7

—Es alquimia —explicó Sean—. Eso es lo que ocurre aquí: alquimia viviente. Todo el planeta está regido por principios alquimistas… Y, no se sabe cómo, hay poder disponible para que esa alquimia funcione. ¿Verdad que tengo razón, Jerónimo?

Estaban sentados, comiendo cerezas (alimento para la reflexión) a orillas de un arroyo que fluía hacia el gran crómlech rosa y rojizo que era su destino.

En efecto, era un crómlech, aunque enorme, con sus más de cien metros de alto. La mesa de piedra descansaba sobre, cuatro columnas ciclópeas de granito, llenas de celdillas en forma de panal. De algunas de aquellas pequeñas cuevas salían tubos de vidrio, y algunos de éstos parecían brotar de la losa superior como flautas de un órgano, y aún más arriba se alzaba el minarete con la cúpula acebollada, hasta unos doscientos metros hacia lo alto. La base de esa torre era de mármol con vetas azuladas, pero el remate estaba formado por un granito rosa. También salía de la mesa aquella hoja arqueada de agave (¿una hoja de piedra?), que mediría un centenar de metros desde la axila hasta el extremo. Hacia la mitad de su elevación, la hoja atravesaba un enorme erizo o cáscara de castaña. Otro accidente de la mesa era un delicado sauce llorón arraigado en un poyo de roca rosada en forma de tienda de campaña. De tal manera, la piedra se convertía en vegetación, y la vegetación se convertía en piedra, mientras el mármol se mudaba en granito: era un sinfín de transmutaciones puestas en obra…

En conjunto, la estructura se alzaba como un gigantesco elefante rosa petrificado que llevase en sus lomos una barquilla fosilizada y se abanicase con un árbol de tamaño natural.

Una figura diminuta trepaba por la hoja de agave, usando el borde aserrado a modo de escalera. El personaje iba desnudo, y no vestido, de manera que no podía ser el misterioso Knossos, a menos que hubiese optado por desnudarse para la acción.

—La verdad es que así, de buenas a primeras, ¿cómo explicar eso a un puñado de tecno-científicos de la Tierra? ¿Imposible, no? —dijo Jerónimo, puesto a la defensiva—. Pero tú, Athlon, lo adivinaste, muchacho. Y mucho antes de lo que me figuraba. Sí, es alquimia.

Sean arrancó otro manojo de cerezas de una rama que estaba en flor y en sazón a la vez. Chupó la pulpa y escupió los huesos bien lejos, al tiempo que se preguntaba qué árboles nuevos nacerían, a su debido tiempo, de aquella semilla, invadiendo el verde lujuriante del prado. ¿O no? Prado y huerto eran bastante distintos. Donde el uno terminaba, empezaba el otro…, justamente allí.

—¿Alquimia? —preguntó Muthoni—. ¿Te refieres a eso de transmutar el plomo en oro y todas esas cosas?

—¿O transmutar a las personas? —preguntó Denise, con los ojos brillantes; ella se sentía ya el cabello hecho de hilos de oro—. ¿Y las plantas y los animales también?

—¡Exacto! —asintió Sean—. En el fondo es eso de lo que trata la alquimia. De la búsqueda del ser humano perfecto…, o de un ser superior evolucionado a partir de cualquier especie, supongo. La fabricación del oro sólo era un escaparate…, aunque ocurrió que las retortas y los alambiques y los métodos de destilación de los alquimistas dieron lugar a la química «auténtica», de modo que el verdadero sentido oculto de lo que los alquimistas llamaban «La Obra», el Opus, el… —prosiguió con una mueca—, el Athlon, degeneró en un misticismo fracasado. Este planeta es un mundo «alquímico». Nuestro ser superior ha restablecido la alquimia como empresa de actualidad.

—Entonces, ¿dónde están los laboratorios? —preguntó Muthoni.

—No me extrañaría que este crómlech o torre fuese una pieza del instrumental…, y los demás monumentos de piedra también. ¿Pero no veis que el laboratorio es todo este mundo? Es el laboratorio de alguien. Y las sustancias que se transforman no son el plomo ni el estaño ni el mercurio… ¡sino los seres vivos! Aquella cabalgata giraba alrededor de la fuente del eterno renacimiento. Son símbolos antiquísimos. Cari Jung escribió varias obras estupendas sobre los arquetipos a que aluden. Y alguna potencia…, el «Dios», los ha actualizado… ¡Y Knossos se habrá dejado obsesionar por ellos! Están todos aquí, a plena luz del día; están en el propio paisaje. Por eso te llamaban «negreza», Muthoni. La «negreza» es la primera fase de «La Obra»…, un proceso de oscurecimiento. Resulta que entiendo un poco de eso, debido a la relación con Jung —tragó saliva, excitado.

Muthoni aventó el aire con las manos.

—¡Dijiste que el paisaje de este mundo imitaba al Bosco, un pintor holandés! Dijiste que esto era el Jardín de las Delicias.

—¡Y lo es! Hay muchos simbolismos muy extraños en las pinturas del viejo Hieronymus. En realidad nadie sabe de dónde los sacaba, si de su cabeza, o de la tradición popular…, o de alguna secta mística secreta…, ¡o de los alquimistas! Todo es posible. Puede reconstruirse la alquimia en sus fantasías…, o quizá no trate para nada de fantasías, sino el código oculto de una ciencia o presencia secreta. El sobrehumano, por lo visto, ha establecido la relación, y este mundo está construido alrededor del Bosco y de la alquimia. ¡En pleno siglo veinticuatro! ¡Qué resurrección tan delirante! —concluyó con un silbido.

—Pero si aquí no estamos en el siglo veinticuatro —rechazó Jerónimo la suposición con ambas manos, lo que le hizo asemejarse a una gallina escandalizada—. No entenderás nada de este mundo si te empeñas en situarte en el siglo veinticuatro, o en el que sea. Debéis olvidar ese…, ¡hum!, tiempo astronáutico que usáis los de la Tierra, y situaros en el Jardín. Reina un día perpetuo, el sol no se pone nunca y estamos siempre en el principio. ¿Siglo veinticuatro? ¡Bah! Ahora es el tiempo. O si no, estamos en el año número equis millones o billones de nuestra evolución; todo depende de cómo empecemos a contar…, aunque una medida de tiempo así no se puede contar. ¡Desde luego, lo seguro es que no estamos en el año Espacial tal y tal!

—Pero ¿por qué? —insistió Sean, dando por bueno el argumento—. ¿Por qué un mundo alquímico a la manera del Bosco, de entre tantos modos posibles de reaccionar frente a un desembarco de colonos?

—Dios sabrá —dijo Jerónimo, aunque no en tono de menosprecio, guiñando el ojo.

Hablaba en serio.

—Y Knossos, nuestro hombre del misterio, sabe lo que pasa. Tiene línea directa con Dios.

—Quizá la tengas tú también, «Athlon» —rió Jerónimo, subrayando el apellido—. O tú, «La Roca».

—Me parece…, me parece que vuestra entidad superior habrá pescado todas esas obsesiones en la mente de Knossos…, e hizo con él una especie de resumen —dijo Sean—. Si ese «Dios» exploró las mentes de vuestra tripulación y de vuestros colonos hibernados, y seleccionó esta única visión de la realidad, tan…, tan extravagante…

—Tan fundamental, Sean —le corrigió Jerónimo—. Tú mismo lo has confesado. Es algo muy arraigado y antiguo.

—Sí, lo admito. Decía que Knossos debió de ser un hombre muy extraño y poderoso. Un alquimista, un adepto de una sabiduría secreta, ¿conservaría su fe intacta, al tiempo que abandonaba la Tierra en un vehículo espacial del siglo veintiuno? ¿Y cómo habría conseguido la plaza en la Copernicus, en primer lugar, burlando la selección rigurosa que sin duda debió realizarse?

—Hasta un Dios ha de tener intereses —se aventuró Denise a intervenir—. A lo mejor le convenía que fuese así. En realidad, Knossos era la única persona a bordo que tenía una fe. Por eso Dios hizo que esa fe se viese realizada. ¿O tal vez Dios no tenía otra elección? Es posible que, en cierto sentido, haya sido Knossos quien le ha capturado a Él. De otro modo, ¿qué clase de mundo habríamos hallado? —se estremeció Denise—. Rocas estériles. Un planeta muerto. Dios le insufló vida para la Copernicus. Y sólo podía insuflarle vida si descubría un contexto que permitiera transmutar la materia muerta en existencia viviente. Pues bien, ese contexto lo halló en Knossos.

Sean escupió otro hueso de cereza. Sin saber por qué, pero dudaba de que llegase a arraigar allí, caído sobre el césped aterciopelado.

—De todas formas, hizo buen trabajo. Vayamos allá y veamos si esa torre es, realmente, un aparato alquimista para destilar…, personas.

—Eso no lo averiguarás —dijo Jerónimo—, hasta que no estés dispuesto a destilarte tú mismo.

Mientras subían la pendiente del prado, el nombre de Knossos resonaba en la mente de Sean como un galope sobre un piso metálico. El hermafrodita había negado que Knossos fuese griego… Sean hizo experimentos con el nombre, varió la pronunciación hasta que, de pronto, dejó escapar una exclamación.

—¡Knossos no es el verdadero nombre!

—¡Vaya! ¡Eso ya lo sabía! —se impacientó Jerónimo.

—No. Quiero decir que está mal pronunciado…, un engaño típicamente alquimista. El verdadero nombre…, o mejor dicho, el título, no el nombre que le pusieron al nacer, no es Knossos, sino Gnosis. Que en griego significa «el conocimiento», un «saber oculto, arcano». Basta deformar un poco la pronunciación y nos sale la mentira cretense. En efecto, es el rey oculto de este mundo, por derecho divina recibido de la entidad superior, y el nombre de la partida es…, el conocimiento.

Jerónimo levantó la cabeza para contemplar el gran crómlech alzado como un paquidermo fósil, o un árbol de piedra coronado por un follaje verdadero. Suspiró con melancolía.

—¿Lo ves, Athlon? Tú sabes muchas más cosas que yo.

—Es un pueblo de Irlanda —replicó Sean con escasa convicción.

—Es lo que buscabas desde siempre, ¿verdad? El conocimiento. Pues has llegado al lugar idóneo para satisfacer tu ambición. Como lo hizo Knossos. Gracias a Dios.

—Es sólo un ser superior —dijo Muthoni.

—¿Sólo? ¿Sólo? —repitió Jerónimo burlonamente.

—Quiero decir que no es Dios. El Único.

—Lo que quiere decir Muthoni —explicó Sean—, es que «Dios» es algo abstracto y universal. Dios es una idea, un principio…, del cual los humanos, por lo visto, tenemos una intuición en el fondo de nuestra psique. Cuando uno desconecta todos los demás subsistemas mentales, bien sea mediante el trance o la meditación, digamos, no queda nada sino un sentimiento oceánico de la divinidad. Vuestro ser sobrehumano no puede ser ese Dios, aunque juega a serlo, debido a ese instinto nuestro.

—¿Dónde está la diferencia? Tiene todos los atributos de Dios. Y además, ¡qué sabéis vosotros de Dios! —exclamó Jerónimo, amenazándola con el dedo—. Ya verás si pierdes la negreza. Quedarás reducida a la condición de cabra…, ¡o tal vez incluso de coneja!

Arrugó la nariz con sorna.

—¿Y uno de los atributos de Dios sería la costumbre de castigar a la gente en el Infierno? Creo que no me agrada ese Dios. Es caprichoso. Este planeta es un capricho.

—Quizá todo el universo sea un capricho. ¿A que no habías pensado en eso? Me pregunto si nuestro Dios sabe realmente quién es Él —continuó Jerónimo en tono frívolo—. Tal vez, en cierto modo, también Él sea un capricho.

—Pero ¡no se puede tener un Dios ignorante!

—Entonces, ¿qué? ¿Lo prefieres omnisciente? No puede ser las dos cosas, señora mía. O es Dios, o no lo es… Aunque, en la medida en que Dios es una paradoja, quizás eso tampoco sea cierto…

—¡Superior! ¡Sobrehumano! Si ese extraterrestre forma parte de la realidad natural, llegaremos a entender qué parte es.

—Pero ¿y si no llegarais a entenderlo, a menos que…?

—¿A menos que qué?

—A menos que os transformarais alquímicamente —replicó Jerónimo, y luego añadió—: Por otra parte, también podríais contentaros con gozar, pasarlo bien. Echar un baile. Esto de aquí es divertido, ¿sabéis? A lo mejor resulta que os transformáis más pronto en el Jardín, por medio del placer.

Sean sonrió, malévolo:

—¿Acaso Dios se dejó clavar en la cruz para que nosotros pudiéramos divertirnos? Como dice el viejo chiste…

—¡Ah! A ese Dios, tal vez lo crucificaron. Pero no le ocurrió lo mismo al de aquí. Este es un Dios divertido.

—Entonces, ¿para qué el Infierno del otro hemisferio? ¿Qué tiene eso de divertido? —preguntó Muthoni.

—Es instructivo —replicó Jerónimo con aire de sentirse ofendido—. ¿No te gusta su Jardín? ¿No quieres ser instruida?

Meneó la cabeza.

—No, no es cuestión de hacerse freír si no quieres divertirte en su Jardín. ¿No ves que todo es parte de la alquimia? Pero no. Ya me doy cuenta de que todavía no lo ves. Ya lo verás. Sean sí ve, ¿verdad? Y Denise también ve un poco.

—¿Y tú?

—¡Ah! Yo veo muchas cosas. Me guste o no, yo soy el testigo.

Jerónimo hizo una mueca con la boca, y se ensimismó durante unos momentos en su tristeza… La gran tristeza del payaso.

Extensos zarzales rodeaban casi toda la base del crómlech y constituían una barrera impenetrable a pecho desnudo. Los petirrojos y los gorriones piaban despreocupados en la espesura. Tras arrancar una pizca de pelusa echaban a volar con el sutilísimo regalo que les serviría para mullir el lejano nido. Jilgueros grandes como casuarios rompían por entre los espinos con su corpulencia, mientras buscaban con el pico alguna presa de más sustancia que un puñado de fibras…, pero su paso no llegaba a dejar una senda abierta.

Mientras se acercaban los caminantes, una bandada de ruidosos mirlos surgió de una cueva oculta en una de las columnas de piedra. Los pájaros entraban y salían revoloteando de la gruta formada por las cuatro patas, y se cernían sobre el único camino despejado que permitía traspasar los zarzales, como si quisieran servir de guías a los recién llegados. Era un largo sendero caracoleante, desprovisto de espinos como al azar. Por él, los cuatro consiguieron llegar finalmente a la gruta.

Hallaron un estanque fosforescente, y vieron en la orilla de enfrente otro sendero que se alejaba por entre las zarzas en dirección opuesta y desembocaba luego, a través de un pedazo de césped, en un jardín silvestre de laburnum, de los que nacían tallos de color azafrán, de setos de magnolias blancas, de acerifolias con flores color escarlata y de tulipanes. Algunas araucarias destacaban sobre el conjunto como fantásticas torres de vigía hechas de miles de alfanjes, entre oxidados y recubiertos de pátina verde.

Del techo de la gruta colgaban como estalactitas unos tubos de cristal que llegaban hasta el agua del estanque, hundiéndose en el resplandor verdoso bajo los más variados ángulos, obtusos o agudos. Algunos eran delgados y otros de un grosor ciclópeo, pero todos tenían hueco aunque en ciertos casos el diámetro interior fuese suficiente para dar cabida a una persona, mientras otros presentaban apenas un delgadísimo capilar. Y por todos los que tocaban el agua o se sumergían en el estanque circulaba el líquido. Aquel conjunto cristalino semejaba un deforme órgano de iglesia, hecho de material de laboratorio, un órgano que hubiera brotado del techo de piedra como alambique destinado a reciclar la luminosa agua del estanque.

Un mirlo aleteaba dentro de uno de los tubos que daban al aire. Sin duda, los demás de la bandada habían subido ya sin dificultad por dentro del tubo y a través del techo para ganar el exterior de la mesa de piedra, pero aquél se había despistado. Sus alas chocaban contra la pared de cristal. Agotado, las replegó y se dejó caer, resbalando dentro del tubo que arañaba con las patas y perdiendo plumas, hasta que cayó al agua. Luego remontó el vuelo entre una lluvia de salpicaduras, molesto y empapado, y prefirió salir de la gruta por el camino ordinario.

Hauptwerk —dijo Jerónimo con orgullo—. El Gran Órgano, la Obra Magna. ¡Ojalá también tuvierais alas!

Sean intentó mirar por la luz del más ancho y menos inclinado de los tubos, que tal vez pudiera franquearse a gatas. Vio que una cara le contemplaba por la desembocadura del otro extremo: un rostro de larga y algo carnosa nariz, y de boca con las comisuras torcidas hacia abajo, una faz más meditativa que lúgubre, con el nacimiento del cabello color castaño muy cerrado sobre las cejas. Iba vestido, ya que Sean vislumbró el cuello de un sayal.

—¡Knossos! ¿Eres tú? —gritó, utilizando el tubo como resonador—. ¡Eh! ¡Espera!

Junto a la cabeza del hombre apareció la de una urraca, posada en el hombro de aquél, una segunda cabeza de ojos pequeños, redondos y brillantes, rodeados de finas plumas. El pájaro observó a Sean y graznó, pero Knossos no dijo palabra…, a no ser que el ave hubiese hablado por él. La cara del hombre se retiró y desapareció.

—¡Maldita sea! —exclamó Sean—. Pues bien, si está ahí arriba no puede marcharse.

—Puede bajar a través de las cuevas —dijo Muthoni—. Iba vestido, ¿no? Las zarzas no le supondrán ningún obstáculo.

—Bien pensado. Denise, tú vuelve por donde hemos venido. Tú, Muthoni, sitúate al otro lado para cerrarle la salida. Tú, Jerónimo, quédate aquí por si usara uno de los tubos para bajar. Yo voy a subir. Le encontraré.

Muthoni y Denise corrieron hacia direcciones opuestas de la cueva, según las instrucciones, y Sean se agazapó para entrar en el tubo. Las palmas de las manos y las rodillas se adherían al vidrio con la suficiente eficacia (si realmente era vidrio, cosa que Sean dudaba mucho), y podía apuntalarse con la espalda contra la pared superior del tubo. Hecho esto, adelantó una mano, luego una rodilla, y empezó a avanzar mediante la repetición del procedimiento. Una y otra vez. La postura del cuello, para mirar adelante, era forzada y dolorosa; mirar hacia abajo te producía vértigo, y además le colgaban los testículos de una manera ridícula, como si le hubieran crecido extraordinariamente, largos y vulnerables. Así que prefirió mirarse las manos.

Las paredes de vidrio se oscurecieron durante un trecho: al otro lado del cristal, al que se ceñía estrechamente, había roca. Al cabo de un rato emergió otra vez a la luz; era que acababa de atravesar el techo de piedra. Alzándose a pulso cuando llegó a la salida del tubo, se halló sobre la losa de piedra rosada.

Knossos había desaparecido. Por allí desembocaban tubos de cristal, pero Denise estaba abajo para vigilarlos. Numerosas aberturas daban acceso a las galerías excavadas en las columnas. Al otro lado, la losa de piedra que cerraba la base del obelisco acabado en una cúpula acebollada estaba abierta como la entrada de la cueva de Alí Baba. ¿Estaría Knossos dentro del minarete, trepando hacia arriba? Sean alzó la mirada.

Un movimiento en lo alto de la otra erección (la gran hoja de agave pétrea) atrajo su atención. Aquella hoja de piedra tenía en su base el grueso de un roble. En su cenit, donde se arqueaba en el aire y se estrechaba, trepaba el personaje desnudo que habían visto antes. Hacía equilibrios sobre una pierna, con los brazos por encima de la cabeza, en lo alto de aquel delgado puente a ninguna parte, tambaleándose un poco: parecía un volatinero. ¡Tal vez había visto adonde iba Knossos! De pronto; el funambulista desnudo hizo una voltereta y se puso en vertical sobre una sola mano, en equilibrio perfecto, mirando hacia donde estaba Sean. Mantenía la postura con una maestría increíble.

Sean hizo bocina con ambas manos.

—¿Hacia dónde ha ido Knossos? —le preguntó—. ¿Hacia dónde?

El desnudo trepador se dejó caer hacia delante a continuación de su voltereta sobre la curva de aquella hoja aserrada cada vez más estrecha, y a un par de palmos de su extremo. ¡No era posible que recobrase el equilibrio! Ni siquiera lo intentó. Muy por encima de la cabeza de Sean convirtió su voltereta en un salto al vacío, como si la mesa de piedra que estaba debajo fuese una piscina. Cayó en silencio, sin dejar escapar un grito, con los brazos pegados al cuerpo.

Por un instante, Sean hizo intención de atraparle o, al menos, de frenar su caída, pero se dio cuenta de que él mismo resultaría herido o muerto si se interponía en la caída del volatinero. No pudo hacer otra cosa sino apartarse corriendo. El saltador se estrelló contra la roca con la cabeza por delante y se rompió el cráneo, que se convirtió en una sangrienta papilla.

Como si hubiese aguardado ese instante, una garza blanca despegó perezosamente del borde de la mesa de piedra, y después de situarse con un par de aletazos sobre el cadáver, aterrizó cerca del mismo y se acercó sobre sus largos zancos, mientras alternativamente bajaba la cabeza y echaba el pico al aire, como hacen estas aves cuando se tragan un pescado. ¿Tal vez se disponía a rebuscar entre los sesos del hombre muerto? Sean avanzó corriendo hacia el bicho, haciendo aspavientos para espantarlo. Pero la garza no huyó presa de pánico, sino que le asestó un picotazo en el muslo, que sangró enseguida, fallando por poco los genitales. Mientras Sean se batía en retirada, el pájaro saltó sobre el pecho del muerto, sin dejar de menear la cabeza arriba y abajo. Pero no se trataba de un ave carroñera. Sus gestos eran de reverencia hacía el muerto. ¿No había dicho Jerónimo que la garza era un enviado? Era un ave viviente, pero también un mensaje… ¿Y no era también el emisario de la muerte… natural? Pero ¿cómo podía ser natural y apropiada aquella muerte, y no una aberración, un ataque de locura o de suicidio? Tal vez, el volatinero desnudo había andado tanto sobre una pierna que ya no vivía en la misma realidad que los hombres y mujeres comunes… ¿Lo mismo que el hermafrodita, quizá? Sean se alejó, confuso, mientras se frotaba la herida con la mano.

Entonces advirtió un movimiento en el interior de la torre. En algunos puntos, las paredes de ésta eran más translúcidas, o simplemente más delgadas. Como a media altura del minarete, la silueta borrosa de una cara parecía pegada a la pared por dentro.

Sean corrió hacia el portal de piedra que estaba abierto.

Dentro, una escalera de mal perfiladas gradas, sin pasamanos, se ceñía en espiral a las paredes veteadas de azul, que algo más arriba se convertían en un mármol rosa. A cien metros sobre su cabeza divisó una sombra que cubrió durante un instante los rayos de luz que se filtraban por la abertura situada en lo más alto de la cúpula acebollada que formaba el remate de la torre. Echó a correr escalera arriba. Sin embargo, a medida que la escalera de caracol ascendía pegada a la pared, sus peldaños se hacían cada vez más inclinados, y acababan por confundirse y la escalera se convertía en una rampa espiral, accidentada al principio y luego lisa, resbaladiza como un tobogán de feria. El que se hubiera propuesto resbalar de arriba abajo, sin embargo, se habría partido los lomos en el tramo inferior. Haciendo ventosas de las plantas de sus pies, Sean continuó el ascenso, aunque con más precaución.

—¡Knossos! —gritó—. Detente, ¡maldita sea!

La cara volvió a mirar hacia abajo. Esta vez Knossos habló, aunque burlonamente, al parecer.

—Si llegas a tiempo arriba, te llevo conmigo.

Las paredes veteadas de azul mudaban gradualmente a un tuno rosa oscuro. A Sean le dolían los pies. ¿Cuántos escalones? O no. No ya escalones, que eso era antes, mucho más abajo. «Cientos de miles de espermatozoos, cada uno de ellos con vida», pensó, furioso. Mezclados en los tubos de ensayo de Dios y diseminados por todo el país. Le obsesionaba la visión de una catarata de líquido lechoso, salado, con olor a almizcle, originada en las profundidades de aquella torre (y en los tubos que estaban debajo de ella), y que la transformaría en una fuente viscosa, cuyo chorro le expulsaría también a él, y le proyectaría en el aire, hasta que se estrellara en el suelo tan muerto como aquel volatinero. Es un falo, pensó, y yo estoy trepando por dentro de él. Como el espermatozoide que fui alguna vez. ¡Regreso a mis orígenes! Éste es el tallo tumescente. Más arriba está el glande rosado, y la abertura que tiene es el meato. ¡Esto es más que el trauma del nacimiento! ¡Es el trauma de la concepción!…

Sus sensaciones, en cambio, estaban muy lejos de cualquier orgasmo; sus piernas y sus lomos no cantaban ningún himno de alegría, y aún le dolía el picotazo de la garza en el muslo.

La urraca, el ave familiar de Knossos, salió volando por el meato y se alzó en el cielo. Los rayos de luz se eclipsaron momentáneamente cuando el hombre vestido se izó por la abertura de aquel inmenso pene mineral y se quedó en jarras, de pie sobre el abultado glande.

¿Qué habría querido decir Knossos con aquello de llevarle consigo? No le quedaba ningún lugar adonde ir…, a no ser que se refiriese al salto hacia la muerte.

El glande rosado de la torre se hacía cada vez más translúcido. A medida que subía, Sean empezaba a distinguir nubes rosadas en un cielo rosado. Aunque por fuera pareciese de roca maciza (al fin y al cabo, uno tampoco puede ver el interior de su propio cuerpo), era un órgano interno que podía «ver» fuera del cuerpo, aunque fuese vagamente.

—¡Pégale un puntapié a ese Knossos! —jadeó.

Fuera, una silueta indefinida, a la que prestaban su tinte rojizo las delgadas paredes de la torre, se acercaba a ésta flotando en el aire. Él se detuvo a mirar, con la nariz aplastada contra la pared. ¿Un tiburón volador? En todo caso, se trataba de algo que tenía unas alas de planeador y un aspecto mixto entre torpedo y cometa, pero ¡era un ser viviente! El tiburón llevaba sobre sus lomos un tritón con la cabeza el forma de casco. Erguía la cola hendida en arco sobre la cabeza y sujetaba el extremo con una mano formando la figura de un aro. En la otra mano llevaba lo que tal vez era una jabalina, o un bastón de mando, de cuyo extremo colgaba una borla sujeta con una cuerda. El extraño grupo se aproximaba cada vez más.

Justo momentos antes de que el propio Sean lograse alzarse por la grieta del meato y tuviera oportunidad de agarrar a Knossos por el tobillo, el hombre vestido saltó a bordo del pez, poniéndose a horcajadas sobre la espalda del tritón. El gran pez volador despegó entonces otra vez, remando con sus alas, como un navío del espacio.

Sean asomó la cabeza. El verdadero color del pez y del tritón era el verde, aunque la bola que colgaba del bastón era de un rojo cereza.

—¡Por favor! —gritó.

El tiburón estaba tan cerca que, si hubiera tenido terreno para tomar carrerilla, Sean habría podido alcanzarlo de un tallo; pero fue sólo durante una fracción de segundo.

Knossos le hizo un saludo a Sean. El hombre vestido parecía verdaderamente contrariado por el hecho de que Sean se hubiese esforzado en vano. Apuntó hacia abajo con la mano, señalando el diminuto cadáver caído sobre la plataforma de piedra, con la garza todavía encima.

—Sólo aquello que es capaz de destruirse a sí mismo, vive de verdad, ¿sabes? —gritó, con cierta simpatía en su voz—. Sólo encontrarás el secreto en presencia del peligro.

Y el tiburón, pilotado por el tritón sin rostro, se alejó definitivamente.

Sean se dejó caer hacia atrás, agotado. La tentación de continuar el abandono era grande. Luego recordó que el tobogán terminaba, abajo, en una escalera de roca. Armándose de voluntad, emprendió el regreso, paso a paso, por la espiral. Con precauciones. Evitando el peligro.