12

El fuego procedía de un horno de herrero, alimentado por el gas que brotaba del suelo, por entre un montón de carbones y piedras incandescentes, en un recinto de ladrillo. Un diablo mecánico se afanaba forjando espadas, chuzos y piezas de armaduras. Él mismo tenía el cuerpo acorazado y tres brazos que eran tentáculos de acero, uno de los cuales remataba en un martillo en vez de mano. Todo ello coronado por una pequeña telecámara que los observó mientras trepaban por sobre los montones de ladrillos, tras dejar fuera a Jerónimo.

Una mujer desnuda, encadenada al horno, accionaba con una mano el fuelle con que avivaba la llama, mientras bombeaba agua con la otra para llenar una especie de artesa que servía para templar el acero. Sudaba a mares. El cabello se le había vuelto canoso y estaba hecha casi un esqueleto.

—¿Queréis armas? ¿Proyectiles? Estamos trabajando en una nueva línea de proyectiles.

Las palabras brotaban de una rejilla empotrada en el cuerpo de la máquina. Uno de los tentáculos de metal se alargó y presentó un arpón de peligroso aspecto.

—¿Armaduras a prueba de proyectiles?

—¿Y la garantía? ¿Y el servicio posventa? —inquirió Muthoni con sarcasmo.

Caveat emptor —replicó la máquina.

—¿Con qué podríamos pagar?

—Haciendo funcionar la bomba. Y enseñándome cosas sobre la vida humana.

El martillo se abatió sobre un trozo de plancha incandescente, destinado a convertirse en un peto. Un segundo tentáculo lo retiró del yunque, lo sumergió en el aljibe (que tras despedir un chorro de vapor se secó al instante), y lo arrojó al montón de piezas de armadura ya terminadas. La mujer flaca maniobró frenéticamente la bomba para volver a llenar el depósito. Un hilillo de agua brotó de un tubo que, seguramente, se prolongaba hasta el propio lago.

Denise se acuclilló al lado de aquella obrera espectral.

—Te vendiste al herrero, ¿no?

—¡A cambio de una armadura de cuerpo entero! —replicó la otra.

—¿Para qué?

—¡Para proteger mi cuerpo, naturalmente! Para defender mi belleza. Así no podrán violarme. Si no ha ocurrido mil veces no ha ocurrido ninguna. Estaré segura.

—Pero… ¿acaso no se da cuenta de su aspecto actual?

—¿Qué queréis? ¡Largaos de aquí!

La mujer hizo ademán de golpear a Denise, pero la cadena era demasiado corta.

La máquina echó otra pieza sobre el yunque y de nuevo se puso a martillar.

—¿Qué aprenderá de ella sobre la vida humana? —meditó Sean—. ¡O tal vez sí! Aprende lo ilógico, lo irracional. La obsesión. La paranoia. Quizá sea justo el trueque. Un personaje a cambio de una armadura, ése es el trato. Me pregunto si le gustaría andar desnuda por el Jardín. A lo mejor se hizo un delantal de hojas de parra…

—¿Por qué no? —le objetó Muthoni, malhumorada—. ¿Por qué ha de andar la gente dando el espectáculo para que Dios haga de mirón? Vosotros, los psicólogos, lo confundís todo. ¿Cuál era la última moda en la época en que empezamos nuestro viaje? ¿La terapia de violación? ¿La terapia del abuso neo-zen? Equiparse a sí mismo con todos los traumas que uno no tiene, por ser ilusorio que uno no los tenga. Y cuando uno sabe que no los tiene… Como queríamos demostrar: Satori.

Sean contempló a la vieja sudorosa.

—No es fácil recordar las modas de hace dos siglos. ¿La integración de la autohostilidad? ¿Reeducación de los centros de placer-dolor? Creí que los colonos de la Copernicus habían sido mejor seleccionados que todo eso…

Denise se burló de él:

—En primer lugar, hay que estar un poco chiflado para querer hacerse colonos. ¡Ah! No digo que no existiera el espíritu de aventura. Y la obsesión también. Se necesitan obsesos para poner en marcha una colonia, gente que aspire a una ruptura traumática y masiva con todo lo anterior. ¡Tanto como buenos agricultores y buenos técnicos, hace falta gente dispuesta a emprender su propio camino! Folie á plusieurs, Sean. Es preciso que nosotros mismos estuviéramos algo locos para someternos al largo sueño congelado. ¿No te das cuenta? Yo estaba fuera de mis cabales. La Tierra era mal lugar para una ecóloga, era un insulto a mi vocación. ¡Ah! ¡Pues no debieron entrar pocos drôle de types en los tanques de hibernación! ¡Para no mencionar a Monsieur Knossos! ¡Y tú también debiste ser un poco chiflado, Sean! Por eso nos encontramos en este mundo de locos, la mitad del cual es un manicomio en pleno funcionamiento, y la otra mitad una residencia de reposo para lobotomizados.

—¿Sabes una cosa, Denise? A lo mejor tienes razón. Quizá Dios tuvo que construir un Infierno para calcinar las locuras de la gente, dando vueltas y vueltas, como la armadura sobre el yunque, primero calentada al rojo vivo y luego sumergida en agua fría para templarla.

—¡Ah! ¿Así que ahora ves símbolos en todas partes? ¿Incluso en una herrería?

—Claro. Es un paisaje simbólico, ¿o no?

—¿Necesitaréis armas o corazas? —interrumpió el herrero con impaciencia.

—Sólo queremos asar este bicho aquí en tu fragua —contestó Muthoni.

La máquina emitió varios ruidos y luego dijo:

—Lo permitiré, si cada uno de vosotros me contesta a una pregunta.

—¿Y si equivocamos la contestación? —preguntó Denise, recelosa.

—¡No podéis equivocar la respuesta! Una contestación es una contestación y no puede dejar de serlo —replicó la máquina, martilleando furia luna el metal candente.

—Podría ocurrírsete preguntarnos cosas a las que no supiéramos qué contestar, como por ejemplo, cuál es el nombre de esta pobre mujer, o cuál es el tuyo, pongamos por caso, o cuánto mide un trozo de cuerda.

—¿Por qué buscas excusas para no contestar?

Sean dio una palmada de regocijo.

—Yo contestaré a eso. Porque no queremos vernos atrapados en una paradoja lógica. ¡He aquí la contestación a tu primera pregunta! Te quedan dos.

La máquina emitió zumbidos y crujidos metálicos, como si se dispusiera a emitir un listado por su rejilla, aunque hubiera tenido que ser un listado hecho tiras, como pasado por una destructora de documentos.

—Acepto vuestra contestación que no lo es. Tendré que meditar acerca de este subterfugio.

La cámara volvió su objetivo hacia Denise:

—A ti te preguntaré esto: ¿por qué queréis quemar ese pájaro muerto?

—Dicho de esa manera, admito que parece bastante absurdo. Sin embargo, en el cocinar estriba la diferencia entre lo natural y lo cultural. Es la civilización.

—Pues a mí me gustaría lograr lo natural —observó melancólicamente la máquina.

—Lo conseguirás —prometió Sean.

Empezaba a simpatizar un poco con el herrero. ¿Qué tenía de civilizado la matanza de un gallo? Por otra parte, si no se daban otras posibilidades para alimentarse… Las personas, los animales y las aves de aquel mundo parecían inextricablemente confundidos en un extraño combinado panpsíquíco y metamórfico. Así, el Hombre ha de alimentarse de sí mismo… perpetrar un acto de autoincorporación, autoincubación… y resurrección. Porque, ¿adónde «iba» el espíritu del gallo? Puesto que nada moría… ¿Al Jardín? ¿O al Edén? Por eso no crecía allí ningún fruto comestible. Nosotros, los tragados por el Infierno, somos el fruto colectivo. El hombre se consume a sí mismo al desahogar sus pasiones, con su sed de sangre, dando paso a su demonio interior, y transforma su humanidad un una síntesis del choque de opuestos, arrojado al Infierno sin orden ni concierto. El mal lucha y triunfa…, para ser asumido al final. En la ecología psíquica todo esto tenía una lógica, por encima de la ecología blanda y sensitiva de Denise.

La cámara se volvió hacia Muthoni.

—¿En qué consiste el sentirse vivo? Contesta espontáneamente.

—¡Máquina estúpida! No es algo que se sienta como el tacto de una piedra, o como el calor o el hambre. Es… es…

—Es algo más grande que el conocimiento que podemos alcanzar de ello. —Sean la sacó del apuro—. El «yo» que conoce no es más que una isla en el océano preconsciente…, pero sin ese océano, la isla no podría existir. Si llegáramos a ser «superconscientes», me pregunto si llegaríamos a olvidar el hecho de la conciencia…, o si la conciencia ordinaria sería entonces ese océano. Si Dios es «superconsciente», nosotros seríamos…, ¿tal vez seríamos su conciencia? —se preguntó a sí mismo.

—¡Que hable la media negreza, intruso!

—No. Escúchame a mí. Tú tienes acceso pleno e instantáneo a todos tus circuitos, ¿no es cierto? ¿Puedes explorar inmediatamente todo tu ser?

—Es ella quien debe contestar, y no tú, si es que queréis quemar ese cadáver.

—Lógica hasta el final —comentó Muthoni—. Aunque la maldita lógica no sirva para nada.

Miró a Sean, que le apuntaba palabras, y resumió con audacia:

—¿Qué se siente al estar vivo? Es aquello que no se siente hasta que dejas de estarlo. Entonces, mejor dicho, ya no tienes conocimiento de ello. Es el aire que respiras. Es el agua en donde se mueve el pez. Es el medio necesario.

Sean le hizo una seña con la cabeza para animarla a proseguir.

—Es el medio de las sensaciones, ¡oh, máquina! Tú estás viva ya, sólo que no lo sabes. ¿Por qué no desconectas una parte de tus circuitos… olvidas una parte de ti misma? O mejor, reprográmate a ti misma de manera que se inhiba la posibilidad de conocer más que un determinado porcentaje de ti misma en cada momento dado, entonces serás como un humano. Tendrás algo que buscar dentro de ti misma.

—¿Inhibir parte de mis circuitos? ¿Conocer menos, para conocer más? —La máquina consideró la proposición durante unos instantes—. Muy bien, voy a intentarlo, incluyendo un comando de retardo para poder retornar luego a la conciencia plena y establecer la comparación. Ahora, podéis quemar ese pájaro muerto.

La máquina zumbó y de pronto quedó detenida, inmóvil, sin acabar de ejecutar el último martillazo. Se tambaleó. Se ladeó. De súbito, volvió el objetivo de la cámara hacia el martillo y, con gran exactitud, descargó la herramienta sobre la lente. Tras haberse cegado de esta manera, echó a andar sobre unas piernas cortas de carne y hueso, y se precipitó hacia la fragua, deteniéndose en medio de las llamas. Sus piernas deformes empezaron a chamuscarse, se carbonizaron y se desintegraron, con lo que la masa principal de la máquina cayó en el fuego. Espantada, la esclava encadenada se puso a accionar la bomba con frenesí hasta que empezó a desbordar el aljibe.

—Un diablo menos —hizo mofa Muthoni.

Enseguida puso el gallo espetado sobre el fuego y se puso a darle vueltas, sin molestarse siquiera en sacarle las vísceras. Mejor. Así no habría necesidad de rellenarlo con nada Ya estaba lleno.

—Creí que se trataba de un consejo sincero —se espantó Denise.

—Como el viejo Knossos le dijo a Sean: «Sólo el que puede destruirse a sí mismo está verdaderamente vivo». ¿Lo ves? Eso es descubrir la naturaleza de la vida de una manera totalmente absurda, pero perfectamente humana…, ¡y que parece perfectamente razonable a esos circuitos inhibidos! Quizás espera resucitar como ser vivo por haber sido capaz de imaginar esa estrategia. Como pescado, ¡yo que sé! Como algo de eso que lucha por ascender. A lo mejor acabo de hacerle un favor.

En aquel instante empezaron a mojárseles los pies. El agua corría en dirección a la fragua, y se puso a hervir y echar vapor cuando alcanzó la base de la misma.

—Pero ¿por qué se cegó a sí misma?

—Para poder ver… dentro de sí misma.

—¡Pobre! —se compadeció Denise—. La hemos destruido. No era ningún diablo. No hay diablos en el Infierno. Sólo nosotros. Nosotros somos los diablos.

—¡Eh! —gritó Sean—. ¡Esto va a explotar si le entra el agua! ¡Para! —le ordenó a la mujer encadenada. En vez de hacerle caso, la loca bombeó con redoblado brío mientras su robot maestro armero se consumía en las llamas. Sean corrió a arrancar la manivela de la bomba de aquellas manos arrugadas, pero éstas volvieron a agarrarla. Recogió del suelo un ladrillo roto y golpeó con él la argolla de la cadena, haciendo saltar chispas y trozos de ladrillo. Ella le insultó y siguió bombeando. El agua subía de nivel y ya sólo la tensión superficial impedía que se volcase en el fuego.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

Sean arrastró a Denise y a Muthoni detrás de un muro en ruinas, el gallo medio asado se bamboleaba en las puntas del tridente como un comentario burlón sobre una lanza y una grímpola. Sean empujó a las dos mujeres hasta ponerlas de bruces en el suelo.

El mundo entero se deshizo entonces en una explosión demasiado fuerte y demasiado próxima para ser escuchada. Sólo se dieron cuenta de que la explosión era un fogonazo brillante, una oleada de calor y una tormenta de meteoritos en forma de fragmentos incandescentes que picotearon sus pieles desnudas como aguijones de avispa. Lo que restaba de la pared en ruinas se vencía sobre ellos de manera alarmante. Y quedaron ensordecidos hasta bastantes minutos después.

Salieron a rastras de debajo de los cascotes y vieron pedazos de armaduras y material de derribo esparcidos por todas partes. Ni rastro del herrero, excepto la cámara abollada y algunos trozos de chapa que lo mismo podían ser de su coraza como de cualquier otra. De la mujer encadenada… un pie rebanado que grotescamente había ido a caer encima del muro donde ellos se resguardaban. Algo más lejos, una pierna esquelética. Y nada más.

Sean sintió náuseas e hizo salir a Denise y a Muthoni para alejarlas de allí. Encontraron a Jerónimo tumbado allí donde le habían dejado, pero un pedrusco le había partido la espinilla, de manera que estaba todavía más incapacitado para andar por su propio pie.

La boca de Jerónimo se abrió como para emitir una queja, pero no oyeron nada. Hizo un ademán hacia el gallo.

Muthoni arrancó un muslo medio crudo del ave y pasó el resto a Denise, quien arrancó un pedazo de pechuga con las uñas.

Así lo descuartizaron y comieron. Al principio con repugnancia, y luego cada vez menos. A Sean le parecía estar comiéndose su conciencia. Y no tenía mal sabor, sino todo lo contrario. Acabó por hurgar en las entrañas y comerse el corazón y el hígado crudos.