18

La cúpula superior estaba desierta. Un paso más arriba, la gaita desgranaba su melodía sobre el disco de piedra, debajo del cual asomaban los rasgos esculpidos de Knossos. Jerónimo se acercó hasta donde lo permitía la curvatura de la cáscara para contemplar la monumental imagen. La expresión de la cara era melancólica, como si aceptase la necesidad de un Infierno, pero lamentando al propio tiempo los aspectos infernales del mismo (que eran una parte de su personalidad con la que había hecho las paces, de modo que no podría perjudicarle ni confundirle). El Infierno, el tormento del cerebro primitivo, era ya un fósil. No pataleaba ya en lo más alto de la médula espinal, sino que estaba petrificado, convertido en la Piedra, que ahora era el esqueleto firme y el fundamento de sus misteriosas actividades en el Jardín…

Pero la cara de piedra vigilaba, además, otra cosa…

Jerónimo señaló hacia el otro lado del charco de hielo que aprisionaba aquellas barcas rotas donde echaban raíces la pies de Knossos.

Más allá de la orilla, el terreno subía en pendiente, que desembocaba a su vez en un valle de tierra roja laterítica. Como ellos estaban en lo alto podían ver el fondo del valle…, del que salía un resplandor como el de un horno. La escena del valle parecía aumentada, como si el aire caliente que flotaba sobre aquél sirviera de lupa.

Vieron un trono trípode, una sillita de niño con zancos, sobre la cual estaba encaramado el Rey del Infierno, azul, con cabeza de pájaro, coronado con un caldero: el Diablo, en la forma canónica que pintó el Bosco. Su estatura sería de unos cuatro o cinco metros, en el supuesto de que se bajase alguna vez del trono. Pero ¿acaso podía? Tenía los pies aprisionados en unas ánforas, vinajeras de piedra sólidamente fijadas al travesaño del trono. El Diablo estaba allí, inmóvil, como un bebé demacrado sobre su orinalito, y vaciaba sus tripas incontinentes en un agujero que se abría por debajo en el suelo. Y lo que vaciaba en ese agujero (a través de un saco inflado de gases intestinales) eran seres humanos. Uno de vez en cuando. Muy de vez en cuando. Aunque permanecieron durante largo rato atentos a lo que revelaba el cristal de aumento del aire, no vieron que se acercase nadie, excepto dos hombres y una mujer, para hablar con él. Después de una conversación mas o menos larga, él atrapó a uno de los hombres y a la mujer con sus manazas como garras, se los metió enteros en el pico y se los tragó, para evacuarlos al poco rato por el otro extremo. En cuanto al segundo hombre, lo desdeñó y lo echó de allí… ¿Por indigesto, tal vez? No hubo más peticionarios y el Diablo se quedó solo, dueño único del valle donde se alzaba su trono.

—La otra cara de Dios —dijo al fin Sean.

Descolgándose, llegaron hasta los restos de una de las barcas en donde se empotraban las piernas arborescentes del coloso Knossos; luego saltaron al hielo, y de resbalón en resbalón lograron salir a la orilla. Sudorosos, bañados en el resplandor anaranjado procedente del valle, abordaron la cuesta.

Inmediatamente, el Diablo fijó en ellos su negro y reluciente ojo. Mientras se acercaban poco a poco, fueron abofeteados por un hedor químico que subía del agujero cloacal situado debajo del trono-orinal: disolución de la carne, digestión, eliminación… Desde lo que les pareció una discreta distancia, se detuvieron a contemplar al Diablo. Y éste abrió el pico y dijo con voz chillona y lloriqueante:

—¡Y bien! Tú has pasado por aquí antes, mi estimado Jerónimo. Así pues, ¿qué otra cosa puedo aprender de vosotros que no sea que la operación ha de realizarse muchas veces antes de poder culminarla con éxito? ¿Es que he de permanecer aquí sentado para siempre? Y tantos hombres y mujeres… y los animales y los peces que sin duda alguna les seguirán: ¡Ah! ¡Qué mal me encuentro! ¡Qué indigestión! ¡Alimentadme! ¡Llenad mi barriga de una vez por todas y quedaos conmigo! Si no puedo quedarme con las almas que devoro, este no es un Infierno de verdad. Si pudiera hacerlo, quizás aprendería algo. ¡Ah, pero se me mantiene en la ignorancia! De esta manera no llego a saber quién Soy. Y quién Fui. Y quién Seré. ¡Pobre de mí!

—¡Pobre diablo! —se compadeció Jerónimo, cauteloso.

El Diablo señaló con una de sus garras las facciones petrificadas de Knossos.

—Ése es quien me ata aquí, y quien desata mis tripas. ¿Si pudiéramos amontonar algo sobre esa loma para que yo descansara de verlo? ¿O fundir el hielo que rodea sus barcas, de modo que se hundiera un poco? Haceos cargo de mi lamentable situación, peticionarios. Al fin y al cabo, soy un diablo bastante humano. ¿Queréis llamarme el Padre de la Mentira? Pero ¿qué es una mentira? Una no verdad. Una antiverdad. De manera que la antiverdad y el anticonocimiento han sido puestos en mis manos, con el fin de que El que Soy Yo, pueda conocerme a Mí mismo. ¡Si no tuviera que estar siempre digiriendo a esa condenada gente! ¡Cómo echo en falta la vieja sencillez, cuando no había ni bueno ni malo, ni palabra ni silencio, ni derecha ni izquierda, ni más ni menos, ni conciencia ni inconsciencia…, ni todo ese maldito jaleo!

Sean replicó:

—Pero todo este mundo, ¿no le ha sido impuesto al Dios por Heinrich Strauss? Aunque, por otra parte, ¿cómo se le puede imponer algo a un Dios…? Entiendo que tú eres parte de Dios, dicho sea de paso. Una parte alienada de Él, por Él mismo… ¿una especie de antítesis? Así que, en cierto sentido, ¿en estos momentos estoy hablando con el mismo Dios?

—¡Ah! ¡Nos ha tocado digerir un filósofo! ¿Y quién eres tú?

—¿Acaso no lo sabes ya? Por lo que parece, hasta aquí Dios nos ha puesto puente de plata, o quizás haya sido Knossos.

—¡Psé! ¿Es que estoy obligado a saberlo todo? ¡Loco! ¿No sabes que yo soy el Padre de la Ignorancia y el Hijo del Caos? ¿Y qué es el caos, sino una información tan confusa que no se puede averiguar su contenido ni su estructura? Sigamos discutiendo. Pero antes, un bocado para abrir el apetito.

Con fingida indiferencia, pero rápido como el rayo, el Diablo agarró a Denise y se la metió en el pico. Ella pataleó, lanzó un grito ahogado y desapareció en el gaznate.

Muthoni y Sean se quedaron atónitos, chocaron el uno con el otro y luego retrocedieron a toda prisa, al ver que el Diablo volvía hacia ellos su garra recubierta de púas. ¿Acaso estaba tan impaciente por apoderarse de ellos también?

Pocos instantes después, Denise salió por el ano del Diablo y pasó el globo o prolapso lleno de gas. Agitaba los brazos con violencia y luego cayó al fondo de la burbuja, hacia el agujero negro. El Diablo hizo, con la lengua y el pico, ruidos demostrativos de haber saboreado un buen bocado.

—Yum. Un aroma desconocido para mi paladar. Esto me intriga. Y ahora, no seáis tímidos, estimados. La única manera de salir del Infierno es pasar por este cuerpo mío. Y sólo hay una manera de entrar en esa vieja anatomía, ¡o al menos, por ahora nadie ha intentado la entrada por detrás! La lástima es que todos paséis sin demoraros. Supongo que eso impide que engorde yo demasiado. ¿Tú también tienes aroma exótico, mi media negreza?

Muthoni se alejó un poco más.

—¡Bah! Aún no has aprendido a ser tragada. ¿Ndiyo?

—¿Cómo es que hablas el swahili? ¡Has leído en mi mente!

—Nada de eso. Lo he tomado al paso de nuestra querida pequeña…, Denise, que debió aprender de ti algunas expresiones. Voy a decirte una cosa.

El Diablo bajó su voz estridente, con aire de conspirador.

Mientras Muthoni se adelantaba para escuchar, la garra se aproximó con disimulo y la alzó en el aire.

—¡Me ha entrado gana de aprender más swahili!

Y la devoró inmediatamente. Pocos momentos después, ella también salió de sus intestinos y cayó en el pozo, entre gestos y gritos de horror.

—En cuanto a ti —continuó después de volverse hacia Sean—, creo que te conservaré como mi payaso o bufón. ¡Ya sé de dónde habéis venido! Sois invasores, ¡peste de extraterrestres! ¿Acaso he de abrir mi casa a toda la galaxia? ¿Es que todo el cosmos tiene que venir a llamar a mi puerta? ¿He de pasarme por las tripas el universo entero? ¿Esto no va a acabar nunca?

—¿El qué? ¿El universo? ¿Acaso tú no lo sabes?

—Amigo mío, yo soy un ignorante. Devoro modos de conocimiento. Pero tú crees saber mucho, ¿verdad? ¡Ah! Estoy saboreando todavía el aroma de tus dos amigas… que, por cierto, no son tan amigas tuyas como a lo mejor imaginabas. Aunque, ¿no puede decirse lo mismo de cualquiera? Los resentimientos ocultos asoman por todas partes, ¡ay! Agravios y envidias. ¿Quieres creer que ellas creían que tu misión consistía en espiarlas a ellas para vigilar su salud mental? Creen que tú las has observado incesantemente y has sopesado todas y cada una de sus palabras. Denise teme que darás parte de sus fantasías paracientíficas. Muthoni está segura de que la consideras una salvaje atávica, en el fondo de tu corazón…, una salvaje congénita. Por eso rabiaba como una fiera. Por lo que creía de ti. ¿De veras deseas a esas enemigas larvadas? Oye una cosa, Sean: ¿sabes cuál es el mayor tormento? Es leer en la mente de otra persona, leerla con sólo pasarle la lengua. ¡Por algo tengo esta descomposición de tripas! En cuanto a tu aroma, ¡hum! ¡El de un buscador de tres pies al gato! Estás seguro de que podrías analizarme como a un paciente tumbado en el diván, ¿verdad?

—No me he creído nada de lo que dijiste acerca de Muthoni y de Denise. Puede que, hasta cierto punto, desconfiaran de mí, pero eso no es lo más importante. Si es tan desagradable eso de leer las mentes de los demás…

—¡Ah! ¡Qué pesadez! —gimió el Diablo—. Es lo que me da la diarrea.

—Si es tan malo, entonces tú eres un verdadero masoquista… y yo lo mismo.

—¿Almas gemelas? ¡Ah, bufón mío! ¡Eres el único capaz de gastarle una broma al Rey! ¿Y no soy yo un Rey? ¿No soy una presencia religiosa?

—Tú eres una parte de un ser sobrehumano que se dedica a terraformar mundos…, o que ha terraformado éste, al menos…, y que además puede reciclar las almas, y que se llama a sí mismo el Dios.

—Por tanto, soy en efecto una presencia religiosa. Humíllate ante mí, bufón.

—Dije «que se llama a sí mismo» el Dios.

—¿Y no es mucho mejor tener a un Dios a quien se puede hablar y conocer por experiencia, que una abstracción hueca y vacía…, que ni siquiera es un Dios, sino sólo un nombre sin sentido? ¿Entonces, quién podría ser Dios para el Dios mismo? ¿Únicamente Él mismo? Qué solipsismo. Ya lo ves, payaso: no creo en Dios, si soy parte del Dios. Le niego —cacareó el Diablo, riendo de buena gana—. Lo mismo que tú. Por eso eres mío y puedo jugar contigo. Por otra parte, si le adorases a Él en mí…, eso podría servir para que te librases de mis garras.

Sean decidió que más le habría valido seguir los consejos del negro de la taberna de la Última Parada. El maestro de la mentira estaba tejiendo alrededor de él una telaraña de argumentos.

El Diablo se inclinó hacia él con avidez.

—¿Qué forma adoptaría tu adoración?

—Obviamente, el espíritu religioso…, el sentido de adoración, de terror sagrado es inherente en la humanidad… —trató de ganar tiempo Sean, consciente de que arriesgaba que se le negase el paso por las tripas del Diablo, y se le obligase a servir de juguete.

—¿Es inherente en mí? —machacó el Diablo—. Repito: ¿a quién adoro yo? ¿A Él mismo que es Yo mismo? ¿Cómo puede Dios tener un Dios? Por tanto, no existe. Sin embargo, yo creo porque es absurdo.

El Diablo entrechocó el pico y continuó:

—Esa frase pasó por mis labios… en tránsito hacia mi gaznate.

—Yo te diré a quién deberías adorar, ¡porque es justamente lo que estás haciendo ya! Tú nos adoras a nosotros. Sí, Diablo, ¡a nosotros! Porque nosotros somos quienes hacemos de ti un Dios viable. ¿Y cómo nos adoras? Por medio de un sacramento. Al introducirte nuestra carne y nuestra sangre en tu boca, y al transustanciarlos…, y al transformar su sustancia en…

El Diablo lanzó un chillido y atrapó a Sean con su garra. Lo elevó a una altura vertiginosa y, antes de que lograse darse cuenta de lo que ocurría, se vio tragado por la negra garganta, con la cabeza por delante. Las convulsiones peristálticas le oprimieron hasta privarle del aliento. Resbalaba, caía. Era como estar dentro de una boa que se retorciese. Como un recién nacido, asomó la cabeza por entre las nalgas malolientes. Sus pulmones se sofocaron en un hedor irrespirable, se llenaron de él, mientras Sean permanecía colgado cabeza abajo en la bolsa de gas.

Una presión aplastante oprimió sus hombros. Por un momento creyó verse aspirado por los intestinos del Diablo. Luego cayó y, con la cara, rompió la membrana de la bolsa de gas. El agujero del fondo se abría hacia la negrura, hacia la nada. En aquella oscuridad cayó, abajo, lejos, hacia donde se atisbaba un rayo de luz. Pero, o bien los jugos gástricos del Diablo actuaban ya sobre sus carnes, disolviéndolas pese a la brevedad del contacto, o le desmayaba la simple velocidad de la caída. Perdió el conocimiento.