13

—Llevadme hacia allá —rogó Jerónimo.

Hacia el origen de aquella música. O de aquel ruido, o lo que fuese. Si era música, parecía que la orquestina, oculta detrás de las dunas, no acababa nunca de templar los instrumentos…

La propia playa, cuando llegaron a ella, se reveló como otra zona de transición entre las dos temperaturas, entre el desierto ardiente y el océano de hielo o erial ártico. Varios islotes de roca emergían de la sábana de hielo que abarcaba hasta la lejanía constelada de estrellas; sobre ellos se alzaban torreones ruinosos. Algunos humanos se habían aventurado en el hielo, sobre el que, armados de arpones, hachas y redes, empujaban unos vehículos parecidos a trineos.

La arena candente se les pegó a los tobillos mientras avanzaban siguiendo la curva de la playa.

Sean se dio cuenta de que no le atormentaba tanto el ardor del suelo que pisaban como la impaciencia del estado exaltado, superconsciente, en que se hallaba. Tenía los nervios fatigados de transmitir el dolor como tal, y el cerebro de interpretar esos mensajes como dolor; aunque el sistema nervioso seguía transmitiendo, ahora lo que transmitía era el concepto de una sensación. Le decía lo que una sensación es, lo que significa percibir un mundo por mediación del tacto (y del olfato) tanto como de la vista. No era que el umbral de la sensación se elevase y que por ello se embotasen sus percepciones; al contrario, dicho umbral bajaba, asaltado por los hedores y por la quemazón del suelo. Esto le hacía hipersensible, le devolvía un simulacro de la antigua integración preconsciente del animal con su mundo. (Y también veía en la oscuridad como los gatos; pese a la penumbra podía distinguir los colores bien saturados, y observó que el fenómeno se acusaba desde hacía bastante rato.) Pero el dolor le alienaba del medio, le distanciaba pese a que distinguía con nitidez cada vez mejor el contorno de cada piedra, cada grano de la arena caliente, cada movimiento de su propia respiración. Todo el panorama era como un pensamiento surgido de su mente, y plasmado en tierra, en hielo y en fuego; un pensamiento que hubiera dejado de serlo para convertirse en una cosa…, y esa cosa le pensaba a él, a su vez…

Contornearon una duna y vieron a los músicos, aunque costaba decir si éstos tocaban sus instrumentos o eran los instrumentos quienes les tocaban a ellos.

Denise reconoció aquella orquesta.

¡L’Enfer des Musiciens!

—Sí, es el Infierno de los Músicos que pintó el Bosco —asintió Sean—. De acuerdo con lo que creo recordar, está perfectamente acorde con el cuadro. No veo aquí ninguna de nuestras vibroguitarras ni minisintetizadores ni palos acústicos modernos. ¡He aquí la orquesta de la Iglesia medieval, tal como la pintó Hieronymus Bosch!

Uno de los músicos daba cabezazos contra el parche de un gran timbal. Con éste se cruzaba un tubo largo, parecido a un trombón, donde soplaba un hombre con la cara congestionada, los carrillos hinchados y los ojos salientes, para emitir un mugido grave. Un laúd gigante se alzaba sobre la arena como un cactus encordado y sin espinas; sobre el clavijero y el mástil del mismo habían crucificado a un hombre rubio, que pulsaba las cuerdas a ciegas, con los dedos de los pies dando acompañamiento en tesitura de tenor a un arpa tendida en perpendicular sobre la caja de resonancia del laúd. Empalada en estas cuerdas, una víctima escuálida se agitaba con un temblor espasmódico que producía en el instrumento un rumor como el del agua bajando por una cañería. Junto a esta arpa laúd se veía un gigantesco organillo cuyas teclas y bordones y cuyo manubrio accionaba una pareja de verrugosos enanos. De este instrumento salía un quejido atiplado como de violín; era la parte del soprano. Y un tipejo arrugado, puesto a gatas, tocaba una flauta metida en su propio trasero: una flauta de cuescos.

Un hombre gordo daba vueltas al grupo con toda la prisa de que era capaz. Llevaba la partitura tatuada en las nalgas, y los tatuajes cambiaban de forma con el temblor y la agitación de las carnosas posaderas. De manera que cada músico sólo podía leer su particela durante un instante, y además deformada. Entre vistazo y vistazo, los músicos continuaban a voluntad o improvisaban, con lo que se producían chocantes disonancias que, sin embargo, se habrían resuelto en una armonía con sólo que hubiesen logrado ponerse de acuerdo.

Un extraño director de orquesta, vestido de muselina rosa, caminaba torpemente tras el nalgatorio que era su partitura. Tenía cabeza de sapo, de la cual brotaba una lengua delgada para azular y cosquillear aquellas nalgas como marcando el ritmo…, o tal vez para estropearlo.

Cerca de los músicos, sobre la pendiente de una duna, reposaba el hasta aquel momento único integrante del auditorio: el esqueleto de un caballo.

En cuanto se acercaron los expedicionarios, las diferentes melodías de bajo, tenor y soprano se pusieron súbitamente de acuerdo y formaron un contrapunto. La orquesta tocaba como un reloj de figuras que diese al mismo tiempo, y triunfalmente, la hora, el día y el año, con una armonía perfecta, aunque sonase algo precaria. Incluso tocada con aquellos instrumentos antiguos y raros, la tonada recordaba algo conocido, y Sean la acompañó silbando. Era un pasaje del Pasifal wagneriano, arreglado para organillo, arpa-laúd, timbal y flauta. Era música griálica.

El esqueleto de caballo rebulló y se puso en pie. Los huesos bailaban al compás de la música. Al mismo tiempo empezaban a revestirse de una carne fantasmal: los músculos, los nervios, las venas, las arterias, las vísceras y el tejido conjuntivo. Aparecieron ojos en las cuencas vacías y una lengua entre los dientes. La grasa y la carne, la piel y el pelo se formaron sobre aquella anatomía imprecisa. El caballo se puso a trotar, y luego hizo una cabriola, para ejecutar seguidamente la levade y la courbette.

Entonces, el sapo director de orquesta dio un lengüetazo a las nalgas de la partitura, y volvió a reinar la disonancia.

El caballo se mustió y se tambaleó, anduvo hasta la duna y se descompuso otra vez en esqueleto, en un armazón de huesos mondos y secos. Sin hacer caso de los sonidos cada vez más agrios, permaneció inmóvil.

Los recién llegados depositaron a Jerónimo en el suelo. Si un caballo muerto podía bailar al son de aquella música, él al menos podía tratar de mantenerse en pie. Tan pronto como los compases de Parsifal se convirtieron en una cacofonía, él alzó un índice acusador hacia el conjunto medieval.

—Es su manera de ensayar la alquimia —dijo—. Pero sin el secreto. Sólo tratan de transformar un caballo muerto…, en un caballo viviente. Pero, aunque logren hacer que se levante y ande, han de seguir manteniéndole. No poseen la sustancia transformadora. Sólo Él sabe cuál es…, Él y Knossos.

—¿Por eso están en el Infierno? ¿Por querer ser pequeños dioses? —preguntó Sean.

—¡Ah, no! Esto no es un castigo. Él no es celoso ¿Qué debería castigar, la ignorancia? A la ignorancia no se la castiga, se la ilumina. La iluminación puede ser dolorosa. Muy dolorosa. Como estar tendido en el potro —señaló con un ademán al músico crucificado y al otro compañero atravesado por las cuerdas del arpa.

—Un potro será sin duda lo próximo que veremos —dijo con cierta impertinencia Denise—. ¿Cómo se les atormenta a éstos?

—Ya se ve. Les gustaría montar ese caballo. Es como la vaca que soñaba aquella mujer en la acequia, una fantasía de transformación. Pero se trata de una fantasía muerta. Serán transformados cuando hayan logrado la armonía…, cuando no precisen de ningún instrumento excepto de sí mismos.

—¡Ahora lo comprendo! —exclamó Sean—. Se han proyectado a sí mismos en sus instrumentos. ¡Y por eso no llegan a tocarlos bien, hasta que llegue a su fin esa clase de proyección! Hasta que se incorporen otra vez los instrumentos en sí mismos.

—Por lo visto, de eso sabes más que yo, Athlon —suspiró Jerónimo.

—Me pregunto. Ya lo dije antes: Él nos permite desahogarlo para que no nos dejemos absorber por ello como los demás. ¿Cuesta mucho tiempo absorber a un ser humano? ¿Estamos siendo puestos a prueba? Quizás Él nos utiliza como piedra de toque, para ver de qué manera reaccionan ante su programa unos humanos no envueltos antes.

—¿No evolutos? —preguntó Jerónimo con sarcasmo.

—No envueltos. ¡Pero has señalado un punto ahí! ¿Sería posible que Él nos tuviera en sus designios como nuevos testigos…, de la misma forma que te tenía a ti? ¿Nuevas líneas de referencia como conciencias ordinarias?

—Amigo, te cedo el puesto cuando quieras. Preferiría cambiar a cualquier otra cosa.

—Y lo hiciste —observó Muthoni—. Has cambiado al Infierno.

—Gracias a vosotros. No ha sido la primera vez, ni creo que vaya a ser la última. Sin embargo, ya no soy el capitán Van der Veld que fui. En cierto modo he progresado…, incluso como testigo.

—Me pregunto qué habrá sido de nuestro capitán —dijo Denise, pensativa.

—¡Ah! ¡Casi había olvidado la Schiaparelli! —admitió Sean—. Es como si… nos hubiéramos distanciado de ella, ¿no? Bien, en realidad es lo que hacemos. Para eso entramos aquí, para nuestra vida real.

Jerónimo removió un poco la arena.

—Aquí no está: vuestra realidad vive.

—Paavo, Tania, Austin… ¿volveremos a verles algún día? —se preguntó Denise—. ¿O estarán convertidos en bestias o peces, transmutados escala abajo? Reculer pour mieux sauter… En regresión para poder evolucionar mejor después…, tal como Él lo ve.

—Yo no he dicho nunca que fuese positivo que las personas se convirtieran en animales. Nunca.

—¿Hay algún modo de salir de aquí, Jerónimo?

Jerónimo compuso una expresión socarrona.

—¿Ahora que acabáis de entrar? A otros les cuesta un tiempo endiablado. ¿Sabéis una cosa? ¡Tendréis que ganároslo! Los antiguos alquimistas se pasaban toda la vida en obtener la Piedra y cambiarse a sí mismos. Esos si que eran entendidos en la Obra.

—Pero, al menos, era la alquimia pura y simple, y no la alquimia pasada por la mente de un pintor chiflado —saltó Muthoni.

Sean frunció el ceño.

—El Bosco estaba en sus cabales, o de lo contrario no habría sobrevivido u su propia imaginación. Tal vez el pasar intactos por ente Infierno sea una prueba de salud mental… No, no una prueba exactamente: un medio de salud. De una salud de orden superior. ¡Lo que es locura para el uno, es cordura para el otro!

—¡En el Infierno todos están locos! —se empecinó Muthoni—. Esas masas que luchan, esos músicos… ¡todos! Confieso que yo también me volví loca. Fue fácil. Me limité a seguir el camino del mínimo gasto de energía.

—Todos somos locos en potencia, Muthoni. Los tres cerebros del hombre no están completamente integrados. ¡Los viejos programas de ferocidad acechan bajo la superficie! Quizá no sea preciso dar expresión a ese conflicto…, quizá debamos volvernos locos para sanar. Mira: el inconsciente es el Infierno, pero también es la salvación… Así como, a veces, la esquizofrenia es el único camino para la reintegración. Sólo que nosotros todavía no nos hemos vuelto locos, aunque hayamos estado al borde del precipicio —explicó Sean mientras apretaba con cordialidad la moteada mano de Muthoni.

—Por lo mismo, un exceso de razón es la locura —dijo Denise con suavidad—. De modo que, al fin y al cabo, tal vez estemos todos locos.

—Llevadme hacia allá —dijo Jerónimo, con un ademán hacia el erial de hielo.

—¿Por qué? —desconfió Sean—. Creí entender que no hay orientación definida en el Infierno.

—Si no vas tú, con tus propias fuerzas —dijo con firmeza Muthoni—, entonces estás siguiendo el camino de la energía mínima en la órbita de tu locura particular. Y no harás otra cosa sino girar dentro de esa órbita ad infinitum, como si dieses vueltas a una pista de circo empujando una pelota con la nariz.

—Hasta desgastarla, y salir otra vez al espacio libre —asintió Jerónimo—. Así es como se sale del Infierno. Tenéis que desgastarla.

—¿El qué? ¿La nariz? —rió Denise.

—¡La pista, cabeza loca!

—Es raro —interrumpió Sean—. La repetición incesante debería reforzar las pistas en la psique. Pero aquí…

Consideraba su propia reacción ante la omnipresencia del dolor… y que ya no era de dolor, sino un estado de hiperestesia, la alborada de una hiperconciencia.

—¡Tal vez la repetición abrasa las antiguas pistas! Para que las nuevas puedan ocupar su lugar. Es como una especie de alquimia mental. La destilación y la redestilación, cien veces repetidas, durante años, hasta que un día aparece dentro de uno la… piedra, la sustancia transformadora. ¿Y entonces entraría uno en el Infierno? Los preliminares se desarrollan en el Jardín. Allí el trabajo duro de los alambiques y los matraces. Tienes razón con eso de los recorridos de mínima energía, Muthoni. O conseguimos entrar en esa destilería a través de alguna órbita loca de estacionamiento…, o seguimos. Adelante.

—Por allí —repitió Jerónimo—. Lo prefiero.

La banquisa no resultaba muy invitadora, ni siquiera para unas personas a quienes les ardían los pies. Parecía no tener fin. Sería preciso buscar alimento. Habría que pescar. Muthoni aún portaba su tridente; ahora iba a servir de arpón.

Caminaron hasta notar que se caían de cansancio; luego dieron unos cuantos pasos titubeantes y acabaron por caer de verdad, pero dormidos. Más adelante, y durante un lapso de tiempo casi interminable, descubrieron que cuando no caían dormidos al segundo, el suelo helado los tenía dando vueltas y rebullendo sin parar, y más cuando empezaba a fundirse, con lo que despertaban en una sábana de agua fría, empapados y tiritando. A veces ésta volvía a helarse sobre la piel y se encontraban envueltos en una capa de hielo, entonces, un voluntario tenía que desprenderse de ella para acudir a deshelar a los demás. Pero sus organismos, inmunes a todo, resistían. A continuación había que buscar alimento para poder continuar; tratábase de localizar uno de los lugares traicioneros donde el hielo era más delgado, para romperlo y montar guardia allí como los esquimales, en espera de que acudiera algún pez a la superficie para ser pescado y comido crudo como desayuno…

Así viajaron unas veinte o treinta jornadas. Los islotes eran escasos, lejanos o, si próximos, defendidos por gladiadores ermitaños o por alguna máquina solitaria y meditativa que los bombardeaba a preguntas y luego los echaba de allí con un diluvio de bolas de nieve. En todo caso, no se podía decir que el Infierno estuviese superpoblado. La soledad engendraba la multitud y la multitud engendraba la soledad, en una permanente oscilación demográfica. ¿Cuántos óvulos humanos fertilizados debía de llevar la Copernicus? ¿Veinte mil, tal vez, más un millar de adultos hibernados? La población del Infierno ahora no podía ser mayor, especialmente habida cuenta de que no nacían niños. Por tanto, pensó Sean, no era posible que los humanos regresaran al estado animal…

Finalmente, a Jerónimo se le curó la barriga y pudo andar con sus propias fuerzas y seguir el ritmo de los demás.

Finalmente también, divisaron una playa lejana: una línea de arena pardorrojiza y una vaharada de calor que prometía el paraíso a sus cuerpos ateridos…, al menos, durante los primeros instantes de deshielo.