6

El paisaje verdoso se desenvolvía suavemente hacia las colinas azuladas por la niebla, hasta disolverse en un cielo acuoso. Así parecía en términos terrestres, ya que el horizonte de aquel planeta estaba mucho más cercano que cualquier horizonte terráqueo. Sin embargo, esto no significaba que hubiera poco que andar, sólo que el panorama parecía cambiar con mucha más rapidez que cualquier paisaje terrestre. Pronto se perdió de vista la ojiva de la astronave.

Sean, Muthoni y Denise avanzaban con soltura, conducidos por Jerónimo, el otrora capitán. Aunque los pies de los recién llegados no estuviesen aún habituados, como tampoco lo estaba el resto de sus cuerpos a la nueva desnudez, la hierba y el musgo eran tan suaves como las propias plantas descalzas. Evitaban con facilidad los brezales y los setos de zarzas, y mientras iban dando rodeos, ya a la derecha, ya a la izquierda, los matorrales y los bosquecillos se revelaban como parte de un inmenso laberinto al aire libre que ofrecía encrucijadas innumerables a quien lo recorriese.

A la vuelta de un sendero flanqueado de naranjos cargados de lustrosa fruta madura en espera, aparentemente perpetua, de ser tomada por manos, garras o picos…, y sin que apareciese al pie ninguna alfombra de corteza mohosa y podrida, pasó un camello presumido que llevaba en equilibrio entre sus dos lanudas jorobas una gran hoja cóncava, de color azul metálico, a manera de barquilla que iba repleta de gente. Piernas y brazos desnudos asomaban de la barquilla en pataleta desordenada, como si quisieran hacer caer el vehículo para escapar del mismo, o todo lo contrario, procurasen evitar la pérdida de tan precaria posición.

Por otro camino de herradura, entre juncos y retamas, vieron asomar un oso pardo. Enseguida, el animal se irguió sobre sus patas traseras y les miró de reojo, balanceándose, y luego se volvió y se puso a bailar pesadamente. Así se alejó camino abajo, meneando los lomos como si les invitase a unírsele y bailar la conga.

Prefirieron encaminarse por otra ruta menos frecuentada por las bestias, al menos durante un rato.

—Clo, clo, clo.

El cloqueo frenético procedía de un vallecito recubierto de musgo. El arroyo que lo cruzaba desaguaba en un estanque lleno de verde lujurioso, y luego continuaba como si a la corriente se le hubiera atragantado una botella.

Una gallina grande como una oveja se afanaba sobre una puesta de huevos que parecían balones de rugby. Uno de éstos acababa de abrirse para dar paso a un pato salvaje totalmente desarrollado que corría hacia el agua dando graznidos. Mientras continuaba el consternado cloqueo, otra cáscara se rompió debajo de ella y otro pato salvaje (esta vez una hembra de color pardo) se abrió paso; parecía tenerle más querencia a la madre, mientras el pato corría al estanque para darse un chapuzón.

—¿Desde cuándo las gallinas incuban patos? —se asombró Denise.

—Patitos —la corrigió Jerónimo—. Reconozco que presenta el plumaje de adulto, pero… ¡Ya veréis cuando hayan crecido!

—¡Imposible!

—Por lo que parece, la madre Clueca opina lo mismo. Está todavía…, presa de lo que es. Pero sus crías ya no. El pato es un ave de conocimiento superior, ¿comprendéis? Se va derecho al agua. En cambio, la capacidad de su hermana, por ahora, no pasa de conocer lo que es el agua.

—Pero…

—¡Ah, Denise! Es mejor que des crédito a tus ojos. Aquí no ha habido nadie que, aprovechando una distracción, le cambiase los huevos a la madre Clueca. Las cosas realmente se transforman de unas en otras.

—Pero…

—Es Él —dijo Jerónimo, con un ademán de entendido Él es el agente transformador. Por supuesto, también depende en gran parte de la disposición de lo qué o de quién se deba transformar. Hasta el sino de un pato tiene su importancia. Como habéis visto, aquí las criaturas se han librado de sus instintos, en el sentido antiguo de patrones de conducta programados e ineludibles. Los instintos se han vuelto abiertos, inteligibles y maleables. Todas las criaturas gozan de ese privilegio. Una gallina puede tener voluntad de cambiar. E incluso un pez. Si puede llegar a concebir la alteración. Y puede. Por desgracia, la madre Clueca no ha pasado de eso de concebir. Pero ya es un paso en el sentido derecho…, o tal vez debería decir mejor en el sentido izquierdo.

—¿Cómo? ¿Hein?

—El camino izquierdo es el de la sabiduría —murmuró Jerónimo, pero siguió por lo derecho del sendero, en aparente contradicción con sus sentimientos.

En aquellos instantes el bosque y el matorral empezaban a ralear, mientras el terreno se elevaba hacia una cresta que dominaba un valle: un anfiteatro de césped con un lago en medio. El lago era perfectamente circular, con orillas tan bien delineadas como si las hubieran trazado con un compás y recortado con alguna herramienta; el agua era de un azul especialmente brillante. Una bandada de animales y de personas daba vueltas alrededor del lago, a una distancia discreta.

—¡Es la cabalgata! —exclamó Sean, al mirar hacia abajo.

—¡Ah! ¿La recuerdas?

—Yo también —asintió Denise.

—Encontraréis muchas cabalgatas así, amigos míos. Surgen espontáneamente en los lugares apropiados.

Las mujeres vadeaban y nadaban dentro del mismo lago. Algunas de ellas eran negras; una alzó en la mano una pelota o una baya gigante y luego la arrojó en medio del tropel de bañistas como quien hace el saque inicial de un partido de waterpolo. Garcetas blancas y cuervos negros levantaron el vuelo y se posaron sobre las cabezas y los hombros de las mujeres. El lago estaba lleno de ellas, sin que se produjese la intrusión de ningún hombre; la cabalgata de los machos giraba alrededor del lago a la distancia impuesta por la circunspección. Montaban a lomos de osos y jabalíes, de cabrones, caballos y camellos, de bueyes y venados. Uno de los hombres iba sobre un felino manchado que llevaba el rabo muy tieso, era un lince tan grande como cualquier pony. Un grifo giraba también con la rueda, con las alas plegadas bajo los muslos de su jinete, y un unicornio blanco daba corvetas y embestía al aire con su largo cuerno semejante al de un narval. El aire casi crepitaba debido a la electricidad que se formaba entre los jinetes masculinos y las mujeres que se bañaban. Mientras ellas aguardaban, nadaban o jugaban a la pelota con la gran baya, que intentaban parar con la cabeza para mantenerla unos momentos en equilibrio, los jinetes giraban alrededor acumulando energía.

—¿Recuerdas qué es eso? —preguntó Muthoni—. ¿Qué hacen ahí?

—Interpretan la pintura del Hosco…, la cabalgata alrededor del lago. ¡Por Dios! Lo son. Y siempre en sentido contrario al de las agujas del reloj, siempre a la izquierda. Siniestra —agregó Sean en voz baja.

—¿Qué tiene de siniestra? —preguntó Denise—. Es como si estuvieran preparándose para algún tipo de orgía religiosa. Y bien, las orgías pueden ser «divertidas» —añadió con una risita.

—Te arrastran hacia allá, ¿verdad? Tengo ganas de salir corriendo, de subirme yo también a lomos de un venado o de un jabalí, y de rodar a más no poder. Sólo que me parece que llegamos un poco tarde a ésta. Todas las cabalgaduras están ocupadas y bastante fatigadas ya en estos momentos. El carrusel gira…, demasiado tarde para subirse a él.

—Allí hay un macho cabrío sin jinete, Sean. En cuanto a mí, no me importaría tomar un baño ahora.

—¿Cómo? ¡Bah! Esa cuchareta se adelantó. A saber quién es…, o quién era.

Sean se dio cuenta de que, en realidad, involuntariamente habían empezado a bajar por la ladera. Al reparar en ello, se detuvo y sujetó a Denise por la muñeca.

—Sí, atrae mucho, ¡como un remolino! ¡Como las demás cosas de este planeta! Todo lo que hemos visto, excepto aquí el amigo Jerónimo, atrae que da vértigo. Sumerge. Absorbe. Pero no, yo no dije que lo siniestro fuera eso. Es el hecho de que todos giran a la izquierda…, desde su propio punto de vista.

—Chocarían los unos con los otros si dieran vueltas en ambos sentidos.

—¡Ah! Pero giran hacia la siniestra…, en el sentido del cual, según la tradición, debemos desconfiar. La vía de la mano izquierda. Estoy seguro de que era así en la pintura original…, lo que sería muy notable, si el Bosco vio que la izquierda era la verdadera dirección del desarrollo psíquico…

—¡Ahora lo comprendo! El hemisferio derecho controla el lado izquierdo…, y es el que corresponde a la intuición, ¿verdad? Mientras que el hemisferio izquierdo, que es el racional, controla la mano derecha.

—¡Lo derecho! —sonrió Sean, jubiloso—. Ahí, en una sola palabra, la palabra «derecho», tenemos toda la guerra propagandística que libra el hemisferio izquierdo del cerebro contra el derecho desde que aquél inventó el lenguaje. «Lo derecho» es lo recto, «lo siniestro» no inspira confianza. Y muchos pueblos primitivos usaban siempre la mano derecha para comer…, y se limpiaban el culo con la izquierda. ¡Ah! Es una verdadera campaña de difamación, prolongada durante cientos de miles de años, y siempre el hemisferio cerebral izquierdo tuvo la primera y la última palabra. Pero ellos cabalgan hacia la izquierda, a la manera intuitiva y holística.

De manera que un hecho neurológico se proyectaba allí en una conducta objetiva, meditó Sean. Así pues, la Cabalgata era una reeducación física de los pasos y los gestos del cuerpo…, por la vía de la mano izquierda.

¿Jerónimo sería zurdo? ¿Y los demás colonos? ¡Cómo advertirlo allí, donde no había plumas para escribir ni herramientas que esgrimir! Al recordar el estilo amoroso de Loquela (y el de Jerónimo también), Sean concluyó que los colonos habían llegado a ser bastante ambidextros.

¿Con qué mano se limpiarían la mierda?, pensó. Aunque allí no había montones de estiércol como en la época medieval…, abundaban los estanques y las corrientes de agua viva. Tampoco había insectos, ni moscas. ¿Tal vez ni siquiera gérmenes? Quizás allí la porquería no era porquería.

—Me pregunto si «Dios» realmente sólo puede reinar cuando ha suprimido el análisis, cuando desequilibra la balanza a favor del lado onírico de la mente.

Mientras Sean seguía el hilo ambidextro de sus cogitaciones, un personaje solitario que estaba de pie en la ladera contemplando la cabalgata (aparentemente inmune a la atracción de la electricidad que producía), se volvió y reparó en ellos. La persona empezó a remontar la pendiente.

Una persona. Ni hombre ni mujer, sino ambas cosas al mismo tiempo. Un hermafrodita, él y ella en un cuerpo, plenamente ambisexuado, con pechos de mujer que se erguían coronados de pezones como pasas, y un pene y unos testículos pegados al vientre, como los de los perros, sobre la grieta coralina de unos genitales de mujer. El rostro de la persona tampoco era de un ambiguo ni lo uno ni lo otro, sino de un bien definido las dos cosas a la vez. Mientras el hermafrodita les contemplaba pareció, durante un instante, como si dos conjuntos de músculos faciales, independientes pero coexistentes, respondieran simultáneamente a la desnudez de los machos y a la de las hembras, en una doble reacción de atracción y rechazo. Pero entonces Sean se dio cuenta de que ésa era, en gran parte, su propia reacción: en principio se comparaba y se identificaba con el macho para desear a la hembra y así estimular al macho competitivamente. Pero la hembra ya había sitio apropiada por el macho y estaba unida a él, que era la misma persona. Así, el aspecto del hermafrodita llamaba lo mismo a su propia identidad sexual externa que a la sombra femenina que vivía en su interior, que clamaba y cortejaba…, y rechazaba a ambas, por incompletas y alienadas la una de la otra. Aquél era un personaje paradójico cuyas oposiciones ni se cancelaban mutuamente ni se dividían por efecto de la contradicción, sino que se mantenían en equilibrio como un acróbata de pie sobre una pelota. O como el mismo hermafrodita se balanceaba sobre las puntas de tos pies… (Y él/ella había contemplado, divertido/a pero indiferente, los esfuerzos de las mujeres en el lago por equilibrar la cereza gigante sobre sus cabezas…)

—¿Has visto a Knossos últimamente? —saludó Jerónimo al hermafrodita.

La voz con que respondió sonaba casi como un cántico: hablaba con palabras melodiosas, estilizadas, pero sin la menor afectación.

—Pasó por aquí…, este…, durante el preludio de la cabalgata, con su urraca exploradora. ¿Quiénes son esos tres? Parecen hechos de barro primigenio…, sin terminar. Bellos, pero en espera de tomar forma definitiva. Me parece que lo que van a ser, por ahora será sólo una idea en sus mentes.

Jerónimo hizo la presentación de los astronautas, empezando por Denise.

El hermafrodita saboreó aquel nombre.

—¡Ah! ¿Una mujer que se llama Dionysos? ¡Que la voluntad de cambiar sea contigo! Laroche… ¡Claro!, la piedra. Sí, así es como cambiarás, sin duda. ¡Busca la piedra, la roca!

—Ahora nos encaminamos a aquella torre de roca —asintió ella—. Hacia allá habrá ido Knossos también, el griego, el hombre que posee el conocimiento.

(Así dijo ella, en primer lugar para asegurarse de que estaban persiguiendo al hombre adecuado. Jerónimo pareció medianamente ofendido.) Detrás de la loma siguiente, visible para ellos aunque no para los miembros de la cabalgata, se alzaba el minarete de una torre de color rosado, rematada en una cúpula acebollada como las del Kremlin, pero más alargada hacia el cielo y acompañada de una antena de color rojo más saturado, similar a una larga hoja de agave, de bordes aserrados…

—¡Ah! No es esa roca. Pero vais por el buen camino.

—¿Qué dice? —susurró Denise.

—¡Chist! —dijo Sean en voz baja—. Acabo de darme cuenta.

—¿De qué?

—No vas a creerlo.

—Prueba a ver.

Pero Jerónimo acababa de presentar a Sean.

—Athlone —repitió él/ella, y le relucieron los ojos, tras lo cual agregó en tono declamatorio—: Hic opus, hic labor est. He aquí la obra, he aquí la labor. Knossos estará complacido cuando le alcancéis. Le gustará escuchar una palabra griega como ésa, aunque no la sepáis pronunciar bien, y aunque nunca haya sido griego en realidad.

—¿No lo fue? —preguntó Denise.

—Tal vez sí, y tal vez no.

—¿Qué es eso de que no lo pronunciamos bien? —inquirió Sean.

—Tu nombre, hombre. —Viniendo de aquel hermafrodita, aquello de «hombre» parecía algo más que una familiaridad debida a la impaciencia: era casi una acusación, la de ser parcial, una media persona—. Athlon, así es como debe decirse. ¿No sabes lo que significa? ¿No sabes qué sentido has de poner en obra? La Gran Obra, la Opus Magnum.

—Es un pueblo de Irlanda —dijo Sean, confuso.

—¡Es la palabra griega que designa La Obra!

—¿Qué obra? —preguntó Denise.

Sean, sin hacer caso de ella, continuó:

—Eso es pura coincidencia.

—¿Y qué es una coincidencia? Lo que consiste en coincidir. Yo también soy una coincidencia…, de contrarios que, sin embargo, se pertenecen el uno al otro. ¡Coniunctio Oppositorum! ¿Y quién es esa negreza?

—Esta es Muthoni —dijo Jerónimo.

—Sí, ahora puedo decirte lo que es una negreza —le susurró Sean a ella—. ¡Dios todopoderoso! ¡Ese Knossos ha tenido mucho que ver aquí! Si todo eso es obra suya…

—Continuad vuestro camino —les aconsejó el hermafrodita—, o no le alcanzaréis antes de que oscurezca.

—Ya comprendéis que aquí no hay noche —explicó innecesariamente Jerónimo—. La noche reina sobre el Infierno.

—Será una novedad después de tanto sol —comentó Denise con frivolidad.

—Quiere decir que si no le alcanzáis aquí, tendréis que morir y pasar antes por el Infierno.

—En algunas partes del Infierno hace tanto calor, que se le cae el pelo a la gente —se burló el hermafrodita, aludiendo a la calva de Sean.

—No me preocupa —dijo éste.

—Podría volver a salir en forma de plumas. Tú tienes condiciones para ser un espléndido búho, lleno de inteligencia terrestre, que no está mal como ciencia vulgar… Pero no —le interrumpió «él» a «ella»—. Sería una garza o una cigüeña. Tiene aspiraciones más altas, más blancas. Es Athlon, es La Obra. Sí, puedo verle como una cigüeña, no como una de estas garcetas vulgares del estanque.

—Maldito sea si pienso convertirme en un pájaro para vuestra diversión —saltó Sean.

—Sí, serás maldito —se burló el hermafrodita—. Muy cierto.

Jerónimo se mordió el labio inferior.

—¿Es verdad, oh Doble Ser, que las personas son transformadas en pájaros cuando han de descender en la escala de la evolución antes de poder volver a ascender?

El hermafrodita cruzó sus brazos sobre aquellos pechos erguidos y guiñó un ojo.

—Tal vez sí, y tal vez no. La carrera de cada uno es especial para ellos.

—Pero ¿quizá tú has sido un ave o una bestia? Se dice que las personas se convierten en aves o bestias, pero en realidad yo nunca he conocido a nadie que… —Se interrumpió, y agregó con tristeza—: En cuanto a mí, por lo visto, estoy inmunizado.

—¡Eh! —intervino Muthoni—. ¿Qué es eso de «aspiraciones más altas y más “blancas”»? ¿Estamos en una utopía racista? ¿Qué tiene de especial el color blanco?

—No me has entendido bien, bella negreza —dijo el hermafrodita, dejando caer los brazos y dedicándole una reverencia que hizo que se bambolearan sus pechos—. La negreza es un estado honorable. ¿Ves esos cuervos posados sobre los hombros de aquellas damas, allá abajo?

—Sí. Los mirlos.

—Los cuervos. Son las aves de la sabiduría: una sabiduría que está más allá de los sentidos ordinarios. Pero tal sabiduría se ha oscurecido y han de reconquistarla, ¿comprendes? El color de la sabiduría oscurecida es la negreza, es la primera etapa de un camino hacia la sabiduría. ¿No ves que algunas de esas mujeres también son negrezas? Están algo más adelantadas en ese camino que sus hermanas, las blancas. Por eso se montan sobre ellas los cuervos. Cuando la garza se ennegrece renace como cuervo. ¿No vas a decirme que eres una «falsa» negreza? Tendrías que volverte blanca antes de renacer otra vez como negra.

—Estás loco —dijo Muthoni—. Ve y jódete.

El hermafrodita sonrió.

—¡Ah! Eso pienso hacer. Créeme, algún día me autofertilizaré y me daré a luz. Entonces habré culminado mi obra y habré alcanzado la perfección.

Él/ella hizo un círculo con el índice y el pulgar y sopló a través del aro así formado, con mueca maliciosa. Luego, el hermafrodita se alejó hacia la espesura.

—¡Uf! —exclamó Muthoni, abanicándose con la mano como para desviar el aire que él/ella había soplado hacia ella, por si fuese un maleficio—. ¡Ese individuo está hecho un demente!

—«Demente» no significa sino «el que está fuera de su mente» —comentó Jerónimo—. Eso es lo que le pasa en realidad. Se halla en un estado mental fuera de sí. Y lo mismo en lo corporal, está en la paradoja. Desde luego, la carrera que ha escogido es de las más extremas. Me gustaría saber si las personas se convierten de veras en pájaros, o si las aves y las bestias no son más que «principios», esencias encarnadas a partir de nuestros bancos de óvulos… Pero no, puesto que evolucionan… ¡Deben de poseer personalidades propias de pájaros y de bestias!

—Tú también estás loco. Esa entidad sobrehumana ha vuelto loco a todo el mundo.

La cabalgata estaba llegando al frenesí. Los animales galopaban en redondo espoleados por los talones de sus jinetes y por las palmadas en las ancas. Un macho cabrío chocó con un grifo, éste con un caballo y éste con un unicornio. De pronto, la rueda de animales frenó en seco, cubierta de espuma. Los jinetes se apearon de sus lomos y echaron a correr hacia el lago lleno de mujeres. Las garzas y los cuervos elevaron el vuelo para evitar el revoltijo de cuerpos que chapoteaban en las aguas. El lago hervía…

—No, eso no es locura —dijo Sean—. Es algo mucho más extraño. Y muy coherente, pero hay que poseer la clave.

—Como tú la tienes, Athlon —sonrió Jerónimo.

Sean meneó la cabeza, como aturdido.

—He de pensar sobre esto. Necesito aclararlo. Vamos. Dejemos de lado este valle o acabaremos sumergidos en las aguas encantadas. Mesmerizados.

Pensó que muchas personas pasaban toda la vida mesmerizadas por la programación de los instintos. Su propia vida anterior, antes de pasar a «sumergirse» en el tanque de hibernación, le parecía ahora una rutina automática, mesmerizada: su infancia en Irlanda, sus estudios de psicología en Dublín y Chicago, su carrera en la EarthSpace… En aquel planeta, sencillamente, el mesmerismo se hacía explícito, obvio y franco, bajo una guía superior. ¿Con qué fin? Con el de que cada cual, tras hundirse a fondo en el mesmerismo, pudiera des-mesmerizarse gradualmente… Pero ¿era imprescindible dejarse anegar antes? Él se negaba a sumergirse, al menos en aquel lago concreto y aquel momento concreto.

—Vámonos.

«Athlon»: por supuesto, había sabido desde siempre, en algún lugar recóndito de su cerebro, el sentido secreto de su nombre en otro idioma. Alguna vez debió descubrirlo y debió hacerle gracia; luego, lo olvidó. ¿O tal vez no, en realidad? En cierto sentido, sus mismos estudios de psicología podían interpretarse como una forma de «La Obra»: la integración psíquica… Tal vez se había programado a sí mismo al emprenderlos, porque… ¡No! Aunque, por otra parte, debió de intuir aquella relación aunque sólo fuese subliminalmente…

Creía sinceramente que Denise permanecía ajena a cualquier sentido oculto de su apellido. «La Roca», para ella, no era más que una parte de la naturaleza: una base ecológica. Y sin embargo, corría por ella una veta de magia terráquea…

—¡Sí, vámonos! ¡Despierta, Sean! Es a ti a quien estamos esperando.