Una vez dentro, a Sean la cáscara le pareció mucho más grande que vista desde fuera. ¡Quizá porque era la primera vez que veía un interior desde el comienzo de su estancia en el Infierno! Se había vuelto hipersensible para los pequeños detalles, por lo que advertía, como a través de un cristal de aumento, el grano de la madera de que estaban hechos los bancos y mesas, las luces y sombras dibujadas por las linternas colgantes, la textura de los toneles, los odres y los vasos; en sus oídos se interfería y confundía una docena de conversaciones simultáneas a grito pelado: un galimatías de seducción, proposiciones, obscenidades y bromas groseras celebradas a coro con grandes risotadas. Mientras tanto, los aromas espesos a vino derramado y de un asado que daba vueltas en el espetón inundaban su olfato (¿a saber de qué clase de carne? Demasiado largo el asado para ser de cerdo)… Y luego, estaban las caras y las muecas de los parroquianos beodos: el macilento, el sanguíneo, el cianótico y el exuberante. Hablando en términos relativos, aquél podía ser el lugar más agradable del Infierno: un puerto de refugio, dentro del cuerpo petrificado de Knossos, un punto ciego en la retina de Dios o del Diablo. Tanta minucia de detalles casi le empachaba, le hacía sentirte disminuido…
Las manos se tendieron pera arrastrar a los cuatro recién llegados. Una pelandusca acudió a la espita de un barril y, después de descargar sobre la mesa una jarra de vino, se dejó caer ella misma sobre las rodillas de Sean. Un tipo sonriente, de cabello color ceniza, rodeó con el brazo la cintura de Denise. Un negro de gran estatura, pero que tenía rasgos orientales, saludó a Muthoni con una inclinación de su no muy firme cabeza. Jerónimo se deslizó muy satisfecho hacia un banco y se apoderó de una botella, habiendo olvidado, por lo visto, sus propias advertencias en cuanto a los vinos del Infierno.
En lo subjetivo, la taberna crecía hasta absorber toda la atención; sólo la entrada, cuya irregular abertura permitía divisar algo de las fogatas exteriores y del cielo estrellado, recordaba que allí fuera continuaba el tórrido panorama invernal de guerra, de inutilidad y arbitrariedad. Al fondo de la taberna, sin que se pudiera precisar la distancia, una escalerilla desaparecía hacia arriba, a través de un agujero del techo, que parecía servir principalmente de chimenea para llevarse los relentes de los alientos vinosos y los humos de la carne chamuscada.
—Conque lo habéis conseguido —sonrió la rosada, gordinflona y alegre pelandusca en el regazo de Sean—. ¡Bienvenidos al Mesón de la Última Parada!
Dicho lo cual le estampó un empalagoso beso. En aquella taberna todo resultaba acogedor pero un tanto exagerado.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó él un poco tontamente.
Ella guiñó el ojo.
—Beber. Hacer el amor. Comer a dos carrillos y pasarlo bien.
La música de gaita entraba por la chimenea y unas cuantas parejas se animaron a iniciar una rústica danza.
Sean saboreó el vino, Bastó un sorbo para echar a rodar todos sus sentidos. Su garganta le exigía más. Bebió a grandes tragos, e instantes después se halló de pareja con la maritornes en una vigorosa refriega cuerpo a cuerpo por todo el local, Denise y Muthoni también tenían compañía. A nadie parecía molestarles sus heridas o sus calvas; Denise no echaba en falta el dedo del pie. Pronto las parejas se fundieron en una fila que bailaba alrededor de las mesas, achuchándose y empujándose mutuamente, hasta que todos cayeron sobre los bancos o el suelo. Unos copulaban sin disimulo, y otros se escondieron debajo de las mesas. Se alzaron voces exigiendo música más movida y vino más fuerte.
A Sean le zumbaba la cabeza. No veía, cómo pudiera estar en ninguna otra parte, nunca más. Pero ¿por qué se hallaba tumbado en el suelo? Unos labios desconocidos y una boca que ardía se apoderaron de su pene. ¿Rosita la pelandusca? Iba a ponerse las botas, pero prefirió no mirar.
—Atrapados, atrapados —balbuceó Denise, con voz quejumbrosa, por allí cerca, pero enseguida se puso a gemir de placer.
—¿Qué pasa? —susurró una rubia risueña, sin dejar de remover los dedos entre los muslos de Denise, y con la cabeza sobre el pecho de ésta—. Aquí, todos amigos. Sin rencores. Sin penas.
Poco después del orgasmo, Sean se abandonó deliciosamente al sueño.
Alguien le pisaba la mano y esto le despertó pasado un rato. Los juerguistas yacían por todas partes, y roncaban. Bajo los restos del asado ya no quedaba ni rescoldo. Levantó la cabeza, pero la dejó caer enseguida, hasta que su cerebro y sus ojos recobrasen un poco de definición. Prefirió mirar de reojo. La muchacha que le había pisado se encaminaba con pasos inseguros, por entre los cuerpos tumbados, hacia la escalerilla distante…, o inaccesiblemente lejana, según parecía desde donde él estaba. Al fin empezó a trepar en dirección a la chimenea.
—¡Eh! —la llamó sin saber muy bien por qué.
Su propia voz le retumbó en el cráneo.
Pero, al parecer, le había oído. La gaita ya no tocaba y estaba todo en silencio. La rubia dejó de trepar; era la misma que había tonteado con Denise.
Con cierta dificultad, él logró sentarse en el suelo y apoyó la espalda contra un banco.
—¿Qué haces? —jadeó, de manera que difícilmente le habría entendido ella, pese al silencio que reinaba en el local.
Sonrió como si lo lamentase y desapareció por el agujero del techo, chimenea arriba. ¿Adonde se saldría por allí?
—La juerga se acabó para ésa —murmuró el negro-oriental que había servido de pareja a Muthoni la «noche» anterior, y que ahora ostentaba unas profundas ojeras—. Esta es la Última Parada. Naturalmente, puedes quedarte en la Última Parada para siempre.
El hombre hizo un gesto vago de querer apoyarse en el tablero de una mesa, pero no logró sino golpearse los nudillos.
—Tengo una sed que no se puede aguantar. Ahí hay una buena pieza, pásame un poco, la Ruina del Diablo le llamamos.
Sean gimió con sólo pensar en la bebida; tal como le había advertido Jerónimo, tenía una resaca verdaderamente infernal…, pero seguramente Jerónimo también la tendría cuando despertara.
—Ese brebaje te pone a tono en un segundo. Te lanza a la rueda de la alegría, arriba y hasta que te pierdes. Bueno, arriba sí, aunque no te pierdas.
Esta vez los dedos del hombre habían atrapado una jarra. Cuando se disponía a empinar el codo, Sean le sujetó por la muñeca sin mucha fuerza.
—¿Adónde ha ido? ¿Por qué se acabó la juerga para ella? —graznó.
—Pues porque ya tuvo su parte de beber, joder y engullir. ¡Lo mismo haréis vosotros, no lo dudéis! Hay que estar en sazón para encontrarse con el Diablo. ¿Tendrías la amabilidad de soltar mi muñeca? Te lo pido por favor. Aquí todos somos amigos, y yo te digo, ¿dónde, si no es aquí, vas a encontrar amigos en el Infierno?
La presa de Sean carecía de vigor. La aflojó y el negro-oriental se bebió de golpe media jarra de vino, tras lo cual se animó al instante.
—Todos hemos logrado pasar hasta aquí, eso es. Por eso somos amigos. Es la antesala.
Haciendo un esfuerzo por ponerse en pie, se dispuso a cortar una tajada de carne para el desayuno.
Luego, mientras masticaba, siguió hablando:
—Lo que pasa en que ese Diablo tiene un pedazo de intelecto. Es un cerebro, ¿sabes? Sabe cómo hacerte mil nudos, mientras analiza esto y lo otro. Es el gran inspector de seseras. Lo mejor es colarse por su gaznate mientras él intenta preguntar alguna cosa. Se muere por enterarse de qué va el asunto, lo mismo que cualquier hijo de vecino. Es un tipo mal ladino que una zorra. Uno puede tratar de ganarle a su propio juego, naturalmente. Yo lo intenté la última vez. La vieja trampa del silogismo. Te digo que ese cabrón hizo nudos conmigo. Esta vez la estrategia será diferente. Para pasar, no hay que pensarlo demasiado, o no lo consigues.
El hombre hipó, se rascó los dientes con la uña y soltó un eructo. Alzó la jarra y, tras tomar un sorbo, la apuró a fondo.
—Esta es la bebida santa, hombre. La comunión. Hora de despertar a los juerguistas. ¡Yujúuu! —gritó en falsete.
Los durmientes empezaron a rebullir.
Por lo menos, pensó Sean, aquélla era una conversación auténtica con alguien, en el Infierno, que sin ser una máquina tampoco parecía por completo engolfado en rituales monótonos como el de los músicos o el de los guerreros. Al menos aquel hombre parecía tener alguna noción de lo que hacía, por disparatado que fuera su razonamiento. También era posible que la juerga fuese otra variedad de ritual orbital.
El hombre se echó a reír con estrépito y vació el resto de su jarra sobre la cabeza de Sean, que quedó empapado. Los vapores del vino derramado le intoxicaron, y Sean notó que su cerebro empezaba a despejarse… del dolor al menos, aunque no de aquella feliz sensación jocunda que ahora retornaba plenamente.
Denise se alzó de entre un revoltijo de cuerpos y le miró con los ojos semicerrados.
—J’ai la gueule de bois —se lamentó mientras se rascaba la cabeza.
—Toma un poco de vino, Denise —la invitó Sean, y le tendió una jarra—. Te aclarará la cabeza.
El negro asiático se burló:
—¡Así que Dionisio es una mujer! ¡Menuda fiesta vamos a tener hoy!
Arriba, la gaita empezaba a ensayar un tema: toque de diana en la Última Parada. Al poco rato los parroquianos ya bebían y cantaban en celebración del desayuno…
El negro se hizo sitio en el banco entre Muthoni y Denise, a las que rodeó con uno y otro brazo mientras sonreía a Sean, condescendiente.
—Si esto no es amor, tendrá que servir como si lo fuese. ¡Ahora propongo un brindis! A la dama blanca Dionisio. Y a la blanca, o por mejor decir medio blanca… ¿Cómo dijiste que te llamabas, cariño?
—Muthoni.
(Procurando apartarse con disimulo.)
—Muthoni, la única —dijo él, haciéndole cosquillas con los dedos—. Yo jugaré sobre las casillas negras.
—¿Dijiste que el Diablo es un intelectual? —preguntó Sean.
—¡Ah, sí, todo un intelectual! Si es que no dije una mentira. Pero yo nunca miento. ¡Ja, ja! A la salud del Diablo. Que disfrute de nosotros y le sepamos bien.
Hizo un guiño significativo.
—Pero apesta, ¿sabéis? La salida es como pajar por un pozo negro. Mantened las narices bien empapadas de vino. Nosotros somos una mierda…, y ésa es nuestra adaptación definitiva al animal orgánico que somos. ¡Ah, las viejas delicias anales!
Sean quiso decir alguna cosa más, pero le rodaban y resbalaban las palabras sobre la lengua. Sus labios se hubieran abierto con más facilidad para soltar un caudal de chistes escabrosos. Con mucha más facilidad. Schiaparelli, se dijo a sí mismo: una oración en una sola palabra, una invocación. A un Dios equivocado, sin embargo…
Aquí es la juerga, pensó. Y es una juerga santa, cuando llegas a ver lo que significa. Sólo una membrana la separa de las delicias del Jardín. No es más que el negativo de esos placeres, en espera de virar a positivo. Y aquí están las personas que han alcanzado la fase definitiva: la de la laxitud dionisiaca, bien cerca del Diablo laxado. Aquí, en esta taberna, suprimen deliberadamente el intelecto. Porque el Diablo es un intelectual. Tal vez sea ésa la ruta de los que han pensado en exceso, de los que han raciocinado acerca de esos eventos inconscientes. Ahora prefieren ahogar sus pensamientos, embotarlos con la bebida.
Quizá, pensó Sean entre los vapores (la intuición le llegó como un flato del mismo vino), el solícito es el Diablo y no ese Dios caprichoso, embargado por Knossos. El Diablo es el lado legalista y analítico de Dios, alienado de Él ya que Dios es todo paradoja. Por eso el Diablo se sienta en el Infierno y devora, digiere y expulsa una persona tras otra, mientras se devana los sesos sobre ellas lo mismo que una de esas valerosas máquinas…
Sean se puso de pie, vacilante.
—Vámonos —ordenó a Denise y a Muthoni, y al ver que Jerónimo andaba también por allí, con una sonrisa vacua en sus facciones, le llamó—: Hemos de continuar nuestro camino.
—Vete al diablo —rió Muthoni—. Yo pienso divertirme.
—Justamente, ahí es donde pienso ir. Al Diablo. Arriba, doctora Muthiga. Pasaremos sin darnos cuenta.
—Contadle eso al Diablo —dijo el negro achinado, medio ahogado de hilaridad—. ¡Le gustará! ¡Pasar sin darse ni cuenta, ja, ja! ¡Le hará gracia!
—Bien pudiera ser —asintió Sean—. ¿No sabes con quien estás hablando? No, claro que no. Somos de una nave exploradora y hemos venido para restablecer el contacto…, con la Tierra.
El negro de rasgos orientales se le quedó mirando, atónito.
—¿Qué es la Tierra? —preguntó con ingenuidad, mientras se rascaba con furia el entrecejo como si así fuese a encenderse el fósforo de su memoria—. Algo hay. No. Lo habéis entendido todo al revés. Esto es la Tierra. La Tierra está dividida en tres partes, el Edén, el Jardín y el Infierno. Algún día el Sol iluminará el Infierno y también aquí crecerá un Jardín.
—¿Qué dirías tú que son esas lucecitas del cielo?
—¡Hum! Estrellas, colocadas en una esfera de cristal por todo el zodíaco, ¿no?
—Son soles, hombre. Otros soles…, lejanísimos, y otros mundos. Uno de esos mundos se llama la Tierra, y tú viniste de allí.
—¡Ah! ¡Te estás organizando tu propia diablura! Un tipo discutidor, ¿eh? No te será fácil pasar.
—Entiendo lo que quieres decir —suspiró Muthoni—. Vamos, pues. Antes de que nos olvidemos de nosotros mismos.
Sean agarró a Jerónimo por el cogote.
—Tú también.
Los cuatro se encaminaron a la escalerilla, y recibieron una ovación cuando empezaron a trepar. Como empujados por los vítores, pasaron enseguida al otro lado del techo.