Sean yacía sobre la fresca y verde hierba.
El sol relucía en el cielo turquesa desde la posición de mediodía, pero no hería la vista. Moras gordísimas colgaban como racimos de uva en los matorrales. Un salmonete grande como una foca avanzaba jadeante, reptando sobre sus aletas, sobre el prado. Una mujer desnuda salió silbando de entre un seto de laurel y encerró el pez entre sus brazos, en un abrazo fálico resbaladizo que él, agradecido, no tuvo reparo en consentir.
Sean parpadeó y supo que estaba en el Jardín.
Reconoció también sus propios miembros, que estaban como siempre, según descubrió cuando los estiró voluptuosamente: era otra vez él mismo.
Sin embargo, aún vestía aquella túnica parecida a la de Knossos y que había supuesto imaginarla. Pero había sido proyectada junto con él.
Existían, pues, unos extraterrestres que reanimaban con su propia esencia las culturas muertas y desaparecidas de la galaxia… Porque la vida era escasa y demasiado dispersa en el tiempo y en el espacio, y por lo visto no perduraba más allá de una determinada fase… ¿Qué esperaban ganar con ello aquellos conservadores alienígenas? Era un instinto que había nacido con ellos. Igual que ciertos pájaros, les gustaba decorar su nido con objets trouvés…
Lo mismo que nosotros lamentamos la desaparición del dinosaurio, del dodó y de la ballena… ¡Cuánto más no lamentaríamos la desaparición de las culturas de Canopus, de Vega, de Aldeberán, con toda la sabiduría que quizás acumularon! En esto encontraban los alienígenas un sentido y una sustancia.
Un algo plateado resplandecía sobre las copas de los árboles. ¡Era la ojiva de la Schiaparelli! Sean se puso en pie. ¿Dónde estaban Muthoni y Denise? En cuanto a Denise, ¡ah, sí! Los pájaros que cantaban tan dulcemente en la enramada… Notaba la presencia de Denise…, en otro lugar. Y sí, también él mismo era una persona diferente. Si sus sentidos normales habían adquirido en las tinieblas del Infierno una agudeza preternatural, ahora se daba cuenta de que poseía un sentido nuevo, desde que había pasado por la cuadrícula multidimensional de la horda mental: un sentido de conexión con toda aquella proyección planetaria. Todavía era un sentido confuso; no había aprendido aún a enfocarlo. Pero incluso así: Muthoni era… una pantera (o se comportaba como tal), que se abría paso por entre el herbazal y se acercaba a la astronave desde una distancia considerable.
Aumentó el enfoque de su nuevo sentido. No, todavía era una mujer. Una mujer enfurecida y que andaba de caza. Se había visto abandonada primero por Denise, y luego por Sean. Y se arrojó sobre la lente, con las uñas afiladas como bisturís. Y la lente la proyectó de nuevo hacia el Jardín. ¿Dónde estaría Jerónimo? Estaba llorando (o mordiéndose los labios para no llorar) junto al estanque de la fuente del Edén: eterno testigo, lo mismo que eran testigos los alienígenas que le habían destinado a ese papel. Denise se había reunificado en otro lugar, efectivamente, y se bañaba en un lago alrededor del cual giraba una Cabalgata. Los tres eran centellas brillantes en un torbellino galáctico que envolvía aquel mundo, cada una con sus propias líneas espectrales exclusivas, con su propia configuración de conocimientos que absorbían determinadas longitudes de onda de la experiencia, transparentes para los demás, que las atravesaban sin darse cuenta.
Knossos, el hombre vestido, estaba… cerca. El otro hombre dotado de una vestidura de sabiduría. Había absorbido tanto de ella que su espectro estaba recubierto de oscuridad. Pero algunos rayos de luz lo atravesaban y le caracterizaban, como otros tantos desgarrones de su túnica.
Sean se escondió detrás de un matorral, aunque seguramente Knossos podía advertir su presencia gracias a su propia ante del nuevo sentido.
En aquel momento, la urraca familiar pasó volando, con su grito característico. El propio Knossos apareció en el prado. Miraba escrutadoramente de un lado a otro. Sean salió de su escondite y le tomó del brazo.
—¡Ya te tengo, Heinrich Strauss!
Knossos paseó la mirada sobre la túnica de Sean y sonrió con ironía, sin hacer ningún intento por soltarse.
—Sí, un pajarito me ha contado que estuviste hablando con los alienígenas. ¡La pobre y vieja horda mental! —Knossos meneó la cabeza con burlona compasión—. ¡Tanto poder y tan poco entendimiento! Parásitos culturales… Las demás vidas cósmicas no desaparecen, ¿no lo sabías? Se perfeccionan a sí mismas. Continúan.
—¿Ah, sí? Tienes una bola de cristal, supongo, una línea directa con las demás razas trascendentales extraterrestres.
—Todavía no, pero la tendré. Lo mismo que todos nosotros. Ahora, incluso la horda mental puede progresar. Ya son peces y animales de sangre caliente. Gracias a mis esfuerzos y a nuestra presencia aquí, el proceso está en marcha. —Sonrió con fingida modestia—. ¡Eso creo, por lo menos!
Saludó con una sonrisa al salmonete, y bendijo con unción a su compañera humana.
—Pero esto debía de ser una colonia humana.
—¡Ah! Cierto, cierto. ¿Y para qué supones tú que salimos a la galaxia, sino para transformarnos, nosotros también, en algo sobrehumano, en algo nuevo? ¿Cuál dirías tú que es la verdadera finalidad profunda de la colonización? ¿Más Lebensraum, más espacio para continuar con las actividades ordinarias? ¡Ach! Cada nuevo mundo modifica a la Humanidad, poco a poco, pero infaliblemente, hasta que surge otra especie de seres. Los soles extraterrestres, los biorritmos extraterrestres, la ecología extraterrestre… No puede uno adaptarse a todo eso sin alteración. Aquí el proceso se acelera, sencillamente, gracias a nuestros anfitriones, los de la horda mental.
—Supongo que sabías todo eso por adelantado, incluso antes de salir de la Tierra.
—¡Cuánto sarcasmo! No, Sean, no estoy loco. ¿Cómo podía conocer por adelantado la existencia de la horda mental? Yo no tenía ni la menor noción de lo que iba a ocurrir aquí. Pero aquí hallé el oro: la piedra, el aqua nostru. La estaban usando mal; era un poder no bien comprendido. ¿Te ha contado la horda mental lo ocupada que estaba dando animación a una raza de pájaros inteligentes, antes de que llegásemos nosotros? Llevaban por lo menos cien mil años haciéndolo, como un trabajo de relojería, repitiéndolo una y otra vez. Bien, eso quedó abandonado…, salvo en el sentido de que algunos de los de la horda mental que participaban en la animación quedaron revestidos, digamos, de un nuevo plumaje. Nunca se habían enfrentado antes al espíritu viviente de una raza, a todas asas fuerzas inconscientes tan violentas. La dinámica espiritual. Sólo contaban con la apariencia y con lo que pudieran conjeturar acerca del espíritu y que les servía pura la simulación. Todas las cortezas artificiales que han construido deben de ser por el estilo…, a menos que alguna de ellas haya logrado ponerse en marcha y empezase a evolucionar de verdad. A menos que la simulación se apodere de ellos… cosa que, en el fondo, nuestros amigos energéticos realmente ansían para tener así una especie de autenticidad existencial. Porque ellos no han evolucionado jamás como nosotros. Ellos surgieron cierto día de la singularidad, tal cual, totalmente desarrollados y coherentes.
—Según me dijeron, todos los originales de esas Disneylandias extraterrestres se habían extinguido ya, y aparte esas vidas miméticas creadas por ellos, estábamos solos.
—¡Otro error de interpretación, causado por su falta de ímpetu evolutivo! Las razas que evolucionan parecen poseídas de una necesidad de propagar un mensaje sobre sí mismas: «Hola, estamos aquí y esto es lo que somos». Sitúan una radiobaliza. También nosotros lo hicimos. Esto ocurre mientras todavía creen que pueden tener contemporáneos en el universo, ordinariamente solitario. Pero, la verdad, es solitario. Cuando las razas advierten su soledad, se ven forzadas a elegir entre quedarse como están, y degenerar… o evolucionar hacia algo extraordinario, algo que vaya más allá del universo ordinariamente desierto. Es por ahí donde eligieron marchar las razas alienígenas, ahora silenciosas.
Alzó la vista hacia el cielo color turquesa, como si pudiera verlas claramente allí, más allá del sol, más allá de la inmensidad del espacio.
—¡Bah, vamos! Hay una alternativa obvia: la colonización. Si la galaxia está vacía, poblémosla. Colonicemos todo el condenado espacio. ¡Y eso es lo que hacemos!
Strauss meneó la cabeza.
—¿De veras? ¿Es eso lo que hacemos? Demasiado espacio, Sean, y períodos de tiempo demasiado largos. Además, cualquier raza que emprenda un programa de colonización descubrirá pronto que el colonizar mundos extraños produce seres extraños a ella. No es posible reduplicarse en otro lugar, sin más. ¿Cómo se justificaría, pues, la inversión? O recogen bártulos, o eligen el camino extraordinario.
—¿Tal como sucede aquí?
—Evidentemente, Sean: ¡Oro!
Se frotó los nudillos, como un Aladino llamando a un genio que hubiera estado doscientos años a su servicio. La urraca consideró si posarse en ellos, pero prefirió una zarzamora.
—¡Qué cómodo… para ti, según tus opiniones! ¡Y qué coincidencia tan extraordinaria! Tal como lo cuentas, parece que estuviese todo predestinado. Tu destino personal estaba esperándote aquí. ¿Y si te hubieras presentado para otra expedición distinta del programa Exodus, eh?
Knossos, muy satisfecho, se alisó la túnica. Indudablemente, aquel día rebosaba de un modesto amor a sí mismo.
—En otras colonias, qué duda cabe de que no me habría quedado otro remedio que armarme de paciencia y estudiar los efectos de los biorritmos extraterrestres. Seguramente mi papel habría cobrado una importancia cada vez mayor…, pues, de lo contrario, la colonia estará kaputt tan pronto cuando su alienación vaya haciéndose obvia.
«Cualquiera que sea la expedición Exodus, a mí se me necesita por buenas razones. Por eso tú también estás aquí, gracias a tus conocimientos que, por cierto, son casi los mismos que los míos: el ajuste de nuestros patrones arquetípicos heredados en un marco de referencia no humano, ¿nicht so? Las corrientes del inconsciente que, si se ven obligadas a cambiar de cauce, harían del hombre un ser nuevo y diferente.
—¿Qué quieres decir con eso de que se te necesita cualquiera que sea la expedición? Ésta es la única colonia donde casualmente te encuentras.
—Sean Athlone, yo soy parte de un plan. O digamos mejor, de una estrategia heurística… En cualquier caso, yo la concebí. Ahora escucha bien. El administrador o la administradora de cada colonia nueva está convencido de que la colonia sobrevivirá gracias a su administración. Y lo mismo el sociólogo principal. Y el psicólogo jefe. Pero yo estoy también allí: el transmutador, el alquimista espiritual. Estoy oculto entre los demás colonos, disfrazado de bioquímico y xenobiólogo bastante brillante.
—Y ahora estás aquí. De manera que te ocultaste, y he aquí tu persona. ¡En eso no hay ningún plan maestro!
—Sí lo hay.
—Es una pura coincidencia que hayas aterrizado en un lugar donde pudiste descollar.
—¿Una coincidencia increíble? —sonrió Strauss con expresión bastante equívoca, y se quedó mirando al cielo con aire pensativo, como si se sintiera ligado a otras islas azules más allá de la oscuridad—. Yo estoy en todas las expediciones, Sean, bajo un nombre u otro. Como un mecanismo de relojería. Ganando tiempo, para mí o para mi descendencia. ¿Lo entiendes, Sean? Se hizo una clonación conmigo. Porque el viaje estelar es alquimia. La nave espacial es el matraz espagírico donde la esencia de la humanidad es aislada, preparada para un cambio radical. Y las estrellas nuevas son los hornos.
—¿Una clonación contigo? ¡Pero si eso estaba prohibido! Lo prohibieron antes de que tú y yo saliéramos de la Tierra.
—Hicieron conmigo la clonación y aceleraron el crecimiento y la educación de mis clones. Ése fue el secreto, Sean. Bajo diversos nombres ficticios, yo iba a ser, como tú dirías, el alquimista guía de la colonia… Si se presentaba la necesidad, como siempre supe que se presentaría, a medida que la colonia cambiase de orientación y los humanos se transmutaran en una nueva especie. E hicieron clones sólo de mí, porque siempre han sobrado buenos administradores y gentes por el estilo; en cambio yo era único… ¡El único que había conservado la fe! Naturalmente, la opinión pública creyó que la colonización era una empresa absolutamente normal, cuestión de transportar Metrópolis o un pueblo cualquiera a otro planeta. Pero eso jamás fue cierto. La idea de la colonización como un procedimiento para aliviar el exceso de población de la Tierra es ridícula. A cada hora nacen muchas más personas que las que seríamos capaces de transportar en un año.
—¡Ésa nunca fue la razón! Se trataba de diseminar la humanidad hacia las estrellas, para así mejorar nuestras probabilidades de supervivencia.
—Pues bien, eso tampoco era posible. No bajo estrellas desconocidas. Los extraños mundos procrean seres también extraños, y yo lo sabía. Fue un procedimiento, Sean, para interrogar a nuestra misma humanidad; una manera de averiguar lo que podía salir de nosotros. Ésa es la única razón profunda y verdadera para la colonización. Un móvil evolutivo. Nuevos nichos biológicos, nuevos seres.
—Te refieres a la evolución en el sentido darwinista.
—Y también a la evolución espiritual. ¡Triangular el sentido del universo desde perspectivas desconocidas! Superarnos a nosotros mismos. Pero ¿cómo le venderías una idea así al público votante? ¡Oh, sinántropos, invertid vuestros caudales en el Homo habilis! ¡Oh, hombres de Neandertal, emplead vuestra fuerza para el avance del hombre de Cro-Magnon! Y sin embargo, la voluntad de evolucionar y transformarse es un arquetipo hondamente arraigado, como sin duda no ignoras. Es lo que, disfrazado bajo la panoplia de la navegación interestelar, suministró el verdadero empuje emocional… ¡y por lo mismo que nadie se atrevería a confesarlo públicamente! Era algo tan profundo como el mismo instinto de supervivencia. Pero ¿qué es la supervivencia? Algo que impone el cambio y la transformación. Así ha ocurrido siempre. Mis compadres de otros lugares (o sus descendientes clónicos, puesto que fueron bien entrenados en ese aspecto de la biología) necesitarán para ello más tiempo que aquí, donde el oro cayó en mis manos nada más llegar. ¿Entiendes ahora lo que significa realmente la colonización de otros mundos? ¿Y cómo se ha de aparentar en secreto? Piénsalo, Sean, aprendiz mío. El ser humano debe alterarse.
Sean, aturdido, se sentó en un tronco. Knossos se acuclilló a sus pies, en afable parodia de la relación maestro-discípulo. El tronco no había caído víctima de la putrefacción; era un asiento rústico natural, preservado y mantenido.
—¿De modo que eres un clon de Strauss?
—No, yo soy el original. Tuve suerte, Sean. Mucha suerte. La suerte, al fin y al cabo, es un factor más del universo. Coincidencia. Sincronismo. ¿No era así como le llamaba tu mentor espiritual Carl Gustav? Llámalo como quieras. Consideremos tu propio apellido, Athlone. Afinidades electivas, ¿no? Tu mentor Jung sabía algo de eso. Éste es un plan muy largo, Sean. Sí, estoy, o he estado, en todas las expediciones.
Sean golpeó con el puño sobre la palma de la otra mano.
—¡No! Sencillamente, me niego a creer que la Tierra pusiera en marcha todo un maldito plan de colonización… ¡para secundar tus obsesiones alquimistas! No me lo trago, Strauss. Estás mintiendo.
—¡Ah, amigo! Naturalmente, ésa no fue la razón manifiesta. Sólo era el motivo profundo y no confesado. Como es lógico, la Tierra no puso clones de mí en todas las naves por hacerme un favor, ni siquiera porque hubiesen comprendido que yo tenía razón. Pero supe «venderme» a mí mismo, Sean, y con mucho éxito… Bajo las especies de lo que los antiguos futurólogos solían llamar una proyección a muy largo plazo, un comodín. Yo era hombre de cierta influencia. Conocía a mucha gente, tomé esa precaución. Mientras promovía mi causa, me moví entre bastidores. Trasplantar personas a mundos inexplorados no es lo mismo que transportar turistas sobre el Atlántico, ¿sabes? Es una partida totalmente nueva, Sean. Al menos se necesita un comodín en la baraja, porque puede ser útil incluso para la mera supervivencia. Seamos modestos: ¡tal vez hubo otros, desconocidos incluso para mí! Pero en este caso, por feliz sentido de la oportunidad, fui yo el comodín del que hubo que echar mano. E inmediatamente. El Objetivo Uno nos jugó una mala pasada: había inestabilidades estelares que la sonda Génesis no detectó. Así que el capitán Jerónimo ensayó la otra opción. Pero el Objetivo Dos nos traicionó. Menos mal que estaban los alienígenas. Los imitadores. Los proyectistas de realidades.
Sean hizo un ademán hacia la ojiva de la Schiaparalli.
—La Tierra querrá enterarse de los resultados. Les gustará saber lo bien que te has portado.
Por efecto de un temblor en el aire, la Schiaparelli parecía tambalearse; durante un momento, Sean la contemplo como algo diferente, como otra posibilidad más apropiada.
—Sean, Sean, no quieras jugar conmigo. He actuado correctamente frente al desafío de este mundo y de sus creadores no humanos.
—Así que hubo un encuentro entre mentes… ¡Un pacto entre tú y ellos!
Strauss se mordió los labios.
—Durante la hibernación, sí. Tuve una visión. Un contacto onírico con ellos. Hablé con ellos en el espacio psíquico. Intercedí con lucidez. Mi… imaginería les atrajo, porque ellos son transformadores. Transmutadores.
—¿Y el Dios? Era preciso que creyeses en un Dios para que incluyeran uno.
—Pues sí. Ahora estamos desarrollando un Dios, un estado de deidad en que entraremos todos.
—Me parece que no desempeña su papel de muy buena gana.
—¡Enfermedades infantiles!
—¡No era necesario incluir un Infierno!
—¿Y cómo no? Sirve para clarificar, para destilar. Y no es eterno. La mayoría de las personas pasan la mayor parte de tu tiempo, mientras recorren la espiral ascendente, en el Jardín. Admitirás que es bastante agradable.
Sean contempló los abundantes racimos de moras, al alcance de quien quisiera servirse. Asintió.
—De todos modos, celebro que lo hayas mencionado —continuó Knossos—. En caso de que tuvieras que informar, la situación de aquí podría parecer algo, digamos excesiva, a las autoridades de la Tierra. Me doy cuenta de que aun tardarían varios siglos en poder intervenir aquí y además, francamente, dudo de que pudieran, teniendo en cuenta los poderes que poseen los alienígenas. Pero es posible que mis clones de las demás colonias dejaran de ser considerados como comodines; los mirarían como a víboras escondidas en su propio seno.
—Estoy seguro de que la Tierra comprenderá que lo hiciste todo por el bien común —dijo Sean con ironía.
—Todos evolucionamos en saludable simbiosis con los alienígenas, para mutuo e inmortal beneficio —asintió Strauss—. Luego el mundo podrá convertirse por entero en Jardín y Paraíso. Pero ¿contarle a la Tierra lo del Infierno, el crisol? ¡Ah, no! Sería prematuro.
—¿Cómo puede hacerse Jardín un planeta que no gira sobre sí mismo?
—¡Bah, Sean! Basta con hacer que gire, y ya tienes el Milenio.
—Pero ¿y el par de fuerzas…?
—Se trasladará al pequeño agujero negro que existe en el centro de esta cáscara. Nuestros alienígenas tienen grandes poderes, Sean. Lo único que les pasa es que les falta un poco de finalidad, y por eso toman prestada la de otras razas. Son camaleones, o mejor dicho supercamaleones.
—¿Qué ocurrirá después del Milenio?
—¿Quién sabe lo que podrá escoger un mundo de seres perfeccionados?
—¿Quizá tener hijos, al fin?
—¡Ah, sí! No quiero que los pequeños hayan de pasar por el Infierno. Soy un hombre compasivo. De todos modos, la población adulta es bastante numerosa. Convencí a la horda mental para disponer de cierto número de individuos clónicos idóneos, e hice que desarrollaran hasta el estado adulto nuestros óvulos fertilizados, imprimiéndoles la inclinación hacia conocimientos especializados: idiomas, habilidad, cierta intuición del sentido del mundo. Desde entonces, naturalmente, esos neoadultos han desarrollado sus propias personalidades inherentes, en el transcurso de la Obra.
—¿Individuos idóneos? ¿Cómo?
—¿Que cómo podía saberlo? Sondeando su patrón.
—Su espectro.
—¡Ah! ¡Lo has comprendido! ¿Tú lo ves así, no es cierto, como un espectro? ¡Hum! Sí, es lo más propio. Veo que sabes interpretar detalles muy finos de la psiquis. Yo me lo figuraba más bien como una columna de destilación fraccionada o una cromatografía, claro que eso se debe a mi formación… Otros adultos con cuerpos imitativos proyectados, animados por la horda mental. Somos suficientes…, pero aún podemos optar por tener hijos: perfectos hijos del Edén.
—¿Y qué pasará, Herr Professor, si la Tierra viene a por ti de todos modos…, con medios más poderosos que la Schiaparelli? ¿Qué, si la Tierra construye propulsores estelares más rápidos que la luz?
Knossos se encogió de hombros.
—La horda mental no puede mover sus mundos sino a velocidades sublumínicas, y eso que dispone de la propia energía del Vacío. Ninguna otra raza de las reanimadas por ellos construyó jamás naves hiperlumínicas para el seguimiento de sus radiobalizas. Creo que la velocidad superlumínica es imposible. Cuando todos alcancemos la fase de la perfección, Sean, estaremos a un nivel bastante diferente. El contacto con estas otras criaturas perfeccionadas tendrá lugar por otro canal: el del espíritu.
—Suponiendo que estén todavía por aquí, en algún otro nivel de existencia. ¡Lo que es muchísimo suponer!
—Piensa a lo grande, Sean. No cabe duda de que algunos hincaron el pico. Pero la vida es el lenguaje del universo. ¿Iba el universo a olvidar cómo articularse a sí mismo, dentro de sí mismo?
—¡Ah, sí! Tu programa de holovisión.
—¿Cómo sabes eso?
—Una maquinista me lo ha contado. Tu vanidad impidió que tu expediente quedase en secreto.
—¿Vanidad? ¡Oh, no! Mi expediente es… irrelevante, eso es todo. Ahora yo soy Knossos.
—Gnosis.
Strauss hizo una pequeña reverencia burlona. Luego sus facciones se endurecieron.
—Si quieres hacer el papel de abogado del Diablo, no obstante, ¡te prometo que hay un lugar para eso! Preferiría con mucho que fueses mi aprendiz, o mi igual.
—¿Me amenazas?
—¡Todo lo contrario! En el Infierno se desliza uno automáticamente, cuando no se purga de sus celos y de sus falsas lealtades. No me importan tus creencias, porque todo el mundo cree en algo. La fe es el marco necesario para todo pensamiento y toda acción. Creer en algo, aunque sea en la incredulidad. La fe es el aire que respiramos, o no estaríamos vivos. Pero no, puesto que tú ya tienes algún conocimiento del mecanismo psíquico de la proyección. Sólo te pido que apliques ese conocimiento, en vez de negarlo. ¿Acaso no consiste en eso tu empleo?
—Entre otras cosas, mi empleo consistía en informar a la Tierra.
—Bien, pues ahí está vuestra astronave. Ve allá. Reúnete con tu capitán y tu tripulación. Verás lo bien que cuadra ese marco de creencias después de todo lo que has aprendido Ahora eres diferente, Sean. Estás alterado.
—Sí —admitió Sean.
Podía intuir a Muthoni, Denise, Jerónimo… al Diablo, al Dios, y el lugar que ocupaban todos ellos en el proceso de transformación en seres de un tipo más elevado. Si centraba su mente en ello, intuía su posición, como las trazas en la cámara de niebla sitúan la colisión de sus «partículas» con otras partículas, liberando energía que da lugar a nuevas partículas cargadas, que de este modo se transforman lentamente a sí mismas. En cuanto a Jerónimo, parecía un producto perenne de la desintegración (o mejor dicho, una partícula de intercambio, como esos fotones que se intercambian en las interacciones entre partículas, pero siguen siempre allí): una unidad de observación. Una traza de luz en la lente que era el microcosmos de aquel planeta. Podía intuir sus curvas de distribución, sus rayas espectrales (y qué partículas tan exóticas, y sin embargo de larga vida, eran todas aquellas bestias «alienígenas» y aquellos pájaros, cada uno representado por la firma de su energía psíquica propia…). Por un momento, el Jardín floreció para él como un calidoscopio de energías chispeantes, en proceso de transformación, un intercambio de luz viviente.
—Las viejas lealtades son rémoras, Sean. Ve y desengánchate tú mismo.
El brillo de la ojiva de la Schiaparelli llamaba a Sean. ¿Tal vez era únicamente gracias a su propia resistencia (o a la resistencia empecinada de Austin, Paavo y Tania) por lo que su existencia concreta se mantenía dentro de la proyección planetaria? Podía alterarse, pensó, temeroso pero con una sacudida de excitación. Podía resultar absorbida en la proyección, para convertirse en un crómlech o en cualquier otro aparato de aquel mundo de transformaciones…
—Iré, desde luego.
Corvo, la urraca, bajó en vuelo rasante y, burlona, se cagó en su túnica.