Jerónimo aún yacía donde Muthoni le había dejado, con las manos en la barriga, y muy callado. Ella examinó la herida de la que había sido autora.
—¿Cómo estás? —inquirió débilmente Denise.
Jerónimo la miró con aire acusador.
—Me duele horrores.
—¿Morirá? —susurró Denise.
—No de esto —cortó Jerónimo—. Pero sí me fastidiará durante bastante tiempo. ¡Sobre todo para comer y beber! Y ahora mismo tengo mucha sed.
Sólo entonces Sean se dio cuenta de que él también tenía los labios agrietados de tan resecos. No se le había ocurrido pensar en ese aspecto del calor…
—¿Acaso también en el Infierno se necesita comer? —saltó Muthoni antes de que Sean se pusiera en ridículo con la misma pregunta.
—¡Si es que encuentras algo que comer y beber! Estos son cuerpos, y los cuerpos necesitan energía.
—¡Ah! Yo pensé que…
—Pensaste mal. No nos alimentamos de infusiones mágicas.
—Pero ¿hay aquí algo que comer? No se ve ni una brizna de hierba. ¿Qué frutos pueden darse en el Infierno?
—El Infierno es carnívoro, mi querida amiga. Hay que atrapar algo y darle muerte. O permutar algo.
—¿Permutar?
Jerónimo entrechocó los dientes. El espasmo pasó.
—¿No tenéis unos cuerpos hermosos y bien dispuestos? En el Infierno encontraréis mucho perverso polimorfo, como lo llamaríais vosotros. Y ahora, id a por un trozo de hielo para que yo lo chupe, ¿eh? Tiene que ser hielo, o si no, agua caliente o sangre. Os aconsejo que no probéis el vino de aquí. Se esfuman todas las inhibiciones, si es que tenéis alguna.
—Lo siento de veras —dijo Muthoni.
La mujer moteada se alejó con su tridente (para usarlo como cuchilla de cortar el hielo) en la dirección que le indicó Denise.
Al cabo de un rato regresó corriendo con algunas panículas de hielo que todavía no habían sucumbido al calor. Agradecidos, todos las chuparon, aunque Jerónimo se retorció de dolor cuando el líquido entró en contacto con los ácidos desbordados de su perforado estómago.
De la zanja volvían a brotar quejidos. En aquellos momentos, la gorda volvía a estar unida por la base del cráneo con otra vaca fláccida, a medio formar. Y aunque todavía no había rumiado nunca, le apestaba el aliento (incluso hasta donde estaban ellos) como si estuviese en plena descomposición. La gorda canturreaba llena de felicidad.
—Dijo que era su sueño, un sueño de belleza —explicó Muthoni.
—¿De belleza? —exclamó Denise.
—En realidad ella no puede verlo. No creo que le hagamos ningún favor diciéndoselo.
—¿Un sueño…, una proyección? —se interrogó Sean—. ¿Proiectio? ¿Será eso? ¿Cómo dijo el viejo Carl Gustav? «El contenido es inaccesible mientras permanezca en estado de proyección…».
—¿Cómo?
—Nada… Sólo era una idea.
Pero no tuvo tiempo para explicarla, ni siquiera para explicársela a sí mismo, porque tres hombres y una mujer salieron de detrás de una loma y saltaron a la zanja, con una agitación más propia de una banda de monos. Todos iban armados con cuchillos de carnicero y desnudos, excepto el jefe, que lucía, con mucho ruido de chatarra, una armadura medieval.
El de la coraza se interpuso entre los viajeros terrestres y la gorda. De pronto, sus acompañantes atacaron con sus cuchillos a la vaca onírica a medio formar.
—¡No hagan eso! —gritó Muthoni.
Corrió hacia ellos esgrimiendo su tridente, pero el de la coraza le cerró el paso. Las puntas del tridente se estrellaron contra la armadura; una de ellas se rompió y la otra quedó doblada. Él le asestó un tajo y Muthoni se echó atrás, parando la cuchillada.
Mientras tanto, las tropas del hombre de la coraza trabajaban febrilmente en descuartizar la res y lo salpicaban todo de sangre pegajosa. Para evitar que se retirasen dejándole sin su parte, el de la coraza dirigió un último tajo precipitado contra Muthoni y se batió rápidamente en retirada.
La gorda los cubrió de improperios durante un rato, y luego se resignó. Quedaban sólo un par de costillas ensangrentadas y un poco de pellejo, junto con una o dos pezuñas. Ella alargó una de sus gordezuelas manos para examinar las sobras de la carnicería, como si aquella banda se las hubiese dejado como regalo. Luego se llenó la boca de carne y empezó a masticar.
—Prefiero morirme de hambre —dijo Denise con repugnancia.
—¿De veras? —rió Muthoni—. Es su propio sueño lo que come. Ya me gustaría soñar algún bocado, con tal de comer algo.
¿Qué clase de realidad es ésta?, se extrañaba Sean. ¿Existen direcciones en el Infierno? ¿Tiene partes distinguibles? ¿Cómo puede existir un lugar sin «partes diferenciadas»?
Pues bien, la respuesta parecía ya bastante obvia. El Infierno era una zona que coincidía indiscriminadamente consigo misma en todas partes, y donde los contenidos se confundían sin que fuese posible diferenciarlos. El ego tenía que ser tragado por la oscuridad, por la invisibilidad de aquel no-lugar. ¿Por qué? Para que fuese posible percibir el psiquismo preconsciente, cuya vida es la condición preliminar para que un «ego» sea posible.
Así que aquí estoy yo (Ego), en medio de un tira y afloja de fuerzas psíquicas, donde los egos se dedican a poner en práctica las primitivas maneras preconscientes, incoherentes. El paisaje que contemplaba era…, el del subconsciente. Deseo, agresión, canibalismo, oscuridad. Sin embargo, él y sus acompañantes llevaban allí una existencia relativamente encantada. Relativamente.
—Jerónimo dice que tendremos que llevarle —advirtió Denise.
—¡Mvivu! ¡Ese pendón! —exclamó Muthoni, pero se arrepintió enseguida—. Si pudiéramos hacer unas parihuelas…
Paseó la vista por el yermo.
—Tal vez allá abajo, en aquellas… fábricas.
Las cocinas del Infierno, recordó… En cuyas calderas se hierve a la gente.
¡Aunque se hubiese estropeado el tridente, con él aún podía defender a sus amigos! Pero, en realidad, no deseaba tener el tridente en sus manos. Se parecía demasiado a la escoba que utilizaba el aprendiz de brujo…
—Dime una cosa, Jerónimo —inquirió Sean—. Si existe en el Edén un Dios de forma humana, ¿existe en el Infierno el Diablo correspondiente?
Jerónimo sonrió débilmente.
—Siempre persiguiendo otra cosa, ¿verdad? Buscas a alguien que posea la clave de todo esto. Aún no se ha cumplido tu plazo, amigo. Eres un recién llegado.
—Pero he ascendido. Tengo la negreza. ¿Con qué motivo?
(Muthoni le lanzó a Sean una ojeada de envidia.)
—No lo sé. Quizá le repugne todo eso, y quiera derrotar al Infierno para plantar su Jardín en todas partes. Pero ignoro cómo conseguiría que se hiciese la luz. ¿Tal vez haciendo que el planeta gire sobre su eje? Sería grande, ¿verdad?, un Dios capaz de detener un mundo o de hacer que dé vueltas. Adiós a la ley de conservación del movimiento.
—¿Visita Él este Infierno? ¿O está…, en todas partes? En este caso, como Diablo jefe.
—Sí, desde luego que existe. ¿Recuerdas al diablo jefe… —Jerónimo se interrumpió por efecto de una punzada de dolor—… el de la pintura? Sentado, con cabeza de pájaro, en el acto de devorar almas, que al mismo tiempo va cagando en un pozo a través de una burbuja de cuescos.
—¿Cómo es que tú también has sido trasladado aquí con nosotros, Jerónimo? ¿Sabes eso? ¿No será que estás jugando con dos barajas, por casualidad?
—¿Como puedo jugar a nada con tres agujeros en mi estómago?
—Contesta, Jerónimo, o te juro que te abandonaremos aquí.
—¡Ah, la bella franqueza del Infierno! Dejadme, si queréis. Dejadme solo. En un par de semanas habré muerto de hambre, si es que antes no me come alguien.
—Vendrás con nosotros aunque tengamos que arrastrarte —dijo Muthoni.
—Eso, llevadme a rastras. Tratadme como a un saco de patatas.
Muthoni y Sean se cargaron a Jerónimo en hombros. En cuanto al peso, era soportable, pero el calor no ayudaba. Sudaban a mares; de vez en cuando, un brazo o una pierna escapaban de sus manos resbaladizas. Denise cerraba la marcha con el tridente.
Hornillas ardientes, hornos, torres en ruinas y molinos de viento con las aspas en llamas eran el centro de una actividad frenética: la ciudad de la locura, del preconsciente desatado. Por lo visto era una ciudad sitiada y el grueso de la batalla estaba en el puente que cruzaba el lago de sangre negra. Un grupo de combatientes desnudos luchaba por entrar y otro grupo de combatientes desnudos pugnaba por salir. Así que nadie iba a ninguna parte. Pero aquél no era el único camino de acceso. Por ejemplo, se podía entrar en la ciudad viniendo por el llano, como hizo Muthoni; el camino real, simplemente, era la ruta preferida. Preferida hasta el punto de la obsesión. Por algún motivo, ellos también iban hacia allí, hacia los bandos enfrentados. ¡Sin duda habría algo que ganar! ¿Por qué luchar, si no? Los reflejos mandan, gobiernan el gallinero, se dijo Sean.
Y como por coincidencia, en aquel instante todos oyeron el canto de un gallo.
—Lo malo de las carreras humanas es que son eso…, carreras —gruñó Jerónimo, apoyado sobre ambos—. Todos piensan sólo en pisar al más cercano, ¡así que no es de extrañar que nadie gane!
—Ganar, ¿el qué? —jadeó Muthoni.
—La carrera, ¡tonta!
—¿Acaso os gustaría sentir restallar un látigo en vuestras espaldas?
Otra vez se oyó el clamor estridente: ¡Quiquiriquí!
El gallo estaba encaramado sobre un montón de estiércol que se alzaba en el camino, y cantaba de valiente, aunque no se veían gallinas por allí.
Denise blandió el tridente y susurró:
—¡Comida! Eso ya está mejor.
—No lo dirás en serio —protestó Jerónimo.
—Dejadlo en el suelo, vosotros dos. Apartaos. Si hemos de vivir sobre el terreno…
Denise se acercó cautelosamente al gallo, cuyas orgullosas plumas rojas eran como una versión más oscura de su propio cabello. Plantó cara a la mujer con un cacareo desafiante. Aunque las puntas del tridente estuvieran estropeadas, aún servirían para espetar un pollo…
—¡Adelante! ¡Mátalo! —continuó Jerónimo su débil protesta—. Dispara primero y pregunta después.
Sean, Muthoni y Denise tenían tanta hambre que se les hacía la boca agua con sólo mirar al gallo. Sin hacer caso de Jerónimo, rodearon al ave, que empezó a batir las alas.
A un grito de Denise todos se abalanzaron sobre el gallo; antes de que éste pudiera echar a volar, ella se lanzó a fondo con su tridente y lo atravesó de parte a parte, al tiempo que su dueña caía de bruces dentro del estiércol. Sin reparar en el hedor, recuperó el tridente y le retorció el pescuezo al animalito, tras lo cual se puso en pie, llena de pardas y húmedas boñigas.
—Peinado a la moda masai, con tirabuzones de porquería —se burló Muthoni.
Denise, horrorizada, se llevó las manos a las profanadas melenas; para ello dejó caer el tridente y la presa, que fueron prestamente recogidos por Muthoni.
Ésta, con un esfuerzo, logró dominar la tentación de escapar corriendo.
—¿Cómo lo guisaremos? —preguntó Sean.
Jerónimo, desde el suelo, se retorcía en carcajadas convulsivas, mientras se sujetaba con ambas manos el estómago agujereado para evitar la pérdida de sangre y sus jugos gástricos.
—¡A ti qué te importa! —bufó Muthoni.
—¡Je, je! Habéis matado un gallo. Incluso aquí, en el Infierno, y sobre un montón de estiércol, cuando canta proclama la iluminación del espíritu. ¡Y vosotros le habéis retorcido el cuello!
—He dicho que cómo vamos a cocinarlo.
—Por falta de fuego no quedará —dijo Muthoni, y exclamó—: ¡Eh! ¿Por qué nos encaminamos a ese puente? Hay mucho gentío ahí. Yo vine por el otro lado. Había una especie de… cocina. ¡Por Dios, no! No tengo ganas de volver a ver aquello.
Con aire ausente, empezó a desplumar el ave.
—¿Qué tenía de malo esa cocina? —le preguntó Sean.
—Lo que cocinaban. Guisaban a la gente. Pedazos vivos de personas descuartizadas.
Jerónimo daba alaridos de hilaridad.
El puente y el camino real parecían infranqueables. Aunque de vez en cuando caía alguno y se salvaba a nado hacia la orilla, no disminuía el número de combatientes enfrentados, porque los nadadores únicamente salían para retornar a toda prisa y ponerse a la cola de los luchadores. Los individuos de esas dos multitudes habían perdido su individualidad. No podían hacer otra cosa sino engolfarse en el seno de sus respectivos grupos. La batalla del puente más bien parecía un espectáculo deportivo-grotesco.
—¡Vaya una contienda estúpida! —exclamó Muthoni—. Si tan mal están los que quieren salir, ¿por qué hay tantos que quieren entrar? ¿O es que la situación es tan infernal en ambos lados que cualquier cambio se les antoja una mejora?
Sin darse cuenta, ella misma saltaba de un pie a otro para aliviar el ardor de las plantas, como no dejó de observar Denise con alguna acidez.
—A lo mejor es que no recuerdan cómo estaban minutos antes, o pocas horas antes. A mí no me importaría volver al erial helado para refrescarme un poco, ¡si no fuese porque recuerdo el condenado frío que hace allí!
—¿De veras recuerdas cómo estabas hace un par de horas? —arrugó la nariz Muthoni.
—Merde.
Denise pasó rápida revista a su traje de cieno, ya seco, y a sus tirabuzones que ahora parecían cuerdas de color pardo. Bajó por el ribazo y tras probar el agua se metió entera para lavarse.
Atraído por el chapoteo, uno de los nadadores desbancados se dirigió hacia ella, como si la parte del río en donde estaba fuese particularmente envidiable; pero cuando se halló cerca de la orilla, la atracción del puente pudo más.
—¡Vas a perder tu puesto! —le advirtió a Denise en tono de incertidumbre, ante el hecho de que ella estaba perdiendo el tiempo allí mientras él sentía el tirón de su querencia hacia el camino.
Cuando el nadador salió del agua, Sean le agarró por el cuello. Era un tipo encanijado, de cabello color zanahoria y nariz verrugosa.
—¿Por qué os empeñáis en entrar a través del puente? ¿No veis que el otro bando quiere salir, maldita sea?
—¡Es preciso! ¡Es preciso! Casi había conseguido pasar, pero algún maricón me echó abajo.
—El esfuerzo de los unos anula el de los otros —suspiró Sean.
El hombre le echó una mirada cargada de astucia.
—¿Así que los opuestos se anulan mutuamente, no es cierto?
Cuando Sean aflojó la presa, el fulano aprovechó para soltarse y echó a correr por la orilla, mientras voceaba absurdamente:
—¡La orilla opuesta! ¡La orilla opuesta!
Sean se rascó la cabeza.
—¿Sabéis una cosa? Creo que realmente aprenden algo, a través de la repetición y de la frustración, igual que las ratas en un laberinto. Sólo que son personas. Quizá sea preciso que las personas reconozcan la rata…, y hasta el reptil que vive dentro de ellas. Que se den de narices con ello.
—¿Aprender? Eso no nos acerca a nuestro bocado de pollo asado —se burló Muthoni, agitando el gallo desplumado que tenía agarrado por la molleja.
—Su mente consciente se halla casi extinguida, ¿no lo veis? Por eso no pueden discriminar. Eso es lo que hace la mente consciente: discrimina. La mente consciente es bastante indiscriminada. Me preguntaba yo de dónde había sacado esa noción de que el Infierno no tiene partes distinguibles… Bien, pues no las tiene. Por eso, el lado opuesto de ese puente es el mismo que el lado en donde están ellos, es un reflejo. Pero ellos ansían cruzar el puente. Cruzar un puente es… un acto de desarrollo. Pero ellos no consiguen sino encontrarse consigo mismos; nadie logra cruzar. Cuanto más luchan, más vanos resultan sus esfuerzos. Ellos todavía no pueden pensarlo; no saben pensar en paradojas todavía.
—Una paradoja fue lo que me espetó a mí —se animó Denise—. El unicornio es un animal fabuloso, o sea que es una paradoja, ¿no? Como los peces en tierra firme. Y Muthoni es ahora mismo una paradoja andante —añadió con cierta malicia—. ¡Una paradoja moteada!
Sean la interrumpió:
—Lo que aquí tenemos son los opuestos, confundidos, que frustran y torturan a todos, como el hielo y el fuego, lo uno al lado de lo otro… En el Jardín, en cambio, los opuestos se unen… sí, como en los peces que salen a tierra, o en aquel hermafrodita… Me pregunto si el Infierno servirá para que esa gente aprenda a pensar en paradojas, de tal manera que sepan vivir en el Jardín.
—Aceptar a Dios —dijo Jerónimo, críptico.
¿Consejo… o comentario sobre las paradojas?
—Tengo hambre —dijo Muthoni, acentuando el énfasis de la pisada—. Al otro lado del camino se distingue un fuego.
—¿Debemos obedecer a nuestros instintos? La mente analítica apenas tiene nada que hacer en el Infierno.
—A cada uno lo suyo —dijo Jerónimo, a quien fatigaba ya el excesivo calor del suelo—. Haced el favor de recogerme.
Esta vez fueron Sean y Denise quienes se encargaron de transportar a Jerónimo, y Muthoni les seguía con el gallo y el tridente.