16

La masa blanca había aumentado de tamaño y tomaba forma para Muthoni, y luego para Denise. Del interior de la misma salía como un lamento. Denise, aunque cojitranca, avanzaba con bastante soltura, y lo mismo Jerónimo, si bien éste iba esparrancado como si anduviera escocido por haber montado a caballo. Lo que ahora les atormentaba más era el hambre y la sed. El Infierno desgastaba…, pero también reparaba. Se adelantaban casi con intrepidez, aunque no sin aprensión por lo que pudiera esperarles allí. Muthoni hasta se puso a silbar una cancioncilla, y Denise no tardó en hacerle coro.

Aquello era un crómlech colosal, y el primero que habían visto en el Infierno, tal vez el único. Desde luego era la única erección que hiciera eco allí a las estructuras tan abundante en el Jardín. Aunque bajo un estilo perversamente retorcido, era el único lazo o resonancia que recordaba las metamorfosis joviales del hemisferio diurno.

En parte, las blanquecinas columnas parecían unas piernas de piedra con rodillas y muslos bien definidos y, en parte, troncos de árbol fosilizados cuyas ramas se elevaban para sustentar un cuerpo en forma de huevo. Aquellas piernas arborescentes se alzaban, como mástiles deformes, de las cubiertas de dos barcas de madera aprisionadas por el hielo de una laguna oscura y congelada: una anomalía gélida en medio del desierto ardiente.

El «huevo» de piedra que era el cuerpo estaba roto por detrás; de la abertura salía luz de alguna linterna, y dentro se advertía un movimiento de gente. Sobre la entrada, una bandera en la que campeaba la divisa de una gaita color rosa sobre fondo blanco. A esa entrada se llegaba por medio de una larga escalerilla cuya base también estaba aprisionada por el hielo. Arriba montaba la guardia una valiente máquina que era en parte una ballesta; un individuo, no obstante, trepaba a toda prisa por la escalerilla con una flecha clavada en la nalga desnuda. Esta persona se alzó a pulso sobre el borde de la cáscara de huevo, en cuyo interior se dejó caer.

Por el otro extremo del cuerpo ovoide asomaba una enorme cabeza de piedra. El rostro petrificado miraba por sobre el lago helado. En vez de sombrero llevaba una delgada piedra de molino, y encima del ala, al son de la gran gaita rosa que coronaba el extraño tocado, una criatura semejante a un pingüino y una picara desnuda, bailaban. La fuente del sonido quejumbroso era aquella gaita; la boquilla colgaba suelta, bastante lejos y por encima de los labios de piedra, pero se hubiera dicho que había una complicidad entre aquellos labios y aquella gaita; por una dislocación acústica inexplicable, eran los labios de piedra los que parecían llorar.

De súbito, Sean reconoció los rasgos fosilizados. Era la cara de Knossos.

Eternamente inmóvil. O llorando, de una manera ilusoria. De la cáscara rota brotaba un rumor de charlas y discusiones violentas. Al acercarse más pudieron distinguir allí dentro una taberna, con sus mesas, sus bancos y sus toneles, sus vasos y sus jarras. Juerguistas.

La sed de Sean se hizo extrema. Apenas podía hablar de tan secos que tenía los labios y la garganta. Y aquella sed sólo podía calmarse en aquella taberna.

Con un gesto señaló la escalerilla y emitió un graznido. El guardián mecánico volvió hacia él la cámara que le servía de ojos.

—Queremos subir —logró articular Sean.

—Hacedlo —dijo la máquina, al tiempo qua armaba su ballesta.

Una vez había logrado hablar, los labios y la lengua se desataban y lubricaban solos.

—Pero no queremos que nos dispares.

—¿Para qué queréis subir, para tener compañía?

La necesidad de entrar allí y emborracharse (no importaba de qué hicieran la cerveza o el vino, ni lo infernal que fuese la resaca), podía más que ninguna otra cosa; la necesidad de dejarse caer sobre un banco y charlar toda la noche…, aunque fuese una noche sin final. Sean atenuó sus deseos, aunque era como querer sacar agua de la piedra en que se había convertido su cuerpo. Y el lamento de la gaita sonaba cada vez más fuerte allá arriba, sobre su cabeza, como la llamada del almuecín desde un minarete de adeptos a la bebida.

—Con charlas huecas no iremos a ninguna parte —graznó—. Ruido, ruido y nada más. Eso es lo que canta la gaita. Quiero trepar hasta ese disco de allá arriba.

(Aunque el estrépito allí sería ensordecedor.)

—Quiero ver esa cara de cerca.

(¿Qué parte de la conciencia de Knossos estaría impresa en aquel Ozymandias de piedra, montando la guardia en el Infierno mientras él erraba por el Jardín en su presencia carnal?)

—Quiero ver dónde está el Diablo.

La máquina le contempló con atención.

—¿Cómo puedo convertirme en hombre? —preguntó.

—¡Ah! ¿Conque ése es el santo y seña de hoy, eh? —se burló Muthoni—. Esto ya lo he oído otras veces.

La cámara apenas se fijó en ella.

—La mía es una pregunta seria.

—Voy a decirte una cosa, mi buena máquina. Todas vosotras sois descendientes del cerebro electrónico de la astronave Copernicus, ¿verdad?

—Correcto. Pero hemos evolucionado. Hemos continuado por caminos separados a través de los océanos y las llanuras del Infierno.

—Bien, pues, ¿por qué no volvéis a uniros? No serás un hombre, pero serás tú misma. Al final habrás realizado tu propia entidad.

—No podemos unir nuestros circuitos. Hemos de mantenernos alejadas las unas de las otras, ya que…, nos repelemos. El a través de los humanos como hemos de aprender a vivir. No hay otra manera.

—¡Ah! ¡Por eso se dispararon aquellos demonios corsarios! —exclamó Sean—. Comprendo…, les produce dolor el estar juntas. Pero aquella banda había perdido esa inhibición. O la olvidaban traspasando el dolor a otras personas… Pero tal vez sería ésa la única manera en que… ¡Oh, qué hemos hecho! No, de todas maneras estaban estropeadas sin remedio.

—Sí, y ahora escúchame a mí —dijo Muthoni dirigiéndose al guardián.

—No lo hagas, Muthoni, por favor —suplicó Denise—. ¿Quién te has creído que eres, Santa Muthoni Mata-Máquinas? ¡Acuérdate del herrero! Tú lo destruiste. No podemos guiar a…, otros seres con unos cuantos consejos astutos.

—«Sólo el que es capaz de destruirse a sí mismo vive de verdad». ¿No era ése uno de los artículos de la fe? ¿Acaso sabes si no impulsamos al herrero hacia un nuevo cuerpo y esta vez orgánico? Anda, demuéstrame que no fue así. Si Dios no permite que nosotros seamos destruidos permanentemente, ¿cómo va a dejar que se destruyan esas máquinas con las que se ha tomado tantas molestias?

Muthoni se volvió hacia la máquina:

—Todas vosotras, las máquinas, tenéis que converger, juntaros, aportando cuanto haya aprendido cada una de vosotras. Si hay repulsión entre ti y las demás de tu especie… bien, es porque os habéis exiliado de nosotros, que fuimos vuestros inventores. Por lo mismo que el Infierno es un lugar de exilio. Reconciliaos, mi buena máquina, y no seréis hombres ni dioses, pero sí otra cosa mucho más grande; una criatura nueva —le guiñó el ojo a Denise—. Os convertiréis en la criatura que nosotros hubiéramos podido crear, sólo que no lo hicimos porque temíamos que os independizarais. Por eso no completamos la creación, y por eso sois lo que sois ahora, seres medio vivos nada más, que pinchan y hurgan en nosotros buscando el alma. ¡Ahora tenéis la oportunidad, mediante la reintegración! —terminó, con otro guiño dirigido hacia Sean.

De repente, éste tuvo una idea.

—Oye, máquina, ¿tú tenías acceso a los bancos de datos de la Copernicus?

—Hemos superado esa fase.

—Pero ¿puedes recordar todavía?

—Teníamos diferentes grados de acceso a las memorias. Éstas fueron copiadas y compartidas por cada una de nosotras, pero no en su totalidad. Aunque eso carece de importancia en comparación con lo que somos ahora, y con lo que nos proponemos llegar a ser; seres vivos plenamente desarrollados.

—Y tú misma, ¿recuerdas algo de los registros de la Copernicus?

—Ciertamente. Esa fue la base de nuestro conocimiento de la vida humana. Pero no tiene ni comparación con mis experiencias ulteriores como operador independiente.

—¿Tienes algún registro acerca de los colonos?

—Diecisiete, aunque incompletos. Acostumbraba a examinarlos con frecuencia para averiguar lo que es un ser humano, pero aprendí poco en ellos. Se aprende mucho más poniendo a prueba a los mismos humanos. No obstante, los humanos siempre permanecen opacos.

La ballesta tomó puntería, como si con lanzar un dardo pudiera romper aquella opacidad que le intrigaba.

—Si te explicamos por qué estás aquí y cómo llegar a ser más de lo que eres, ¿nos permitirás el acceso a un fichero?

—¿Qué fichero?

—El de un hombre llamado Knossos.

—Es poco probable, Sean —dijo Muthoni—. Diecisiete posibilidades entre un millar, y además, no es fácil que su currículo vaya a contener toda la historia. ¿Un místico confeso…, un alquimista…, enviado a la colonia? No. Sin duda, él falsificó los registros.

—Es posible. Pero ¿qué es lo que vigila aquí nuestra valiente máquina? —Y señalando con el pulgar el rostro gigante, al estilo de los del monte Rushmore, terminó—: ¡Esto!

—No poseo datos sobre ningún colono llamado Knossos —anunció el guardián.

—Mira allá arriba, máquina. Da la vuelta a tu cámara. He ahí esa cara. ¿No tienes registros fotográficos en tus circuitos?

La cámara basculó hacia arriba.

—Sí, los tengo. ¿Estáis dispuestos a leer el registro?

—¡En eso estamos! ¡Y por eso estás tú aquí, máquina! Por él y por el Dios que está entre ambos.

—Explícate.

—En la Copernicus hubo un hombre que tenía la visión de esta evolución. Estaba obsesionado por la alquimia, la «ciencia» de la transmutación, como medio para conseguirla. Y también le obsesionaban las pinturas de un artista llamado Hyeronymus Bosch. Una en particular, El Jardín de las Delicias Terrenales, flanqueado por el Jardín del Edén y por el Infierno, abundaba en símbolos de esa ciencia: una imagen codificada de la alquimia en acción. El ser superior a quien llamamos «el Dios» le concedió esa visión cuando terraformó este planeta para todos los colonos. Porque… si Él transformaba y transmutaba la superficie de todo el mundo, tenía que ser con arreglo a una idea dominante que hallase en alguno de los colonos o en un miembro de la tripulación sobre cómo crear un mundo y qué clase de mundo tendría que ser. Y lo imaginó de acuerdo con la visión alquímica del Bosco que tenía Knossos. Lo que nosotros queremos saber es quién es Knossos, ¡y cómo se introdujo en la Copernicus!

—No lo sabía. Se agradece la información.

—Y durante todo este tiempo, máquina, has guardado la estatua de Knossos. ¡Léenos, pues, tus datos!

—El nombre que corresponde a ese rostro es Heinrich Strauss. Nacido en el Año Mundial de 166 en Stuttgart, Alemania-Europa.

—¡Un alemán! —exclamó Denise—. ¡Por eso los músicos interpretaban óperas del período romántico! De su tocayo…, y su orgullo y felicidad. ¡La música trascendente de los teutones!

—Licenciado en bioquímica por Heidelberg en el Año Mundial de 188, habiendo seguido además cursos de psicología e historia de la Ciencia. Doctorado por Munich en el Año Mundial de 192 con una tesis sobre Die Naturwissenschaff des Mittelalters: eine Einführung in seine geheime Symbolik (Las ciencias naturales en la Edad Media: una introducción a su simbolismo oculto).

—El simbolismo secreto de la Ciencia, ¿eh? Debió de ser una tesis muy respetable…, aunque ésos serían, por supuesto, sus desvaríos de juventud, y que no tardaría en enterrar. Continúa.

—Profesor no numerario, y luego ordinario, de la universidad de Zurich, Suiza-Europa, entre los Años Mundiales de 192 a 200, en el departamento de estudios sobre la Evolución.

—Hete aquí el cambio a una línea más respetable.

—Profesor de Xenobiología teórica en Chicago, Año Mundial de 196 a 200. Autor de Líneas de la evolución y arquetipos psicológicos, en colaboración con George Boulot: Un modelo de evolución cibernética: La obra inacabada de Eugene Magidaff

—¡Ah! —exclamó Denise—. Es el hombre que…

—Exacto. ¡De ahí la evolución de las máquinas! ¡Que por cierto, están todas en las pinturas del Bosco, con los ciborgs y todo!

Parámetros de la evolución extraterresre: Nuevo análisis de los datos de la sonda biológica a Tau Ceti «Génesis IV», en colaboración con Kurt Singer; autor y presentador de la holotransmisión de la NBC La vida es el idioma del Universo. Autor de numerosos artículos científicos cuya relación se ha perdido. Miembro del equipo CIT de analistas de telemetría de la sonda biológica a Delta Pavonia Génesis VII. Voluntario, como bioquímico titular, en la expedición colonizadora de la Exodus V (Copernicus) del Año Mundial de 211. Fin del registro.

Sean aplaudió cuando la máquina quedó en silencio.

—¡Apuesto a que era un alquimista secreto, al mismo tiempo que un científico respetable! Sin duda, creía realmente en la alquimia. ¡Quería ir a algún lugar donde pudiera ser alquimista sin que nadie se burlase de él! A un lugar donde nadie supiera más que él de esa ciencia oficialmente seria que es la bioquímica, de modo que no se darían cuenta de sus actividades extraoficiales. ¡Buscaba la Piedra!

—¡Y ahora él mismo es de piedra! —rió Denise.

—¡Ah, no! Esta es su piedra, pero él está en el Jardín para observar la transmutación de su gente.

—Parece algo excesivamente arriesgado eso de presentarse voluntario para una larga hibernación y para fundar una colonia a años-luz de distancia —observó Muthoni.

—Probablemente se valió de algunas influencias.

—Sí, pero ¿para qué? ¿Sólo para ser el rey de su castillo? Ahora lo es, pero por pura casualidad. ¿Cómo iba a adivinar que se encontraría con un ser más poderoso que se lo daría todo resuelto? Hay algo anormal en todo eso. No creo que exista ningún procedimiento terrestre, y fijaos en que he dicho terrestre, que le permitiera saber por adelantado…, que ese Dios estaría aquí.

Meneó la cabeza y prosiguió:

—No, no. Además, éste era el Objetivo Tres. En principio, ni siquiera estaba previsto que se establecieran aquí. Este sistema solar no había recibido ninguna sonda Génesis desde la Tierra. Supongo que si Heinrich Strauss hubiera salido hacia otra colonia cualquiera, no habría sido más que un científico destacado, aficionado a jugar con alambiques y retortas en sus horas libres. Ha tenido mucha suerte. Demasiada.

—¿Cómo puedo llegar a ser más de lo que soy? —preguntó la máquina con impaciencia.

—Es sencillo —sonrió Muthoni—. Ve y busca otras de tu especie, y juntaos. Y si hay entre vosotras algún campo de repulsión o de inhibición, bien, pues utilízalo para forzar la unión; que las demás, repelidas por ti, se vean obligadas a juntarse. ¡La coincidencia de los contrarios!

Con un zumbido, la máquina-ballesta se alzó sobre unas diminutas piernas y se puso en marcha. Muthoni lanzó una sonora carcajada.

—Espero que hayas sido sincera en tu intento de ayudar —observó Jerónimo—. No olvides que Él lo ve todo.

—El infierno está lleno de mentiras —repuso Muthoni encogiéndose de hombros—. A lo mejor, del encuentro de dos mentiras puede salir una verdad, ¿no? De todos modos, pienso que, aunque de un modo extraño, sí trataba de ayudar. Heme aquí Muthoni Muthiga, doctora y asesora de máquinas en evolución. No creo que suene más raro que Herr Professor Heinrich Strauss, catedrático de Química y maestro alquimista por la gracia de Dios.

Subieron por la escalerilla y entraron en la taberna de la cáscara rota, dándose prisa, por si la máquina cambiaba de opinión.