UNO

Llevábamos tres horas en la carretera cuando el cuatro por cuatro robado en el que íbamos topó con algo enterrado en la nieve. Anika soltó un grito agudo de sorpresa, pero siguió agarrando el volante con fuerza. La mandíbula de Gav, que dormía apoyado en mí, chocó contra mi hombro. Intenté ajustar mi posición, pero estaba encajonada por ambos lados. Apretujados en el asiento trasero, además de nosotros dos, iban Justin y Tobias, y la verdad era que entre los cuatro no teníamos demasiado margen de maniobra.

Leo se volvió desde el asiento del copiloto.

—¿Todo bien ahí detrás? —preguntó como si hablara en general, pero en realidad me miraba a mí.

—Sí —dije—. Estamos bien.

Aparté la mirada de él y la posé en el parabrisas. La nieve cubría el paisaje con un sudario blanco, y, de repente, me di cuenta de que creía de verdad lo que acababa de decir. ¿No era una locura? Huíamos de una pandilla sedienta de sangre a la que la chica que iba al volante había intentado vendernos hacía apenas un par de días. Habíamos sedado a mi novio para tratar de impedir que su cerebro, contagiado por el virus, lo empujara a hacer algo peligroso. Las habilidades que Tobias había adquirido en el ejército nos habían resultado muy útiles hasta entonces, pero todo parecía indicar que también él se había contagiado. Y aunque Justin seguía sano, yo ya había visto los líos en los que podía meternos un adolescente de quince años con tendencia a disparar a las primeras de cambio.

Pero, por otro lado, seguíamos ahí. Leo, mi mejor amigo y al que en su momento creía haber perdido, estaba sentado a pocos metros de mí, sano y salvo. Llevábamos las muestras de la vacuna que podían salvar al mundo de aquella espiral negativa bien almacenadas en el maletero. La nieve dificultaba la conducción, pero, al mismo tiempo, cubría nuestro rastro. Teníamos un objetivo más o menos definido y, cuando menos, la esperanza de que, cuando llegáramos, encontraríamos a científicos capaces de reproducir la vacuna de mi padre.

En definitiva, durante aquellos minutos, mientras acariciaba el leonino cabello de Gav y las ruedas del cuatro por cuatro rechinaban sobre el asfalto de la autopista, las perspectivas tampoco parecían tan malas. No digo que fueran fantásticas, pero no estaban mal. Eran aceptables.

De repente, un indicador del cuadro de mandos empezó a pitar.

—No sé qué significa ese icono —dijo Anika señalándolo. Su vocecita sonaba aún más aguda de lo habitual. Estaba agotada.

«Alguien debería sustituirla al volante», pensé. Había estado conduciendo desde que nos había recogido en el apartamento que habíamos ocupado, durante la vertiginosa huida de Toronto, con los guardianes disparándonos, y a través de aquella cegadora tormenta de nieve.

Tobias se inclinó hacia el espacio que quedaba entre los asientos delanteros.

—Es la presión de los neumáticos —dijo su voz apagada bajo las dos bufandas que le cubrían la boca por si de pronto le daba tos. Tenía los ojos azules semicerrados—. Uno pierde aire.

—¿Por qué? —preguntó Justin—. ¿Qué le pasa?

—¿Recuerdas la sacudida de hace un momento? —dijo Leo, frotándose la mejilla. El agotamiento le daba un tono cenizo a su piel olivácea—. Fuera lo que fuera lo que hemos pisado, seguramente estaba afilado.

Gav murmuró algo y se movió. Lo acerqué más a mí. Le habíamos administrado sedantes para animales, por lo que no sabíamos qué consecuencias tendrían en una persona ni cuánto duraría su efecto.

—Será mejor que nos encarguemos de la rueda antes de que se deshinche del todo —dije—. Coge la próxima salida, ¿vale?

Si no conseguíamos llegar a una salida y nos quedábamos tirados en medio de la autopista, nos convertiríamos en presas fáciles para los guardianes. Michael, su líder, había ordenado que nos persiguieran hasta conseguir la vacuna. En uno de nuestros últimos encontronazos, Justin y Tobias habían matado a tres de sus miembros. Teniendo en cuenta cómo habían disparado contra nosotros mientras huíamos de la ciudad, era evidente que querían pagarnos con la misma moneda.

Los limpiaparabrisas iban y venían, chirriando, mientras Anika intentaba ver algo a través de la nieve. El indicador pitaba sin parar. Finalmente, Justin pegó un grito y señaló un cartel que asomaba entre la niebla.

Anika frenó para girar hacia la rampa de salida, pero, de repente, la carrocería del cuatro por cuatro se sacudió. Una rueda empezó a golpear rítmicamente el asfalto nevado, tirando del coche hacia la izquierda.

—¡Mierda! —gritó Anika.

Tomamos la rampa de salida con ritmo vacilante y nos detuvimos ante una estación de servicio abandonada. Vimos varias casas dispersas carretera abajo, pero si el pueblecito se extendía más allá que eso, quedaba oculto entre la nieve.

—Veamos el alcance de la tragedia —dije, con una acusada sensación de desazón en el estómago.

En cuanto Tobias abrió la puerta, Gav soltó un gemido. Definitivamente, estaba despertando. Aprovechando que los otros habían salido, me desplacé hasta el asiento central para dejarle más sitio y me llevé la mano al bolsillo del abrigo, donde palpé el frasco de bebida con sedante, de color anaranjado, que le había preparado. Esperaba ser capaz de obligarlo a beber un poco más.

Leo se detuvo un instante junto a la puerta.

—¿Necesitáis algo? —preguntó.

—De momento no —dije—. Pero creo que será mejor que me quede con él mientras…

Sin previo aviso, Gav se echó sobre mi regazo y se arrancó las bufandas de la boca. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y vomitó con una sonora arcada. Un líquido anaranjado se esparció por todo el asiento.

Leo se echó hacia atrás de un brinco. En el asiento delantero, Anika soltó un gruñido de asco. Gav se desplomó junto a mí y yo le pasé un brazo por el hombro, conteniendo mi propia arcada ante aquel olor nauseabundo que ya había empezado a impregnar el cuatro por cuatro.

Gav llevaba dos días negándose a comer nada. Tal vez las píldoras disueltas habían resultado demasiado potentes para su estómago vacío, o quizás me había pasado con la dosis.

O, quizás, entre el virus, la falta de comida y nuestra incapacidad manifiesta de proporcionarle un tratamiento básico, su cuerpo había empezado a rendirse.

Parpadeé con fuerza y aparté aquella idea de mi cabeza.

—¿Gav? —le dije—. Ven, saldremos a tomar el aire.

Me incliné por encima de él y abrí la puerta. La brisa nos cubrió de copos de nieve, pero también se llevó en gran medida el mal olor. Gav murmuró algo que no entendí.

—¿Quieres agua? —le pregunté, pero no respondió.

Levanté la cabeza y vi que los demás formaban un semicírculo en la parte trasera del cuatro por cuatro.

—La rueda está hecha trizas —anunció Tobias—. Y no hay ninguna de recambio.

—Vale —dije, intentando concentrarme—. ¿Podéis echar un vistazo a los garajes de alrededor y ver si encontráis algún coche al que podamos sacarle una rueda? Yo me quedaré cuidando de Gav. Sobre todo, no os alejéis mucho, tened el coche siempre a la vista. Solo nos faltaría perder a alguien en la tormenta.

Se alejaron rápidamente. Nos llegó otra oleada de aire glacial. Gav se retorció para protegerse del frío. Entonces sacó medio cuerpo fuera del coche y se echó sobre la cuneta, temblando entre arcadas. La nieve quedó cubierta de gotas de color naranja.

Le froté la espalda, deseando poder hacer algo más por él. Pero si no habíamos logrado encontrar ningún médico en la ciudad, menos aún íbamos a hacerlo en aquel lugar perdido.

Gav movió la cabeza siguiendo el movimiento de mi mano y empezó a toser. Cogí la botella de agua natural, pero me detuve un instante. Era posible que el medicamento le fuera bien para la tos, pero no estaba segura de que su estómago fuera a tolerar nada en aquel momento.

Alargó la mano y le dejé coger la botella. Bebió un traguito y la dejó en el suelo del coche.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Fatal. Estoy hecho un asco, Kae. Y tengo frío —murmuró, a la manera inconexa en la que hablaba desde que había entrado en la segunda fase del contagio, en la que los afectados decían lo primero que se les pasaba por la cabeza, sin pararse a pensar. Gav se estremeció—. Quiero que vayamos a algún lugar donde se esté bien. Volvamos al apartamento. ¿Por qué no podemos volver, Kae? Podríamos sentarnos junto al fuego y estar calentitos.

—Cuando nos volvamos a poner en marcha estaremos calientes, dentro del coche —dije, intentando tranquilizarlo a pesar del dolor que me invadía el pecho poco a poco.

El Gav de antes, el que había defendido el reparto de comida de nuestro pueblo, que había protegido una vacuna en la que ni siquiera creía y que me había hecho prometerle que no me rendiría, que no renunciaría a aquella misión, se habría muerto de vergüenza de haberse oído a sí mismo hablar de aquella manera. El que hablaba no era él, sino el virus.

Si cerraba las puertas y subía la calefacción, gastaría la batería y la poca gasolina que nos quedaba. Y el asiento empezaría a apestar de verdad. Tenía que limpiarlo antes.

Me levanté y Gav se giró bruscamente hacia mí.

—¿Adónde vas? —dijo, con los ojos color avellana desbocados—. ¡No te vayas!

—Tranquilo —contesté—. Estoy aquí, solo voy a echar un vistazo en el maletero.

No me perdió de vista mientras me echaba sobre el respaldo del asiento, pero entonces se quedó sin energías y se derrumbó sobre la puerta abierta. Yo palpé las provisiones de la parte trasera: mantas, material de camping, comida que habíamos rapiñado en Toronto, retales de sábanas. Cogí uno, me incliné sobre Gav para llenarlo de nieve y empecé a limpiar el desbarajuste que había junto a mí. Gav estornudó débilmente; incluso los síntomas empezaban a flaquear.

Me eché sobre el asiento para limpiar las manchas que quedaban más lejos de mi alcance y vi que los demás ya estaban volviendo al coche.

—Será mejor que te coloques bien las bufandas —le dije a Gav en el tono más suave del que fui capaz.

Aquellas capas de tejido eran lo único que podía impedir que, cada vez que tosía o estornudaba, el virus contagiara a otra víctima. Gav se quejó, pero hizo lo que le pedía.

Nuestros cuatro compañeros llegaron con las manos vacías.

—¿No hay nada? —pregunté.

—Por aquí cerca, no —dijo Tobias—. Detrás de aquellas casas parece que solo hay campos.

—He mirado el mapa y, al parecer, hay un pueblo de verdad a kilómetro y medio, autopista abajo —dijo Leo.

Kilómetro y medio por territorio incierto, en el corazón de una tormenta que podía convertirse en ventisca en cualquier momento.

—No creo que sea prudente aventurarnos a caminar con este tiempo —dije.

—Pues, entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Justin, que se colocó bien la coleta castaña después de que el viento se la hubiera echado sobre el hombro—. No podemos ir en coche con la rueda pinchada.

Anika se abrazó a sí misma y, de pronto, me di cuenta de que iba vestida con una chaqueta de lana mucho más fina que los abrigos de plumón que llevábamos los demás. Tendríamos que buscarle una nueva. Después de encontrar una rueda de recambio.

—Metámonos en algún lugar —dijo Gav—. ¿No nos podemos meter en algún lugar? Odio tener que ir apretujado en este coche horrendo.

—He echado un vistazo a través de las ventanas de las casas —dijo Leo—, y no parece que quede nadie por aquí. Si quisiéramos, podríamos entrar un poco en calor y ver si la nevada afloja algo antes de decidir qué hacemos.

Todo mi ser se rebeló contra aquella idea: teníamos que seguir avanzando. Los guardianes iban a por nosotros, nos pisaban los talones. Aún estábamos lejísimos de nuestro objetivo, el Centro para el Control de Enfermedades, en Atlanta. Pero no podíamos avanzar a pie (aun en el caso de que estuviera dispuesta a arriesgarme, Gav se habría negado a dar un solo paso), no podíamos ir en coche y no se me ocurría nada más.

Gav se puso de pie, tambaleándose, y tomó la decisión por mí.

—¡Oye! —exclamé, y salí tras él.

Gav dio la vuelta al coche, apoyándose en el capó, pero lo agarré del brazo.

—Yo solo quiero un fuego —dijo—. Quiero estar calentito. ¿No me puedes dar ni eso, Kae?

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Vale —respondí—. Pues eso haremos.

Le pasé un brazo por los hombros, y le fallaron las rodillas. Leo se apresuró a sujetarlo por el otro lado y, juntos, lo ayudamos a caminar hasta la casa más próxima. Tobias se nos adelantó, empujó la puerta y, al ver que no se abría, pegó un puntapié al lado del pomo. Después de varias patadas, logró echarla abajo. Entró con paso cauteloso y echó un vistazo a las habitaciones.

Gav, que caminaba arrastrando los pies, tropezó con el primer peldaño y devolvió encima de las bufandas la poca agua que le había dado.

—Lo siento —murmuró—. Lo siento.

—No pasa nada —le dije.

Se desplomó en el vestíbulo. Yo me senté junto a él y le acuné la cabeza contra mi pecho. Por encima de la bufanda, su piel irradiaba un calor febril.

Le aparté las bufandas húmedas de la boca. Gav soltó una sucesión de estornudos débiles, cada vez más cerca del suelo. Justin y Anika, que acababan de entrar con las bolsas en las que llevábamos las mantas, se quedaron petrificados en el umbral: un simple estornudo podía significar que, al cabo de un par de semanas, ellos estuvieran igual de enfermos que Gav. Leo y yo éramos los únicos que estábamos a salvo, yo porque ya había estado enferma y me había recuperado, y Leo porque le había administrado una de las muestras de la vacuna antes de que nos diéramos cuenta de lo que nos iba a costar conservar en buen estado las pocas de que disponíamos.

Volví a coger a Gav del brazo.

—Tenemos que caminar un poco más —le dije.

No iba a poder sentarse cerca de un fuego como había imaginado, pero en la sala de estar, junto a la chimenea, había una puerta que daba a un pequeño despacho cubierto de polvo. Entramos dando bandazos y Gav se abalanzó sobre la alfombra de patchwork como si fuera una cama de plumas. Salí rápidamente a por un par de mantas y una linterna. Justin había empezado a romper una silla para convertirla en leña, y Tobias ya estaba rociando los trozos astillados con el queroseno del horno de camping. Por lo menos, dispondríamos de un poco de calor.

—¡Kaelyn! —gritó Gav, y yo volví corriendo a su lado.

Cerré la puerta y el cuarto sin ventanas quedó sumido en la oscuridad. Encendí la linterna, la dejé encima del escritorio y me arrodillé junto a Gav.

—Pronto hará más calor —le dije, mientras lo envolvía con las mantas.

A pesar de la fiebre que hervía bajo la piel, Gav tiritaba inconteniblemente.

—Yo no me quiero sentir así —dijo—. Lo odio, Kae; no sabes cómo lo odio.

—Sí lo sé —respondí, y se me rompió la voz.

Había tan solo una cosa que le podía ofrecer. Apagué la linterna para no gastar las pilas y me acurruqué junto a él para proporcionarle mi calor corporal. Nos abrazamos el uno al otro en aquel cuarto frío y oscuro, mientras esperábamos a que el calor de la chimenea se colara por debajo de la puerta.

El tiempo pasó mientras la respiración irregular de Gav resonaba en mis oídos. Al cabo de un rato, pareció que en el cuarto hacía un poco más de calor, aunque a lo mejor era solo que me había acostumbrado al frío. Gav estaba hecho un ovillo junto a mí, tal como solía dormirse mi prima Meredith, con la cabeza encajada debajo de mi mentón y el brazo alrededor de mi cintura. Lo abracé con fuerza. De vez en cuando, aún temblaba.

La última vez que había abrazado a Meredith de aquella manera, nos estábamos escondiendo de los guardianes en la colonia de artistas donde habíamos conocido a Justin y a su madre. Había dejado a mi prima allí, junto a nuestra amiga Tessa, para asegurarme de que estuviera a salvo.

Por lo menos había logrado salvar a una persona. Eso si es que realmente estaba a salvo.

Llamaron a la puerta. El corazón me dio un brinco. Me había estado preguntando qué harían los demás, pero no había querido alterar la quietud a la que finalmente había sucumbido Gav.

—¿Va todo bien? —preguntó Leo después de entreabrir la puerta.

No, ya no creía que todo fuera bien, pero Leo tampoco podía hacer nada al respecto.

—Vamos tirando —respondí con voz ronca, levantando la cabeza—. ¿Cómo pinta el tiempo?

—Ya no nieva tanto, pero está oscureciendo —dijo—. Nos parece que lo mejor será pasar la noche aquí e ir a echar un vistazo al pueblo por la mañana. ¿A ti qué te parece?

Otra noche perdida. Aunque, por otro lado, tampoco podía pedirles que la pasaran caminando en la oscuridad. Además, si los guardianes pasaban cerca y veían las linternas…

—¿Y el humo de la chimenea? —pregunté—. ¿Nieva todavía lo suficiente para que no se vea?

—Yo creo que sí. De todos modos, pronto será tan oscuro que no importará. Hemos logrado meter el coche en el garaje para que no se vea desde la autopista.

Debería haber pensado en ello. Sacudí la cabeza para intentar aclararme las ideas, pero todo me dio vueltas. No había comido nada desde el improvisado desayuno de aquella mañana. Entonces un angustioso pensamiento se abrió paso entre el resto.

—¡La neverita con las muestras! ¿La has metido en casa?

—La tengo aquí mismo —dijo Leo—. He cambiado la nieve. ¿Quieres que la deje en el cuarto, contigo?

Gav se revolvió, inquieto, y hundió los dedos en mi abrigo. Le di un apretón en el hombro y pensé en Anika, que estaba ahí fuera con los demás, estudiándonos mientras sopesaba sus opciones.

—Sí —dije—. Gracias.

Al fin y al cabo, ya había intentado robarnos las muestras en una ocasión. Y sí, había optado por ponerse de nuestro lado y en contra de los guardianes por la brusquedad con que la habían tratado luego, pero eso no significaba que estuviera menos desesperada por protegerse contra el virus. Ir al volante del coche con el que habíamos huido era una cosa, pero resistir la tentación de la vacuna cuando estaba ahí mismo, a la vista de todos, no habría resultado fácil para nadie.

Leo abrió un poco más la puerta y metió la neverita dentro del cuarto. Gav dio un respingo por el ruido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, y acto seguido se dobló sobre sí mismo y empezó a toser.

Leo me dirigió una mirada de preocupación. Yo le devolví una sonrisa forzada y él se marchó. Pasé los dedos por el pelo de Gav.

—Era Leo, ha venido a ver como estábamos —dije.

Gav tosió un poco más y finalmente se secó la boca.

—Leo —dijo entonces, en tono desdeñoso.

Yo me encogí por dentro, aunque sus celos eran infundados. Había habido una época en que había sentido hacia mi mejor amigo algo que iba más allá de la simple amistad, y a lo mejor él hacia mí también. Leo me había dado un beso después de una incómoda confesión, cuando creía que yo seguiría adelante con esta misión sin él y que tal vez no volvería jamás. Pero Gav no sabía nada de eso.

Ni tenía por qué saberlo. Yo estaba con él y Leo lo sabía. Además, los dos habríamos arriesgado nuestras vidas para salvarlo del virus…, si hubiéramos sabido cómo hacerlo.

Agaché la cabeza y Gav tiró de mí.

—¿Tenemos que seguir avanzando? —murmuró—. ¿Hasta Atlanta? ¿Hasta el Centro para el Control de Enfermedades? No han hecho demasiado bien su trabajo, ¿no? No han controlado la enfermedad, que digamos.

—Ni ellos ni nadie —señalé.

Hasta donde sabíamos, y por lo que habíamos podido ver y oír, la llamada «gripe cordial» se había extendido por todo el mundo.

—¿Y por qué no? —preguntó Gav, levantando la voz—. Con todos esos científicos, seguro que por lo menos uno de ellos era lo bastante listo, pero nadie se preocupó por…

Otro ataque de tos le quebró la voz. «Mi padre sí se preocupó», me dije; mi padre había seguido trabajando en su prototipo de vacuna hasta el día de su muerte. Pero Gav no había confiado lo suficiente en él ni en su trabajo para tomársela cuando yo se lo había pedido.

Y yo no había insistido. Me mordí el labio.

—Oye —le dije—. No te preocupes por esto. Necesitas descansar.

—Ya he descansado —contestó—. Es lo único que he hecho. Nos tenemos que ir.

Se agarró al borde del escritorio e intentó levantarse con brazos temblorosos.

—¡Gav! —grité.

Intenté impedírselo y noté cómo la botella de agua mezclada con sedante que llevaba en el bolsillo del abrigo se me clavaba en las costillas. Me la saqué del bolsillo.

—Tienes que beber un poco —le dije—. Toma, esto te ha hecho sentir mejor antes.

—¿Esta mierda naranja? —me espetó—. Ni hablar. He bebido un poco y he vomitado en el coche. No pienso tomar más.

Sus músculos se rindieron y se desplomó sobre la alfombra. Dejé la botella a un lado.

—Vale —dije—. Pero quédate aquí, conmigo.

Antes de que volviéramos a subir al coche, al día siguiente, se me tenía que ocurrir un plan mejor. Eso siempre y cuando encontráramos una rueda de recambio. Y en el supuesto de que los guardianes no nos asaltaran en plena noche.

Pero, de momento, lo único que importaba era lograr que Gav se mantuviera tranquilo y no se moviera de allí. Solo eso ya iba a costarme lo mío.