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«¿Quién… soy… yo?

»“¡Yo!” “La letanía del despertar: Yo soy Sean, Sean Athlone, de cuarenta y un años de edad, nacido en el Año Mundial de 270, alias 2239 de la Vieja Era. Y hace frío, un condenado frío.

»Y ahora estamos en el Año Mundial 398, así que debo tener ciento veintiocho años de edad según el tiempo de hibernación en la Schiaparelli…, y por eso hace tanto frío. He despertado a medio descongelar. ¿Se habrá estropeado la cámara? ¿Dónde está la luz?

»¿Y cómo sé yo cuántos años han pasado?

»¡Y qué sueños tan absurdos! ¡Átame ese último rabo…, que él se traerá a los demás entre los colmillos! Átame el tigre de los sueños por el rabo.

»¿Tigre? No, león. ¡Un león que rugía y saltaba!

»¡Ah, sí! Y el unicornio…, y el Jardín, ¡el Jardín! Amable Loquela, ardiente Muthoni. ¡Qué fantasías! Cuesta un poco eso de recordarse a sí mismo después de ochenta y siete años.

»Se habrá estropeado la luz. Si empujo con las manos así, tropezaré con la tapa de mi ataúd estelar… contrapesada, de manera que hasta un niño podría levantarla.

»¡Qué raro! Mis uñas deberían haber crecido como puñales… ¡Pero no, que ésa era la lógica de los sueños! Así era como interpretaba mi cuerpo el transcurso de los decenios…, por algún tipo de reloj psíquico capaz de percibir el tiempo absoluto.

«Empuja, Sean. Empuja. Levántate».

La tapa se levantó, dando paso a una claridad aculada, crepuscular.

No era la misma tapa de acero. Era… una concha, recubierta de lustrosa madreperla. «Soy la carne de la ostra», pensó.

Se incorporó. Aunque seguía padeciendo un frío cortante, no tiritaba. Sus nervios le indicaban un frío glacial pero, sin saber cómo, su cuerpo estaba inmunizado contra él. El frío le dolía, pero sus movimientos eran ágiles. No estaba estropeado; el frío parecía más bien un enfriamiento de la mente.

Se asomó fuera de la concha.

Una tundra desértica, llena de lagos helados. Ni una planta, ni una brizna de hierba.

El fuego, a lo lejos, se elevaba de un laberinto de muros y de torres y manchaba de humo un cielo tachonado de estrellas. Las ruinosas edificaciones parecían arder desde siempre, sin acabar nunca de consumirse. Unas aspas ardientes de un molino de viento en ruinas simulaban la rueda de una traca, pero tampoco daban muestras de soltar brasas ni se reducían a cenizas.

En uno de los lagos, lóbrego y frío, la joroba alargada de un puente se tendía sobre las aguas desheladas por el incendio. Forzó la vista: en medio del puente, dos pelotones enfrentados se empujaban y luchaban mutuamente. Estaba contemplando una batalla, una guerra medieval.

Algo cruzó el cielo volando hacia los edificios en llamas. Era más grande que un albatros, pero se deslizaba sobre alas de mariposa, llenas de ocelos. Su cabeza era un yelmo de una pieza del que brotaban plumosas antenas. Aquel pájaro-insecto era de una belleza sobrecogedora, pero llevaba en dos delgados brazos una espada y un escudo. No parecía del todo un ser vivo…, ¡ya que ambos brazos eran de metal! ¡Y la cabeza también! ¿Cómo podía estar parcialmente vivo un ser así?

—¡Ejem!

Se volvió rápidamente.

Otra cosa metálica le contemplaba: azulada, en forma de garita de castillo, como de un metro de alto. Un tejado cónico, parecido al gorro de un payaso, se asentaba sobre unas seemos. He aquí la respuesta a tu tercera pregunta. Ahora mi programa me dice que cuente hasta diez, ¡para que desaparezcas! De lo contrario, ensayaré tu umbral de resistencia al dolor con mis aguijones. Uno, dos…

Sean trepó sobre el reborde de la concha, haciéndose daño en las desnudas piernas, y huyó a través de los charcos helados. Corría hacia el calor, hacia el fuego de las factorías infernales, o lo que fuesen. Las manos se tendían por sí solas hacia el calor, las piernas le llevaban hacia donde ellas querían y no pudo hacer otra cosa sino dejarse llevar.

Casi tropezó con Denise. Estaba echada de espaldas, con un tobillo atrapado en el hielo. A su lado, una barca naufragada y prisionera también del hielo apuntaba hacia arriba.

Tenía los cabellos desparramados en abanico sobre el hielo, y su cuerpo era tan blanco como siempre. Allí, atrapada, parecía tan vulnerable que Sean tuvo una erección. Cuando se alzó sobre ella en toda su negritud, ella dio una palmada.

—¡Soy Sean! —exclamó él, y con sólo decirlo se evaporó aquel deseo helado—. Soy yo…, Sean.

—¡Pero no…! Pero si estás…

—Estoy ennegrecido, ¿verdad? ¿Acaso no es la primera fase de la Obra? Y contigo, ¿qué pasó?

—Desperté dentro de no sé qué fruto muerto…, un cascarón. Se había abierto, y fuera estaba sentada una cosa que semejaba una armadura medieval, pero sólo los brazos y las piernas. Tenía un cuchillo. Dijo que podía formularle tres preguntas y que luego empezaría a despellejarme. Yo eché a correr. Había un río y las aguas estaban tan calientes que te juro que hervían. Esa barca estaba atracada a la orilla. A medio camino de cruzar el río, las aguas se helaron. La temperatura debió caer más de ciento cincuenta grados. La barca volcó. ¡Gracias a Dios no quedé atrapada debajo del agua! ¡El hielo quema, Sean!

Sean aporreó el hielo con los puños y lo arañó con las uñas. Un poco de humedad se adhirió a sus manos. Con súbita inspiración, aferró el tobillo aprisionado de Denise, soportando el dolor que le causaba el hielo; mientras los nervios de las palmas apretaban todos los botones rojos de sus centros álgidos, el hielo que rodeaba el tobillo empezó a fundirse y a convertirse en un charco de barro.

Ella no podía fundir el hielo con el calor de su cuerpo, pero él sí. ¿Tal vez porque había escapado del calor hacia el frío?

Con su ayuda, Denise logró ponerse en pie y ambos regresaron a la orilla de donde ella había partido. Aunque ya no era ninguna orilla, sino simplemente la continuación de un paisaje ártico.

—Según mi máquina, Muthoni está cerca. Por si acaso, mira si distingues una negra blanca.

—Yo debía llevar una gran herida sangrante en el pecho —se asombró Denise mientras se exploraba a sí misma—. Ni rastro. Estoy curada.

Tampoco Sean llevaba señales de su última y mortal batalla; en cambio le quedaba la herida causada por la garza. Tal vez era imprescindible que desapareciesen las heridas mortales, o de lo contrario las víctimas no podrían seguir sufriendo.

—No son los mismos cuerpos, Denise, sino copias. El mío es una copia negativa. Nuestra carne anterior se disolvió, y se formó carne nueva a partir de esa otra dentro de la que desperté. Es el gran secreto que buscaban los alquimistas: una sustancia transformadora. La Piedra, el aqua nostra. Está aquí…, y es Él. Puede sacar la imagen de toda una personalidad y transferirla… es una especie de proyección anímica.

Sean se frotó una ingle dolorida y continuó:

—Debe de ser una carne más resistente y un sistema nervioso más sólido, de lo contrario ya estaríamos congelados. No podrías dar ni un paso.

—Aun así duele lo suyo.

—¿No dijo Jerónimo que los cuerpos aguantan más en el Infierno? Así tendría que ser el cuerpo humano. Debería evolucionar hasta adquirir una resistencia como ésta.

—Biocontrol —asintió Denise. Y así lo creía, pero arrugó enseguida la nariz—: Estamos más cerca de la perfección… ¿en el Infierno? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Pero mi mente aún está obsesionada por el calor y el frío, aunque ahora no puedan hacerme daño. ¡Si pudiéramos desconectar los viejos instintos! Casi diría que este frío y este calor los invento yo para mí mismo.

—¡Pues sí que somos superiores en el Infierno! —rió ella con sarcasmo.

—Tú sabes que lo somos. Hablamos de ello y yo todavía sé razonar…, la mayoría de las veces. Me doy cuenta de que pudiera haber ocurrido de otro modo. Mi cuerpo, la parte primitiva de mi cerebro, están ansiosos por apoderarse de mí. Mis piernas quieren hacerme salir corriendo. Mi pija quiere clavarse dentro de ti. Pero Él todavía nos permite pensar y razonar… si nos hacemos dignos de ello.

Sus pies se removían al sentir la quemadura del hielo.

—¡Anda! —le urgía—. ¡Muévete! Camina deprisa. Busca ese luego.

—Busquemos a Muthoni.

Con una mano apuntaba a las edificaciones en llamas y al puente de la batalla; con la otra la tomó del brazo y tiró.

Denise ladeó la cabeza con un gesto de incredulidad.

—¿De veras crees que el Infierno sirve para hacernos más fuertes?

Mientras andaban, él le contó lo que había dicho el castillete.

—¡Hasta las máquinas quieren elevarse por encima de sí mismas! Tal vez éste sea el lugar adecuado para que evolucionen ellas, mientras el nuestro sería el Jardín. ¿Sabes una cosa? ¡Aquí este cuerpo mío me parece no poco maquinal! Imperturbable, aunque los nervios estén al rojo vivo. Somos aquí como unos robots de carne.

—¿Es verdad que esas máquinas son los despojos de la Copernicus? ¿Qué interés, tiene Dios en desmotar y hacer evolucionar los elementos del ordenador de la Copernicus?

—A los «demonios» se les supone tradicionalmente embusteros, ya lo sé. Pero…, quizá Dios se ocupa de todo lo que sea capaz de realizar el intento de comprenderle. Por otra parte, nosotros fuimos los creadores de la inteligencia artificial, así que tal vez seamos responsables de ello ahora. Ha de compartir nuestro destino.

—No la hicimos tan inteligente como eso…, aunque la Copernicus tenía un ordenador todavía más cuasiviviente que el de la Schiaparelli.

—No, no lo hicimos, pero Él se dispone a optimizarla, lo mismo que quiere optimizarnos a nosotros. Las máquinas son una proyección de nosotros mismos; por eso han de estar aquí. Aunque no son máquinas de la gracia amorosa, que digamos, sino artefactos del demonio.

—Máquinas…, ¿de qué?

—De la gracia amorosa. Eso es de un antiguo poema. Es la visión de un futuro cibernético en forma de prado lleno de animales y de humanos «vigilados por máquinas de la gracia amorosa». Esas máquinas se han alejado bastante del paraíso, diría yo.

—¿Porque nunca nos hemos fiado de ellas en realidad? Sólo las hemos utilizado lo mismo que siempre hemos utilizado la naturaleza. ¿O quizás estaba en nuestra mano hacer que fuesen inteligentes de verdad, o incluso superinteligentes a estas alturas? ¿Quién fue el que planteó el esquema de un cerebro artificial independiente y autoprogramado?

—¿Eugene Magidoff? Eso fue hace mucho tiempo. Nadie supo continuar su obra.

—¡Porque no se le permitió a nadie que lo intentara! El hombre tenía que ser la corona de la Creación. Está usted lleno de prejuicios, mi estimado psicólogo. Ellas han encontrado ahora su oportunidad…, la oportunidad que nosotros les negábamos. Quizá Dios sea justo y bueno —dijo ella mordiéndose el labio—. Todo esto serán herejías, supongo.

—¿A qué herejía te refieres?

Luchó consigo misma antes de contestar.

—La idea de una evolución para todos, incluso para los peces y las máquinas, en el sentido de un progreso. No dejaría de gustarme que fuese verdad. ¡Ah!, mi fantasía empieza a salirse de madre ahora, mon ami. Pero, para ser estricta, debo decir que no es científico. La evolución darwiniana no se refiere a un avance, lo que sería como insinuar que las amebas y los peces son insuficientes, sin explicar por qué. Como si fueran los peldaños más bajos de una escalera. La evolución de Darwin nos habla de la variedad soberana, de la suficiencia según el nicho ecológico. Mientras que aquí —sonrió con cierta confusión—, el tema es el progreso. Porque hay un Dios presidiéndolo todo. Tan pronto como uno introduce a un Dios que lo presida todo, hay que creer en una tendencia hacia Él.

Meneó la cabeza:

—Pero no es científico, y por eso Jerónimo no se atrevía a contárnoslo. Al fin y al cabo, es posible que un Dios no pueda ser científico.

—¿Porque es una paradoja?

—Pero, si empezamos a creer eso, ¿cómo podremos llegar a captar lo que Él es? Estoy…, desgarrada entre dos caminos.

—¿El hielo de la ciencia y el fuego de la fe?

Ella se encogió de hombros. Se acercaban cada vez más a la parte habitada y en guerra. La tundra helada cesaba de súbito y se convertía en desierto: tierra calcinada que parecía parda en la oscuridad pero seguramente se revelaría roja si recibiera la luz suficiente. Un foso pantanoso separaba las zonas de calor y de frío. Mientras lo vadeaban pudieron notar el aumento de la temperatura. Sus pies mojados empezaron a echar vapor tan pronto como pisaron el suelo rojo oscuro. Y allí estaba otra vez el calor: un calor de otra especie, como pisar una plancha de hierro candente. Sean sintió la tentación de andar a saltos, pero las suelas de sus pies ni ardían ni se chamuscaban; era sólo una sensación. Intentó desconectar aquella sensación pero, para desgracia suya, no sabía encontrar el interruptor.

Estaban ante los hornos del Infierno.