10

Sin embargo, fue Muthoni quien les encontró a ellos. Era ella quien les daba caza.

Convertida en una persona nueva y violenta, salía de una hoguera con un tridente en la mano. Al inspeccionarlo más de cerca, se dio cuenta de que las puntas del tridente eran escalpelos quirúrgicos. Bisturís parta curar hiriendo, por el procedimiento de cortar, de retajar, de dar nueva forma, para descubrir y corregir los defectos interiores. Hacer de alguien una persona nueva por medio de una herida sagrada… Parecían también espetones para asar: otra manera de transformar la carne, de cruda a cocida, de natural a cultural. Un estadio superior…

Se hallaba en una extraña amalgama entre hospital y cocina: la cocina de un cirujano. Una bruja de cara azul, con barriga como la de un pavo desplumado, daba vueltas muy satisfecha a un hombre espetado que estaba asando. En el mismo fuego se calentaba una caldera llena de agua donde, entre protestas y exclamaciones, flotaban cabezas sancochadas de hombres y mujeres, sin los cuerpos. De hecho, sólo el calentamiento del agua, con su consiguiente convección, evitaba que aquellas cabezas se hundiesen hasta el fondo del caldero y se ahogasen allí. Así pues, se dijo Muthoni, la bruja azul les hacía un favor, pues era ella quien había puesto el caldero allí para pringar con el caldo su asado de hombre.

Esta víctima daba vueltas con indiferencia, mientras la engarfiada mano de la bruja accionaba la manivela. La mueca del espetado era más bien de paciencia y resignación, o incluso de concentración. En el supuesto de que Muthoni se hubiese preocupado de ello, la expresión desmentía el tormento que, según las apariencias, estaba sufriendo…

Las tareas culinarias de la bruja padecían la competencia desleal de otra cocinera, una gorda que vestía negligé rojo y mantilla y que manejaba una gran sartén. En ella freía una mano cortada que, sin embargo, no dejaba de mover los dedos, así como una pierna que lanzaba puntapiés en intento de salirse de la manteca hirviente, y una cabeza que rodaba de un lado a otro, movía las orejas y hacía rodar los ojos con invitadora expresión, como si ése fuera su único medio de comunicación.

—¡Ajá! —exclamó Muthoni, y luego otra vez—: ¡Ajá!

Tras lo cual, metió el tridente en la sartén. Pinchó la cabeza por los ojos y la alzó al aire para echar a correr enseguida con ella. La sucia del negligé la cubrió de improperios.

—¡Devuelve eso, medio teñida! ¡Tramposa! ¡Alcahueta! ¡Devuélveme a mi hombre!

(¿Por qué hago eso? ¿Acaso el cirujano alberga el deseo secreto de descuartizar a las personas?)

La introspección se ahogó en una intoxicación biliosa. Con un remolino de su tridente, Muthoni arrojó la cabeza a gran distancia. La testa rebotó en el suelo y rodó hasta detenerse. Pero entonces, y sin que se supiera cómo (tal vez mediante contracciones de los músculos del cuello, o moviendo las orejas), se las arregló para regresar en dirección a los fogones, arrastrándose centímetro a centímetro. La cocinera la llamaba a silbidos. Cuando la cabeza estuvo cerca, Muthoni le cortó el camino y la envió a un lado de una patada, a lo que la sucia volvió a gritar:

—¡Medio teñida!

Sólo entonces Muthoni se detuvo para fijarse en sí misma. Se notaba vigorosa, fuerte como una leona y con la resistencia de un leopardo cazador; pero, lo mismo que un leopardo, tenía la piel manchada. Estaba moteada de blanco y negro. Aullando de rabia, miró como una fiera a su alrededor para ver quién le había robado su negreza…, o quién se había puesto su piel. El demonio estaba desencadenado dentro de ella. ¡Le rajaría la piel robada con sus escalpelos y la trasplantaría de nuevo sobre sí! Operación que desde luego no podía hacerle daño puesto que se sabía invulnerable…, a no ser por aquellas manchas de un blanco leproso. Le dolían un poco: piel blanca, más sensible a los ardores del fuego…, pelleja miserable y paliducha.

(¡Eh! Esto es divertido. ¿Creías que ibas a ser castigada por los demonios? ¡Y un infierno!)

(¡Basta, Muthoni! ¡Piensa!)

Sin hacer caso de las voces que clamaban dentro de su cabeza, corrió hacia una loma desde donde podría tal vez atisbar todo el terreno. Su vista se acomodaba con facilidad y, si quería, lo veía todo como a través de una mira nocturna dotada de intensificador de luz.

Entonces llamaron su atención unas voces quejumbrosas. En una zanja, al pie de la colina, se retorcía una oruga de cierta corpulencia.

Enfocó la vista. Era una mujer yaciente y singularmente gorda. Y era ella quien estaba pariendo a la oruga blanca…, en realidad: una vaca totalmente desarrollada. La res salía de ella como si no tuviera huesos, como un globo de carne que se hinchaba, y caía blandamente al suelo, entre balidos y mugidos.

¡Ah, pero aquello sí que merecía atención desde un punto de vista obstétrico! Ya que aquella vaca no veía la luz por el coño de la gorda, sino por su occipucio, a modo de espuma hinchable de plástico, que se convertía en una vaca viviente durante el propio acto. La masa temblorosa formada por la mujer y la vaca estaba unida por las cabezas como una pareja de siameses.

¡Ajá! Ahora veía el problema. ¿Acaso no estaban unidas sin poder separarse? Por eso las dos yacían tumbadas en la zanja entre lamentos y gemidos.

Muthoni bajó la cuesta con rapidez, y apuntando con sus escalpelos a la parte posterior del cráneo de la mujer, se puso a cortar y rebanar la masa mantecosa.

—¡No me robes mis sueños! —chilló la gorda.

Sin embargo, ya era demasiado tarde. La gran masa de la vaca estaba ya libre; el animal se puso en pie y empezó a trepar ladera arriba, hasta desaparecer al otro lado, entre mugidos que partían el corazón.

La gorda se sentó en el suelo, con los ojos congestionados de lágrimas, y se frotó la cabeza.

—¿Por qué has hecho eso? ¡Diablesa! —escupió—. Ahora tendré que soñarla otra vez.

Dicho lo cual se tumbó de nuevo sobre los neumáticos de grasa. Muthoni le dio un puntapié que hizo retemblar aquellas mantecas.

—¿Qué haces ahí, gordinflona?

La mujer la miró con cierta timidez que casi podía ser coquetería.

—¡No creas ni por un instante que estás viendo la realidad de mi persona! Permíteme que te diga que soy muy hermosa. ¡Eso lo recuerdo perfectamente! No será fácil que se me olvide jamás.

—¿Así que ése es tu sueño, eh? ¿La belleza? —se burló Muthoni—. ¡Pues estabas soñando una vaca, un condenado y horrible montón de carne de vaca!

—¿Y cómo puedo yo ver lo que estaba soñando? —sollozó la mujer—. ¡Puesto que me brota por detrás! ¿Una vaca, dices? ¡Mientes, maldita embustera! Sé que era algo hermoso…, porque yo soy lo que soy. ¡Por eso me lo has quitado! Ya lo había conseguido. Casi lo había conseguido. Estaba segura de que era una hermosura.

—Lo siento. Me parece que tu imaginación anda desmandada… ¡Y lejos de ti!

La mujer se puso a gritar, con los ojos cerrados, para excluir a Muthoni de su esfuerzo de concentración. Una pequeña burbuja fantasmal, más o menos ectoplásmica, empezó a salir de la parte de atrás de su cabeza, y se infló enseguida como si fuese goma de mascar Muthoni, maliciosa, la pinchó con su tridente. La frustrada gorda aporreó el suelo con ambos puños.

—Así remeda ella la manera en que Dios separa el mundo de sí mismo —exclamó una voz—. Osa burlarse, porque no sabe de qué muerte murió. Pero ya se enterará, tan pronto como haya aprendido a librarse de sus tentaciones y sepa verlas como lo que son en realidad.

El cuerpo desnudo del que había hablado era una neblina de enfermizo color azul. Por lo demás, sin embargo, se trataba de…

—¡Jerónimo! ¿No nos habías abandonado, bastardo, dejando que nos despedazaran? ¡Y te atreves a llamarte capitán!

—Espera un momento…

—¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Mwoga! ¡Mtoro!

Furiosa, Muthoni dio un salto para salir de la zanja y, esgrimiendo su tridente, se lo clavó a fondo en la barriga. Jerónimo exhaló un grito y cayó de espaldas, arrancándose los escalpelos. Gemía y se sujetaba su agujereado estómago con ambas manos.

Muthoni no hizo más caso de él y corrió otra vez a la cima de la colina para mirar a su alrededor.

—¡Ajá!

Más allá de la zona infrarroja de tierra calcinada, se extendían los grandes yermos ultravioleta de hielo. Dos figuras empequeñecidas por la lejanía avanzaban de puntillas sobre el ardiente suelo. La una tenía una melena dorada, la otra era un hombre negro. Pese a su color robado, le reconoció al momento.

¡Marizi! ¡Ladrón!

Muthoni la moteada se erguía delante de ellos. Había sangre reciente en los filos de su tridente, que agitaba haciendo odios en el aire, signos del infinito.

—Sean no ha robado nada —protestó Denise.

—Así que ahora eres su cómplice, ¿no? Ya me lo figuraba. Ha robado mi piel, eso es.

—No digas tonterías, Muthoni.

Muthoni asestó una lanzada en dirección a Denise, que se retiró precipitadamente.

—¡Ya lo ves! ¡Tú eres la culpable!

—¡Chist! —siseó Sean—. El cerebro primitivo, reptiliano, anda desatado.

—¿Me estás llamando lagarta, falso negro?

Sean se armó de paciencia y se sentó en la tierra ardiente, aunque le escaldaba las nalgas. Cruzó las piernas para protegerse un poco, aunque ahora le quemaba la base del escroto.

—Dime, Muthoni —empezó en tono amable—. ¿No oyes dentro de ti una vocecita que te está diciendo «por qué hago todo esto»? ¿No te dice esa vocecita «acaba ya con eso»? Tu antiguo cerebelo y la corteza primitiva quieren hacer realidad toda su agresividad y sus impulsos y sus envidias. Es el animal que pervive dentro de todos nosotros: los instintos reptilianos y el primitivo sistema raquídeo del paleomamífero. Eso es lo que pasa en el Infierno: la mente primigenia manda, esa parte de nuestro cerebro de donde proceden nuestras pesadillas y toda la ferocidad programada en nuestros instintos, que nos induce a torturar a los demás…, al mismo tiempo que nos atormentamos. Dios permite que nos desahoguemos, si somos capaces. Tenemos el privilegio de seguir pensando, de manera que Él pueda pensarlo también.

—Cuánta santidad —replicó ella con desprecio—. ¡Muy beato te has vuelto! He de ajustar cuentas contigo, muchacho, por esa especie de lepra que me has contagiado.

—Pero ¿de qué he de rendir cuentas?

—Tú nos llevaste a esa emboscada.

(¿Lo hice? Se me había encendido la sangre…)

—Oye, Muthoni. Si la negreza es un estado mental, tú aún no la has perdido por completo. ¿No lo ves? Te das cuenta parcialmente de ello. La marca de Dios está en ti. Una parte de ti todavía es… bien, digamos que del color de la primera fase de la Obra, como decía Jerónimo.

—¡Ah! ¡Ya he liquidado lo de Jerónimo! Ese llorón cobarde. Lo espeté como a un cerdo, como lo que es.

—¿Está aquí?

Muthoni apuntó a la colina con el tridente Entonces reparó en la sangre que teñía las puntas.

—¡Dios mío! Le clavé esto. Me parecía divertido hacerlo.

—Supongo que debió de ser divertido para el viejo reptil, el paleomamífero que está dentro de nosotros. O, más que divertido, placentero. Ya no lo será, puesto que aquí tenemos diversión de todas clases, sado o maso, hasta que nos empalague, hasta que fermente para convertirse en otra cosa.

—Esa pobre mujer, ahí en la zanja…

—Has hecho verdaderas diabluras, ¿verdad?

—Me parecía que estaban… bien. ¡Y me lo sigue pareciendo, maldita sea!

Avanzó contra Sean, pero luego se mordió los labios y clavó el tridente en el suelo.

—Es posible que no hayas analizado nunca tu propia vida, Muthoni —aventuró él—. Al menos no a fondo. Ni Denise tampoco. En realidad muy pocas personas lo hacen. ¡Ah! ¡Nunca nos faltan buenas razones para nuestros actos! Sólo que no son las razones verdaderas. Por eso la gente hace el mal, como si fueran autómatas. El mal es la falta de conocimiento, Muthoni. Es no comprender las cosas. Al menos para nosotros. Naturalmente, para un dinosaurio o un tigre sería cuestión de mera supervivencia. El Infierno es el lugar donde el mal sale a la luz para que podamos conocerlo. Esas máquinas de ahí, son autómatas también, autómatas que tratan de convertirse en algo más. Máquinas valerosas…, luchan, pero necesitan hacer el mal antes de llegar a ser algo más que autómatas.

—Yo no he visto ninguna máquina. A no ser que una sartén sea una máquina.

—Ya las verás.

Muthoni protestó, gruñona:

—Así, ¿qué haremos ahora? ¿Dar vueltas por ahí obrando el bien? ¿O desahogarnos a fondo, como el marqués de Sade, hasta que sepamos lo que es?

—Encontraremos el sentido del mal. Nos reharemos a nosotros mismos, volveremos a nacer. Busquemos la semilla de la unidad —replicó Sean, aunque no estaba muy seguro…

—¿Volver a nacer? ¿Dónde, en el Edén? —preguntó Denise.

—No lo sé. Supongo que cuando sepamos eso determinará el dónde. Mientras tanto, tendremos que recorrer todos los niveles del Infierno. Es posible que encontremos esa semilla de la unidad en el escalón infernal más bajo, si es que llegamos allí.

—Yo no quiero recorrer el Infierno del Bosco —lloriqueó Denise—. Es un lugar infernal —agregó, echándose a reír histéricamente.

—Jerónimo podría ayudarnos. Muthoni, ¿dijiste que Jerónimo…, dijiste que tú…?

Muthoni sacudió la cabeza.

—Está aquí. Al otro lado de esta loma. Yo estaba…, fuera de mí. ¡Pude matarle! ¡Quizá lo hice!

A Sean le ardía ya la espalda, así que se puso en pie y apoyó su negra mano sobre el brazo moteado de ella.

—Vamos a verlo.

—¿Llevo el tridente?

—Quizá lo necesitemos —asintió él—. Quién sabe si no habrá por ahí demonios mucho más fieros que tú.