse cada vez más a aquel mismo final fatídico.

—Listo, equipado y a punto de marcha —dijo, dedicándome un saludo militar, pero yo percibí la tensión en su voz. Aunque lográramos llegar al CCE, no sabíamos si íbamos a encontrar a científicos capaces de tratarlo. De hecho, ni siquiera sabíamos si el tratamiento lograría salvarlo.

Pero era nuestra única esperanza.

—Vamos a llegar a Atlanta —le aseguré, obligándome a mirarlo a los ojos—. Tan rápido como podamos.

Las cañerías de la casa estaban heladas, así que, cuando traté de abrir el grifo, solo salió un chirrido. Me llevé algo de nieve al baño para lavarme rápidamente antes de ponerme la ropa limpia que los demás habían cogido de una tienda del pueblo, mientras buscaban un neumático. A continuación le eché un vistazo a la neverita: las tres muestras estaban seguras, las compresas de hielo seguían congeladas. Metí la bolsa con las libretas de notas de mi padre dentro, para que me resultara más fácil cogerlo todo si teníamos que salir corriendo otra vez.

—Encontramos una guía de carreteras de Estados Unidos en la gasolinera —dijo Leo mientras nos dirigíamos hacia el coche—. Tendría que bastarnos para llegar a Atlanta.

Tobias se tomó un par de pastillas y se sentó en la parte de atrás del cuatro por cuatro, tosiendo levemente bajo las bufandas. Justin se colocó bien y lo siguió. Se sentó a su lado, aunque dejó un espacio de seguridad entre los dos. Anika observó la situación desde debajo de la enorme capucha de un anorak nuevo. Se había quitado la máscara de ojos y el pintalabios habitual, y el miedo se insinuaba, desnudo, en las delicadas facciones de su cara. Dudó un instante antes de subir al coche. Tobias se puso tenso.

—Un momento —dije—, puedo guiar al conductor desde atrás. Justin, déjame que me siente en medio.

Desde allí formaría una barrera entre Tobias y las personas a las que podía contagiar.

Justin se apartó para dejarme sitio y Anika trepó al asiento del copiloto. Eché un último vistazo a la casa y me senté junto a Tobias. No logré ver la ventana de la habitación donde había dejado a Gav. Pero lo que había quedado allí no era más que un caparazón vacío. Justin cerró la puerta y yo dirigí la mirada al frente.

Faltaban menos de ochenta kilómetros para la frontera de Estados Unidos. Al cabo de un par de horas, saldríamos del único país que había conocido, el último retal de mi vida pasada.

El motor rugió y Leo puso el coche en marcha, rumbo a Atlanta.

Tracé una ruta a partir de nuestros viejos mapas de Ontario, evitando en la medida de lo posible las carreteras principales. Era posible que los guardianes no se hubieran dado cuenta de que nos habíamos detenido, y seguramente los teníamos delante de nosotros, pero estaba bastante segura de que patrullarían todas las autopistas entre aquel punto y Atlanta. Habían oído el mensaje de radio de Leo y sabían adónde nos dirigíamos.

Leo pasó un buen rato rastreando el dial. Cuando éramos pequeños, volvía loco a su padre cambiando de emisora cada dos o tres canciones, pues no quería perderse ninguna. Hoy, en cambio, no se oían más que interferencias.

Noté que, a medida que nos acercábamos a la frontera, se iba poniendo tenso y me acordé de la historia sobre el campo de cuarentena en el que había terminado internado mientras intentaba volver a casa. Pero tanto las cabinas del puesto fronterizo como los carriles estaban vacíos, y varias de las barreras estaban rotas. Pasamos sin detenernos junto a las ventanillas oscuras y dejamos atrás Canadá.

Seguimos avanzando hasta el día siguiente por la noche, parando de vez en cuando para cambiar de conductor y coger un poco de comida del maletero. En una ocasión pasamos ante unas viviendas con coches aparcados en los caminitos de acceso y aprovechamos para llenar el depósito de gasolina haciendo sifón. Nunca nos deteníamos durante demasiado tiempo, pero, aun así, avanzábamos muy despacio. La nieve dificultaba la tracción de los neumáticos, y en dos ocasiones tuvimos que deshacer el camino porque la nieve acumulada en la carretera por la que circulábamos nos impedía el paso. Cuando no tenía que conducir, intentaba echar una cabezadita en la parte de atrás, pero cada vez que el coche se sacudía, me despertaba con un sobresalto. Cuando cerraba los ojos, imaginaba a Gav en aquella habitación, con el frío calándole los huesos. A la mañana siguiente, cuando el sol asomó sobre el horizonte, estaba aterida.

Miré por la ventana y un nuevo motivo de preocupación se abrió paso por encima de mi cansancio. El bosque por el que habíamos estado circulando durante la mayor parte de la noche estaba a punto de convertirse en campo abierto, que los guardianes podían estar vigilando desde las carreteras principales que justamente habíamos estado evitando. De momento no habíamos visto a nadie, pero eso no significaba nada. Los guardianes estarían buscando nuestro cuatro por cuatro, el coche que les habíamos robado.

—Anika —dije, y ella dio un respingo tras el volante, desde donde hacía un momento observaba la carretera, como hipnotizada—. Tú conoces a los guardianes mejor que nosotros. Nos contaste que hace un tiempo Michael bajó por esta misma ruta. ¿Cuántas personas calculas que pueden andar buscándonos?

Anika pareció sofocar un bostezo.

—No estoy segura —contestó—. Quiero decir que nunca he formado parte de su grupo, ni he visto a Michael. Pero, por lo que he podido oír en la calle, sabe ganarse a la gente. Y cuando puso rumbo al sur se llevó a varios de los suyos. Ha tenido, no sé, como un mes para organizarse; a estas alturas podría disponer de grupos en varias ciudades. Si tanto le interesa la vacuna, tendrá a mucha gente vigilando.

—A lo mejor tendríamos que conseguir otro coche —aventuré—. Uno que no conozcan.

A mi lado, Leo se frotó los ojos, adormilado.

—Sí, sería lo más sensato.

—Pero van a comprobar cualquier vehículo que vean, ¿no? —intervino Justin, y dejó la guía de carreteras encima del regazo—. Desde luego, no nos podemos camuflar entre el tráfico. Si paramos a buscar un coche nuevo, les estaremos dando una oportunidad de alcanzarnos.

Anika frunció el ceño.

—Pero es que este coche es particularmente fácil de identificar. Quiero decir que el contraste entre el negro y la nieve blanca…

—Así pues, necesitamos un coche blanco —dijo Leo—. Puede llevarnos bastante tiempo; encontrar un coche que funcionara ya nos costó lo suyo.

Tenía razón. Ninguno de nosotros sabía hacerle el puente a un vehículo, de modo que no solo teníamos que toparnos con un coche blanco capaz de avanzar sobre nieve, sino que, además, las llaves tenían que estar en el contacto. ¿Qué probabilidades teníamos?

Desde la ventanilla opuesta, contra la que se había desplomado, Tobias respiraba entrecortadamente debajo de las bufandas. Teníamos que llevarlo al CCE cuanto antes.

Pero no íbamos a llegar ni a Atlanta ni a ninguna parte si nos pillaban porque conducíamos un coche negro por un paisaje nevado. O porque nos parábamos a buscar un coche distinto. O porque alguno de nosotros se dormía al volante y provocaba un accidente.

Me llevé la mano a la frente. ¿Cómo íbamos a elegir la opción más segura cuando todas parecían tan arriesgadas? La sombra de un poste telefónico pasó sobre el capó del cuatro por cuatro y, de pronto, se me ocurrió una solución de urgencia.

—El negro se confundiría con el paisaje nocturno, sobre todo si cubriéramos los faros con algo para que no iluminaran tanto —propuse—. Podríamos parar lo que queda del día, buscar algo que comer y dormir un poco. Y, en cuanto empiece a anochecer, nos ponemos otra vez en marcha.

—Me parece bien —dijo Justin.

Leo asintió con la cabeza.

—Sí, creo que me sentiría más cómodo conduciendo si antes pudiera descansar un poco.

Avanzamos varios kilómetros más hasta que encontramos un campamento de bungalós de alquiler abandonado, en medio de un pequeño bosque. Tobias había empezado a despertar de la modorra que le habían provocado las pastillas. Aún medio grogui, echó un vistazo alrededor mientras aparcábamos detrás de uno de los bungalós.

—Será mejor que no nos quedemos en este —murmuró—. Las roderas del coche los guiarían directamente hasta nosotros. Caminaremos un rato a través de los árboles —dijo, señalando por la ventanilla—, para que nadie vea dónde termina el rastro, y nos instalaremos en otro, lejos del coche.

Hasta el momento, las técnicas de evasión que había aprendido en el ejército nos habían resultado siempre de lo más útiles. Así pues, seguimos sus instrucciones y cruzamos el bosque hasta llegar a la cabaña más cercana a la carretera. Desde allí, si alguien se acercaba al campamento, lo oiríamos. Nos instalamos en el suelo del comedor, con las mantas y los sacos de dormir dentro de la tienda de campaña, para conservar el calor a falta de una chimenea. Tobias, que ya había dormido, montó guardia junto a la ventana.

Horas más tarde, cuando volví a salir de la tienda, Leo ya estaba despierto y operaba la radio a la luz menguante del día.

—¿Novedades? —le pregunté.

—No. Ni del CCE, ni tampoco de los guardianes, por suerte —dijo, y se me quedó mirando fijamente—. ¿Has dormido bien?

—No es muy difícil cuando estás tan hecha polvo —contesté, e intenté reírme, pero sonó algo forzado—. No te preocupes por mí.

—Si necesitas hablar sobre Gav, o… —empezó a decir, pero sacudí la cabeza con firmeza—. Estás siendo muy dura contigo misma —agregó.

—No me queda otra —dije. La mirada se me fue hacia Tobias, que seguía en su puesto de guardia, junto a la ventana, y bajé la voz—. No disponemos de mucho tiempo.

—Ya lo sé —respondió Leo—. Pero no estás sola. Los demás estamos tan metidos como tú en todo esto.

Sí, él lo estaba. Y Justin y Tobias también. En cuanto a Anika, todavía no las tenía todas conmigo. Pero sus palabras consiguieron aliviar parte de la tensión que se acumulaba en mi interior.

—Ya lo sé —repuse—. Gracias.

Él sonrió.

—No te librarás de mí ni queriendo —aseguró.

Cuando Justin y Anika se despertaron, desmontamos la tienda y recogimos las cosas. Ella maldijo las cintas del saco de dormir, que se le escurrían entre los dedos cada vez que intentaba atarlas, y Justin se acercó para ayudarla.

—Supongo que, a partir de este momento, ya soy oficialmente patética —dijo.

—Solo un poco —respondió Justin, y para mi sorpresa le dirigió una sonrisa. Al parecer, en algún momento durante los últimos días, debía de haberla perdonado por haber intentado traicionarnos.

Tobias los estaba observando. Cuando vio que me daba cuenta, apartó la mirada y abrió la tapa del frasco de pastillas. Me acordé de lo colorado que se había puesto cuando Anika se había unido a nosotros por primera vez, y de cómo sus ojos la seguían adondequiera que fuera. «No es nada», habría querido decirle. «Es cuatro años mayor que Justin. No va a pasar nada entre ellos». Pero, en realidad, Anika tampoco había mostrado ningún interés por Tobias. Así pues, mantuve la boca cerrada y regresé al coche con los demás.

Empecé conduciendo yo. Debajo de las varias capas de tela con las que los habíamos cubierto, los faros emitían apenas la luz necesaria para seguir la carretera que serpenteaba entre los campos de cultivo. Dudaba que su brillo apagado se viera desde muy lejos.

Al cabo de una hora, la carretera por la que circulábamos fue a dar a otra carretera. A mi lado, Justin examinó el mapa entrecerrando los ojos.

—Creo que tenemos que girar a la izquierda y luego coger la primera carretera hacia el este —dijo.

—¿Nos llevará cerca de la autopista? —le pregunté al llegar al segundo cruce.

—No mucho —contestó Justin, midiendo la distancia con los dedos—. Yo creo que aún hay un kilómetro y medio entre nosotros y la autopista más cercana.

—Pero, en realidad, no sabemos si los guardianes vigilan solo las autopistas —intervino Anika. Hizo una pausa, jugueteando con los guantes, antes de seguir hablando—. Si Michael ha sido lo bastante inteligente para lograr todo lo que ha conseguido, seguramente también lo será para deducir que intentaremos evitarlo circulando por carreteras secundarias.

—Bueno, si nos topamos con los guardianes, los dejaremos atrás a tiros, como la última vez —dijo Justin, como si hubiera sido él, y no Tobias, quien había disparado durante nuestra huida de Toronto.

—Yo, la verdad, preferiría no encontrarlos —apuntó Leo—. Si hay tiros, solo conseguiremos que otra gente salga a ver qué pasa. Los guardianes no son el único peligro que existe.

Tenía razón. En la isla, sin ir más lejos, nos habíamos topado con mucha gente peligrosa, y allí nadie sabía quién era Michael.

—Me sorprende que se fíe tanto de su gente —comenté—. Quiero decir, los tipos que nos persiguen, ¿qué impedirá que se inyecten las muestras ellos mismos?

—Michael seguramente mandaría matarlos —respondió Anika, como si nada—. De todos modos, creo que ha convencido a los suyos de que, si consigue la vacuna, todo aquel que haya sido leal podrá recibir una dosis.

¿Acaso creía que podía dividir las muestras y que bastaría una pequeña parte para proteger a su gente? O… Drew había mencionado que Michael había reclutado a varios médicos. A lo mejor creía que alguno de ellos sabría replicar la vacuna en pequeñas cantidades con el instrumental que hubiera logrado reunir, para luego venderla al mejor postor.

Me di cuenta de que estaba estrujando el volante con mucha más fuerza de la necesaria. A la mierda Michael. Justin tenía razón: habíamos derrotado a los guardianes en el pasado y volveríamos a hacerlo si era necesario.

Abrí y cerré las manos, en un intento por relajarme. En aquel preciso instante, oímos una explosión lejana, más allá del campo que teníamos a mano derecha. Volví repentinamente la cabeza y frené. El coche se detuvo.

A lo lejos, al oeste y ante nosotros, vimos un destello luminoso. La luz subió de intensidad y se oyó otra detonación. Apareció un segundo foco luminoso junto al primero. Era una luz trémula, que iba y venía, como una llama.

—Joder —dijo Justin—. Acaba de explotar algo.

Leo asomó la cabeza entre los asientos delanteros.

—¿Qué habrá sido?

Agucé la vista, pero lo único que logré atisbar a través de la oscuridad fueron las llamas temblorosas en la distancia.

—Podría ser cualquier cosa. A lo mejor ha sido un accidente. Seguro que por aquí hay un montón de fábricas con todo tipo de materiales químicos que nadie controla.

De hecho, habría mucho más que fábricas. ¿Cuántas plantas nucleares operativas quedarían en Estados Unidos? ¿Se habrían tomado los operarios la molestia de apagar los reactores en medio del caos producido por la epidemia? Un estremecimiento me recorrió la espalda. Una cosa más que añadir a la lista de horrores que podía depararnos el futuro.

—¿Vamos a seguir en esta dirección? —preguntó Anika, y yo volví a concentrarme en la conducción. Ni siquiera había apagado el motor, estábamos gastando gasolina.

Levanté el pie del freno y el coche empezó a avanzar.

—Sea lo que sea, creo que está lo bastante lejos como para que tengamos que preocuparnos —señalé, con la esperanza de estar en lo cierto—. Seguramente lograremos dejarlo atrás antes de que la situación empeore.

Ya estaba otra vez agarrando el volante con una fuerza excesiva, pero ahora no tenía sentido intentar relajarme. La luz brillaba cada vez más cerca de la carretera cubierta de nieve. Fuera lo que fuera lo que se había incendiado, era evidente que las llamas se estaban expandiendo. Diez minutos más tarde, cubrían ya un espacio el doble de grande. Encima de nosotros, las nubes estaban tocadas de una leve claridad.

Ya casi nos encontrábamos a la altura del fuego cuando apareció otra luz en medio la nieve, unos veinte metros más adelante. Era el cono redondo de una linterna.

—Pero ¿qué…? —empezó a decir Justin.

Al cabo de un momento distinguí un grupo de siluetas acurrucadas alrededor de la persona que llevaba la linterna; dos de las siluetas parecían niños. Nos hacían gestos, era evidente que habían visto el cuatro por cuatro antes de que nosotros los viéramos a ellos. Frené un poco.

—¿De dónde han salido estos? —preguntó Justin, que volvió la cabeza. No había ningún edificio a la vista.

—Podrían estar huyendo del fuego —dijo Leo—. O a lo mejor lo han provocado. Ten cuidado, Kae.

Nos estaban llamando, sus gritos se oían por encima del ruido del motor:

—¡Deteneos, por favor! ¡Ayudadnos!

—¿Qué quieren de nosotros? —murmuró Anika—. El coche va lleno.

—Supongo que podríamos darles algo de comida —dijo Justin, aunque no sonaba muy convencido.

Apenas disponíamos de comida para nosotros, pero, por otro lado, aquella gente, saliera de donde saliera, parecía tener aún menos que nosotros. Era como si solo se tuvieran los unos a los otros, abandonados en medio de la nieve.

Noté una punzada, pero mientras nos acercábamos a ellos me acordé de Gav. A aquellas alturas ya estaría diciendo: «Por lo menos tendríamos que hablar con ellos». Él siempre creía que tenía la responsabilidad de ayudar a todo aquel que parecía necesitarlo. «Siempre creyó», me corregí, y mi determinación se vio reforzada.

Nueve de cada diez veces que habíamos intentado ayudar a alguien, nos habían apuñalado por la espalda a la primera oportunidad. No iba a permitir que volviera a pasar: ahora solo podía velar por nuestro grupo.

—Podrían estar armados. Quizá sea una trampa. No los conocemos, no podemos fiarnos de ellos —dije.

Una mujer con algo en brazos que parecía un bebé se acercó al borde de la carretera y noté un pinchazo de culpa en la tripa. Pero solo duró un segundo. Giré el volante hacia un lado para esquivarla y di gas a fondo. El motor rugió y ahogó los gritos de aquella gente, que quedaron a nuestras espaldas. El coche aceleró. Clavé los ojos en la carretera; en mi interior solo me sentía aliviada.

La siguiente vez que miré por el retrovisor, los vagabundos y su linterna habían desaparecido.