De súbito, con un grito. Jerónimo echó a correr; luego se acordó de sus compañeros y, volviendo la cara, gritó:
—¡Corred! ¡Corred!
Ellos, sorprendidos, miraban a su alrededor sin ver nada.
—Entonces Denise miró hacia arriba y lanzó un grito de espanto.
Los demonios bajaban desde el cenit como si el cielo acabara de arrojarlos, aunque allí arriba no se veía ningún cielo, sino sólo una negrura tachonada de estrellas.
Demonios metálicos, demonios ciborgs, con cabezas en forma de cascos cerrados, con visera y antenas, brazos metálicos que llevaban redes lastradas, barrigas azules abultadas y alas plegadas como de mariposa. Media docena de ellos caían a toda velocidad, hasta que de pronto abrieron las alas… piedra pómez, manchada de falsos ocelos como plumas de pavo real que atronaban el aire con su vibración. Aquellos engendros se pusieron a cagar convulsivamente, como para soltar lastre, haciendo caer una lluvia apestosa.
—¡Corred!
La diarrea de los demonios se transformaba en vaharadas de gas sofocante tan pronto como caía en tierra y sobre los cuatro fugitivos.
Asfixiado y cegado por las propias lágrimas, Sean corrió derecho a una red que se cerró y ciñó enseguida sobre él hasta dejarlo embolsado. Cayó sobre el piso de hierro y, enseguida, la red le alzó en volandas sacándole de la niebla de gas lacrimógeno. Mientras luchaba por recobrar la respiración, medio ciego todavía, Sean pudo divisar por entre las mallas de la red un laberinto rocoso abajo y un cielo que se abría arriba.
Otras tres bolsas se sacudían portadas por demonios trepadores, quienes se comunicaban entre sí con el ruido de granalla propio de las transmisiones de datos a gran velocidad. Los demonios remontaron el vuelo y empezaron a describir una amplia trayectoria circular, cuyo centro era el lejano bulto blanco.
Ahora se revelaba un ancho cráter débilmente iluminado por los fuegos que ardían en su fondo; bajo aquella luz incierta se divisaban máquinas, aparatos. Una y otra vez, un grito estremecedor, delirante, surgía débilmente de aquellas profundidades.
La cabeza en forma de casco se aproximó a la de Sean.
—Bienvenido a la unidad de verificación de aumentos —cacareó—. ¿Qué vamos a verificar primero? ¿Tus testículos, a lo mejor? ¡Se nos estropean tantos peregrinos en el camino hacia el banquete de nuestro Amo! Pero tú hueles… a crudo, desde una hora de distancia. Sin adobar, sin salar, sin rellenar, sin ablandar. Tendremos que arreglar eso. Tal vez haya que empezar con pasarte una estaca por el recto.
El demonio plegó las alas y se dejó caer como una piedra; las alas, delicadas en apariencia, se abrieron de nuevo con un estampido ensordecedor para frenar la caída cuando parecía que iba a estrellar el cuerpo de Sean, inmovilizado de pies y manos, contra el fondo del cráter, quizá para ablandarlo un poco. La red se abrió dejándole suelto.
Otros demonios (éstos sin alas, armaduras animadas cuyos guanteletes de cota de malla esgrimían tridentes) pululaban por allí; a golpes, amontonaron a los prisioneros a sus pies, y entonces Sean vio de dónde salían los gritos.
Junto a una boca de horno tan grande que habría posible entrar en ella andando, un hombre estaba tendido sobre un complicado potro de tortura montado verticalmente. El cuerpo de la víctima se mostraba abominablemente estirado; hasta los dedos de las manos y de los pies se le habían descoyuntado, mediante poleas independientes, hasta alargarlos al doble de su longitud normal… y el escroto era un largo tubo de goma sujeto por una mordaza. Un hombre de hojalata con cabeza de bestia (largo hocico, ojillos llorosos y cabellos como cerdas cubiertos en parte por un gorro de cocinero) se merendaba los testículos de la víctima, sin hacer caso de sus aullidos, con una cucharilla larga de plata. Otro diablo de chapa metálica, con una cabeza de chacal y otra de águila, escogía los bocados favoritos de entre las partes del cuerpo; el hígado puesto al descubierto, el globo ocular, el muslo despellejado; las cabezas asentían como gastrónomos expertos y escupían bocados que acababan de saborear en escupideras de plata colocadas alrededor del potro.
El demonio de alas de mariposa se colocó al lado de Sean.
—El susto deteriora terriblemente la calidad de la comida de nuestro Amo, ¿sabes? De donde resulta una carne paliducha, floja, rezumante. ¡Alimento pobre y húmedo en exceso! Los músculos acusan la falta de oxígeno; el glicógeno se degrada en ácido láctico. Es necesario un buen tratamiento de las carnes mucho antes de la muerte, para expulsar todo el sistema —dijo soltando una carcajada metálica—. El Infierno está destinado a preparar la carne de quienes se le ofrecen por sí mismos; sin embargo, no dejan de presentarse por aquí algunos tontos. Nuestro Amo tiene un gusto muy delicado. Nuestro deber consiste en evitarle aromas ofensivos.
—In… insensato —tartamudeó Jerónimo—. Nunca os había visto reunidos en una bandada. ¡No sois más que piratas! ¡Merodeadores! No tenéis ningún derecho, ¡que diablo! —chilló, como si el Diablo en persona hubiera alargado un enorme y largo brazo por encima del cráter para ponerle a buen recaudo en su propio seno.
—In-Insensato debe querer decir sensato —se burló el demonio alado—, nos gusta aprender acerca de la carne para el día en que nosotros encarnemos también. ¿Eso pretendes negarnos? ¿Pretendes poner obstáculos a nuestra evolución? —concluyó, dando una desafiante patada en el suelo.
—¡Esos trastos se han vuelto locos! ¡El verdadero Diablo es mucho más cuerdo!
—Demasiado condenadamente cuerdo —rió el demonio—. Lo mismo que vosotros…, va a pillar una indigestión.
—La locura es cordura —dijo otro con mofa—. La cordura es la perdición.
Tras lo cual agarró a Jerónimo por la muñeca y lo alzó en vilo. Otros demonios arrastraban a Sean, Muthoni y Denise. Para su tamaño tenían una fuerza increíble. Pretender resistir hubiera sido como oponerse a ser arrastrado por un caballo.
Los diablos llevaron a rastras a sus prisioneros, dejando atrás el horno y el gran potro, hacia una elevación llena de utensilios gigantes de cocina; moldes de pastelería, máquinas de cortar, batidores, cuchillas para carne, tijeras de trinchar aves, rodillos de amasar, exprimideras, coladores, rallos… que dadas sus dimensiones se asemejaban más a peligrosos instrumentos de suplicio. Una gran picadora de carne, una máquina de descortezar el magro del tocino y una hervidora de salchichas, todo ello movido a vapor, se veían allí cerca. Otro hombre metálico que tenía cabeza de macho cabrío se acercó por la cuesta (ahora se advertía que aquella cabeza, como las de los demás engendros, venía a ser como una maleara fabricada de material orgánico, una falsa cabeza protoplasmática, tal vez hecha con fragmentos de seres humanos, que recubría el metal oculto en su interior). Traía un molde para bizcocho que abrió de par en par. Jerónimo lloriqueó mientras los demonios, a la fuerza, le metían dentro del molde, bajaban la tapa y se ponían a hablar sobre ella hasta que estuvo bien cerrada, para luego llevarle al horno.
—¡Corre, corre tan rápido como puedas! —cantaban a coro.
Un diablo alado se apoderó de los cabellos de Denise mientras otro bajaba por la pendiente con un surtido de tijeras de todos los tamaños.
—¡Demasiados apéndices! —chillaba—. ¡Fuera los cabellos, y luego los dedos de las manos y de los pies! ¡Luego la lengua y las tetas! ¡Retaja la oreja y recorta el belfo! Luego un poco de relleno, y ataremos un buen rollizo de ternera. Toda forma debe atender a la esfera, que es la forma perfecta.
Otro pinchaba a Muthoni por todo el cuerpo con garfios de metal, hasta sacarle sangre, y decía:
—Huele a budín negro, ¡pero éste tiene mucha manteca blanca! ¿Qué será, budín blanco o negro?
Alargó el brazo hacia Sean y le hizo un desgarrón en la nalga.
—¿Budín blanco en un pellejo negro? ¡Eso es pecado! Habrá que cambiar la piel del uno por la de la otra.
Sean se mordió el labio.
—¿Cómo vais a evolucionar si sois tan crueles? —exclamó—. ¡Así no lo haréis! ¡Nunca aprenderéis a vivir!
El demonio portador de tijeras se detuvo en seco.
—¡Ah! ¿Desde cuándo discute el budín? Pues adivina adivinanza, salchichón mal embutido: ¿cuál es la única cosa del universo que tiene crueldad deliberada e intencionada? ¿Acaso no es el hombre y la mujer? Por tanto, si somos deliberadamente crueles llegaremos por fin a hombres. ¡Ja!
Con grandes tijeretazos le esquiló a Denise la rubia melena, que se introdujo por un agujero de su visera. Una boquilla que tenía en la parte de atrás expulsó un largo hilo dorado hasta hacer con él un rollo, y con aquel mismo hilo, que había sido el cabello de Denise, la ató bien fuerte. Luego tiró de una de sus piernas, derribándola al suelo, y le cortó el dedo pequeño de un pie, el cual entregó al demonio cabeza de cabra para que lo degustase. Denise estaba desmayada o se había quedado sin sentido a consecuencia de la caída, y el diablo se cansó de ella y dejó de hacerle caso.
—Y vosotros, ¿podéis sentir el dolor? —gritó Sean—. ¿O no podéis? ¡Quiero escuchar una razón… por vuestro bien! ¡Vosotros sois las víctimas aquí y no nosotros!
El diablo le puso las tijeras delante de la nariz.
—¿Qué dices?
—Tenemos la obligación de ayudaros, por haberos impedido antes. No os dejamos vivir vuestra vida. Denise te lo hubiera dicho, ¡pero tú le has cortado el dedo del pie! Escucha: vosotros no entendéis el dolor.
—Pero sabemos cómo producirlo —replicó, pellizcándole la nariz con las tijeras, aunque sin llegar a cortarle. La presión se aflojó—. Habla.
¿Cuál podía ser la finalidad del dolor? ¿Y si dijera que era un estímulo? Sean, aterrorizado, se puso a improvisar a toda velocidad:
—En la naturaleza de todos los seres vivos está el evitar el dolor, ¿sabes? El dolor les obliga a hacer cosas para evitarlo. En realidad ellos preferirían no hacer nada…, excepto descansar y estar quietos. Huir del dolor, desde el punto de vista cibernético, es una regulación por realimentación negativa, ¡oh pobre máquina! Si uno tiene hambre, come, y entonces deja de tener hambre. Pero eso es todo. A la naturaleza no le gustan los cambios, ya que de lo contrario no habría estabilidad. Evitar el dolor es evitar la evolución rápida. Sin el dolor…
Las tijeras pellizcaron con fuerza.
—¡Así pues, os estamos haciendo un favor!
—Pero no a vosotros mismos —jadeó él.
—Tengo entendido que hay mucha evolución agradable en otras partes del planeta —observó otro demonio—. ¡Partes adonde no podemos ir! Prohibidas para nosotros.
—¡Quizá podríais ir si conocierais el dolor por vosotros mismos! —dijo Sean a la desesperada—. ¡No el dolor de otras personas, sino el vuestro propio!
Otro pellizco. Los labios de Sean probaron el salado sabor de la sangre.
—¿Cómo podríamos averiguarlo, si no es mediante experimentos con gente como tú?
—Reprogramaos a vosotros mismos, si es que podéis, ¡de manera que lleguéis a sentir el dolor! Mirad dentro de vosotros mismos… Os falta algo. ¡A lo mejor se os ha aflojado un tornillo!
Muthoni emitió un ruido ahogado. ¿De agonía? Por el rabillo del ojo pudo verla a pesar de tener la nariz aprisionada. Estaba reprimiendo una risa loca. El diablo que se había apoderado de ella le aplicó un garfio al pezón y la risa contenida se convirtió en un alarido horrible.
—Espera —dijo el otro diablo, pensativo—. Ahora recuerdo una cosa.
Aminoró la presa sobre la nariz de Sean, que empezó a sangrar con más profusión.
—Circuitos inhibidores, ¡oh hermanos míos! Aplicad un impulso de cero cinco microvoltios entre alfa dieciocho y tau cincuenta y tres.
De súbito, los dos demonios emitieron un fuerte borboteo y, tras soltar a Sean y a Muthoni, se alejaron el uno del otro. Muthoni trastabilló pero consiguió mantener el equilibrio, con el pecho manando sangre. Todos los demonios huían los unos de los otros y el ruido se había convertido en una algarabía infernal que aturdía y llegaba casi a niveles ultrasónicos. El cráter se había convenido en un manicomio. No sin alguna dificultad, Sean se echó a Denise a la espalda, con la cabeza rapada colgando sobre el costado de él.
—¿Qué hacemos con Jerónimo…, y con ese fulano del potro?
Muthoni corrió alrededor del horno, hacia el aparato de tortura abandonado por sus vigilantes, mientras Sean la seguía a tropezones con su carga. Ella hizo girar unas ruedecillas que se encontraban en los lados de la máquina y la tremenda tensión cedió; el supliciado cayó al suelo, gritando con más estridencia que antes, y se retorció convulsivamente como un nido de serpientes. Ella se inclinó sobre él y, rabiosa, le aplicó un golpe seco en la nuca, como si fuera un conejo. El hombre quedó inmóvil, tal vez muerto. Ella confiaba en que lo estuviera. Luego corrió hacia el horno, donde habían puesto el molde para bizcocho y, sin pensarlo dos veces, se arrojó dentro. El cabello y las cejas prendieron mientras abría el molde y Jerónimo era sacado a rastras. Medio cocido parecía de veras una figura de bizcocho, pero estaba consciente. Ella le puso en pie y le gritó al oído:
—¡Corre! ¡Corre! ¡Ahora no pueden atraparte!
Los diablos aún corrían de un lado al otro, en zig-zag por todo el cráter, en una especie de movimiento browniano.
—¡Hacia allá! —gritó Sean al tiempo que señalaba una escalera lejana, de grandes peldaños toscamente tallados en la pared del cráter.
La subida fue horrible. Denise volvió en sí hacia la mitad de la escalera y empezó a retorcerse de dolor, con lo que por poco cayó con Sean escalones abajo, hasta que éste la dejó descansar y la tranquilizó.
Por fin, llegaron al final de la escalera, donde descansaron largo rato mientras se recobraban sus cuerpos infernales. De vez en cuando pasaba cerca de ellos algún diablo que también había huido escaleras arriba, pero sin hacer caso de ellos, pues le preocupaba más alejarse de sus congéneres. Si los demonios se hubieran fijado habría sido inútil toda resistencia.
Finalmente, salieron del cráter los últimos diablos y el ruido de granalla se convirtió en un rumor lejano. Los cuatro humanos rehicieron sus fuerzas poco a poco, aunque Denise todavía se quejaba de su cabeza rapada y de la perdida del dedo; costaba distinguir cuál de las dos cosas le afligía más…
—No debemos guardar rencor a esas máquinas. Ellas hacen lo que deben. ¡Pero nunca las había visto juntas, en grupo! —comentó Jerónimo al cabo de un rato.
—¿Hay que poner la otra mejilla? —dijo Muthoni, rabiosa. Al volver la cara enseñó la mejilla marcada por los garfios del demonio.
—Tomémoslo con calma —dijo Sean, mientras la acariciaba con la punta de los dedos—. Hay que salir de aquí.
Denise se sentó en el suelo.
—Sean tiene razón. Lo que hicieron esas máquinas infernales pervertidas fue… una perversión de su camino. El nuestro. Ese camino todavía existe y es bueno.
—¿El único camino, y de dirección única? ¡Voy a seguirlo! —dijo Muthoni sonriendo.