DOS

El virus era sigiloso, despiadado y casi imparable, pero también era predecible. Me había dado cuenta de que Gav estaba enfermo en el preciso instante en que lo había visto rascándose la muñeca, al salir del ayuntamiento de Toronto. También había sabido que, después de cuatro o cinco días tosiendo, el virus que se abría paso por todo su cuerpo se apoderaría de la parte de su cerebro encargada de inhibir los pensamientos e impulsos que era preferible dejar a un lado, y que al mismo tiempo lo empujaría a buscar compañía todo el rato. Y sabía también que, al cabo de nada, su mente sufriría un cortocircuito absoluto que le provocaría una serie de alucinaciones y delirios violentos.

Pero saber todo eso no me servía de nada. Pasamos lo que me parecieron muchas horas tendidos sobre la alfombra, mientras Gav dormía y se despertaba, se volvía a dormir y volvía a despertar. Cada vez que recobraba la conciencia, yo le ofrecía la bebida sedante, pero en una de esas rechazó la botella con tanto ímpetu que se me escurrió entre los dedos y la mitad del líquido que quedaba se derramó por el suelo.

Después de eso ya no se la ofrecí más.

¿Íbamos a conseguir que se calmara lo suficiente para ir en el coche aún sin poder administrarle sedantes? Y, si no, ¿lograría convencerlo de alguna manera para que se tomara una pastilla?

Eso dejó de importarme en el momento en el que Gav empezó a estremecerse.

—No —murmuró, hundiendo la boca en la manga de la chaqueta—. No.

Le puse una mano sobre la mejilla: tenía la piel aún más caliente que antes.

—No pasa nada —le dije—. Todo irá bien.

Él se me quitó de encima y puso unos ojos como platos, fijos en algo que había más allá de mi hombro.

—¡No! —gritó—. ¡Dejadme en paz!

Retrocedió, tambaleándose, y se golpeó el brazo con una esquina del escritorio. La manta se enroscó en sus piernas y él le pegó un tirón, mientras buscaba a tientas la librería que tenía a sus espaldas.

Lo ayudé a levantarse con el corazón a cien.

—Gav… —dije, pero no supe cómo continuar.

Él cogió un libro de la estantería y lo arrojó contra la pared opuesta. Yo me hice a un lado, protegiéndome con los brazos.

—No hay nadie, Gav —insistí con la voz más serena de la que fui capaz. Por debajo de la puerta se filtraba tan solo una luz trémula, procedente de la sala de estar. Cogí la linterna y la encendí—. Soy yo, Kaelyn. Estás a salvo.

No sé si me oyó. Se arrojó contra la librería, incapaz de apartar la vista de lo que fuera que su cerebro arrasado por el virus le hacía ver. Me tambaleé.

Aún en la isla, cuando Meredith había alcanzado aquella fase de la enfermedad, la había llevado al hospital y, con la ayuda de los médicos, le habíamos inyectado un sedante y la habíamos atado a la cama. Con Gav, en cambio, no podía más que mirar.

Di un paso hacia él, que me clavó la mirada, con las pupilas tan dilatadas que consumían prácticamente todo el color de sus ojos. Cogió otro libro.

—¡Atrás! —gritó—. ¡No te acerques!

El suelo crujió al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Justin.

Gav se volvió hacia la puerta. Quiso lanzarse contra esta, pero los pies se le enredaron en la manta y cayó de rodillas al suelo.

—¡Quiero salir de aquí! —gritó, accionando el pomo de la puerta—. ¡Dejadme salir!

Intenté calmarlo, pero él me golpeó la mano. Entonces cogió impulso y se echó contra la puerta, al tiempo que se ponía de pie. Leo, Tobias y Justin estaban al otro lado, con Anika un poco más atrás. Se lo quedaron mirando y Gav les devolvió la mirada. Y entonces se abalanzó contra ellos.

Me eché encima de él y lo agarré del brazo. Gav se revolvió con un sonido que solo puedo describir como un gruñido y me estampó contra el marco de la puerta. Contuve el aliento mientras una descarga de dolor me recorría la espalda y el cráneo, y Gav logró soltarse.

—¡Ya vale! —exclamó Tobias con firmeza, y agarró a Gav por el hombro. Leo lo cogió por la otra muñeca.

—Está enfermo —dije, intentando sobreponerme al dolor de cabeza—. Solo…

—¡Soltadme! ¡Que me soltéis! —gritaba Gav, forcejeando, pero debía de haber agotado ya las pocas fuerzas que quedaban en su debilitado cuerpo. Le flaquearon las piernas y estuvo a punto de caer al suelo, pero Leo y Tobias lo sujetaron y se lo llevaron de vuelta al despacho. Justin se volvió hacia mí, inquieto.

—¿Estás bien?

—Sí —dije, pero al intentar levantarme di un traspié. Me dio otro pinchazo en la parte posterior de la cabeza, se me llenaron los ojos de lágrimas y noté un espasmo en el estómago.

Eso lo había hecho Gav. Gav había querido hacerme daño.

«No, él no —me corregí—. Ha sido el virus. Solo el virus».

—¡No! —gritaba Gav—. ¡No, no, no, no!

Tobias y Leo salieron del cuarto; Leo llevaba la neverita en una mano. Tobias cerró y, al instante, se oyeron los golpes en la puerta. El pomo empezó a sacudirse.

—No lo dejéis salir —les rogó Anika, y dio un paso hacia atrás.

A la luz del fuego, me di cuenta de que se había puesto pálida. Leo se apoyó contra la puerta.

—Tenemos que atrancar la puerta con algo —dijo Justin, y Tobias señaló el armario del comedor.

Entre los dos lo arrastraron siguiendo la pared y lo dejaron delante de la puerta del despacho. El pomo chocó contra la parte trasera y a través de la madera oímos la voz frenética de Gav:

—¡No, esto no! ¡No podéis dejarme aquí! ¡Me van a…! ¡Sacadme de aquí, por favor!

Me cubrí los oídos y se me acumularon las lágrimas detrás de los párpados cerrados. Alguien me puso una mano en el hombro, delicadamente, pero di un respingo.

—¿Kae? —preguntó Leo—. ¿Te ha hecho daño?

—¡No ha sido él! —le espeté.

No era él a quien habíamos encerrado en aquel cuarto, a solas con las imágenes que lo atormentaban. No era él.

Porque, a efectos prácticos, el Gav que había conocido había desaparecido por completo.

Pasé toda la noche sentada en un rincón, mientras Gav protestaba furiosamente al otro lado de la pared. A pesar del calor que desprendía el fuego de la chimenea, los demás se mudaron a la segunda planta. No los culpaba: ¿cómo iban a dormir en la sala, con aquel griterío?

Apoyé la cabeza en la pared, escuchando cómo sus puños iban perdiendo fuerza y la voz se le iba volviendo cada vez más ronca. Las lágrimas me surcaban las mejillas. Luchaba contra los enemigos que su mente confusa conjuraba y lo hacía con todo lo que tenía, con la misma tenacidad con la que había luchado siempre. Después de darlo todo para intentar salvar el pueblo y de ayudarme a mí a cruzar todo Canadá, iba a terminar así. Me había propuesto salvar el mundo, y, a la hora de la verdad, no podía salvar ni a la persona que más me había apoyado.

Salió el sol y la sala de estar se llenó de luz. Los otros bajaron a la planta baja y fueron a la cocina a través del comedor. Cerré los ojos. En el despacho, Gav lloraba con grandes sollozos. Cerré los puños y se me clavaron las uñas en la palma de la mano.

Al cabo de un rato, Leo vino a la sala de estar. Se detuvo a un par de metros de mí. Me fijé en sus botas, la piel marrón cubierta de rayas y arañazos, convertidas en algo así como un mapa de lo lejos que habíamos llegado. Gav seguía sollozando.

—Kae —dijo Leo—, ¿te puedo traer algo?

Negué con la cabeza: el nudo que tenía en la garganta me impedía hablar.

—Vamos a echar un vistazo al pueblo y a buscar una rueda de recambio —agregó—. Yo, Justin y Anika. Tobias cree que es mejor que se quede en el piso de arriba. Si lo necesitas, llámalo y bajará enseguida. Regresaremos en cuanto podamos.

Volví a asentir. Leo dudó un instante, y entonces oí cómo dejaba algo encima de la mesita del café. Cuando levanté los ojos, vi que había un plato de galletas con manteca de cacahuete. Llevaba veinticuatro horas sin comer, pero al ver la comida se me cerró el estómago.

Iban a ir al pueblo a buscar una rueda. En cuanto volvieran, llegaría el momento de irnos. Y de dejar atrás a Gav, definitivamente.

Hacía unos días, me había hecho prometerle que no descansaría hasta encontrar a alguien capaz de reproducir la vacuna, que no renunciaría a esa esperanza. Un día más tarde, lo había mirado a los ojos febriles, lo había besado y le había prometido que siempre estaría con él. Pero no iba a poderlo llevar con nosotros, no en aquel estado.

Al otro lado de la pared se oía una y otra vez un sonido desgarrador, como si Gav estuviera arrancando las páginas de todos los libros del escritorio. Había dejado de gritar y ahora murmuraba, pero eso era casi peor. No conseguía descifrar nada de lo que decía, solo podía imaginarme lo que hacía a partir de su aterrorizado tono de voz.

Metal chirriando contra metal. Unas uñas que escarbaban el marco de la puerta. Cerré los ojos con fuerza y algo más negro que el desespero me atravesó el pecho, ardiente como un trago de alcohol.

Levanté el brazo con ganas de golpear, de golpear algo con fuerza. Pero solo habría conseguido asustar aún más a Gav, y tal vez que Tobias bajara corriendo para ver qué pasaba. Así pues, cerré el puño con fuerza y me lo metí en la boca. Me mordí los nudillos hasta que el dolor se hizo tan intenso como la rabia que sentía en mi interior.

Los odiaba. También odiaba el virus, desde luego, pero eso había sido así desde el principio. No, a quienes odiaba de verdad era a las personas que nos habían condenado a aquella situación. Odiaba a Michael, el hombre al que solo conocía por las historias que me habían contado Anika y mi hermano; el tipo que había atravesado todo el país buscando a personas de su cuerda, que se encargaran de proteger la comida, los generadores, el combustible y los medicamentos que había ido acumulando, y que se negaba a ayudar a nadie que no pudiera pagar los precios que él imponía. Odiaba a los médicos que se habían doblegado ante los guardianes en lugar de plantarles cara y a los funcionarios del Gobierno que habían huido. Odiaba al hombre enfermo que se había abalanzado contra nosotros y le había transmitido el virus a Gav.

Aunque sufriéramos una epidemia, a lo mejor sin todas esas personas que solo pensaban en sí mismas habríamos logrado derrotarla. En aquel momento, deseé que estuvieran todos muertos.

No recordaba haberme dormido, pero el cansancio debía de haber podido más que yo. Me desperté en una habitación oscura. Había pasado otro día y la noche se nos había echado ya encima. Estaba sola, pero el fuego crepitaba a mis espaldas, por lo que deduje que los otros habían vuelto. Al levantar la cabeza, noté una punzada de dolor. Y entonces me di cuenta de que, finalmente, al otro lado de la pared reinaba el silencio.

Me puse muy tensa. Me levanté, tambaleándome, apoyé una mano sobre el yeso desportillado y agucé el oído. No se oía nada.

Tiré del armario y lo aparté de la puerta lo justo para poder colarme en el cuarto.

Gav estaba acurrucado sobre la alfombra, como antes de sucumbir a las alucinaciones. La manta estaba en un rincón, hecha jirones, y había papeles esparcidos por el suelo, como un nido construido por una mente desquiciada. Su abrigo estaba abierto, roto por las costuras. Había volcado el escritorio y la mesa, y los había arrastrado contra la pared.

Me arrodillé junto a él. Estaba completamente inmóvil y le caía el pelo sobre la frente. El rubor de la fiebre se había desvanecido de su rostro. Parecía estar durmiendo.

Cuando le toqué la mejilla, noté que tenía la piel fría. Le puse una mano encima de la boca y de la nariz. Tenía los labios separados, pero el aire no se movía. Tenía una mano inerte junto a la cara, los dedos despellejados y sangrientos, lo mismo que los nudillos. Una mancha de sangre le cubría la barbilla. Alrededor de la puerta, la pared estaba llena de marcas, arañazos y manchas rojizas. Me asaltaron las náuseas.

Me tendí en el suelo y apoyé la cabeza en su pecho: no subía y bajaba con la respiración. Ni un atisbo de aliento, ni el menor rastro de un latido. Encogí las rodillas y me acurruqué junto a él. Entonces empecé a jadear entrecortadamente. Me ardían los ojos, pero debía de haberme quedado ya sin lágrimas. Solo me salió dolor.

—Lo siento —dije, con la boca pegada a la tela de su camiseta.

En el hospital de la isla, los pacientes habían sobrevivido más tiempo. Tenían médicos que los obligaban a comer y a beber, que les administraban medicamentos para calmarlos y que los ataban para impedir que se autolesionaran.

Pero si de todos modos no íbamos a poder hacer nada para salvarlo, era mejor que hubiera sucedido cuanto antes, ¿no? Menos horror, menos sufrimiento.

Tragué con dificultad y finalmente se me llenaron los ojos de lágrimas. No era justo. ¡No era justo! Le pegué un puntapié al montón de papeles. Casi no había luz, pero, a pesar de ello, no lograba despegar los ojos de las manchas de sangre. Me levanté con dificultad y empecé a apartar las páginas, agitando los brazos, amontonándolas contra la pared, volviendo a por los retales que me había dejado, resollando, llorando y secándome la cara con la manga. No paré hasta dejar la alfombra limpia.

De pronto me quedé sin energías y me eché en el suelo, junto a Gav. Lo cogí de la muñeca.

—Estoy aquí —le dije con voz llorosa—. He estado aquí todo el rato. No me he marchado.

Pasé el resto de la noche allí, a pocos centímetros del cuerpo inerte de Gav. No podía decir que hubiera dormido, pero tampoco que hubiera estado consciente. No percibí ningún movimiento al otro lado de la puerta del despacho, no sentía nada más allá del dolor que me atravesaba como un puñal, hasta que el sonido de la radio me sacó de mi estupor.

—Llamando al Centro para el Control de Enfermedades —dijo Leo en la sala de estar. El transmisor de radio emitió el eco de su voz—. Si alguien me oye, por favor, responda. Cambio.

Había sido Drew, que actuaba como una especie de agente doble junto a los guardianes, en Toronto, quien nos había sugerido que fuéramos al CCE. Pero a él lo habíamos tenido que dejar en su emplazamiento en la ciudad. Leo era el único del grupo que conocía la existencia de ese centro, pues en el momento en el que había estallado la epidemia vivía en Estados Unidos, concretamente en Nueva York, donde se encontraba la escuela de danza donde estudiaba, y aseguró que lo último que había oído era que el CCE aún estaba operativo.

Ahora aguardó un instante. Se oyó un chasquido cuando giró el dial para sintonizar una nueva frecuencia. Abrí los ojos. Noté la mano de Gav, rígida y fría, entre mis dedos. La bilis me subió hasta la garganta. Me puse de rodillas en el suelo.

—Llamando al Centro para el Control de Enfermedades —repitió Leo.

Dudé un instante, temerosa de salir y hacer que lo que tenía ante mis ojos se volviera aún más real expresándolo en palabras. Mientras Leo exploraba el espectro radiofónico, me empezaron a temblar los brazos.

—Respondan, por favor —repitió Leo por lo que pareció vigésima vez—. Cambio.

De repente, se oyó una voz gutural entre las interferencias.

—Ladrones de vacunas —gruñó—. Os estamos escuchando.

Di un respingo. Al otro lado de la puerta, Leo se quedó en silencio. La voz se rio.

—¿Se os han pasado las ganas de hablar? Pronto nos veremos las caras, chavales. Será mejor que os vayáis haciendo a la idea de que os encontraremos, y entonces os quitaremos lo que nos pertenece y os abriremos en canal desde…

Leo golpeó la radio y la transmisión se cortó.

—Mierda —dijo Justin desde el otro extremo de la sala—. No pueden localizarnos, ¿verdad?

—No veo cómo —respondió Leo con voz temblorosa—. No he mencionado nada sobre nuestro paradero. Pero creo que será mejor que no encendamos el fuego hasta la noche. Tal vez ahora saben que están cerca de nosotros.

Me levanté antes incluso de saber que había tomado una decisión. Me tambaleé un instante y me sujeté en el borde de la librería. La náusea se apoderó de mí, demasiado fuerte como para contenerla. Me encorvé y agarré la papelera.

Tenía el estómago vacío. Se me llenó la garganta de ácido, mientras el estómago se me contraía, y escupí dentro de la papelera. Mientras me secaba la boca, oí un terrible ataque de tos a través del techo, procedente del piso de arriba.

Tobias. Leo había mencionado que se había aislado ahí arriba. Estaba empeorando.

Si no podíamos ayudarle, si no lográbamos superar el cerco de los guardianes, en cuestión de días empezaría a pasarle lo mismo que a Gav.

La rabia que había experimentado la noche pasada estalló en mi interior. ¿Cómo se atrevían a llamarnos ladrones cuando eran ellos quienes intentaban robarnos a nosotros? Había intentado ser buena con ellos, había abroncado a Justin por disparar contra los tres miembros de la banda que nos habían seguido hasta Toronto; y había pedido a Tobias que no matara a los que nos habían perseguido cuando habíamos dejado la ciudad, que solo les hiciera daño. Además, si no hubiera sido por ellos…

Acaricié la mejilla de Gav y me estremecí al notar aquella piel tan fría.

No iba a permitir que aquello le pasara a Tobias, ni a nadie más.

Me llené los pulmones, me levanté y me dirigí hacia la puerta. Justin estaba atizando las brasas de la chimenea. Vi a Leo sentado en el sofá, guardando la radio en su estuche. Se pasó una mano por el negro cabello, que tenía casi un aspecto tan abandonado como cuando había regresado a la isla desde Nueva York.

Cuando salí de detrás del armario, ambos levantaron la cabeza y me dirigieron una mirada de aprensión. Lo sabían. Naturalmente que lo sabían.

—No nos quedaremos hasta la noche —anuncié con voz áspera—. Nos iremos de aquí en cuanto podamos.

Nos íbamos a largar de allí aunque fuera a pie. Y entonces mataría a cada guardián que nos mandara Michael, antes de que pudiera interponerse en nuestro camino.