19

Una mano alzó suavemente la muñeca de Denise. Le tomaba el pulso. ¿O quizás inyectaba en ella el pulso? La energía, la actividad y la vida misma pasaban de aquellos dedos, a través de la muñeca, a todo su cuerpo.

Abrió los ojos.

Un hombre cubierto con una túnica de color rosa se inclinaba sobre ella. Iba descalzo. La túnica era de lino, sujeta debajo del cuello por un broche de oro. Lucía unos rizos dorados hasta el hombro, una barba castañorrojiza más oscura y un delgado bigote lacio. Tenía la nariz larga, la frente despejada y los ojos algo saltones.

Después de hacer lo que pareció un signo de paz o de bendición, Él la hizo incorporarse hasta quedar arrodillada y luego, soltándola, se alejó hacia el lindero del prado en donde ella había vuelto en sí, para dirigirse hacia un grupo de naranjos. Ella descubrió que estaba arrodillada sobre una pequeña elevación. Más allá de la arboleda se divisaba la orilla opuesta de un lago de aguas azul pálido, lisas como la seda, de las que se alzaba una especie de obelisco rosado. Una orejuda liebre pasó dando brincos, pero se acurrucó y se quedó quieta al paso de Él.

Sentía su cuerpo limpio y lleno de vigor. Su cabello boticelliano le caía otra vez sobre los hombros, sobre los pechos, en suaves y dorados bucles.

—¡Oh! —exclamó llena de asombro al tocarse los rizos.

El pie lastimado…, estaba curado, y restaurado el dedo perdido.

—¡Espera! —quiso retener al desconocido que se alejaba.

Éste se volvió y la miró con cierta severidad. ¿O tal vez con admiración? ¿La contemplaba…, como a una posible esposa? Si Dios desciende a la carne, ¿hasta dónde querrá profundizar? Quizá se había desposado ya con ella mediante el simple contacto de su mano en la muñeca de ella…

—Tú —dijo ella, castamente, un poco avergonzada.

Se preguntaba si no sería mejor cubrirse con las manos, pero ¿para qué?, en presencia de quien había moldeado sus pechos y sus muslos.

—Yo soy Él —replicó Él con tranquilidad, y continuó su camino, hasta desaparecer en la espesura.

Así pues, yo soy Eva, pensó ella. Pero ¿dónde está Adán? Miró a su alrededor.

El sol estaba en las diez de la mañana. Aquél era un jardín paradisíaco de césped, de bosquecillos y lagos, quizá más hermoso aún que el Jardín de las Delicias, pero en una fónica más serena, de pacíficos tonos pastel en vez de los pigmentos brillantes de éste. Todas las cosas estaban además en proporción; Denise no veía allí ni pájaros gigantes ni bayas descomunales…, al menos de momento. Aquel sol benigno quizás acababa de dispersar la niebla matutina…, aunque también se podía pensar que aquello no había vanado en mucho tiempo. Era un verdor refrescante, no lujuriante. Se preguntó si allí las criaturas copulaban o simplemente jugaban… No: en el aire flotaban aromas de fecundidad. Olía a criaturas nuevas, a nueva vida. Aspiró el aire, lleno de fragancias de lechosidad verde, como si la hierba, al pisarla, no derramase savia sino leche recién ordeñada. Y lo mismo el lago, más allá de los árboles, vertía efluvios, no de copulación sino de nacimiento. Ella forzó la vista; la orilla lejana parecía agitada por un…, hervor de criaturas nacientes. Se tocó el vientre. ¿Podría ella tener también un hijo? O quizá no: ella era Su criatura.

La liebre se acercó de un salto, y arrugó la nariz, mientras la contemplaba con sus grandes ojos líquidos. Ella le acarició sus largas orejas. El animal permaneció un rato cerca de ella, palpitante, hasta que, de súbito, dio un brinco y se alejó; pero luego se detuvo antes de volver a saltar, como si quisiera mostrarle un camino.

—¡Hola!

Muthoni parpadeó, se sentó en el suelo y se frotó los ojos. Su cuerpo estaba otra vez tan negro como el hollín. Habían desaparecido todas las manchas. Encantada, se pasó las manos sobre la piel. Sí, había sido devuelta a sí misma. En cuanto a Jerónimo, parecía más joven y más firme…, sin aquel aire dubitativo y equívoco. Muthoni tuvo la extraña sensación de que alguien acababa de dejarles, alejándose de puntillas…

Estaban en un primitivo refugio de troncos y techo de hierba, apoyado en una pared de piedra arenisca. Delante de la choza corría un arroyo, cuyas aguas lamía perezosamente un estanque opalino. Una frágil fuente rococó de porcelana rosa translúcida se alzaba en el centro de aquél. La base de la fuente era un islote como de ladrillo adornado con numerosas cañerías y redomas, mientras que la fuente misma tenía una decoración de hojas, ramajes y frutos de cerámica. Un faisán y un pavo real se habían posado en aquellas ramas. Chorros de agua brotaban a diferentes alturas, saliendo de pitorros tan delgados como floretes, que así dejaban caer espadas blandas de líquido que iban a turbar la tranquilidad de las aguas del estanque y se sumaban a las ondas causadas por una bandada de patos salvajes que chapoteaban entre los juncos de la otra orilla; y también por un desfile de otras criaturas que entraban y salían del agua hacia una serie de cuevas en la roca, que parecía un panal lleno de ranas, salamandras, ajolotes, tortugas y galápagos. Entre los más pequeños se paseaba una garza que de vez en cuando arqueaba el cuello para apoderarse de una sabandija y metérsela en el gaznate. Parecía como si controlase la calidad de la producción, o como si fuese obligado que hubiera un recordatorio de la muerte, aunque sólo fuese uno, para contrarrestar tanta ebullición de vida.

A un lado de la orilla rocosa crecía un bosquecillo de naranjos; al otro, prados segados se extendían hacia un horizonte de colinas azules cortadas a pico, como si fuesen de pedernal. En la llanura pastaban los antílopes, y un elefante solitario, blanco como la tiza, andaba por allí con un gran mono sobre los hombros a manera de cornaca. El elefante se abanicaba con las orejas y lanzaba de vez en cuando un barrito triunfal.

De pronto, Jerónimo le mostró a Muthoni una granada que había escondido a su espalda. Ella rompió la corteza dorada y rojiza y chupó la pulpa dulce, para luego escupir sus semillas en el lago.

—¡Gracias a Dios, un poco de fruta, y no más canibalismo, no más gallos chamuscados, no más pescado crudo!

—Gracias a Dios, en efecto —asintió Jerónimo, y sacó la naranja que se guardaba para él.

Ambos se pusieron a desayunar.

Sean despertó. ¿Dónde estaba? No tenía ni la menor idea. Una vez, hacía muchos años, había cogido una tremenda borrachera y a la mañana siguiente despertó, también, sin tener la menor idea de dónde se encontraba, ni de la ciudad, ni del país. Sí, fue en una cervecería al aire libre de la vieja Salzburgo, a orillas del espumoso Salzach, donde había bebido demasiado, engañándose a sí mismo con la ilusión de que, mientras el valle entre aquellas dos colinas lejanas y la cima de otra más próxima mantuvieran su simetría perfecta, aquel paisaje le garantizaba en cierto modo la sobriedad. Aquel antiguo recuerdo (¡ah!, era como tratar de evocar un sueño de los que siempre arrastran por la cola el recuerdo del sueño anterior…) le trajo a la memoria que recientemente había vuelto a emborracharse. La amnesia alcohólica de antaño le permitió representarse otro despertar amnésico más inmediato, tras un sueño de tremendo frío. Pero no, que no fue ese sueño largo y frío.

En cambio, ahora sentía verdadero calor. Estiró voluptuosamente las piernas. Estaba echado sobre un blando césped, debajo de un árbol grueso, de tallo carnoso, cuyas hojas puntiagudas se abrían en forma de abanico: un nopal cruzado con una palmera… En todo caso era un árbol de estilo ingenuista. Una vid trepadora se ceñía a su tronco y las ramas más bajas se inclinaban bajo el peso de los racimos color amatista. Desde el tronco, un lagarto color escarlata le miraba fijamente. Por entre el follaje se divisaba un purísimo cielo azul. Un poco más lejos, se vela un naranjal y la orilla de un lago.

¿Quién soy yo? Mi personalidad se me escapa. Si hago un esfuerzo puedo alcanzarla todavía. No, en realidad no es cuestión de alcanzarla. Sino mas bien de «desalcanzar», dejándome recaer en los confines de mi antiguo yo, para volver a adoptar esa existencia particular y limitada. En este instante de despertar amnésico estoy libre de mí mismo.

Soñé…, un sueño vivido. Ah, sí: de una astronave que se llamaba Schiaparelli; del aterrizaje en un planeta que es una pintura abundante en la imaginería psíquica más profunda, convertida en el medio ambiente natural de aquél. Yo viajaba por el hemisferio diurno con mis amigos, hasta que se apoderó de mí una muerte que no era la muerte. Y desperté en el Infierno. El Diablo me devoró. Puedo hacer que todo esto sea mi historia, y llamarme otra vez Sean Athlone…, o puedo convertirlo, simplemente, en un grupo de frases de un idioma que expresan lo que no soy todavía. Y ahora, ¿qué pude decirle yo al Diablo para convencerle tan rudamente de que me dejara pasar a través de su sistema? ¡Ah, sí! Le propuse una paradoja: que él me adoraba a mí. Logré alcanzar la intuición de la paradoja y hablar con el lenguaje de la psiquis, mientras que hasta entonces no pasaba de hablar acerca de ella. Ahora ella habla a través de mí, y de todos los que viven y mueren y retornan aquí a la vida.

Una sombra se interpuso entre Sean y el sol. Un hombre barbudo, vestido de rosa, de unos treinta años (aunque no se sabía bajo qué sistema de cómputo), le estaba observando. Precipitadamente, Sean se incorporó.

Aquella barba pelirroja debía de ser un postizo, porque la cara era la de…

—¡Knossos!

El hombre meneó la cabeza.

—Knossos es mi hijo, el que vive en el Jardín. Mi espíritu vuela siempre con él…, está en el pájaro que le acompaña.

—¿Tú…, eres el Dios? ¿El Ser Supremo? ¿Cómo te pareces tanto a Knossos?

—Yo soy ese aspecto del Dios que es Dios-Hijo: el Hijo del Hombre. He de parecerme al Hombre. Dios y el Hombre se reflejan mutuamente. Sólo así puedo presentarme ante ti, Sean.

—Pero Knossos en realidad es Heinrich Strauss, un hombre dotado de una obsesión tan poderosa que…

—¿Que me ha obligado a que me parezca a él? No olvides que oigo tus pensamientos, Sean —sonrió el Dios con indulgencia—. Mira.

Inclinándose, hundió Sus manos en el suelo pon tanta facilidad como un cuchillo que cortase mantequilla. Alzó en ambas palmas un montón de tierra, lo amasó unos instantes y luego abrió las manos. Un petirrojo miró a Sean con los ojos muy abiertos, y Él lanzó el pájaro al aire para que echase a volar. El petirrojo se posó en una rama del nopal y empezó a gorjear alegremente.

Al mismo tiempo, el surco hecho en la hierba se cerraba por sí solo.

¿Milagro o truco de prestidigitación?

—¿De dónde has sacado ese pájaro?

—De otro lugar de este mundo donde estaba en trance de muerte…, entre los colmillos de una civeta. Yo soy el medio transmutador, Sean. Mis huesos son la lapis, la Piedra. Por mis venas corre el aqua nostra. Disfruta de Mi mundo, te lo ruego, y aprende de él.

—Quiero saber de dónde procedes tú.

—En un sentido más amplio, soy un elegido del Dios Todo.

—¿Así que en realidad no eres el Dios?

—Lo soy y no lo soy. Yo siempre he estado aquí, pero no conocía Mi propia presencia, en vuestro sentido humano, hasta que vuestro pueblo, que es ahora Mi pueblo, llegó y se convirtió en Mi espejo. Y yo, el que habla contigo en este momento, soy sólo una parte de Todo Mi Ser. He dimitido de esa Totalidad a fin de poder ser para ti. Más aún, mi Diablo ha dimitido para alejarse todavía más de la Luz Total y vivir en las tinieblas; él es la cara oscura del espejo.

—¿Sabes acaso lo que ocurre en el Infierno? ¡Lo del dolor, la locura, las máquinas víctimas y verdugos!

—Puesto que Mi Diablo está allí, Sean, puedes creer que yo también estoy allí. Dondequiera que haya un ser, allí estoy yo. Es Mi esperanza que vosotros me redimiréis a Mí, por medio de vuestros sufrimientos, vuestras alegrías y vuestro conocimiento…, para redimirme de la oscuridad de la materia, que en el Infierno encuentra su nadir y su eje.

—¿Necesitas…, ayuda? —preguntó Sean, atónito.

¿Debe Dios decir necesariamente la verdad? ¿Es decir, una verdad distinta de la que los hombres (tales como Austin) pueden concebir? Austin iba vestido para ocultar su conocimiento secreto; éste era su túnica oculta de sumo sacerdote. Este Dios llevaba vestiduras también: para ocultar a los ojos de los hombres el resplandor del conocimiento… ¿y quizá también a Sí mismo? De lo contrario, ¿como se habría personado en aquel Su Mundo? Yo puedo hablar con el Dios, pensó Sean, pero no es más que hablar, no es entendimiento… lo que está debajo de las vestiduras y de la carne y los huesos.

Aquel Dios en particular fue «especificado» cuando la Copernicus entró en la zona divina de aquel sistema solar, más allá del cual estaba el resto del universo, dónde tales condiciones, sencillamente, no regían…

Dios le contemplaba con paciencia.

—Es mi placer pasear por este Edén y hablar con Mis criaturas —observó, a manera de invitación.

—¿Tienes que alimentarte? ¿Necesitas comer?

—Yo me alimento de todos vosotros, Sean. Incluso de vosotros, los recién llegados —contestó Dios con una mueca—. Tenéis hambre de energía cuando despertáis.

Hizo un gesto hacia los racimos que colgaban de la palmera-nopal:

—Un Árbol de la Vida.

Arrancó un racimo de uva negra y se la ofreció a Sean.

La pulpa dulce y jugosa vigorizó a Sean tan pronto como la probó. Devoró un racimo tras otro, mientras Dios contemplaba el banquete.

Sean se limpió el jugo de la barbilla.

—Así pues, ¿cómo era este planeta antes? ¿Estéril, sin atmósfera? Es demasiado pequeño para tenerla, pero la gravedad es más intensa de lo que corresponde a su tamaño. ¿Cómo has conseguido eso?

Dios se encogió de hombros, sin perder la afabilidad.

—No fui yo…, el Todo lo hizo. ¡Qué importa! Se hizo…, ¡Fiat mundus! Ahora soy yo quien mantiene este mundo.

—¿Y durante cuánto tiempo piensas mantenerlo?

—Durante un milenio, como es natural. Mil años, ¿cuántos, si no?

—¿Y cómo puede nadie medir los años cuando no existen ni la noche ni el día, puesto que la una y el otro son eternos?

—Olvidas, Sean, lo mismo que lo olvidan todos mis hijos, una vez libres de la tiranía del tiempo, que este mundo todavía gira alrededor de un sol. Cada giro supone un año más…, sin otra medida de tiempo, ciertamente, pero no deja de ser un año.

—Hasta que hayas contado un millar de vueltas. Y luego, ¿qué?

—Se habrá completado la Obra.

—¿Se habrá cumplido Tu Voluntad? ¿O será la nuestra? ¡Eres una extraña deidad gnóstica cristiana para andar así por el espacio!

—Yo reflejo…

—Ya lo sé, a Knossos y a su alquimia gnóstica. Debe existir alguna manera de verte… ¡como tú mismo te ves! Ésa es la verdadera Obra, ¿verdad? ¿Atravesar ese tapiz de simbolismos vivientes? Eso es lo que quieres que hagamos, ¿no es cierto? Porque eres prisionero de ese tapiz tejido de ti mismo. ¿A que tengo razón, extraterrestre sobrehumano?

Dios se mostró ligeramente ofendido.

—¿Por qué me llamas eso? Sin duda es bastante menos que Dios.

¿Pasaría por el Infierno una oleada de dolor al tiempo que Sean le ofendía? Dios creía que Él era Dios (aunque no lo hubiera sido en principio), y se veía respaldado por todo el mundo como prueba… Nosotros le hicimos Dios, así que Él eligió serlo.

—Tú eres Dios, pero en realidad no conoces… ¡todo el panorama! ¿Qué es ese «Todo»? ¿Lo sabe él?

(Dios apretaba los labios, como si alguna prohibición le impidiera contestar a eso.)

—¡En cualquier caso, debes ser el primer Dios agnóstico, sin duda alguna!

Sean miró a su alrededor. Un pavo real picoteaba el césped, pero luego dejó de picotear y abrió sus espléndidas plumas en un abanico estremecido de azules y verdes irisados, vuelto hacia Dios…, quien sonrió con aprobación. Un cordero blanco se acercó y baló al ver aquel amanecer súbito de verde pluma y los ocelos temblorosos que exhibía en despliegue.

—¿También mis amigos están aquí?

—Cerca de este lugar.

—Llevamos muy poco tiempo aquí, en comparación con todos los demás, y sin embargo ya hemos muerto dos veces. Ellos pasan muchos años en el Infierno, ¿no es cierto? ¿Es que nos has designado para algo especial, Dios? ¿Para algo nuevo?

—Deberías saberlo ya.

—¿Antes de estar en gandiciones de dártelo?

Mientras contemplaba aquel rostro sereno, juvenil, enmarcado en oto, y recordando que Él (o un Todo aún más grande) era el responsable del diseño y de la continuidad de todo aquel mundo en su forma actual, Sean se sintió apocado.

—Te recomiendo las naranjas —sonrió Dios, con una seña en dirección al bosquecillo, como la de un jefe de sala mostrando el camino a un invitado.

¿Serían quizá los árboles del conocimiento? Sean, acompañado de Dios, se encaminó hacia el naranjal. Una vez allí, cogió un fruto y comió de él.

La naranja, aunque maravillosamente dulce, no le sugirió ninguna solución. ¿Tal vez porque no existía tal solución?

—Levanta tus ojos hacia las colinas de donde desciende la sabiduría —dijo Dios, críptico, y desapareció de allí.