—¡Hola, Austin, capitán!
La rampa de acceso todavía se proyectaba hasta el césped. Allí donde los cohetes principales de la Schiaparelli habían escupido fuego, el tiempo había restaurado la hierba, distinguible por su verde manzana más intenso. Los soportes de aterrizaje estaban cubiertos de flores, margaritas y primaveras. Los nomeolvides crecían a la sombra como notas de cielo, y las enredaderas trepaban sobre el acero.
Atraído por sus gritos, un pequeño oso pardo salió al prado con pasos torpes. Erguido sobre sus patas traseras, le contemplaba con ojos miopes; en realidad, en esa postura no parecía ya tan pequeño. El oso avanzó unos pasos, mientras daba palmadas con las manos como anunciando que iba a machacarle la cabeza. Era una osa, y él pensó que a lo mejor se trataba de Tania Rostov, transformada en cómico, aunque peligroso emblema ruso, por la actitud tan cerril que había adoptado frente al mundo bosquiano.
—¿Tania…?
Aunque no coincidía por completo, ¡indudablemente era una criatura en consonancia con ella!
Deteniéndose, pero sin dejar de balancearse, la osa dijo algunas palabras guturales y gruñonas que podían pasar por rusas.
—¡No te entiendo!
Las personas no se transformaban realmente en pájaros y bestias; ésa era la parcela de la horda mental subdividida. No obstante, seguía oliéndole a Tania.
Se oyó una carcajada en los matorrales. Tania en persona salió desnuda de entre ellos. ¿Se habría vuelto loca? La rusa estaba recubierta de barro y hojas que la hacían asemejarse a un soldado de infantería camuflado, aunque lo de ella era un maquillaje sobre la piel desnuda. Silbando estridentemente melodías de Petrushka, se puso a bailar. Ejecutó un entrechat, un pas de chat y una pirueta. La osa bailaba torpe, grotescamente, tratando de imitarla. Tania se detuvo y, puesta en jarras, contempló a Sean con mirada febril.
—Mi pequeña osa…, ¿está bien adiestrada, no? ¡Incluso sabe hablar por ventriloquia! ¡Ah, qué mundo tan maravilloso éste! Es mágico, como una pintura de Chagali. ¡Pronto echarán a volar hasta las vacas!
Bailó un poco más, siempre sobre temas de Stravinski recordados al azar: una parodia de las acrobacias yóguicas o pitagóricas de otros en el Jardín.
Luego se detuvo, jadeante.
—¡Si tuviera un poco de vodka para acompañar! Naturalmente —añadió en voz baja, furtiva—, si la soltase del dominio de mi mente, quizá se volvería contra mí y me haría pedazos. Supongo. Así que, ¡bailo!
Tania había rechazado con vehemencia aquel planeta. Por eso, éste (los alienígenas de la horda mental) le dejaban controlar una pequeña parte del mismo, aunque al precio de un esfuerzo cada vez mayor…, hasta que alcanzase el punto de ruptura. La locura debía preceder a la reconstrucción. Aquello era el comienzo de su bajada hacia lo inconsciente; estaba preparada para el Infierno, para el Gulag oscuro del otro hemisferio. Cuando se relajara y aflojara su resistencia, la osa daría cuenta de ella, exactamente como la leona había despachado a Sean y el unicornio a Denise. En apariencia, la escena era alegre: una feria gitana. O, por lo menos, fingidamente medieval: el baile de san Vito. Evidentemente, no había comunicación con ella, ni medio para ponerla sobre aviso. Ella y su osa (su alma contraria) estaban ya ligadas como los polos de un imán en una herradura. Para plantar en aquel lugar la semilla de su nuevo yo, tendría que superar el Infierno a su manera.
Sin dejar de silbar con fuerza, siguió bailando mientras la osa parodiaba sus pasos, entre gruñidos y resoplidos.
—¿Quién diablos…?
Austin Faraday estaba en lo alto de la rampa de acceso. Llevaba todavía el traje de la Schiaparelli, y una máscara filtrante que le cubría la nariz y la boca.
—¡Athlone! ¡Ha vuelto usted! Santo Dios, le ha salido el pelo, ¿o es que lleva peluca? Eso que viste es uno de nuestros uniformes, pero hecho trizas. ¡Ah! ¡Esos malditos monos…!
—¿Importa mucho cómo venga vestido, en comparación con el hecho de que he regresado?
Austin Faraday se palmeó los costados de su traje, muy orgulloso. Antes no eran más que ropas de astronauta; ahora Faraday las había elevado a la categoría de uniformes. El capitán se puso firmes, como si creyera que Sean iba a cuadrarse y saludarle. Mientras tanto, la osa y Tania la loca, cubierta de barro, continuaban con su Ballet Russe.
—¿Dónde están Muthoni y Laroche?
—Muthoni viene hacia acá. En cuanto a Denise…, este…, continúa estudiando el sistema ecológico. Y, ya puestos, ¿dónde está Paavo?
—¿Kekkonen? ¡Bah! Es un pervertido sexual. Le encontrarás festejando y copulando por todas panes y con cualquiera. —Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Faraday, que volvió a ponerse rígido, y agregó enmendando sus propias palabras—: El señor Kekkonen ha salido en comisión de servicio. No debe de estar lejos de aquí.
Sean subió por la rampa, mientras Tania imitaba el silbato de ordenanza, y cuando llegó junto al capitán le abofeteó bruscamente.
—¡Austin! ¡Vuelve en ti!
Los ojos de Faraday se llenaron de lágrimas. Luego se abandonó inesperadamente, y lloró en abundancia, recostado sobre el hombro de Sean.
—Lo siento, Sean… ¿Qué han hecho con nosotros? Estoy seguro de que es debido a los frutos y al agua. Se acumula en el organismo. Me he reducido a las raciones de a bordo, pero tú estarás ya totalmente envenenado. Se han apoderado de ti. ¡Vete!
Sean alzó de nuevo la mano y Faraday hizo una mueca de temor.
—Tienes razón. Me estoy volviendo histérico. Es alivio, Sean, puro alivio. Eso es —emitió una risa nerviosa—. Has venido a relevarme. Te creíamos perdido. Estuviste ausente mucho tiempo. —El capitán cuadró los hombros y continuó—: No obstante, y dentro de lo posible, he procurado dominar la situación. Procurando dormir lo mínimo. Tomando píldoras estimulantes. —Parecía alucinado, y continuó en voz baja y tono conspirador—: En mis sueños, la Schiaparelli cambia. No puedo permitir que la astronave se convierta en una estalagmita, ¿no? ¡Te juro que estoy defendiendo la condenada nave a pura fuerza de voluntad!
—Y, por lo que veo, a ti mismo también.
—¡Ah! ¿Qué han hecho de nosotros?
—Pues mira, para empezar puedo contarte quiénes son «ellos», y lo qué es este mundo, y por qué. Como exploración, podríamos decir que la nuestra ha sido un clamoroso éxito.
Sí, para clamores el rugido del león que le había matado, u el clamor de los hornos del Infierno…
Austin Faraday apenas le prestaba atención. Su mente ya no estaba para entender la proyección del planeta (aquella proyección gnóstica, bosquiana y alquimista), ni la horda mental que la había llevado a cabo, ni el hierofante Heinrich Strauss, el comodín de la baraja. Faraday escuchaba sin oír nada; de pronto le fallaron las piernas y Sean tuvo que recogerle en sus brazos. No estaba desmayado sino dormido, el sueño de los agotados, de los que ya no pueden ni con su alma.
Sean transportó el cuerpo hacia la espaciosa escotilla de carga, convertida en un campamento a lo Robinson Crusoe, con latas de comida esparcidas por todas partes, y un depósito de plástico para el agua conectado con un aparato esterilizador. Como armas de defensa, un rifle láser y otro lanzador de ampollas hipodérmicas, echados sobre un camastro que habían desmontado de uno de los camarotes de arriba.
Tras apartar las armas de un puntapié, Sean echó a Faraday sobre el catre y le quitó la inútil máscara protectora. Luego desmontó las pilas de los dos fusiles y las arrojó por la escotilla al otro extremo del prado.
Probó el ascensor. Ya no funcionaba. El resto de la nave quedaba inaccesible.
Lanzó un suspiro y salió otra vez a la escotilla abierta.
Desde el otro lado del prado, una figura vestida le observaba. Knossos alzó la mano en un saludo burlón. O quizá sincero. Corvo, la urraca, daba vueltas sobre la cabeza del hombre y graznaba alegremente.
Mi traidor, mi hermano…
Aunque, ¿cómo podía ser Strauss un traidor? Lo que se ocupaba en hacer allí era lo mismo que habría hecho Sean, aunque de una manera diferente. Los mundos extraterrestres jamás podrían ser reproducciones de la Tierra. Exigían un cambio, una transformación. Si Strauss tenía razón cuando decía que la finalidad profunda y verdadera de toda la aventura colonizadora era, en realidad, la transformación del hombre (que allí, en aquel mundo bosquiano, se producía orientada, proyectando los símbolos de la transformación directamente en el mundo exterior), entonces Sean quizás actuaría con más acierto dejando de luchar contra sí mismo…
Una mancha multicolor (de verde, amarillo y rojo) se precipitó desde los árboles en dirección a su cabeza. Era un periquito.
Soltó una carcajada. Hacía mucho tiempo, en Irlanda, había existido una orden de monjas del Santo Paracleto. Durante muchos años, y por culpa de sus padres que no corrigieron nunca un error que les parecía gracioso, Sean vivió convencido de que aquellas monjas vestidas de negro, desprovistas ellas mismas de todo plumaje, adoraban las reliquias de un periquito sagrado…
Ahora tenía su propio Paracleto particular, su espíritu santo, encarnado por uno de la horda mental.
Era, también, un bautismo en seco del Cristo que moraba dentro de él, del futuro ser perfecto, de la transpersonalidad por venir. Pero no como lo hubiera visto un Piero de la Francesca, en colores discretos, sino como pájaro exótico salido de los trópicos de El Bosco.
Sean alzó la mano. Con un chillido de júbilo, el periquito se posó en sus nudillos y se agarró con sus patas prensiles. Le miró de reojo y habló con una vocecilla gutural de cotorrita:
—Hola.
—Hola.
—La Obra, la Obra —le urgió, y tras ahuecar sus plumas multicolores empezó a hurgarse un ala, aunque no había pulgas ni piojos en aquel planeta. A lo mejor el periquito tenía caspa. Mientras le rascaba perezosamente el cogote con la mano libre, Sean descendió por la rampa y se alejó en dirección al Jardín.
Pocos años después (en la medida en que uno conservase la noción del paso de los años), Sean volvió a pasar por el prado en donde había aterrizado la Schiaparelli, y se detuvo a echar un vistazo.
No se veía allí ningún artefacto de brillante acero, ni tampoco un fuselaje oxidado. En su lugar se alzaba en el centro del prado una poderosa torre azul, formada por la fusión de seis columnas hexagonales de mármol, a las que tal vez servía de núcleo central otra columna; o quizás ese núcleo fuese un hueco hexagonal que estaría recorrido por una escalera interior de caracol; en todo caso, al menos habría una columna hueca. En lo alto, una plataforma desprovista de barandilla rodeaba la torre, y en ella, dos figuras realizaban acrobacias. La una era blanca y la otra negra. En sus ejercicios gimnásticos no hacían ningún caso de la enorme altura. Un poco más arriba, las columnas se tornaban más delgadas en un obelisco rematado por un rombo, a manera de punta de arpón. Sean entrecerró los ojos y pudo confirmar lo que, espectralmente, había intuido ya, Los dos acróbatas eran Muthoni Muthiga y Austin Faraday.
—¡Hola! —gritó.
Su periquito, al que había bautizado caprichosamente con el nombre de Archie, echó a volar entre chillidos para atraer, o distraer, la atención de los gimnastas. Las dos figuras detuvieron sus movimientos, miraron abajo y saludaron a Sean. Luego se separaron haciendo la rueda en direcciones opuestas sobre la plataforma, hasta volver a reunirse y quedar en vertical sobre las manos y cara a cara. En esta postura invertida se pusieron a hacer el amor, despacio pero con ruidosas expresiones.
Sean aplaudió. Llamó a Archie para que regresara y le mandó a buscar transporte aéreo. Luego se acercó a la base de la torre y la rodeó hasta encontrar una losa de mármol que basculó bajo su mano para convertirse en una rampa de acceso. Ascendió por ella hasta que el contrapeso la cerró a sus espaldas, mientras él se veía en el núcleo central de la torre, que efectivamente era hueco. La escalinata espiral trepaba por las caras del hexágono interior, débilmente iluminado (aunque brillante para su hipersentido) por la luz del sol que se filtraba a través del glande rosado de la cima.
Subió hasta llegar al lugar donde, si aquello hubiera sido un vehículo espacial, se habría encontrado el puente de mando. Tras franquear una abertura ovalada salió a la plataforma vertiginosa que había sustituido a la cubierta.
Austin y Muthoni aún mantenían el equilibrio de su lento asana erótico. Sean palmeó jovialmente la grupa invertida de Muthoni, quien alzó la cara para sonreírle, mientras Austin, haciendo un esfuerzo, lograba guiñar un ojo. Cayeron en direcciones opuestas, deshaciendo la cópula, y rodaron ágilmente hasta ponerse en pie.
—¿Vamos a una Cabalgata, amigos? Hay una asamblea en el Lago de la Solución, al otro lado de las colinas de Kermes.
—¿Podríamos ir volando? —se animó Muthoni.
—¿Por qué no?
Austin paseaba de un lado a otro. La Schiaparelli ya no existía, y la Tierra quedaba muy lejos en aquel eterno mediodía. Apenas se acordaba de la Tierra, pero todavía te faltaba olvidarla un poco más. Sean vio que pronto le llegaría el momento de morir voluntariamente y pasar una temporada en el Infierno. Muthoni sorprendió la mirada de Sean y asintió con la cabeza, momentáneamente entristecida, pero enseguida recobró el buen humor.
En aquellos momentos un tiburón volador, conducido por un tritón, se acercaba por el cielo precedido del periquito chillón. Puso proa a la plataforma y la abordó lateralmente, hasta descansar una de sus alas en la misma. El tritón miraba ciegamente al frente.
Subieron todos a lomos del tritón y el tiburón emprendió otra vez el vuelo. Pronto se vieron navegando a un centenar de metros sobre las suaves ondulaciones del Jardín. Muthoni se sujetaba a la cintura de Sean, quien notaba en la espalda los nudillos de Austin, que se sujetaba del mismo modo a Muthoni. Austin, por supuesto, no llegaría a olvidar del todo; pero la Tierra acabaría por representar para él su vida uterina, su existencia prenatal. Su vida consciente se ocuparía de otras cosas.
Sean dilató su percepción y el Jardín se convirtió en un plano curvo de capas múltiples, como aquella cuadrícula multidimensional, pero lleno de contenido. Centellas relucían en los nodos de la cuadrícula donde interaccionaban las vidas humanas con las de la horda mental; y cada una presentaba su diminuto espectro en arco iris, rayado por sus particulares líneas de absorción, que representaban sus conocimientos.
Pero, en conjunto, la estructura todavía se le escapaba; por ello sentía de vez en cuando el gusanillo de algo que le faltaba, como cuando uno advierte que se le ha olvidado o pasado por alto alguna cosa. Aunque estaba seguro de que daría con ello. Sobraba tiempo para ello. El sol todavía estaba inmovilizado en el cenit y calentaba su piel a través de la túnica, lo mismo que la piel desnuda de sus amigos, marcando un tiempo siempre presente…
—¡Realmente les hemos dado la vida, oh Bellastrellas!
—Nos hemos dado la vida nosotros mismos, ¡oh elemental!
—No. Esta proyección ha alcanzado la autonomía. La integridad, la autenticidad. ¡Estoy seguro de ello!
—Es posible que se comportaran de esa manera. ¡De mala gana! ¿Podremos estar seguros de ello alguna vez? ítem, sin duda la interacción entre sus hemisferios cerebrales, el derecho y el izquierdo, era más sutil de lo que ellos mismos habían advertido.
—¡Por eso, oh elemental /Con un asomo de sarcasmo/ introdujimos la retroalimentación para alcanzar un modelo probabilístico más perfeccionado! Insertamos la llegada de una nave espacial. Nuestro elemental bellastrella «Athlon» se ha portado magníficamente. Su influencia sobre toda la proyección reintegrará en sus psicologías esos cabos sueltos.
—Pero al hacerlo, quizá desarrolle un vector diferente del de nuestro elemental «Knossos». Para Knossos, la «Evolución» es una finalidad. Para Athlon, básicamente la evolución no es más que una superposición de estratos psíquicos que la erosión del tiempo volverá a exponer, exigiendo una reintegración. Athlon comprende (al menos, ocasionalmente) que su hipersentido, desarrollado en el Infierno, está aliado con la percepción inmediata del cerebro primitivo, que ahora debe integrarse con la razón neocortical.
—Estoy de acuerdo en que la visión de Knossos es más excitante.
—¡Y la más incierta! Aunque sólo en un grado de incertidumbre. Todo lo que sabemos de sus verdaderos procesos «inconscientes» es lo que ellos mismos lograron describir enciclopédicamente…, o lo que simbolizaron en las «obras de arte» que transmitieron. Ítem, el concepto de una metaentidad conductora, de una «deidad», es deficiente. Nosotros somos ya metaentidades idóneas. Nuestros elementales que están desempeñando los papeles de «deidad» y «antideidad» se sienten a disgusto.
—¡Tú eres el que siente angustia por la arbitrariedad de nuestro origen, oh elemental! ¿Quiénes somos nosotros para alabarnos? Si el sentido de la «deidad» arraigó tan hondo en la evolución natural de la mente «humana», es posible que refleje correctamente un aspecto de la realidad. No podemos dejar de tenerlo en cuenta.
—¡Pues yo digo que hay angustia en la proyección!
—¿Te refieres al Infierno? Indudablemente, hay una vena de masoquismo en su sistema de gratificación de la curiosidad. Sus cerebros funcionan según los principios del placer y del dolor, ¿no es cierto? ¡Un mecanismo dual! Así lo demuestran los datos neurológicos.
—Ítem, Athlon no ha descubierto la estructura oculta dentro de la estructura, aunque llegó a intuir nuestro origen. ¿Quizás es necesariamente imposible mientras siga siendo un «humano»? ¿O acaso nuestros elementales encarnados están demasiado simplificados y limitados?
—¡En esta partida hay más de un movimiento ganador! La «Obra» inaugura constantemente nuevas estrategias heurísticas genuinas. ¡Lo cual, sin duda, tendremos que aplicar subsiguientemente!
—Desconfío de la «Obra». Con los datos disponibles habríamos podido lograr otras proyecciones posibles de lo «humano». Por ejemplo, si hubiéramos proyectado la búsqueda marcial de la «belleza» según su cultura japonesa…
—Tiempo habrá para explorar las demás posibilidades. Yo sigo diciendo que la «Obra» es la que encierra más posibilidades. Y llegaría al punto de afirmar que es nuestro deber, en memoria del «humano» Strauss que insertó los datos de esa rara invención, la «alquimia», en los megabits de la transmisión. Tenemos ahí una herramienta que se puede aplicar a nosotros mismos y a nuestro dilema. Esa alquimia complementa magníficamente nuestro juego transformacional.
—¡Pero no podemos aplicarla a otras animaciones heurísticas extraterrestres!
—Porque todavía no la dominamos. La alquimia es una estrategia del entendimiento. Los símbolos que utiliza para ello son bastante peculiares, todos estamos de acuerdo en ello. (Aunque, sin duda, no para ellos, puesto que tales símbolos derivan de sus propios procesos inconscientes.) Son tan extraños esos seres. Sin embargo, creo que se reconocerían a sí mismos. Afirmo que los hemos simulado auténticamente y voto por la continuación. Es nuestro deber.
—¿Para con nosotros mismos, supongo?
—El deber, bellastrellas, es la derrota de la angustia. No caigamos nunca en el error de creer que las formas de vida ajenas surgen y comunican sus conocimientos meramente para divertirnos. Ya hemos dedicado muchos eones a la mera diversión. Durante el presente eón, seamos serios. Puede que descubramos algo que lo justifique. Repito que esa proyección ha logrado la autonomía. Ha desarrollado objetivos reales. Si los alcanza, elementales, es posible que nos sorprenda incluso a nosotros… ¡Casi tanto como nos sorprende nuestra propia existencia, para empezar!
—Pero ¿cómo puede ser que una simulación defectuosa, una ficción, alcance objetivos mayores que nosotros mismos? Puesto que es imperfecta de raíz, y nosotros, por otra parte, somos perfectos. ¡Somos el punto final, para empezar! No podemos ser cualquier cosa. Estamos libres de las luchas, las «historias locales» de los seres planetarios.
—Entonces, ¿por qué seguimos ocupando nuestras mentes en esas existencias inferiores? Pues porque, oh noble horda mental, hemos de construir obligaciones para nosotros mismos. No debemos cometer errores que nos impidan seguir cometiendo errores, o habremos dejado de existir. Si bien somos una perfección originariamente arbitraria, bellastrellas, somos perfección en busca de error. El error es nuestra herramienta. Y todos nuestros mundos han resultado equivocados porque sólo eran aproximaciones. También éste lo es. Su fallo consiste en no ser una simulación perfecta, y ésa es la gracia que nos salva y nuestra noble hazaña. Por lo mismo que es defectuoso, nos proporciona una historia…, la historia de un error. El Infierno es el principal error en ese mundo. Su equivocación suprema.
—Pero, si la alquimia llega a su éxito, la transmutación total sin limitaciones, y todo el mundo se convierte en Jardín…
—No creo que ocurra. El Infierno seguirá gobernando al Paraíso, lo retardará y lo hará progresar al mismo tiempo. El Milenio no será este año y puede que se retrase un poco. Es preciso que nuestros elementales encarnados puedan seguir cometiendo errores creativos durante algún tiempo, pero en el sentido correcto. Así, algún día habremos cometido equivocaciones suficientes para entendernos a nosotros mismos y perpetuar nuestra propia existencia milagrosa.
—¡Debemos considerar más a fondo las imperfecciones de nuestro mundo proyectado! Cualquier objeto o entidad material puede conformarse con las cosas tal como son en la naturaleza, sin preocuparse por ello, pero nosotros hemos de preocuparnos. De manera que no podemos proyectar sino un mundo casi perfecto, con rocas, plantas, animales y humanos casi perfectos. En realidad, lo mejoramos sin cesar, de manera que los tiburones vuelan, los peces andan y los árboles producen frutos sin insectos que los polinicen. ¡Ah, sí! Podríamos revisar el reino animal, e introducir los insectos, pero ésa no es la cuestión. Mantengo que aparecerán necesariamente otras imperfecciones. Con el debido respeto, oh bellastrellas, afirmo que este mundo no ha alcanzado, ni puede alcanzar la autonomía/homeostatis. Lo cual es muy importante.
—¡Pero nosotros somos perfectos! ¡Insistencia!
—¡No! Las imperfecciones necesarias del mundo proyectado deben enseñarnos que no es así. Existe un nivel de organización más allá de nosotros, que ni siquiera nosotros podemos reconocer. Los límites de la proyección demuestran que hay límites para nosotros, también. Nuestro límite consiste en no saberlo.
—¡Especifica!
—Ítem: ¿qué es el Vacío que nos suministra la energía? ¿Cómo podría «ser» una ausencia de Vacío? Ítem, ¿dónde está la vida en el universo, cuyas señales hemos animado? El elemental Knossos ha deducido que se había trasladado, cambiando de nivel de organización. Lo cual permanece oculto para nosotros, y el único camino por el cual podemos deducirlo es a través del desequilibrio de nuestra proyección imperfecta… ¡Pero no mediante nuestros propios intelectos libres, oh, bellaestrellas! Nuestro elemental Athlon tiene bastante razón cuando acusa de agnosticismo, de no saber, a nuestro elemental Dios… Porque ésa es la verdad, si no nos cegaran nuestros pequeños poderes. En comparación con la vida natural, evolucionada dinámicamente, somos como las máquinas interrogadoras del Infierno con respecto a los humanos analógicos de la proyección. El equilibrio estético del mundo proyectado proclama esa verdad sobre nosotros, si sabemos verlo. Paradoja: precisamente por estar ello fuera de nuestra capacidad de comprensión, se nos declara sin embargo a través de la proyección. Existe otro nivel de organización que encontrar, el cual quizá sea inencontrable por su propia naturaleza.
—¡Mera hipótesis! Existe un universo real, cuyo deporte somos nosotros.
—Pero ¿qué es la «realidad»? ¿Qué es el Vacío? ¿Qué es el tiempo?
—¿Continuidad, consenso bellastrella?
—¡Continuidad!
Pero el diálogo entre el yo y el yo proseguía.
Allá lejos, en el espacio, otros elementales vinculados de la horda mental seguían, con una parte trivial de sus seres, la pista de los diferentes puntos de origen del reducido número de transmisiones enciclopédicas similares, procedentes de las fuentes desconocidas interceptadas durante el pasado megaeón. En particular, uno de los elementales localizó la situación del punto «Tierra» a un millar de parsecs de distancia, aunque no se esperaban más transmisiones de esa parte. ¿Para qué, cuando un mundo había realizado el esfuerzo de enviar tanto de su cultura, su biología y sus objetivos, codificados en bits de datos? Así que se prestó muy poca atención a ese punto en el Vacío, aunque sí la adecuada. La mayor parte de su atención estaba concentrada en el Jardín de las Delicias, el Infierno y el Edén, donde la horda elemental, encarnada en un disfraz ajeno bailaba el cálculo complejo e irracional de la existencia, se sometía a límites, caía en errores, buscaba una solución…
El tiburón volador continuaba su vuelo, con el tritón sobre sus lomos, y a lomos de éste tres personas, semejantes a la imagen arcaica del mundo apoyado en la espalda de un elefante, que a su vez apoyaba sus patas sobre una tortuga… y la tortuga, ¿en dónde se apoyaba? Sin embargo, esa imagen no pertenecía a aquel mundo proyectado y Sean la descartó de su mente.
Al fin, el tiburón sobrevoló un valle en cuyo fondo se abría un estanque de forma perfectamente circular, en el que un buen número de mujeres alegres se bañaban. Alrededor del estanque, a una discreta distancia, giraba poco a poco el círculo de hombres conduciendo sus diversas monturas. Aún quedaban muchas bestias cuyos lomos estaban desocupados, y tiempo para que Austin aterrizase y buscase la suya (un grifo, un unicornio o un jabalí), y también para que Muthoni corriese hacia el agua antes de que la cabalgata animal acelerase su galope.