8

—Creo que los peces evolucionan en tritones a su debido tiempo —dijo Jerónimo con excitación—, dentro del ciclo de convertirse en personas. O, tal vez, ocurre al revés, que las personas regresan a tritones y luego a peces, ¡qué sé yo! En todo caso, los tritones todavía no son verdaderos humanos. Por eso no tienen facciones humanas. ¿Dijiste que uno de ellos llevaba una bola? Es la forma perfecta, Sean…, el potencial que heredó, la causa que actúa en él, de manera que realmente debió de ser pez en una fase anterior…

Después del descenso de retorno a la gruta, el que boqueaba como un pez fuera del agua era el propio Sean. Una vez rendido cuentas de su ascensión, entre jadeos, Jerónimo se lanzó a una catarata de comentarios o de suposiciones, como si la vigía solitaria en la gruta le hubiese trastornado. Al resplandor verdoso de la gruta, los ojos parecían salírsele de las órbitas, como si la cavidad le oprimiese el gaznate forzada a decir la verdad.

—¡Ah! ¿Crees que es demasiado pronto para que la psique de un pez evolucione en psique de tritón? ¡Cómo! ¿Aunque sea un Dios la fuerza actuante? Él es el agente transformador, Sean. Sus criaturas encarnan sus ideas transformadoras al tiempo que cada una vive su propia naturaleza, ¿no lo comprendes? Por ejemplo, ese tritón y ese tiburón con alas, juntos, componen el Espíritu de Mercurio… o, en otras palabras, el espíritu que se ahoga en el elemento acuoso y lucha por salir al aire para redimirse a sí mismo. Pero no se ha integrado todavía…, y por eso todavía son dos seres individuales, separados. Su asociación puede, literalmente, descomponerse…, ¡en medio del aire! Pues bien, si consideramos la ruta de escape de nuestro amigo bajo ese prisma, ella sugiere que estamos en el buen camino; aún estamos a tiempo de alcanzar a Knossos.

Jerónimo se frotaba las manos con entusiasmo, hasta que atraparon trazas de fosforescencia y salían verdes de las palmas.

—¡Tú habrás sido mi suerte, Sean!

—Pareces una gitana de las que dicen la buenaventura —dijo Sean.

No se sentía en forma. Demasiados años transcurridos bajo el frío de la hibernación, y luego una orgía para ponerse a tono… Notaba que necesitaba sumergirse en algo, como Aquiles niño, que le endureciera y le templara. En efecto comprendía las cosas que estaba diciendo Jerónimo y que despertaban ecos muy profundos en su fuero interno. Sólo que una cosa era tratar con esa especie de corrientes psíquicas por la vía de los sueños y del lenguaje simbólico, y otra muy distinta tener que perseguirlas concretamente, pies en tierra o incluso arrastrándose sobre las manos y las rodillas.

—¡Ah! ¡Veo que estás contrariado! —dijo Jerónimo—. Pero ¿no te das cuenta de que estás haciendo progresos? Knossos te ha dado una buena pista, ¡y eso es mucho más de lo que nunca ha querido darme a mí!

—¿Una pista? ¿Cómo? ¿Que busque lugares de peligro?

Pero sí: había sido una pista. Knossos realmente simpatizaba con sus esfuerzos.

Incorporándose sobre el suelo de piedra donde se había dejado caer, Sean se sumergió en las aguas azules para lavarse el sudor de su cuerpo, no sin comprender que con ello, además de hacer una ablución, celebraba una especie de rito. Sumergía su yo ignorante, en el seno de un crómlech alquímico, dentro de un vaso… que iluminaba la gruta. El lago era en realidad un crisol… Se sumergió y abrió los ojos debajo del agua, pero veía tan mal como un pez en tierra firme.

En el agua nos ahogamos, pensó. El agua es el océano del inconsciente, en donde hemos evolucionado como peces antes de poseer conciencia alguna, sólo con la preconciencia…, con ese viejo cerebelo situado sobre la médula espinal que compartimos con los peces… ¿Qué es el bautismo sino una evocación de ello, así como de las aguas amnióticas en el seno materno? Al regresar bajo las aguas, ahogamos nuestra conciencia en lo inconsciente, en busca de la reintegración y de una conciencia más elevada. ¿Por qué se dejó caer el acróbata desde la hoja pétrea de agave hacia la pura roca, como si creyera que ésta fuese el mar? ¿Tal vez empujado a la desesperación por «la Obra»? ¿O había visto un atajo, una manera de ahorrar camino? ¿Una sublimación? Si ahora mismo me ahogase aquí, si inspirase estas aguas de la destilación, ¿despertaría como pez preconsciente para arrastrarme sobre mis aletas hacia la tierra, luchando por volver a la marcha erecta y a mi estado anterior…, pero más plenamente integrado con el cerebro primitivo?

Los pulmones le dolían como si le fueran a reventar. Permitió que su cabeza asomase a la superficie y, tras sacudirse para expulsar el agua de los oídos, salió del agua y se agitó hasta secarse por completo.

—Será mejor decirles a Denise y a Muthoni que ha escapado… Pero ¡un momento! Ellas también han debido ver cómo saltaba. ¿Dónde están? ¡Muthoni!

Sean corrió hacia la salida posterior y por el sendero entre los zarzales.

Enseguida vio a la keniata. Estaba sentada cerca de allí, con las piernas cruzadas; delante de ella, un unicornio blanco le hocicaba el regazo. El largo cuerno en forma de destornillador hozaba la tierra cubierta de hierba.

—¡Muthoni!

Al sonido de aquella voz el unicornio retrocedió de un salto. Muthoni se incorporó rápidamente, con una mueca de gran alivio. El unicornio les plantó cara y luego escarbó, un par de veces más, el suelo con el cuerno.

—¡Así amansa el unicornio la mujer! Yo creía que eso era privilegio de las vírgenes —rió Sean.

—No es manso, Sean.

—Knossos…

—Ya lo he visto. Sucede que tenía una tonelada de unicornio sobre mí.

Ahora la bestia barría la tierra con el cuerno, como limpiando la broza que había levantado. De súbito irguió la cabeza y se alejó hacia la floresta hasta que desapareció en su espesura.

—Tenía el cuerno lleno de sangre, Sean. Se lo estaba limpiando. Mira.

Le mostró la mano. Los dedos estaban ensangrentados por haber asido el cuerno para apartarlo de ella.

—¡Estás herido!

—No, esa sangre no es mía, aunque creí que iba a serlo.

El consejo de Knossos en cuanto a buscar el peligro ¿sería una trampa, a fin de cuentas? Ya que, si el peligro les buscaba activamente a ellos…

—Entonces, ¿de quién?

Rodearon corriendo la selva de zarzas para entrar por el otro lado del crómlech, sin dejar de gritar:

—¡Denise! ¡Denise!

Yacía sobre la hierba, en actitud pacífica. Cuando ellos se acercaron corriendo, un pájaro desplegó las alas y echó a volar. Era un alcaudón de espalda negra, antigua ave de cetrería. Denise tenía el pecho atravesado por un agujero rojo, y una marca de pezuña en el seno, donde el unicornio debió pisarla para retirar su largo cuerno.

—¡Muerta! ¡Está muerta!

—Ya lo veo —exclamó Muthoni. Arrodillándose, frotó los dedos en la hierba para limpiárselos. Luego se volvió—: ¿Está muerta de verdad, Jerónimo? Quiero decir, ¿para siempre?

El ex capitán meneó la cabeza.

—No, excepto si Dios no os tiene en su registro. Sois extranjeros, recién llegados.

—Pero ¿y si Él… nos ha registrado?

—¡Ah! Veo que ahora estáis deseando creer en Él.

Desde su estancia en la gruta, Jerónimo padecía, por lo visto, un ataque de religiosidad discutidora…, como si se considerase muy cerca de salvarse, aunque no se veía muy bien de qué (o para qué), y tal vez tampoco lo supiera él mismo. Pero la muerte de Denise, al menos, le demostraba que algo importante estaba a punto de ocurrir… A no ser que hubiese ocurrido ya en su ausencia. Sonrió con malicia.

—Tendrá que pasar por el Infierno, eso es todo.

—¿La ha enviado al Infierno? ¡Cómo! ¡El muy…!

Muthoni acarició el cabello dorado de Denise: su alegría cuando despertó, el regalo del frío. Luego le cerró suavemente los ojos con el índice y el pulgar.

—Tenéis una idea deformada de para qué sirve el Infierno.

—¿Acaso no es doloroso? ¿Acaso no torturan? ¡Cómo va a ser el Infierno si no torturan!

—Encontrarse con el propio yo profundo puede ser una tortura. Hay que sumergirse en ese horno.

—¡Palabras vacuas sobre lo que ha sido un asesinato!

—¿Queréis que os diga un chiste? Ahí va uno: quizá Denise, ahora mismo, se encuentra bastante vacua también, ¡ya que tiene un buen agujero en el pecho! Es una broma bastante vacua, dadas las circunstancias —continuó Jerónimo con una risa estúpida. Era una risa amarga, como si acabaran de elegirle para hacer el payaso al pie de una crucifixión. ¿O tal vez era…, miedo? ¿Miedo a merecer un honor similar?

—Daremos caza a ese maldito unicornio —aseguró Sean, sin escucharle—. Acabaremos con él. Es una bestia peligrosa.

—¡Pero si es inocente! —protestó Jerónimo, bonachón—. Ha sido sólo un instrumento en manos de Él.

Era imposible adivinar si hablaba en serio o con sarcasmo.

—Mató a Denise, así que le daremos caza. Obedeceremos a Knossos al pie de la letra: vamos a perseguir el peligro. ¡En marcha, antes de que se aleje demasiado!

—¿Y qué hacemos con Denise? ¿Ha de quedarse aquí, de pasto para las hienas? —dijo Muthoni apretando los puños—. ¡Pero qué hienas! Aquí no hay carnívoros.

—Mira —señaló Jerónimo—. Mira antes de saltar.

Un grupo de hombres había aparecido en la cima de la colina y se apresuraba cuanto podía, aunque iban echando los bofes, puesto que transportaban entre todos unas gigantescas valvas de ostra semiabiertas. El alcaudón batía las alas delante de ellos y guiaba a la cuadrilla con sus gritos. Sin hacer caso de Sean ni de Muthoai, se posó en el pecho de Denise. Doblando el cuello, volvió a abrir con el pico los ojos sin vida. Los hombres llegaron al fin, entre bufidos y jadeos, y depositaron el molusco en el suelo, al lado de Denise, tras lo cual sonrieron y se pusieron a secarse la frente. Las dos valvas de la ostra aparecían revestidas por dentro de una carne lechosa, y el reborde nacarado lanzó iridiscencias azules y plateadas.

—¿Quiénes sois? —les gritó Muthoni.

Pero ellos no hicieron caso, e incluso la empujaron cuando ella intentó oponerse activamente, mientras tres de los hombres aleaban el cadáver de Denise y lo deslizaban dentro de la concha abierta. Luego hicieron presión sobre la valva superior, que se cerró sobre ella a modo de tapa de ataúd.

—¿Adónde os la lleváis?

Entre gruñidos y jadeos, y sin dar explicación alguna, aquel personal de pompas fúnebres levantó la ostra hasta cargársela sobre las espaldas. Luego, inclinados bajo la carga, echaron a andar con el mismo ritmo acelerado que antes y meneo de hombros, codos y piernas con los músculos tensos por el esfuerzo.

Jerónimo impidió que sus compañeros los siguieran (Él se reprimía también, procurando no olvidar que era El Testigo.)

—El antiguo cuerpo se disolverá en la prima materia de la carne, en una jalea protoplasmática. Cuando se abra otra vez la concha, albergará a un nuevo ser.

—¿Una nueva Denise?

—No, ella deberá pasar la incubación en el Infierno. La muerte conduce al Infierno. El Infierno conduce a una nueva vida. —Jerónimo hablaba en tono de gran convicción, pero estaba sudando—. ¿Había en ella mucho de demoníaco? —preguntó con suma precaución.

—Tal vez un atisbo de perversidad —dijo Muthoni con acidez, pues recordaba las fantasías de Denise sobre la radiación psicotrónica, un rasgo de biomisticismo que solía guardar escondido en su armario. (Pero ¿podían llamarse aún fantasías?)—. Era un ser amable. ¿Hacía falta torturarla para que se volviese demoníaca?

—Todos tenemos un demonio en nuestro interior: el antiguo dragón de nuestros sueños. Cuando nos echamos a dormir él se pone en marcha y escupe fuego. Presentará su tarjeta de movilización en el Infierno —agregó, tragando saliva.

El dragón de nuestros sueños… Lo malo era que Jerónimo tenía razón, pensó Sean. Los viejos instintos arcaicos, los deseos, los temores y las furias del preconsciente colaboraban de mala gana con el cerebro reciente, como un dragón esposado. ¿O quizás habría que decir desposado? ¡Qué matrimonio tan mal avenido somos cada uno de nosotros! Al pensarlo se sintió ahogado por su propia rabia y su miedo.

—¡Vamos a cazar a ese maldito unicornio! ¡Le daremos su merecido!

—No lo hagáis —se opuso débilmente Jerónimo.

—¡Si esa entidad superior quiere que seamos instintivos, vamos a demostrarle que sabemos actuar instintivamente!

Una vez en medio de los laburnos, los magnolios y las acerifolias, se dieron cuenta de la verdadera extensión de aquella espesura. No obstante, los tallos rotos y las flores pisoteadas revelaban a los ojos de Muthoni el camino que había tomado el unicornio. Incluso se había detenido a clavar su espolón en los troncos y en la hierba. ¿Quizá para purificarse?

—En realidad no tengo ganas de volver a verlo, Sean.

—¡Es preciso! Es necesario. Knossos lo dijo. Es el peligro para nosotros.

Salieron a un claro herboso. Los rododendros y las azaleas amontonaban alrededor de ellos sus flores color rubí, anaranjado y salmón y les ofrecían numerosas avenidas. Pero uno de los senderos estaba pisoteado y la tierra revuelta, como si el unicornio hubiera decidido dejar un rastro bien claro. Continuaron con la seguridad de alcanzarlo. Sin dejar de avanzar, Sean aguzaba con una laja la punta de un palo que había recogido. Y mientras aguzaba, se notaba aguzado él mismo, apuntado, convertido en una flecha que señalaba una dirección única sin posible camino de retorno. La rabia y la obsesión le nublaban los ojos, cegándole para la belleza de los sotos cargados de flores. En vez de perfumes florales venteaba sangre y sudor…, como si su olfato se hubiese vuelto algo primitivo, o animal por fin, como la trufa agudísima de un perro capaz de seguir un olor determinado entre millones de otros olores mucho más intensos, pero que no llegan a ocultar el que le interesa, con exclusión de todos los demás que se arremolinaban alrededor de él.

Era una mariposa, atraída a kilómetros de distancia por una sola molécula de una feromona particular: la de la muerte, convertida en todo su cosmos: su radiofaro especial. Era un tiburón, enloquecido por el mínimo rastro de sangre en medio de un océano aterciopelado de salobres aguas. Olía el miedo: empalado en el cuerno del unicornio, excavado en un terrón del suelo por aquí, restregado contra un matojo por allá, y se convertía en su propio miedo, que le apuntaba directamente.

Intentó pensar. ¿Serían así las cosas en otros tiempos…, para el infrahombre y para la bestia de las capas más primitivas de mi cerebro? Él miedo le espiaba desde una azalea de color anaranjado detonante, pero él veía como un objeto monocromático, casi plano, desprovisto de significado alguno a no ser aquel rastro de miedo, y aquella delgada veta dorada que lo prolongaba a través del aire hasta la mata siguiente. ¿Cómo se fertilizan estas flores, puesto que no hay insectos? ¿Cómo se sostiene todo esto? Pensamientos que se fundían en el oro líquido del miedo… El unicornio es un animal paradójico que hasta ahora no había existido jamás, excepto en la imaginación. «Dios», la entidad superior, también es una paradoja, ¿incluso para sí mismo, quizá? El miedo áureo le deslumbraba como un rayo de sol en los ojos. Una flor de miedo le dejaba atónito desde una mancha de hierba pisoteada. El furor crecía dentro de él. Y él aplastaba el miedo a pisotones y aguzaba en el furor su pica de cazador.

Delante de ellos, un gran rododendro se agitaba como si dentro de él alguien estuviese revolcándose de un lado a otro. Muchas flores cayeron. Se oyeron resoplidos y relinchos, luego gruñidos y un gran rugido.

Jerónimo retuvo a Sean por el brazo, en el preciso instante en que el unicornio salía rodando sobre el prado, entre coces y patadas. Unas garras habían dibujado rayas de sangre en sus flancos. Tras él, de un brinco, apareció un león…, y era un animal enorme, con una poblada melena imperial, la cola rematada en matamoscas y los amarillentos colmillos al descubierto.

—¡Yo he montado a lomos de ése! Y ronroneaba, ¡era manso! —balbuceó Jerónimo.

Cuando vio a los tres humanos, el león se deshizo del unicornio con un solo zarpazo. El unicornio se rehizo y titubeó, como queriendo protegerlos…

¿Protegerlos? ¡Muy al contrario! Los había engañado ¡llevándolos a la emboscada! ¡Y había provocado al león hasta enfurecerlo!

Acobardado y ensangrentado, el unicornio desapareció. En lugar de la bestia grácil y esquiva, quedaba una especie de dragón.

Sean esgrimió el palo, gruñendo a su vez. Durante un segundo se vio como la caricatura ridícula de un domador de leones que era en realidad. Aquella bestia ¿sería el dragón-león que albergaba dentro de sí mismo? El ansia de matar en su corazón, ¿no era algo más que la rabia de su corazón contra el unicornio? Los perros de la Rabia y del Miedo hacían trizas entre sus mandíbulas al zorro astuto.

De pronto, Jerónimo emprendió la huida, echó a correr. Pero el león no lo persiguió. Ni había sido propósito de Jerónimo el distraerlo. El viejo Van der Veld se limitaba a salvar su propio pellejo. Y por eso siempre se salvaba su pellejo para él…, que seguía siendo lo que era, el perpetuo testigo. Tal vez el capitán Van der Veld originario hubiera hecho frente al peligro. Pero su avatar más reciente, en cambio, había pasado el aprendizaje de la discreción. Quizás el nuevo Jerónimo recordaba lo que era el Infierno…

Muthoni se acurrucó al lado de Sean. ¿O tal vez Sean buscó refugio en ella? Imposible saberlo.

—¿Me entiendes cuando te hablo, león? —ladró.

La bestia contestó con gruñidos.

—Tú no eres muy elocuente, ¿verdad? —dijo él con desprecio.

No, el cerebro primitivo no lo era…, el cerebro primitivo precedía al lenguaje y a la razón. Pero todavía se manifestaba a través de las fantasías y de las pesadillas. Aquello era una pesadilla, pues: la bestia es el hombre. Y no soñada.

¡Raciocina! ¡Piensa para que se aleje el sueño! ¡Destiérralo! Sean plantó cara al león, mirándole a los ojos. ¿No te gusta eso, eh? Sí, ¡aduéñate de él con la vista! Así es como se domina la mirada de un predador. ¡Domínalo!

No hay predadores aquí, en el Jardín…, excepto cuando… Yo soy el predador, el que informa al león sobre cómo debe reaccionar…

En un segundo supo que no era tan importante lo que hiciera en aquel momento, como lo que pensara… De lo contrario, la parte onírica de su cerebro le devoraría.

El miedo cantaba revoltijos de oro a su alrededor…, una red para atrapar leones, un palo aguzado para atravesarles la garganta.

Garganta seca necesita sangre. Colmillos. Crujen. Muerden. Desgarran…

Con un rugido, el león saltó. Un golpe de aliento ardiente (¿dulce…, de la dieta de frutas?)… Sean era todo melena y músculos, que le tumbaron de espaldas. No sintió el instante de dolor; el mensaje llegaba demasiado lento… antes creyó sentir que le estallaba el corazón.